La aparición de nuevas herramientas electrónicas como Twitter, Facebook, blogs y otras permiten que los autores tengan vías muy fluidas de comunicación con sus lectores y estos accedan a los escritores que admiran de una manera distinta a la sola lectura de sus libros. Este intercambio —o nueva cercanía— alienta la comunicación entre emisores, pero poco beneficia a los libros, instrumento privilegiado y prestigiosamente establecido como el vehículo favorito de la creación literaria.
Las nuevas herramientas crean aproximaciones al hecho literario pero no alteran la imponente presencia del libro, con la autoridad de su prestigio, los atributos de su diagramación, tipografía, textura del papel, diseño de portada, vinculación con la Academia y la prensa; las librerías, los premios, la crítica literaria. En fin, todo ese circuito virtuoso que hace que el libro, aun asediado por formas nuevas de expresión y comunicación, mantenga su inmensa valoración social.
Los instrumentos de la Red merodean la creación literaria pero no la reemplazan ni la afectan. Tampoco la posibilidad de descargar novelas en pantallas parece haber influido al creador en la concepción y desarrollo de sus obras. El soporte —al menos hasta este momento— no parece haber modificado los hábitos expresivos de un autor.
En un mundo en que el trabajo y el estudio se realizan durante horas frente a la pantalla, el tradicional libro de papel tiene aún una linda opción de recuperar la virtud de ocio inteligente, de placer, no vinculado a la luz de los deberes laborales. El libro casi como un recreo, como la escapada a un espacio lúdico.
Los nuevos medios permiten que el usuario se haga prácticamente para sí mismo una programación personal como espectador escogiendo desde su ordenador entre la oferta global de emisiones. Los aficionados a la literatura tienen opciones que no solo incluyen programas de su mismo país e idioma, sino los de otros territorios y lenguas. Estos contactos entre lectoras y lectores, junto con las fuentes de información literaria, fortalecen la relación entre el libro con sus consumidores; sin embargo, se trata de una relación que ya existe y que solo se intensifica por estas vías. Pero lamentablemente estos ejercicios solitarios no le dan mayor visibilidad al libro ni alientan la formación de nuevos lectores.
Los caminos tradicionales para llamar la atención sobre las novedades editoriales en los respectivos países son los suplementos culturales de los periódicos, algunas radios universitarias y ciertos canales de televisión que incluyen programas literarios en sus parrillas. Una vez más, sin embargo, advertimos que el circuito de información va por vías especializadas, y la irrupción del libro queda una vez más confinada al fin de semana en una o dos hojas del periódico o a quien enciende la heroica radio universitaria en su coche de vuelta a casa.
Y existen, claro, los canales de televisión culturales. Sumidos en audiencias insignificantes, dependen de la buena voluntad de algún auspiciador altruista o de aquellos estados que entienden que la televisión es un instrumento de diversión, información y educación, que debe dar cuenta del abigarrado mundo de la creación artística sin tener como propósito principal recibir ganancias materiales inmediatas por los esfuerzos y recursos invertidos.
La existencia de estos canales suele estar defendida por las leyes de las repúblicas que exigen de estos emisores programación cultural de calidad. En algunos países, la existencia de un canal cultural —con piadoso presupuesto y escasa sintonía— complace a los gobernantes y legisladores que, satisfechos con el «trámite legal» resuelto, tienen un «tapabocas» para los «exquisitos y refinados» que le piden cultura a un medio de comunicación masiva. Ellos, por su parte, prodigan sus apariciones en canales comerciales de gran sintonía manteniendo vigente su imagen ante sus votantes y elevando su popularidad con cada aparición.
En otros países existe una televisión pública cuyos directorios definen políticas editoriales privilegiando la información y la educación y haciendo abundante uso de los espacios para dar una imagen autocomplaciente de los gobiernos de turno. El público suele agradecer este favor no pedido apretando desesperado los botones del control remoto para pasarse a otros canales.
En algunas ocasiones los legisladores han inventado una «franja cultural» obligatoria para todos los canales a cierta hora del día de tradicional poca audiencia.
El efecto de esta medida chocó con el concepto de cultura que manejaban los programadores, quienes utilizaban cualquier artilugio para hacer «cultura» y tener algo de audiencia: programas antropológicos sobre tribus africanas y amazónicas daban, cierto, útil información sobre sus tradiciones y su relación con la naturaleza, pero lo más importante en ese tiempo en que aún no se liberalizaban las pantallas es que les permitían mostrar sin censura los senos de las bellas mujeres aborígenes.
