Fernando Iwasaki

Brevísima relación de la construcción de las Indias en más de 140 caracteresFernando Iwasaki

Cuatro siglos antes de que Amazon ofreciera colocar en cualquier lugar del planeta las últimas novedades editoriales, centenares de ejemplares de la primera edición del Quijote navegaron el mismo año de 1605 hacia México, Lima, Panamá, Cartagena, La Habana y Cusco,1 entre otras ciudades donde Cervantes no era ningún desconocido, ya que en 1585 había celebrado a dieciséis poetas americanos en el «Canto de Calíope», poema incluido en su Galatea.2 De haber existido Internet en el Siglo de Oro los poetas de ultramar se habrían enterado en tiempo real de los elogios del autor de las Novelas Ejemplares, aunque para efectos de esta reflexión me basta con precisar que Cervantes sabía —como cualquier bloguero contemporáneo— que más tarde o más temprano aquellos poetas terminarían enterándose.

Sin embargo, el fenómeno editorial que supuso el Quijote con sus vertiginosas reimpresiones, traducciones e improntas en otras literaturas europeas no fue nada comparado con la revolución cultural y hermenéutica que desencadenó el descubrimiento de América, acontecimiento que sin duda propició el auge de un flamante artefacto del siglo xv —el libro impreso— y la aparición de una inédita figura intelectual: el cronista de Indias. Me atrevo a sugerir que nuestra época —con sus desafíos creativos y comunicativos— tiene mucho en común con el siglo de los descubrimientos y los nuevos paradigmas conceptuales, técnicos y geográficos que arrostró la Europa quinientista, abrumada por un exceso de información que casi nunca llegó a convertirse en conocimiento.

En realidad, la heurística de las crónicas de los siglos xvi y xvii es un proceso que todavía no ha concluido, aunque hoy sabemos cuáles fueron las fuentes que utilizaron Pedro Mártir en sus Décadas del Nuevo Mundo (1516), López de Gómara en su Historia General de las Indias (1552) y Antonio de Herrera y Tordesillas en su Historia General de los Hechos de los Castellanos (1601), por citar solo a tres cronistas que jamás pisaron el continente americano y que fueron traducidos a las lenguas europeas más influyentes de su tiempo.3 Asimismo, también nos consta que entre los cronistas hubo antipatías y enemistades, pues Pedro Mártir jamás citó al piloto Antonio Pigafetta; Gonzalo Fernández de Oviedo ninguneó a Martín Fernández de Enciso y fray Bartolomé de las Casas denigró a su vez a Gonzalo Fernández de Oviedo.4 ¿No es divertido cuánto se parecen las rencillas de los cronistas de Indias a las trifulcas digitales de algunos escritores contemporáneos?

En realidad, la ambición de los cronistas era publicar «noticias» y «dar a conocer» las «cosas» del Nuevo Mundo. Sus mejores lectores fueron los humanistas y las personas cultas de una Europa renacentista que comenzaba a reescribir los mitos clásicos a través del neoplatonismo cristiano y a manifestar los primeros síntomas de una disidencia religiosa que desembocó en la Reforma protestante. En aquel contexto, la publicación de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552) tuvo un efecto devastador en la imagen de la obra evangelizadora y civilizadora de España, pues la crónica de fray Bartolomé de las Casas fue traducida al flamenco en 1578, al francés en 1579, al holandés en 1580, al inglés en 1583, al latín en 1598, al alemán en 1599 y al italiano en 1626, sumando más de veinte reimpresiones por toda Europa antes de ser prohibida por la Inquisición española en 1660. Las denuncias del padre Las Casas tuvieron repercusiones globales en el mundo que le tocó vivir, y, volviendo a las comparaciones con el momento presente, pienso que la revelación de aquellos abusos contra los indios fue lo más parecido al caso Wikileaks.5

Con todo, las crónicas de Indias no llegaron a influir de inmediato ni en la cultura ni en las costumbres de la sociedad europea en general y española en particular, más allá de las noticias del oro y las fabulosas riquezas de América, como me propongo ilustrar de forma muy breve a través de la azarosa suerte del sustantivo papa, mejor conocido en la península por la voz patata. No se me escapa que el uso generalizado de la palabra patata no ha sido fomentado por ninguna Academia, aunque me permito aclarar que, tratándose de los alimentos, el uso debería consentir el abuso. Ludwig Feuerbach nos enseñó que «el hombre es lo que come» y a mí me gustaría precisar que el hombre siempre nombra lo que come, sobre todo si quiere repetir.

