La aportación del libro a la creación y difusión cultural ha sido realmente extraordinaria. El libro ha constituido el vehículo de la práctica totalidad de las obras que el pensamiento, la literatura y la ciencia han producido en los últimos cinco siglos, a la par que ha recogido la mayor parte de las creaciones rescatadas de los tiempos anteriores. Miles de editores les han dado forma en obras que permanecen, las han volcado a las más diversas lenguas del planeta y se han esforzado por hacerlas accesibles al mayor número de lectores.
Quizá por ello ese viejo instrumento cultural se ha hecho acreedor a que este VI Congreso Internacional de la Lengua Española lo haya tomado como referencia para reflexionar sobre nuestra lengua. En todo caso, es una importante valoración que los profesionales del libro agradecemos a la RAE, a la Asociación de Academias de la Lengua y al Instituto Cervantes.
Por otra parte, el momento no puede ser más oportuno, pues el libro está viviendo el mayor proceso transformador de su historia.
El medio no es el mensaje, pero lo condiciona. Esa fue la constatación que quedó de la provocadora tesis de McLuhan. El libro, soporte de obras extraordinarias y de un volumen que alcanza cifras ingentes en la actualidad, ha permanecido esencialmente igual a lo largo de cinco siglos, a pesar de los esfuerzos de los editores por introducir novedades y mayor atractivo en sus materiales y diseño. Hasta ahora, que los cambios tecnológicos —en este caso la conjunción de la digitalización e Internet, principalmente— han abierto un proceso de cambio extraordinariamente profundo. Tanto que no parece haber muchas dudas de que estamos ante una revolución de importancia semejante a la invención de la imprenta, que dio lugar precisamente al nacimiento del libro tal como lo hemos conocido en estos quinientos años.
A esta invención se la ha llamado libro electrónico o digital, de modo muy acertado por otra parte, pues subraya el mantenimiento de la condición sustantiva del libro, aunque la materialidad del nuevo soporte y sus modos de difusión sean radicalmente distintos. ¿Qué aporta esta novedad? ¿Qué perspectivas tiene de imponerse como paradigma dominante en la edición y en el uso entre los lectores? ¿Condicionará el modo de leer, y lo que es más importante, las características de la obra escrita? Y finalmente, ¿por qué el proceso de extensión de la edición electrónica no es más rápido?
Sobre estos interrogantes hemos estado reflexionando desde hace años, contrastando la información de la que se dispone y valorando las perspectivas de las experiencias que parecen más sólidas. Recordando que los cambios tecnológicos no se suelen dar como opciones abiertas, sino que históricamente sabemos que se imponen si la fuerza de sus ventajas pesa más que los hábitos o inercias de las fórmulas anteriores. La conjunción de la digitalización e Internet, decía, es un cambio tecnológico de enorme impacto sobre la realidad del libro convencional y las fórmulas y circuitos, industriales y comerciales, que se han desarrollado para su producción y difusión. ¿Con qué efecto?
Desde hace ya varios años la edición digital se nos presenta con unas potencialidades deslumbrantes: editar sin inventarios, ni en la empresa editorial ni en la cadena del libro; enviar simultánea y fácilmente la obra a los lectores, en el propio país y en el exterior; y por ello mayor eficiencia económica que permitirá trasladar al lector la ventaja de precios más bajos. Eran, y son, las potencialidades más relevantes, pero sin olvidar que la variedad de dispositivos de lectura, cada vez más afinados, ofrecen claridad y flexibilidad en la acción de leer y una muy cómoda portabilidad de las obras. Por lo que no es exagerado manejar la hipótesis de que, en el futuro, esta sea la modalidad más extendida en la edición de libros.
Esta hipótesis es compatible, sin embargo, con la pervivencia del libro en papel, y probablemente no solo durante los años de la progresiva consolidación del libro digital, sino de una manera más prolongada o indefinida. Esto ha sucedido en otros ámbitos de las artes y de la industria. Del teatro al cine, a la televisión, no ha habido sustitución, sino preponderancia: medios masivos versus minoritarios, con frecuentes relaciones de refuerzo y posibilidad de sinergias. Y en nuestro caso, el libro en papel, que Umberto Eco calificó de «invento perfecto», como las tijeras o las bicicletas, sería el soporte por su bella materialización de buen número de obras que salen «completas» y «cerradas» de la pluma —o la computadora— de su creador, de obras que aspiran a la permanencia —de la integridad de su texto y de la obra física— para su relectura o sencillamente su compañía en la biblioteca personal.
Es posible, pues, que la edición digital ocupe la mayor extensión y sea la vía principal en esa «sociedad de la información» de la que se ha hablado desde hace más de veinte años. Y que, simultáneamente, la edición en papel se mantenga como edición de «calidad», principalmente idónea para las obras que se buscan para «ser leídas y conservadas». Y que esto dé lugar a la pervivencia de «librerías de calidad» y rincones especializados en otras tiendas que atenderán a «lectores de calidad».
Pero los cambios no terminan ahí, en el tipo de soporte. Tiene todo el sentido preguntarse si esto afectará a la naturaleza o características de la obra, o al modo de relacionarse con ella por parte de los lectores. ¿Afecta al modo de leer? Aunque la evidencia que tenemos es todavía muy limitada, parece que se están instalando dos modalidades de lectura: la inmersión en una obra unitaria, siguiendo el hilo narrativo que su autor estableció, propio del libro convencional, y aplicable a las obras digitales de las mismas características; y la búsqueda desde tabletas o computadoras, en una secuencia que maneja el lector, de textos discontinuos que dan como resultado una lectura fragmentaria y sintética, según señalaba Francisco Rico, miembro de la Real Academia Española.
