Gustavo García de Paredes

La permanencia de la palabraGustavo García de Paredes

Encuentros como el VI Congreso Internacional de la Lengua Española constituyen un foro de excelencia para el debate y nuevos señalamientos sobre el futuro inmediato que afronta la palabra escrita, la exponencial difusión a la que es sometida por los recursos informáticos contemporáneos y la consecuente situación en la que se encuentra el dominio del libro como medio tradicional de divulgación y representante indiscutible de la modernidad. El examen de estas variables y la reflexión objetiva emanada de los centros de educación superior sobre la introducción de esos nuevos recursos, y su compatibilidad con el material bibliográfico y los espacios preexistentes, será la garantía de que ese inminente acoplamiento y asimilación se realice sin rupturas y mantenga la continuidad necesaria para hacer viable y provechosa la transmisión del conocimiento.

El impacto de las nuevas tecnologías aplicadas a la comunicación y al conocimiento ha causado desconcierto en los círculos académicos, motivando polémicos debates sobre la prevalencia del libro como instrumento de transmisión del saber acumulado. Estos recursos y el creciente uso de la digitalización han provocado aprehensión en grandes sectores de la población mundial sobre la suplantación del libro por el uso de nuevos instrumentos, cuyas variantes hacen de la palabra escrita uno de sus principales insumos y, al mismo tiempo, extienden a nivel planetario la divulgación de ese saber más allá del carácter inmediato y presencial de la obra impresa. Pero, sobre todo, porque estas innovaciones han estremecido los bien articulados sistemas de producción, circulación y difusión de la palabra escrita por medio de la publicación bibliográfica.

La aparición de un reciente libro del renombrado escritor, semiólogo y crítico de arte Umberto Eco, producto de un conversatorio con el guionista Jean-Claude Carrière sobre el futuro del libro impreso, ha sido motivo de algunos debates en pro y en contra del uso de la tecnología digital y la amenaza que representa para la palabra impresa. Nadie acabará con los libros, título del cálido diálogo entre estos dos prestigiosos exponentes del pensamiento actual, constituye una apologética romántica sobre la permanencia del libro como medio de comunicación, sustentada más en el carácter subjetivo e intimista que este tiene para una sociedad nutrida por sus páginas, que en el criterio pragmático que pueda ofrecer para enfrentar el creciente dominio de las nuevas tecnologías. No obstante, esta obra tiene el mérito de situarnos en medio de un escenario en el cual convergen las tensiones resultantes de una época caracterizada por el inminente dominio de la palabra impresa, frente a las expectativas de un avance científico-técnico que cada día ofrece nuevas opciones de perfeccionamiento.

Los ilustrativos argumentos de los contertulios expuestos a lo largo de la obra revelan un fenómeno propio de nuestra época, es decir, de nuestra posmodernidad, en la cual acelerados procesos de deconstrucción de modelos, rituales, creencias y también de recursos técnicos configuran sociedades dominadas por la competencia y la manipulación mediática, promotoras de una carrera desenfrenada hacia la introducción de novedades y una enfermiza propensión al consumo, con el resultado del secuestro de grandes sectores de la población empeñados en sustituir lo necesario por lo novedoso. En el corazón de ese debate encontramos al libro como materialidad objetiva amenazada por una tecnología que aún no podemos definir y que en gran medida desvirtúa sus fines esenciales ligados a la transmisión del conocimiento. Este hecho, al cual queremos dedicar algunas reflexiones en el día de hoy, no es un problema exclusivo del quiebre histórico entre la modernidad y la posmodernidad, es un fenómeno que ha ocurrido en cada periodo en el cual un sistema de creencias y formas de vida ceden ante las presiones de innovaciones en el pensamiento, la ciencia y la tecnología que una nueva era promulga como universal.

El fenómeno que nos ocupa se enmarca en la historia reciente del pensamiento científico, la evolución de la literatura y el lugar relevante adquirido por el libro en el desarrollo de la sociedad moderna gracias a su función como instrumento de comunicación. Una interpretación adecuada del sitial y las posibilidades del libro en esta coyuntura, motivada por la introducción de estos recursos tecnológicos, obliga a una regresión en el tiempo y a las culturas precedentes para delimitar los hitos que ha tenido la palabra, o más bien el signo, como detonante de significados; pero al mismo tiempo para distinguir entre el instrumento difusor y el signo capaz de revelar el contenido de ese pensamiento, lo cual nos coloca contra nuestra voluntad en el movedizo campo de la filosofía y la semiología.