Para empezar, la voz patata proviene del taíno batata, fruto que nada tiene que ver con el primero, porque la batata o camote es un tubérculo dulce. Colón en su Diario (1492) habló de «unas raíces como rábanos grandes» que los indios «cuecen y asan y tienen sabor propio de castañas».6 En el Sumario de la Natural Historia de las Indias (1526) Gonzalo Fernández de Oviedo identificó aquellas raíces como batatas y volvió a hacer hincapié en que «asadas son excelente y cordial fruta».7 Mientras tanto en los Andes, Pedro Cieza de León, refiriéndose a los alimentos de los indios de Quito, relató en su Crónica del Perú (1553) que «Al vno llaman Papas, que es a manera de turmas de tierra: el qual después de cozido, queda tan tierno por de dentro como castaña cozida».8 Y para que quede claro que no se confundía con ningún otro fruto, Cieza de León afinó todavía más cuando escribió acerca de los cultivos de los Yungas de la costa: «críanse muchas batatas dulces, que el sabor de ellas es casi como el de castañas. Y assimismo hay algunas papas».9 Por otro lado, en su Historia natural y moral de las Indias (1590), el jesuita José de Acosta volvió a ponderar la importancia de la papa como alimento al señalar que los hombres de los Andes «suplen la falta de pan con unas raízes que siembran que llaman papas, las cuales debajo de la tierra se dan, y éstas son comida de los indios, y secándolas y curándolas, hacen de ella lo que llaman chuño, que es el pan y sustento de aquella tierra».10 Por último, el Inca Garcilaso en sus célebres Comentarios Reales de los Incas —publicados en 1609 y traducidos al inglés en 1625 y 1688 y al francés en 1633 y 1650— cuando escribió sobre las legumbres andinas proclamó rotundo: «Tiene el primer lugar la que llaman papa, que les sirve de pan; cómenla cocida y asada, y también la echan en los guisados».11 Y para evitar confusiones apostilló: «Lo que los españoles llaman batatas y los indios del Perú apichu, las hay de cuatro o cinco colores, que unas son coloradas, otras blancas, y otras amarillas, y otras moradas; pero en el gusto difieren poco unas de las otras; las menos buenas son las que han traído a España».12 Avecindado en Córdoba, el Inca seguramente habría saboreado las batatas malagueñas, aunque en su Tesoro de la lengua castellana o española (1611)13 Sebastián de Covarrubias no recogió ni papas ni batatas. O para decirlo en peruano: «ni papas ni camotes».

Recién en el siglo xviii, con la edición del Diccionario de Autoridades (1726-1737), aparecen en la norma las primeras definiciones. Así, en la entrada dedicada a la «batata» leemos:

batata: Planta que cultivada y sembrada echa una raíz algo mayor de las que llaman papas, larga y tortuosa. Por de dentro es amarilla y por de fuera parda. Es mui sabrosa y dulce, y aunque de ella se hacen diversos dulces y almíbares muy delicados, con especialidad es más grata assada, y rociada después con vino y azúcar. En España se crían muchas en las cercanías de Málaga.

La definición anterior permaneció tal cual hasta 1817, conviviendo a lo largo de seis ediciones con la entrada correspondiente a «papa»:

papa: Ciertas raíces que se crían debaxo de la tierra, sin hojas y sin tallos.
Pardas por de fuera y blancos por de dentro. Es cómida insípida.14

Las papas continuaron siendo así de insípidas hasta la edición de 1817, aunque lo más curioso es que la voz patata fue definida —desde la primera edición de 1737 hasta la quinta de 1803— como «lo mismo que batata». Por lo tanto, si el sustantivo patata viene del error de haberlo confundido con batata —aunque unas fueran dulces y las otras insípidas— quiere decir que desde el descubrimiento de América hasta la promulgación de la Constitución de Cádiz en 1812, la papa o patata nunca fue un alimento de masivo consumo popular en la península ibérica, a pesar de las crónicas de Indias, de los trescientos años de dominación colonial y de la españolísima tortilla de patatas, cuya invención celebro.

No obstante, en otros países y en otras lenguas europeas la suerte del tubérculo andino fue muy diferente, pues luego de comprobar sus virtudes como ración marinera, el corsario Francis Drake llevó las primeras papas a Inglaterra en 1586,15 donde el botánico John Gerard certificó su valor alimenticio16 y sir Walter Raleigh promovió su consumo.17 Los británicos adaptaron al inglés la voz taíno-española patata, mas no cayeron en la misma confusión semántico-culinaria porque una se convirtió en sweet potato y la otra en white potato, bastard potato o simplemente potato, tal como ya la encontramos en el quinto acto de la comedia Merry Wives of Windsor (1598)18 y en el mismo acto quinto de la tragedia Troilus and Cressida (1602),19 ambas de William Shakespeare. A lo largo del siglo xvii la patata formó parte de la dieta cotidiana de campesinos rusos, irlandeses y polacos, así como del rancho del ejército de Prusia, donde Federico El Grande implantó su cultivo con fines militares en 1751. Precisamente, el boticario francés Antoine de Parmentier descubrió las posibilidades alimenticias de la papa mientras fue prisionero de los prusianos y en 1785 consiguió que Luis XVI patrocinara el cultivo masivo de la patata para combatir las hambrunas de Francia.

