Excmo. Sr. presidente de la República de Panamá; Alteza Real; Honorable Primera Dama de Panamá; Sra. Ministra de Educación; Sres. Ministros de Panamá y de España; Sr. Director de la Real Academia Española y Presidente de la Asociación de Academias de la Lengua Española; Autoridades; Señoras y señores académicos; Señores congresistas; Señoras y señores:
En abril de 1997, el mismo día en que se cumplían 450 años de la fundación de la ciudad mexicana de Zacatecas y de la muerte de Miguel de Cervantes, en el primer Congreso Internacional de la Lengua Española lanzaba Gabriel García Márquez su «Botella al mar para el dios de las palabras». En un mundo globalizado —decía— las lenguas caminan hacia Babel o hacia el destino ineluctable de un lenguaje global. Por eso, «la lengua española —añadía— tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico, no por su poder económico sino por su vitalidad, su vasta experiencia cultural, su rapidez y fuerza de expansión». Para ello proponía, nada más y nada menos, que desencorsetar la lengua de las normas ortográficas que encadenan en la escritura palabras que en su expresión oral vuelan libres y en libertad se aparean y alumbran a cada momento nuevos significados.
Era obviamente una provocación (pocos años más tarde, al preparar en la Real Academia Española una edición conmemorativa de Cien años de soledad, tendría oportunidad de comprobar el escrúpulo ortográfico en la corrección que él hacía del texto básico). Era una provocación para espolear a sensu contrario la conciencia de los hispanohablantes llamados a explotar el mejor patrimonio de que disponemos: nuestra lengua. En cualquier caso, el éxito popular del congreso estaba asegurado. De tal modo, que la convocatoria en el año 2001 para el segundo congreso, en Valladolid, tuvo una acogida entusiasta. No solo respondían afirmativamente los invitados por el Instituto Cervantes —y por primera vez por la Real Academia Española— sino que personalidades de los más variados campos solicitaban participar. Ahorro nombres, pero fue un congreso de verdad ecuménico, en el que destacó una novedosa muestra tecnológica que presagiaba la tarea que en el libre espacio digital iba a producirse al servicio de la promoción y el estudio de nuestro idioma.
El congreso de 2004 en la ciudad argentina de Rosario cambió sin embargo, de manera decidida, la trayectoria de los encuentros. Sencillamente porque el pueblo se apoderó del congreso. La provincia y la municipalidad habían logrado concienciar a la población de la importancia que tenía y, remozadas las fachadas de los edificios y publicitado el congreso en los escaparates de los comercios, la participación ciudadana desbordó todos los espacios. Tres horas antes de que comenzara el homenaje a Ernesto Sábato —para el que habíamos encontrado ciertas dificultades oficiales—, la cola de personas que deseaban asistir daba varias vueltas al Teatro Principal. Los aplausos al maestro no terminaban nunca. Como tampoco concluían cuando, en la clausura, el Negro Roberto Fontanarrosa hacía una encendida defensa del léxico convencionalmente considerado prohibido. ¡Una exaltación más de la fuerza creadora del español! Y más de un millón de personas moviéndose desde todos los puntos de la ciudad hacia el río para contemplar el espectáculo de fuegos artificiales, que en la noche hacían estallar el esplendor de la fiesta de la lengua.
Cartagena de Indias fue, en el año 2007, ocasión de dos congresos emparejados. En Medellín se celebró el XIII Congreso de la Asociación de Academias. En un acto inolvidable y en presencia de más de cien rectores españoles y americanos, bajo la presidencia de Sus Majestades los Reyes y del presidente de Colombia, se aprobaba la Nueva gramática de la lengua española, que las veintidós Academias de la Lengua habían elaborado durante doce años. Por primera vez contábamos con una gramática que describía no solo el español de España, como se venía haciendo desde el siglo xviii, sino el español total. Y también allí se produjo la explosión del fervor popular: cientos de niños en uno de los barrios más deprimidos y peligrosos de Medellín se arracimaban junto a los reyes luciendo camisetas con la inscripción «Yo hablo español», y personas de toda edad salían a su encuentro de los ranchitos más pobres identificándose con ellos en el patrimonio compartido: la lengua española.