Los espacios culturales de la franja no eran sobre literatura, o escultura, o música, o ballet, sino que cubrían informaciones del mundo animal: extensos reportajes a la dentadura de los hipopótamos en el Nilo o a la destreza con que un ave de rapiña devora una gallina. Las franjas culturales se extinguieron como velitas de cumpleaños infantil sin que nadie se diera el trabajo de soplarlas.
Chile inventó un canal público de sospechosa originalidad. Políticamente es plural, pues su directorio lo componen miembros gobiernistas y de la oposición, lo que asegura que los partidos que ponen allí su gente tengan bastante pantalla para mostrarse en abundancia.
Este canal tiene, además, la obligación de autofinanciarse. Con eso su servicio al cine, a la literatura, la música, la pintura y la ciencia se reduce melancólicamente. No se puede «perder ni un minuto» que desestabilice la economía del canal. La conclusión es obvia: nada diferencia al canal público de los canales comerciales.
Por lo tanto, el gran tema para quienes amamos nuestra lengua, y a nuestros autoras y autores, quienes la llevan a niveles de excelencia expresiva, es cómo hacer competitivo el sofisticado mundo del libro y los autores en los canales abiertos, no segmentados, que son aquellos que siguen el día a día de la actualidad nacional y mundial y que proporcionan abundante entretención a espectadores acríticos.
¿Allí conviene que se inserte la literatura? No. Es mucho pedir; corregimos. Allí conviene que se inserte una «señal» de la literatura. Un pequeño espacio entre aquellos que mal o bien transitan por el sentimiento de cohesión social de una comunidad: esas ventanas al universo que nos proporcionan la mirada y la admiración simultánea, participativas, y no la privada del ordenador.
Quizás «competitivo» sea una palabra voluntarista, excesiva, frente a la realidad de la televisión comercial que busca básicamente rentabilidad, y halagar el gusto de espectadores que solo ven las creaciones literarias como recuerdos de jornadas escolares, de lecturas obligatorias, de pesarosos dictados de rimas con sonsonete.
¿Cómo hacer para que el espacio de los amplios y consagrados lugares comunes no repela la intromisión de la «diferencia» y sean hospitalarios con los extraños?
La respuesta a esta pregunta la buscan desde hace décadas los Estados conscientes de que la literatura forma ciudadanos más sensibles y complejos, capaces de distinguirse de la oferta tan mecánica que muchas sociedades contemporáneas ofrecen a sus habitantes: ser productores o consumidores. De allí que las leyes que regulan las emisiones televisivas, al menos en sus planteamientos y en su filosofía, exija que la «diferencia» también circule en la espesa sociedad de los hábitos; otra cosa es que luego hagan la vista gorda con el desprecio de los emisores hacia esas buenas y necesarias intenciones.
Sobre la base de experiencias como escritor que ha querido servir a los libros y los autores en algunos programas de televisión chilenos e internacionales quiero intentar responder a esa pregunta. Necesito contar antes que nada por qué yo —un escritor que ama su oficio y que busca sistemáticamente tiempo para crear ficciones— me empeñé en este aventura de familiarizar o «rozar» la literatura con los espectadores.
En primer lugar porque me produce desazón que la gente —llamada a configurar el destino, el futuro de su país— prescinda del conocimiento de la creación literaria solo porque les resulta lejana, difícil, ausente o críptica. Me mueve desde joven el entusiasmo por el sencillo hecho de estar en el mundo y de sentirlo como el escenario para una alborotada indagación acerca del sentido de vivir.
De vivir hacia adentro y con los otros.
Opté por pronunciar un «sí» entusiasta a todo. A la participación política, al fútbol, a la música popular, a las canciones rock. Mi plan como escritor era acercar la espontaneidad de la vida a los libros e incitar con mi escritura y mi acción ciudadana a que los libros interfirieran en la vida cotidiana de la gente para que le sintieran el gusto a la libertad y encanto que da la imaginación. «El hombre, animal fantástico», como lo definía Ortega.
Por lo tanto estaba en mi vocación tematizar en mi propia obra la interacción entre la gran cultura, la tradición literaria y la subcultura, tal como se da en la calle y en la televisión. Era mi objetivo insuflar en mi obra y en mi vida, formada en la tradición culta, la espontaneidad y la frescura del lenguaje de mi generación. Pero al mismo tiempo, deseaba proponer también la maravillosa literatura de todos los tiempos como inspiración para la vida cotidiana.