Como se puede apreciar, a pesar de la curiosidad que despertaron las crónicas de Indias desde el siglo xvi, el interés europeo por las «cosas» de América se concentró en los metales preciosos, relegando el conocimiento de la historia y la cultura de sus pueblos a esas minorías cultivadas que, más tarde o más temprano, siempre terminan enterándose, como aquellos anónimos lectores de Cervantes que desde Lima, México, La Habana y Panamá adquirieron cientos de ejemplares de la primera edición del Quijote.

Sin duda es maravilloso saber de inmediato quién ha publicado un libro fascinante y adquirirlo en línea para leerlo en algún artilugio digital; pero el tiempo de la lectura, de la comprensión crítica y de la creación literaria continúa siendo el mismo desde el Renacimiento, porque la velocidad de la información y la adquisición no tienen nada que ver con la lentitud que requieren el conocimiento y la asimilación imprescindibles para crear, investigar y relacionar.

Sin blogs ni redes sociales, un joven andaluz de diecinueve años se enteró de la presencia de Rubén Darío en Madrid, y salió de su casa de Moguer para recorrer en 1899 los 630 kilómetros que lo separaban del poeta de Azul…20 Sin correo electrónico ni mensajerías instantáneas, tres salvajes poetas sevillanos proclamaron su adoración por el chileno Huidobro y fundaron el Ultra y la revista Grecia. Quienes tienen que enterarse terminan enterándose, como se enteraron los poetas de la generación del 27 de la existencia de Neruda y celebraron sus cantos materiales para darle la bienvenida en Madrid. César Vallejo ya había muerto en París cuando su poesía cayó como aguacero sobre los huesos húmeros de Gabriel Celaya, Ángela Figuera y Blas de Otero. Y Octavio Paz era un poeta secreto cuando los «Nueve Novísimos» descubrieron que su linaje era el mismo que el de Ezra Pound, T. S. Eliot, Cavafis y Jaime Gil de Biedma. La sociedad de la poesía siempre se las ha arreglado para leer en línea —es decir, verso a verso— a quienes hay que leer, desde el Renacimiento hasta nuestros días.

Cada época tiene sus propias miserias y maravillas. Nunca en toda la historia de la humanidad la ignorancia, la frivolidad, las supersticiones, los textos apócrifos y las leyendas urbanas habían contado con medios tan poderosos para entronizarse en nuestra civilización,21 pero felizmente esos mismos recursos están a disposición de las minorías que siempre han elegido el conocimiento, la cultura y la investigación. El español es riquísimo en cualquier expresión artística, pero esa riqueza es inversamente proporcional al número de lectores cultos en español.22 Nuestra lengua es una lengua global, pero ya no existen librerías en español ni en Tokio ni en París ni en Nueva York. ¿Habrán migrado al libro electrónico todos esos lectores potenciales? Las estadísticas lo desmienten o, en todo caso, revelan que el usuario de nuevas tecnologías de habla hispana consume más deporte que ciencia, más chismorreo que información y más entretenimiento que cultura. El desafío de nuestra era es revertir semejante situación.

Por supuesto, ningún tiempo pasado fue mejor, pues si Internet y las redes sociales hubieran existido en el siglo xvi, seguro que la patata no se hubiera llamado así porque todos los tuiteros andinos habrían evitado la confusión; pero como nada es perfecto, la censura y la Inquisición habrían reinado absolutas e impedido la publicación de la mayoría de los libros que construyeron la «invención de América» —como la llamaba O’Gorman—, comenzando por la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de fray Bartolomé de las Casas, a quien imagino refugiado en Inglaterra como Julian Assange.

Eso sí, en el Londres del siglo xvi, a fray Bartolomé de las Casas jamás le habría faltado un buen platito de papas.

Bibliografía

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  • Vargas Llosa, M. (2012), La civilización del espectáculo. Madrid: Alfaguara.

