Los canales de distribución del libro han sido analizados de manera unidireccional, de Europa a América (y Filipinas), ya que los libros producidos en las prensas europeas eran habitualmente enviados y consumidos en los territorios americanos de la Corona española durante la Edad Moderna. Estas vías facilitaron la formación de las bibliotecas americanas, pero se observan otras, complementarias, que muestran que los caminos de los libros son complejos y variados, de tal manera que tanto el Pacífico como el Atlántico estuvieron conectados y los libros recorrieron ambos océanos en ambos sentidos. Este sería el caso de los libros que acompañaron el viaje de los oficiales reales y eclesiásticos, que tuvieron en estos textos compañeros en los largos recorridos y los años de desempeño del oficio. Francisco Samaniego Tuesta, nombrado en 1644 fiscal de Manila, viajó desde Acapulco hasta Filipinas. El 21 de noviembre un huracán hundió la embarcación en la que viajaba, provocando la pérdida de «chucherías que traía de mi gusto», pero lo que más sintió fue perder «24 caxones de libros», afirmando que «con la pérdida de mis libros se me acabaron todas mis curiosidades».1 En otros casos los libros podían ser un obstáculo en el viaje o bien una moneda de cambio, el dominico inglés Thomas Gage viajó desde Jerez de la Frontera a México en busca de una aventura espiritual que esperaba le llevara hasta Filipinas, con esa idea en la cabeza junto a otros compañeros: «decidimos fiarnos de la providencia divina y aventurarnos… con los pocos medios que teníamos y vender nuestros libros y chucherías para sacar todo el dinero que pudiéramos para comprarnos un caballo para cada uno».2 La facilidad con la que algunos lectores se desprendían de sus libros no debe sorprendernos, en este caso con la intención de seguir su camino les resultó más fácil y cómodo convertir en moneda de cambio los volúmenes para conseguir un medio de transporte.
El caudal de libros que atravesó el Atlántico a través de la Carrera de Indias permitió un abastecimiento regular a través de las flotas, aunque muy desigual, ya que resultaron beneficiadas las capitales de los virreinatos y las principales ciudades en las que se asentaron los libreros e impresores para abrir sus tiendas y talleres.3 En territorio americano quedaban grandes zonas desabastecidas que recibían libros a través de las redes internas, los libreros de camino con su carga ambulante en las ferias o romerías y los viajeros que siempre fueron una pieza clave de los intercambios. El circuito de transferencia de libros desde Europa a América fue consolidándose en la segunda mitad del siglo xvi, aunque no faltaron los problemas y las quiebras comerciales de algunos libreros. Además de estas redes de negocio de librería y de los circuitos comerciales, existieron otras ligadas al libro como objeto de intercambio y regalo, como parte de las estrategias familiares y de parentesco, como estrategias de misión, etc., que ofrecen una imagen diversificada de los mecanismos de la transferencia del libro en el mundo moderno.
La vía marítima del Atlántico al Pacífico favorecía la llegada de las novedades europeas a Filipinas vía Acapulco (con libros que habían llegado de Europa y con los impresos mexicanos), y a Lima y otras ciudades, a través de Panamá. Un ejemplo servirá para ilustrar el paso del istmo que fue narrado con detalle por fray Diego de Ocaña a principios del siglo xvii. Al llegar a Portobelo descansó dos semanas y pasó a Panamá con la ayuda de arrieros y mulas, que llevaban «trescientos cuerpos de libros de Nuestra Señora» que traía para repartir en el Perú, probablemente el texto de Gabriel Talavera sobre la Virgen de Guadalupe publicado en 1597. En Panamá estuvo tres meses «esperando que bajasen los navíos del Perú, con la plata para podernos embarcar por el Mar del Sur a la ciudad de Lima».4 Al igual que este religioso, los mercaderes de libros y comerciantes que llevaban libros en los frangotes y cajones debían esperar largas temporadas hasta llegar a su destino.