Y esto explica mi decisión: la intensa y abigarrada vida de la gente tiene que sentir la creación literaria como algo cercano, y para lograrlo hay que ubicarle la «diferencia» en los amplios lugares comunes donde transitan sus creencias, conocimientos y emociones.
Hay que aceptar la subcultura con genuino aprecio y renunciar a la soberbia de la superioridad que tantas veces da la cultura cuando «toma el micrófono». Ningún problema con mantener ese orgullo y altivez, esa impostación, en la obra de cada uno, en los espacios elitistas de la crítica o la universidad.
Pero si se busca la televisión para despertar el interés, el afecto, la curiosidad por los autores y los libros, hay que hacer un pacto entre cultura y subcultura, y apelar al tesoro emocional que comparten —en primer lugar por el cariño a la vida cotidiana— el creador y la gente. Se trata de insertar el cuerpo extraño en un paisaje familiar; merodear en las vidas sencillas y su actualidad, atender a la música que oyen, las películas que ven, los lugares donde viajan, y entonces desde esa —acaso— dulce, entrañable banalidad, palpar la obra literaria como una visión excepcional de un realidad común.
Esa fue la estrategia que seguimos en el programa de televisión El show de los libros que, emitido tarde en la noche por Televisión Nacional de Chile —canal abierto—, logró hacer visible a libros y autores y recibió tan buenas cuotas de sintonía que a lo largo de su vida logró establecerse en varias ocasiones entre los diez programas más vistos, a pesar de su modesto presupuesto.
La estrategia de la conducción era amable, irónica y autoirónica, mostraba un cálido respeto por los gustos y hábitos de los telespectadores y con gestos lúdicos y lenguaje llano presentaba —en la cordial atmósfera creada— el libro, el poema, el autor que tenía algo relevante que decir en la coyuntura del país, y que lo decía con arte, con esa rica convicción de que hay una manera de hablar que es más profunda, verdadera y expresiva que la de nuestros lugares comunes.
Tengo muy presente que mi tiempo es limitado y quiero ofrecerles, a modo de ejemplo, la descripción de solo un programa de nuestra serie, aquel dedicado a «Literatura y peluquería».
La peluquería es un hábito en nuestras vidas —al menos lo era en mi caso hasta que el tiempo desbrozó mi cabellera hippy— y por lo tanto un espacio familiar y reconocido. Para señalar desde el inicio que la dirección del programa sería lúdica y ligada a la creación de imágenes en torno al tema, citamos, con una sonrisa cómo el «pelo» convive en nuestro vocabulario cotidiano: «no tiene ni un pelo de tonto», «es un hombre de pelo en pecho», «le gusta echarle pelos a la sopa», «espéreme un pelito», «ella no tiene importancia, es solo un pelo de la cola», etcétera. Y allí, casi caído al azar, surge un umbral. Aparece un verso de Neruda: «Me falta tiempo para celebrar tus cabellos, uno por uno debo contarlos y alabarlos».
Luego vamos a las imágenes de muchachos melenudos que son rapados por soldados pues entran a servir su servicio militar. Las melancólicas imágenes van acompañadas por la música de The Ramblers, «El twist del recluta», que en algunas de sus líneas dice: «Aprovecha de bailar, que te van a pelar, si no vas al cuartel, te vendrán a buscar».
Hasta el momento llevamos introducidos de modo amable y jocoso dos motivos: el pelo y los militares. A esta altura es preciso que les revele a dónde apuntamos con estos tramos. A una presa mayor. La exposición de un relato brillante de la literatura colombiana de Hernando Téllez, llamado «Espuma nada más». En la mínima descripción que hago a continuación de este cuento, no agoto de ninguna manera todos sus sentidos.
En un pequeño pueblo colombiano la dictadura militar ejerce la represión contra los ciudadanos rebeldes sometiéndolos a vejaciones, torturas, mutilaciones. Eximio en su crueldad es el capitán Torres, un hombre odiado por la gente, de quien todos quisieran vengarse y, ojalá, verlo muerto. Un día, este ogro, tras una campaña de exterminio de rebeldes, decide hacerse rasurar la barba y acude a la peluquería.
El barbero —un rebelde él mismo— tiembla al verlo entrar. En un par de minutos, tras aplicarle espuma a esas mejillas, tendrá la garganta del monstruo a merced de su afilada navaja. Debe tomar una decisión: cumplir con su oficio de buen barbero como lo haría con cualquier cliente o, interpretando el deseo de la población vejada, darle muerte.