Señalan los filósofos del positivismo lógico que el pensamiento solo es posible con la preexistencia del lenguaje, de manera que el ordenamiento mental de la realidad demanda como requisito primario los signos que permitan conectar el objeto representado en el pensamiento con el símbolo que lo designa. Debatible o no este argumento, es evidente que el más elaborado y antiguo de esos signos convenidos socialmente para la comprensión de la realidad y la transmisión del pensamiento es la palabra y a ella debemos acudir cuando hacemos referencia a la lengua y al libro como su agente de difusión no natural más inmediato. Examinar cómo a lo largo de la historia el hombre ha utilizado múltiples recursos para plasmar por medio del signo el pensamiento que refleja su concepción de la realidad, y hacer efectivo ese conocimiento a sus contemporáneos y a las generaciones posteriores obliga a un periplo en ese quehacer fundamental para la construcción de las formaciones sociales en el devenir histórico.

Esto implica una reflexión con una retrospectiva histórica de la forma como esas sociedades, en las diversas épocas y con los recursos técnicos y culturales que poseían, utilizaron para preservar y transmitir por medio del lenguaje el pensamiento, sus memorias y sus sistemas de creencias. La revisión de estos recursos nos coloca en la posición de observadores críticos de la evolución y perfeccionamiento logrado por la humanidad en su empeño de transmitir y comunicar nuevas formas de conocimiento y en la superación de unos por las mejoras obtenidas con otros cuya accesibilidad y manejo fueran más provechosos.

La coincidente invención de la imprenta con la puesta en marcha del Renacimiento como un movimiento transformador de la conciencia europea, a mediados del siglo xv, constituyó un hecho sin precedentes para la difusión del conocimiento filosófico y la renovación de las ciencias; pero, sobre todo, promovió la creación literaria y facilitó su acceso a nivel planetario. Desde las primeras ciento cincuenta biblias prometidas por Johannes Gutenberg —concluidas por Peter Schöffer— hasta la publicación de La partícula divina de Leon Lederman, las creencias religiosas y el desarrollo científico, además de miles de otras formas de conocimiento o entretenimiento, han tenido como recurso difusor por excelencia la palabra impresa. Solo con un ejercicio imaginario podemos pensar los millones de textos publicados desde la invención de la imprenta hasta nuestros días, y con ello ponderar el efecto que ha tenido sobre la humanidad un objeto tan cotidiano y accesible como lo ha sido el libro para el hombre contemporáneo.

Pero la aparición de la imprenta y la historia del libro es en extremo breve, y apenas alcanza los quinientos años de la modernidad —casi paralela a los grandes descubrimientos y sometida necesariamente a los prejuicios y creencias en conflictos, suscitados por el choque de la tradición escolástica con el experimentalismo científico—, lo cual la coloca al final de la cadena de instrumentos que el hombre, desde su aparición sobre el planeta, ideó para plasmar de manera eficiente, y mediante el uso de signos, sus creencias y temores.

Con ese presupuesto, de más está reiterar el uso de las estelas pétreas que desde las primeras culturas neolíticas adquirieron valor testimonial en Mesopotamia, Egipto, Europa Central y Mesoamérica utilizadas para transmitir el complejo entramado de historia, formas de vida y religión, y que preservadas hasta el presente son objetos de acuciosos estudios para el desentrañamiento de ese lejano pasado. Desde su silencio milenario nos revelan, gracias al uso de signos e imágenes, la historia de culturas precedentes en el largo camino hacia las modernas civilizaciones.

Igual función desempeñó en su momento la escritura cuneiforme sobre tablas de arcilla y posteriormente enceradas que los sumerios utilizaron dos mil quinientos años antes de Cristo —cuatro mil antes del libro impreso— y que luego se extendió a otros pueblos mesopotámicos facilitando la creación de un orden silábico para la estructuración del lenguaje. Con la utilización del papiro por los egipcios y la difusión que adquirió su uso bajo el imperio macedónico la palabra escrita adquiere singular importancia como sinónimo de conocimiento, convirtiéndose en preciado objeto digno de recintos especiales, dando paso a la creación de las grandes bibliotecas que contribuyeron a preservar, a pesar de las vicisitudes históricas, parte de ese haber cultural universal.