En los lugares de arribada los lectores esperaban contar con los libros que habían encargado o recibir ejemplares de nuevas obras. Este era el caso del franciscano Luis de Guzmán al que le escribió el padre Martín Peláez desde Lima avisándole el 14 de enero de 1615 de cómo «por no haber llegado la armada no se han hallado los libros y aun tenemos poca esperança de que vendrán en ella por ser tan exquisitos no obstante que se hará toda diligencia para hallarlos y despacharlos [a vuestra paternidad al Cuzco], se sirva de avisarme si no se hallaren estos si compraremos otros iguales o que vpad. disponga deste dinero y me mande como a su muy aficionado».5 Como vemos, Peláez advertía que «por ser tan exquisitos» —probablemente textos nuevos de erudición bíblica u obras teológicas poco usuales— no sería fácil dar con ellos. El abastecimiento del virreinato peruano muestra, también, otras rutas a través del Pacífico, ya que los textos impresos en México ocasionalmente recabaron en Lima. De este modo a los libros que atravesaban Panamá para embarcarse en el Pacífico se suman otras rutas, desde Acapulco al sur a través del Pacífico; o desde la segunda mitad del siglo xvii y durante el xviii, rutas a través de Buenos Aires que facilitaban el paso de libros a Ecuador, Perú o Chile. Este fue el caso de los libros que compró fray José de Yepes. Este mercedario inició un largo viaje de peregrinación y recaudación de dinero que le llevó desde Quito a Nueva España y de allí a España para regresar por la vía de Buenos Aires. Con el dinero recaudado en el viaje compró bienes diversos, y en 1763 los embarcó en Cádiz. Declaró 140 cajones con «libros, adornos de iglesia y otros muebles para aplicarlos a su convento de Quito» (de ellos 116 con libros) para llevarlos a Quito por la vía de Buenos Aires.6 Esto hizo saltar las alarmas del fiscal de la Corona que le acusó de contrabando. El pleito resultó largo y complejo. En los más de diez años de papeles cruzados con sus enemigos Yepes logró articular una eficaz defensa y refugiarse en la lucha de jurisdicciones para alcanzar sus objetivos. Desobedeciendo a su orden y enredando en los capítulos provinciales mejoró su posición y logró mantenerse en sus actividades de misión y peregrinación. Finalmente los 116 cajones de libros embarcados en Cádiz se convirtieron en 50 cajones entregados al convento en Quito; los otros 66 cajones de libros se vendieron para pagar los gastos del viaje.
Otro caso de un predicador y viajero infatigable fue el del aragonés Pedro Cubero Sebastián, que dio la vuelta al mundo en un recorrido que le llevó de Roma a Moscú, y desde la capital de Rusia siguiendo la ruta por Asia llegaría a Filipinas, embarcando en el galeón de Manila hasta Acapulco para visitar los territorios mexicanos. La narración de su periplo quedó plasmada en la Peregrinación que ha hecho de la mayor parte del mundo (Zaragoza, 1688), y como hombre curioso no podía dejar de visitar en Puebla de los Ángeles «una numerosa Librería, la qual vi muy de espacio, que constaba de cuatro mil cuerpos de libros», su visita a la Biblioteca Palafoxiana no podía ser un mero paseo, así que «volviendo, pues, a la librería, vi en ella los libros mas particulares, estraños, y curiosos, que en ninguna librería de toda la Nueva España he visto».7 Los libros reunidos por el obispo Juan de Palafox y donados a los colegios poblanos en los que se formaría el clero de la ciudad, en gran medida, llegaban de Europa a México a través de los canales de distribución atlánticos de la Carrera de Indias.
Ahora bien, también resultó relevante el interés por determinados títulos publicados en los territorios americanos (y filipinos) de la Corona que despertaron la curiosidad en Europa. En este intercambio encontramos textos que van y vienen acompañando a sus dueños, manuscritos que viajan a España para retornar en letras de molde a América, impresos americanos que se envían a la Corte e impresos americanos que se vuelven a publicar en España para su difusión en Europa. En 1600 se publicó una Relacion historiada de las exequias funerales de la Magestad del Rey D. Philippo II. Nuestro Señor de Dionisio de Ribera Florez (en México, en casa de Pedro Balli, 1600) que tiene una fe de erratas en la que se indica que por «la priesa de la impresión deste libro, porque fuese en la flota causó no quedar tan expurgado de erratas como pudiera quedar».8 En esta ocasión el libro, además de distribuirse en el virreinato, se destinaba a su difusión en la Corte, para mostrar lealtad y servicio a la Corona.