No se puede negar que la historia desde el comienzo nos «pone los pelos de punta». Más aún cuando nuestra dramatización ocurre en la tradicional y muy identificable «Peluquería Francesa» de Santiago, cuando los actores hablan con acento chileno, cuando la bella esposa del peluquero es la actriz más popular de las pantallas chilenas, y cuando acaba de terminar en mi país una dictadura que practicó el terrorismo de Estado contra los rebeldes.
La pregunta que está en el corazón de los chilenos es: «Ahora que vivimos en democracia, ¿qué vamos a hacer con todos aquellos que violaron nuestros derechos humanos?».
La pregunta no se formulaba abiertamente en la televisión. La nueva democracia es cauta y frágil. No busca ni quiere nada confrontacional. «Ya se verá más tarde». Pero el arte está reñido con el pragmatismo. Tiene la urgencia de expresar y, en tiempos de zozobra, lo hace de modo oblicuo o metafórico. En nuestro programa seguimos ese camino. Un texto relevante —La diferencia— surge en un ambiente cotidiano e impregna a los espectadores con una doble inquietud: ¿qué hará el barbero finalmente con esa navaja que se desliza una y otra vez sacando los pelos y la espuma de la garganta del capitán y qué haremos nosotros, los espectadores, con quienes nos vejaron?
El programa recibió un excelente sintonía, nos llenamos de consultas por la obra de Hernando Téllez, de paso, además, por la de García Márquez, a cuyos personajes peluqueros también aludimos, y esa semana sentimos que la literatura, a su modo, nos había hecho más libres como artistas, más fieles a nuestro compromiso por mostrar literatura en televisión, y hasta mejores ciudadanos al presentar con la complicidad de nuestros espectadores un tema escamoteado en las pantallas.
Justo este año, a cuarenta años del Golpe, todos los canales de la televisión chilena han presentado impresionantes documentales sobre las atrocidades del pasado y han elaborado emocionantes series de ficción que cubren la vida de esos años duros. Y el destino de quienes vulneraron gravemente los derechos humanos ha sido variado: algunos cumplen largas penas en prisión, otros fallecieron antes de que concluyeran los juicios en su contra, otros consiguieron ampararse en leyes de amnistía, y hay quienes aún sobreviven camuflados con astucia o han sido intocados por motivos circunstanciales.
Pero dos décadas antes, un programa dedicado a los «libros», entendió la coyuntura emocional que vivía un país y presentó una obra de arte relevante, que además acertaba con el camino pacífico y no vengativo que seguiría Chile para consolidar su democracia: sin odio, sin violencia. No más a la dictadura, como se votó contra Pinochet en 1988.
¿Y el barbero? El barbero deja ir al capitán. Estas son las palabras finales de su monólogo:
Yo no quiero ser un asesino, no señor. Usted vino para que yo lo afeitara. Y yo cumplo honradamente con mi trabajo… No quiero mancharme de sangre. De espuma y nada más. Usted es un verdugo y yo no soy más que un barbero. Y cada cual en su puesto. Eso es. Cada cual en su puesto.
Pero para llegar ahí, queridas amigas y amigos de este VI Congreso Internacional de la Lengua Española, tuvimos que abrir esa peluquería donde los caballeros y damas leen revistas frívolas, donde se huelen perfumes que anuncian astros y estrellas de la pantalla, donde se cuentan chismes y pelambres sentimentales, y tuvimos que cantar el «Twist del Recluta», y también estuvimos a un «pelo» de que el canal nos echara porque habíamos estirado demasiado la cuerda. Pero nuestra estrategia desembocó en audiencias que miraron con otros ojos otras imágenes: al año siguiente «El Show de los Libros» recibió en Mídia el Premio al Mejor Programa Hispanoamericano y el premio Ondas en España, además, la Unesco lo destacó como emblemático de la Década Cultural.
No pretendo asegurar que este servicio a los autores y a los libros pueda hoy tener vigencia. O que sea necesario imitar en otros países su estrategia comunicacional para que la creación que se expresa en los libros que amamos dé una señal de su diferencia en los lugares comunes de las pantallas. Esta alianza entre cultura y subcultura funcionó una vez y quise dar cuenta de ello en esta mesa. Si esta experiencia ayuda a que otros encuentren otros modos originales y eficaces de aumentar el dominio público de la creación literaria, estos minutos que me han concedido habrán cumplido su propósito.