Como no soy de aquellos que pueden escribir de corrido y en ocasiones demoro horas en llenar una página, por el afán de expresar las ideas en pocas palabras y hacer de la lectura una actividad placentera, el arribo de una computadora a mi escritorio, hace varias décadas, resultó un acontecimiento milagroso. Puso fin a largas jornadas en las que, primero a mano y luego en una máquina, reescribía varias veces una cuartilla, de principio a fin, al mismo tiempo que el cesto de basura se llenaba de papeles. La farragosa tarea de corregir errores, mejorar la expresión literaria y trasladar párrafos de un lugar a otro, en algo se aliviaba gracias a la ayuda de un borrador, una tijera, goma de pegar o cinta adhesiva. No es una desmesura decir que el sorprendente Word cambió la vida de los escritores, al permitir que tan tediosas tareas fueran hechas por un programa de computación, que las ejecutaba en segundos y en ocasiones automáticamente sin que advirtiéramos que se encontraban en marcha.
No pasó mucho tiempo para que arribara la magia de Internet, tan trascendental como antes fueron los inventos del fuego, la rueda, la pólvora y el papel. Permitió que los escritores en minutos, y en ocasiones en segundos, encontraran sinónimos, precisaran informaciones, verificaran fuentes y realizarán todo tipo de pesquisas, labores que antes requerían de días o semanas de asiduo y paciente trabajo. Quienes trabajamos en los variados campos de las ciencias sociales ya no necesitamos, forzosamente, recorrer las voluminosas páginas de diccionarios y enciclopedias, deambular por los anaqueles de la biblioteca personal o ir a las distantes bibliotecas públicas, para recapitular hechos, precisar conceptos y encontrar la bibliografía requerida.
No era menos fastidioso el trabajo de quienes recibían de los autores el encargo de editar e imprimir sus manuscritos. Los pacientes y laboriosos tipógrafos, por períodos de tiempo que parecían una eternidad, se sumergían en los 28 cajoncitos en que estaban distribuidas las letras del alfabeto, para con ellas construir palabras, componer párrafos y armar páginas. De estas, una vez untadas de tinta, saldrían los cuadernillos que luego de refilarse, encuadernarse y colocarles una tapa formarían los libros, que escritores y editores recibirían alborozados cuando llegaban a sus manos.
Debieron transcurrir centenares de años para que se inventaran procedimientos más expeditos y menos onerosos, como el linotipo, el offset, el composer, la fotomecánica y finalmente la impresión digital. Hoy, en un pequeño y delgado disco que puede guardarse en el bolsillo de una chaqueta, el autor en forma instantánea copia el manuscrito que enviará al editor. Un programa de computación abrevia el trabajo de composición y diagramación y otro pone en movimiento las labores de impresión, encuadernación, y empastado.
En apenas un par de semanas, desde que el autor terminó de escribir un libro, decenas de miles o millones de ejemplares llegan a las mesas y estantes de las librerías, para ponerlos al alcance de estudiantes, académicos, críticos y lectores, que han hecho del libro una parte de sus vidas. Como los modernos sistemas de impresión permiten realizar pequeñas tiradas, y repetirlas enseguida si el libro tiene aceptación en el mercado, editores y libreros han reducido los costos de operación de sus negocios trabajando con limitados inventarios. Si una librería no dispone del título requerido, puede confeccionar un volumen inmediatamente valiéndose de una pequeña e innovadora máquina impresora.
Nada parecido había ocurrido con el libro impreso en su venerable historia de más de quinientos años.
Si lo relatado resulta asombroso para quienes nacimos en la primera mitad del siglo xx, más lo es la transformación del libro, antes reservado a un grupo privilegiado de lectores, en un artículo de difusión masiva al alcance de millones de personas. En todos los géneros literarios y campos del conocimiento se han multiplicado los escritores, igual que los títulos publicados y el número de lectores, fenómenos que no se dan únicamente en el llamado mundo desarrollado, sino en países de los cinco continentes, cuyos pueblos por siglos vivieron marginados de la lectura. En el campo de las letras las mujeres han dejado de ser una excepción y algunas se han convertido en escritoras renombradas. Los importantes ingresos económicos que ahora reciben ciertos autores les permiten vivir de su trabajo y los más leídos se están convirtiendo en millonarios. Nadie habría imaginado que serían los progresos tecnológicos, y no las políticas públicas, las que finalmente harían justicia a una actividad intelectual desde siempre mal remunerada.