En todo caso, y más allá de esta diversificación, lo que parece claro es que estamos ante un incremento de la lectura. Y no solo por la extensión de la educación y las comunicaciones, sino también por los cambios tecnológicos que estamos comentando. Umberto Eco ha escrito que «Internet es la vuelta de Gutenberg. Si McLuhan estuviera vivo tendría que cambiar sus teorías. Internet produce una civilización alfabética. Escribirán mal, leerán deprisa, pero si no saben el abecedario quedan fuera. Los padres de hoy veían la televisión, no leían; pero sus hijos tienen que leer en Internet, y rápidamente. Es un fenómeno nuevo».
Más interrogantes se plantean ante la otra gran cuestión, ¿modificará este proceso de cambio a la obra escrita? Aquí sí que carecemos de evidencias y, sobre todo, de perspectiva, porque la industria editorial mantiene la producción de novedades al mismo nivel, y por supuesto con obras de similares características. Pero hay voces y muy atractivos análisis, como el que ofrece Mario Vargas Llosa en su Civilización del espectáculo, que lo ve tan posible como inquietante. Incluso Nielsen, la principal entidad de medición de consumo y lectura de libros, pronostica un importante incremento de la lectura en dispositivos ligeros, como los smartphone, que por su naturaleza limitarían tanto la extensión del texto que parecen más adecuados a la lectura de informaciones —periodísticas, útiles, incluso profesionales— que para relacionarse con creaciones literarias.
Pero volvamos a las perspectivas de crecimiento de la edición digital. No se puede afirmar que se hayan enfriado últimamente, aunque algunos análisis muy recientes apuntarían a cierta ralentización en los Estados Unidos, el escenario más avanzado. Ni, desde luego, que haya dudas sobre la importancia de su impacto. Pero sí llama la atención el desigual grado de su implantación en las distintas regiones del mundo, y en particular la lentitud de la misma en América Latina y España. Allí la facturación por venta de libros electrónicos apenas llega al 3 % de la cifra de ingresos de la industria.
¿A qué se debe esto? ¿Es reducida la oferta de esta modalidad respecto a la tradicional? Desde luego que no, la industria editorial española viene haciendo un esfuerzo por lanzar sus novedades en ambos formatos. El catálogo de la principal distribuidora de libros digitales ha duplicado ya, en septiembre, el número de títulos que tenía en 2012, y podríamos estimar que de todas las obras en venta, salen también en edición digital un porcentaje no inferior al 75 u 80 % de las que se ofrecen en papel.
¿Será la falta de hábitos de consumo digital, o la menor adecuación a ellos de variables comerciales, como el precio o la promoción? ¿Es pequeña todavía la cantidad de dispositivos electrónicos? Parece que no, pues el número de tabletas y readers vendidos supera ya los 4 millones de unidades, sin contar la fantástica cifra de veinte millones de smartphone por su limitada capacidad para hacer en ellos lecturas mínimamente extensas. Respecto a las prácticas comerciales innovadoras y más ajustadas a los hábitos de consumo digital, hay que señalar que no faltan, alguna tan novedosa para el mundo del libro como la de «tarifa plana», que permite leer por suscripción mensual, y con cuota muy reducida, todos los títulos que se deseen de amplios catálogos.
Preocupa, en cambio, y mucho, el gran impacto de la piratería digital, que perjudica también, y en no poca medida, a la edición en papel. Lamentablemente no se ha logrado establecer todavía un sistema comercial estable y seguro. Van por delante las soluciones tecnológicas y la oferta editorial, operando plenamente con las novedades, pero el puente con el lector, el consumo, es frágil e inseguro.
Hay, finalmente, en la industria editorial un subsector con características específicas también en este terreno. Es la edición educativa, con peso importante en el conjunto de la industria y con influencia en la creación de hábitos culturales y de lectura, y por ello muy influyente a medio plazo. ¿Está avanzando en ella el proceso de digitalización? La respuesta podría ser algo así como «sí, pero de modo distinto». Las publicaciones para la educación están pautadas, frecuentemente muy reguladas, y su utilización debe pasar el filtro de los códigos y hábitos de docentes y centros de enseñanza. La implantación de nuevas formas de trabajo y aprendizaje son más lentas que las opciones personales de muchos lectores individuales. Y por otro lado, no pocas iniciativas de las autoridades educativas han priorizado la tecnología, que es condición necesaria, pero solo eso, respecto a los contenidos educativos y la capacitación de los profesores en estas técnicas, por lo que se han revelado, con toda lógica, claves para su implantación. Sin embargo, son muy frecuentes los análisis que relacionan el salto de calidad que la educación tiene como desafío en la región con la incorporación efectiva y eficaz de esta tecnología.
Termino: hay que eliminar la extrañeza, aunque no la inquietud. Es natural, los cambios son complejos y pasan por reformular buena parte de la economía de la edición, de la regulación y defensa de la propiedad intelectual, de las reglas de la cadena del libro existente, y esperar el cambio en los hábitos de compra y consumo hacia los modelos digitales. Las innovaciones no siempre tienen un proceso de instalación fácil y rápido. Pero el proceso está ahí, abierto y activo; y con independencia de plazos, grados de coexistencia entre el papel y lo digital, fórmulas regulatorias y comerciales, su fuerza transformadora alumbrará un escenario muy novedoso.