En otros casos se trataba de libros publicados para su distribución en Europa, o de retorno a América o Filipinas, este fue el caso del impresor Tomás López de Haro que publicó en sus prensas varios trabajos de los religiosos en misiones en América y Asia. El negocio de venta de libros y la edición, en cierto sentido, pueden entenderse como dos caras indivisibles de las actividades de López de Haro, que vende libros a particulares e instituciones americanas, pero también publica a autores de paso por Sevilla, o logra mecenas que patrocinan las publicaciones que salen de sus prensas. Los lazos de López de Haro con eclesiásticos con cargos en los territorios americanos fueron constantes. En 1679 publicaba una Oracion panegirica (en Sevilla, por Tomás López de Haro, en las siete Rebueltas, 1679) de Antonio Delgado Buenrostro, capellán y secretario del obispo de La Habana, que daba a la luz un sermón de 1676 celebrado en Puebla de los Ángeles y al año siguiente un nuevo sermón de este predicador titulado El Fenix: Maximo Doctor de la Iglesia Cardenal S. Geronimo dado en «la ciudad de Los Ángeles… en su día 29 de septiembre de 1672» (en Sevilla, por Tomás López de Haro, 1680). Estos casos revelan el uso del Atlántico como un espacio de intercambios, en ambos sentidos. Igualmente podían despertar un notable interés y promover el debate intelectual algunos de los textos realizados en Filipinas. Este fue el caso del Opusculum in quo ducenta et septuaginta quatuor quaesita a RR.PP. Missionarijs Regni Tunkini proposita, del dominico Juan de Paz, publicado en Manila en 1680 (Impressum Manilae, per Gasparem de los Reyes, 1680). El libro volvió a editarse dos años después en Sevilla «ex Officina Thomae Lopez de Haro, 1682». López de Haro, además de impresor, era un mercader de libros muy activo en la Carrera de Indias, poco antes de editar el libro de Paz había enviado 31 cajas de libros en los navíos de Nueva España de 1680. Este librero fue, además, uno de los primeros en editar catálogos impresos de venta de libros en México. En 1682 editó un Catálogo, o memoria de libros, de todas facultades (Sevilla, 1682) que «se venden en casa del capitán Fernando Romero», lo que nos da una pista importante, ya que este capitán llevó el catálogo a Nueva España, embarcó los libros y los puso a la venta en el puerto de la Veracruz. Entre los libros latinos del catálogo encontramos el Opusculum de Juan de Paz, que fue enviado a México junto a 741 asientos (617 de libros y 124 de comedias sueltas) con una estructura que dividía los libros en textos en latín (317), seguidos de libros en «romance» (287), 13 asientos con libros de rezo y 124 asientos con títulos de comedias sueltas. Si contamos únicamente libros (617) el latín predomina, levemente, con un total de 330 asientos (53,4 % del total de libros), frente a los 287 en castellano (46,5 %), aunque esta apreciación se refiere a los títulos, no al número de ejemplares de cada uno que se embarcaron. De este modo un libro impreso en Manila, reeditado en Sevilla, fue enviado a México para distribuirse en el Virreinato de Nueva España. Los circuitos del libro pueden ir, como se puede apreciar en este caso, desde Asia a Europa y desde aquí a América.
El taller de López de Haro es más conocido por la edición de las Obras (1692) de Sor Juana Inés de la Cruz. Pedro del Campo recordaba en un romance de los preliminares de estas obras que Sor Juana fue una autora que a «dos mundos ha avasallado» con sus letras. En este romance también se refiere Campo a la valoración del libro, no como mercancía con valor monetario sino como un ocio entretenido con el que la poetisa haría más celebrado el Parnaso mexicano. En el poema Campo contrasta el valor monetario de los bienes que trae el convoy a la Veracruz con el peso de las letras embarcadas: «¿Qué millones trae la flota? / Pregunta el vulgo en llegando. / ¿Qué obras de la Madre Juana? / El discreto cortesano».9 De este modo, el discreto cortesano preguntaba por el segundo volumen de las obras poéticas y no por las ricas telas ni las deseadas golosinas de pasas o mermeladas. La afición a las letras y a los libros podía resultar de este modo un signo de distinción, y la lectura de los ejemplos americanos resultaba para algunos autores un contraste con la riqueza natural que tanto fascinaba a los viajeros. A una naturaleza con abundancia de frutos materiales podía seguir un caudal de ingenios, como afirmaba el mercedario fray Gaspar de Navas: «en la corta petaca de algún libro, hemos desembarcado muchas veces aquellos copiosos frutos de edificación y desengaño», y concretaba el caso que le interesaba, la vida del obispo Manuel Fernández de Santa Cruz, que podía resultar incomparable en su utilidad, mucho más que «todas las piedras más preciosas, y superiores [sus ejemplos] en sus quilates a todas las piñas, y los tejos».10 El valor de los metales preciosos contrastaba, de modo barroco, con los quilates de la vida de un hombre de Iglesia que ofrecía un modelo biográfico de perfecciones espirituales y dedicación a las letras, ya que fue un prelado interesado por la erudición bíblica y por la escritura.
El texto en circulación llevaba caminos previsibles, los del circuito de la Carrera de Indias, con sus rutas y puertos, pero también aparecen otros medios de distribución y otros motivos para la circulación del libro. Unos textos que van y vuelven, o que circulan manuscritos para retornar impresos, o se envían a España para distribuirse en Europa. Las rutas cruzadas y tornaviajes de los textos dan una idea cabal del circuito atlántico como un medio de conexión e intercambio más fluido de lo que podíamos imaginar, con rutas y hombres que comparten ideas y alimentan la difusión de los textos de un océano a otro. La participación del mundo americano en este universo de intercambio abre, asimismo, interrogantes sobre la construcción de todo un imaginario compartido en torno al libro y las letras, con un universo común de referencia en el que las influencias son mutuas, aunque una parte de la historiografía las ha soterrado, obviando la interacción y la mutua mirada sobre dos mundos que tienen intercambios culturales constantes en el mundo moderno.