En el prodigioso suceso editorial que vive el mundo ha influido el aumento de la población, las emigraciones a las ciudades, la expansión de la clase media, la reducción del número de iletrados, el amplio acceso a la educación, pero sobre todo el menor precio relativo de los libros. También ha contribuido el recursivo y versátil Internet, gracias al cual librerías virtuales como Amazon han montado sistemas globales de comercialización. Ellas permiten que escritores no pertenecientes al privilegiado grupo de los grandes autores puedan ofrecer sus publicaciones fuera de las estrechas fronteras nacionales. Los que disponen de una conexión en la Red, diariamente se informan de los nuevos libros publicados, del interés que han despertado y de la utilidad que podría prestarles. Pueden solicitar su despacho sin importar el rincón del planeta en el que se encuentren, servicio en línea que ha sido especialmente significativo para quienes habitan en ciudades y pueblos carentes de librerías.
Este virtuoso proceso cultural, que está incorporando a la lectura a personas que nunca antes pudieron ojear las páginas de un libro, merced a las ediciones digitales alcanzará horizontes inimaginables. Produce nostalgia, si no rechazo, la anunciada desaparición del estilo de libro que por decenas de años estuvo en nuestras manos, cuyas páginas palpamos, al que vimos envejecer y con deleite ordenamos en los anaqueles de nuestras bibliotecas. Es lo que ocurrió siglos atrás cuando los bellos libros de pergamino, copiados manualmente, decorados con dibujos y pintados de colores, fueron reemplazados por libros impresos en papel, entonces vistos como ordinarios.
La historia de la humanidad es rica en ejemplos de cómo los progresos tecnológicos tornaron obsoletos objetos, instrumentos y máquinas consideradas irreemplazables. Es lo que está ocurriendo con el libro electrónico, por las ventajas que ofrece a los lectores con respecto al libro impreso en papel, de lo que un indicio es el hecho de que en los Estados Unidos las ediciones digitales comiencen a superar a las impresas.
El lector, desde su casa, oficina o lugar en que se encuentre, por remoto que sea, mediante una simple orden virtual en segundos adquiere un ejemplar, que inmediatamente se despliega en su lector digital, sin correr el riesgo de que la edición se encuentre agotada, que aún no haya llegado a las librerías o que no arribe nunca por no haber despertado el interés del librero. En una época en la que no son pocos los libros de más de mil páginas, difíciles de mantener en las manos y pesados de transportar, y sin espacio para instalar una biblioteca en las encogidas viviendas del mundo de hoy, el libro digital ha resuelto tales problemas. Permite escoger el tamaño de la letra que más convenga a la vista del lector, realizar consultas instantáneas sobre el significado de palabras desconocidas, examinar en otras fuentes asuntos que susciten interés y subrayar conceptos e informaciones que desearíamos repasar o citar. Cuesta menos que el libro tradicional, pues los costos de impresión y de transporte se eliminan, que en el caso de los envíos internacionales suelen ser onerosos. Algunos tienen un precio simbólico y muchos son gratuitos, como los clásicos de la literatura.
El libre acceso a las bibliotecas virtuales y los libros electrónicos baratos están contribuyendo a que se extienda el hábito de leer, objetivo por el que las sociedades han bregado durante centurias. Por este motivo, con razón se ha dicho que el libro digital será decisivo para que los países alcancen el anhelado fin de democratizar la lectura.
Mucho de lo que he señalado sobre el avance vertiginoso de los libros digitales tiene que ver con los que se editan en inglés, la lengua franca del siglo xxi. En la medida que el español se consolide como el tercer idioma hablado en el mundo y crezca el número de los que lo conviertan en su segunda o tercera lengua, proceso que avanza a paso firme, con los libros escritos en castellano sucederá lo propio, para bien de escritores, editores, lectores y de nuestra cultura.