Notas

  • 1. I. Leonard (1979), Los libros del conquistador, M. Monteforte (trad.), p. 265. Volver
  • 2. Op. cit., p. 209. Volver
  • 3. Tan solo para el caso de las crónicas del Perú, una bibliografía mínima supondría la revisión de C. Araníbar (1963), «Algunos problemas heurísticos en las crónicas del los siglos xvi-xvii» en Nueva Corónica 1, pp. 102-135; R. Porras Barrenechea (1986), Los Cronistas del Perú, edición de F. Pease García Yrigoyen, y F. Pease García Yrigoyen (1995), Las Crónicas y los Andes. Volver
  • 4. Ver A. Gerbi (1978), La naturaleza de las Indias Nuevas, Antonio Alatorre (trad.), pp. 121-123, p. 109 y pp. 417-419. Volver
  • 5. Mi comparación se limita a poner el énfasis en las repercusiones globales de unas denuncias que desembocaron en la creación y propagación de la injusta «Leyenda Negra».Volver
  • 6. C. Colón (1992), Textos y documentos completos, edición de C. Varela, p. 160. Volver
  • 7. G. Fernández de Oviedo (1979), Sumario de la Natural Historia de las Indias, edición de J. Miranda, p. 234. Volver
  • 8. P. Cieza de León (1984), Crónica del Perú. Primera Parte, edición de F. P. García Yrigoyen, p. 130. Volver
  • 9. Op. cit., p. 202. Volver
  • 10. J. de Acosta (1979), Historia Natural y Moral de las Indias, edición de E. O’Gorman, p. 128. Volver
  • 11. Garcilaso de la Vega, el Inca (1963), Comentarios Reales de los Incas, edición de C. Sáenz de Santa María, vol. II, p. 306.Volver
  • 12. Op. cit., p. 307. Volver
  • 13. S. de Covarrubias (1984), Tesoro de la Lengua Castellana o Española, edición de F. C. R. Maldonado. Volver
  • 14. Real Academia Española, Diccionario de Autoridades, edición facsímil.Volver
  • 15. R. N. Salaman (2000), The History and Social Influence of the Potato, p. 147. La humanidad no recuerda a ningún español como introductor de la papa en Europa, sino a un mortal enemigo de la Corona española como el corsario Francis Drake. En 1853 la ciudad de Offenburg (Alemania) dedicó un monumento a Francis Drake, en cuyo pedestal el escultor Andreas Friederich buriló: «Sir Francis Drake, diseminator of the potato in Europe in the Year of Our Lord 1586. Millions of people who cultivate the earth bless his inmortal memory». Volver
  • 16. Op. cit., p. 146. Volver
  • 17. Ibidem, pp. 148-149. Volver
  • 18.En la escena quinta del quinto acto de Merry Wives of Windsor Falstaff le dice a Mistress Ford: «My doe with the black scut! Let the sky rain potatoes; let it thunder to the tune of “Green Sleeves”; hail kissing-confits and snow eringoes, let there come a tempest of provocation, I will shelter me here». Lo curioso del caso es que el primer traductor al español de la obra de Shakespeare fue el poeta peruano José Arnaldo Márquez, quien tampoco tradujo «potatoes» por «papas», aunque ignoro si los editores españoles corrigieron su traducción que quedó finalmente así: «¿Es mi cierva de pequeña cola negra? Que lluevan patatas; que los truenos canten la tonada de las “Mangas Verdes”; que caigan por granizo confites azucarados, que haya una borrasca de todas las tentaciones; yo me refugiaré siempre aquí». Ver G. Shakespeare (1883), Dramas, J. A. Márquez (trad.), p. 371. Volver
  • 19. En la segunda escena del quinto acto de Troilus and Cressida Thersites exclama: «How the devil Luxury, with his fat rump and potato finger; tickles these together! Fry, lechery, fry!». Volver
  • 20. J. R. Jiménez (1961), La corriente infinita, edición de F. Garfias, Aguilar, p. 47. Volver
  • 21. Al respecto han reflexionado —entre otros— J. Jovet (2011), Adiós a la universidad. El eclipse de las humanidades; M. Vargas Llosa (2012), La civilización del espectáculo y J. Marías (2012), Lección pasada de moda.Volver
  • 22. Evocando su participación en el V Congreso Internacional de la Lengua Española en Cartagena de Indias (2007), Muñoz Molina sentenció rotundo: «En aquel congreso, cuando a mí también, qué remedio, me llegó el momento de dar un discurso, dije que el enemigo del español no era el inglés, sino la pobreza, y que la importancia de un idioma no se mide con cifras, porque todas las lenguas son iguales en su capacidad para nombrar y relatar el mundo, y porque lo que cuenta es el grado de bienestar, de educación, de creatividad y pluralismo político de quienes lo hablan. Que unos cincuenta millones de personas declaren el español como lengua natal en el último censo de los Estados Unidos puede llenar de orgullo a los nacionalistas de la lengua, en una época en la que proliferan nacionalistas de casi cualquier cosa. Lo que hará falta saber es cuál es el grado medio de bienestar de esos hablantes, cómo es el cine, la radio, la televisión que se dirigen a ellos, cuál es su índice de lectura de libros, qué calidad y qué difusión tienen los periódicos en los que se informan, cuántos llegan a la universidad, qué posición social se reconoce al idioma, cuál es su presencia y su visibilidad verdadera en la cultura y en el debate público del país». Ver A. Muñoz Molina «Grandes borrascas de palabras», Babelia (Madrid, 12 de octubre de 2013), p. 3. Volver