El uso del pergamino permitió la aparición del libro tal como lo conocemos hoy, con el ordenamiento por folios escritos por ambos lados y con una tapa y contratapa para su protección. Debido a la necesidad de optar por material con mayor durabilidad y paliar las limitaciones para la consecución del papiro, los escribas de Pérgamo (Italia) urgidos para la creación de una gran biblioteca que compitiera con la de Alejandría, utilizaron la piel de carnero como sucedáneo para la escritura. La dificultad para enrollarlo obligó a coser los folios por los bordes y darle un tamaño y volumen uniforme que permitiera su almacenamiento.

Estas breves referencias históricas sobre la evolución del soporte de la escritura en la historia de la humanidad tienen el propósito de establecer la transitoriedad de algunos recursos a favor de aquellos que ofrecían mayor flexibilidad, durabilidad y manejo, sin que por ello el propósito fundamental de preservación del pensamiento por medio de la palabra sufriera menoscabo alguno. Estas instancias que a lo largo de la historia han marcado el desarrollo de la escritura revelan como una simple proyección una posibilidad que hace un par de décadas aparecía como una simple utopía, pero que adquiere dimensiones sorprendentes con la aparición cotidiana de nuevas bibliotecas virtuales o con la digitalización progresiva de las principales bibliotecas del mundo.

La gran encrucijada ante la que nos situamos, quienes hemos hecho de la administración de la educación superior el propósito de nuestras vidas, es poder decidir qué opción tomar al momento de fortalecer las estructuras de información académica en nuestras universidades. Decidir sobre la ampliación de los sistemas de bibliotecas y la actualización del material bibliográfico o, por el contrario, reforzar las plataformas de información digital como instrumento de amplia accesibilidad es una posición difícil en la cual el riesgo es la amenaza del colapso.

No se trata de asumir criterios subjetivos, en algunos casos cargados de romanticismo, a favor de pretéritas experiencias en las cuales el libro es el principal protagonista; como tampoco se trata de comprometerse con una tecnificación a ultranza siguiendo patrones globalizadores. Ambas opciones están llenas de incertidumbres que requieren prudentes decisiones y cuidadosas interpretaciones de las tendencias que se desplazan a uno y otro lado. De allí que volver a los textos de Aristóteles, impresos o digitalizados, en los cuales predica el justo medio como la base de la sabia decisión, es casi obligatorio en esta coyuntura entre el pasado y el futuro.

En tanto solo nos queda observar el panorama cotidiano que brindan nuestros estudiantes, con sus unidades en miniatura de USB al cuello —tal cual los abuelos usaban los escapularios—, capaces de almacenar todos los textos necesarios en varios años de la carrera, o bien los innovadores celulares con memorias en los que guardan música, fotografías, números telefónicos, textos y, además, transmiten las tareas con un simple reenvío a sus compañeros. Estas escenas, tal vez afectadas por la compulsión hacia las novedades, propia de la sociedad de consumo —que desplaza un artefacto tecnológico por otro de mayor capacidad y eficiencia—, son las que tendremos que evaluar cuando, llegado el momento, las autoridades responsables de la actualización de la educación superior tengamos que decidir entre lo existente y lo venidero.

La lección que nos brinda la lectura del pasado y la confrontación del presente es que más allá del recurso instrumental que se utilice, independientemente de las rudimentarias experiencias en el manejo de los materiales para preservar la escritura, por encima de las diferencias en la naturaleza de los signos y su relación con los significados, trátese de un incunable del siglo xvi impreso en pergamino o un USB del siglo xxi con 32 gigabytes de memoria, el propósito de todos estos esfuerzos realizados por el hombre es garantizar la permanencia de la palabra como depositaria única e inalterable de la legitimidad del pensamiento.

Encuentros como este VI Congreso Internacional de la Lengua Española legitiman los esfuerzos realizados en todos los centros de educación superior de nuestros países por enriquecer los activos bibliográficos —en cualquier forma que se presenten— e incentivar la lectura como mecanismo inherente a ese proceso de transformación que hace la educación, pero, sobre todo, a la preservación y enriquecimiento del lenguaje, comunicador irreemplazable de la riqueza del pensamiento.

Con las directrices que brindan cónclaves como este prestigioso congreso será posible la formulación de políticas y el desarrollo de mecanismos que con eficiencia permitan el intercambio de experiencias y recursos para fortalecer nuestra lengua. Del debate de aspectos relevantes sobre ese recurso de comunicación que es la palabra depende en gran medida que la preocupación sobre el futuro del lenguaje en los albores de un nuevo milenio se canalice hacia el único motivo real de preocupación, el cual es la permanencia de la palabra.