Aquello no era más que el prólogo de Cartagena. Temíamos los organizadores —el Instituto Cervantes, la Real Academia y la Asociación de Academias de la Lengua Española— que, como allí se celebran de continuo congresos importantes, iba a resultar difícil movilizar al pueblo. Pero resultó insuficiente el Palacio de Congresos y allí concurrieron profesores, estudiantes y gentes no solo de Cartagena o de Colombia sino de otros países latinoamericanos; los locales previstos para ponencias, mesas redondas y paneles se quedaron pequeños y las sesiones se alargaban hasta medianoche. Aquel no era solo el país de Gabriel García Márquez —vallenatos y mariposas amarillas cayendo de la bóveda del gran auditorio con el público enardecido—; era también el de Miguel Antonio Caro y, sobre todo, el de don Rufino José Cuervo.
Los chilenos —es sabido— son bastante germánicos. Habíamos preparado concienzudamente con ellos el quinto congreso que correspondía celebrar en 2010. Trabajaron las Academias en dos ediciones conmemorativas: una de Gabriela Mistral, con papeles suyos inéditos recientemente rescatados, y otra de Pablo Neruda. Y, a contrapunto, sosteniendo todo el edificio intelectual, preparó la Academia Chilena una antología de don Andrés Bello cuya obra se resumía en un acertado título, Gramática de la libertad. Pensábamos —las Academias y el Cervantes—, que así se manifestaba bien lo que estos congresos encierran y promueven en una dimensión científica, política y social. La víspera de la inauguración un terremoto echó por tierra todas las ilusiones. Pero se salvó la palabra y pudimos desarrollar un congreso virtual que a quien hoy lo consulta le sorprende por la riqueza de aportaciones intelectuales.
Y aquí estamos, fieles a la cita en un año en el que todos los caminos conducen a Panamá: del Atlántico al Mar del Sur. Aquí estamos, emplazados ante el libro. El programa que tenéis en las manos explica por sí solo la ambición de nuestro propósito. Hemos podido llevarlo adelante gracias a la generosidad de la Presidencia de la República y por el tesón y la exigencia de la ministra de Educación, doña Lucy Molinar, del MEDUCA y con la ayuda fraterna de la Academia Panameña de la Lengua. Por primera vez celebraremos a la par este congreso real y otro virtual que el Instituto Cervantes ha preparado con esmero y al que hemos convocado a todos los blogueros hispanohablantes. La Real Academia Española, que cumple 300 años, y el Cervantes, que como decía don Fernando Lázaro Carreter realiza la función misionera de propagar lo que las Academias producen, venimos cargados de ilusión a exponer nuestros proyectos, en uno y otro caso —importa subrayarlo— proyectos panhispánicos, porque al servicio de la lengua española no se puede ya navegar bajo otra bandera que la del panhispanismo.
En Zacatecas decía Octavio Paz que «el español que se habla y se escribe en Hispanoamérica y en España es muchos españoles, cada uno distinto y único, con su genio propio; no obstante, es el mismo en Sevilla, Santiago, La Habana y Panamá. No es muchos árboles, es un solo árbol pero inmenso, bajo el que verdean y florecen muchas ramas y ramajes. Cada uno de nosotros es una hoja de ese árbol. ¿Pero realmente —añadía Octavio Paz— hablamos nuestra lengua? Más exacto —respondía— sería decir que ella habla a través de nosotros. Los que hablamos castellano somos una palpitación en el fluir milenario de nuestra lengua».
Anteayer inaugurábamos en la Universidad de Harvard el Observatorio de la lengua española y las culturas hispánicas en los Estados Unidos. Hace unos días nuestro compañero Antonio Muñoz Molina nos prevenía contra el abuso de la retórica —las «cataratas» de retórica— y decía que «cuando hablamos de EE. UU. se nos llena la boca de números»: son cincuenta y dos millones de hablantes. En el año 2030 serán «nosecuantos». En el 2050… serán o no serán. Pero ¿cuál es su índice de cultura media? ¿Cuál su índice de lectura de libros y de periódicos? ¿Cuántos llegan a la universidad? ¿Qué posición social se reconoce al idioma? ¿Cuál es su presencia y visibilidad en la cultura social y en el debate político? En definitiva, en la función de ciudadanía.
¡Qué gran definición de lo que el Observatorio del Español quiere ser y va a ser en la Universidad de Harvard! En el bellísimo otoño bostoniano yo veía que al árbol del español le salían nuevas ramas, nuevos follajes. Vamos a trabajar con todas las universidades, no solo de EE. UU., sino latinoamericanas, con muchos institutos ya especializados. Queremos hacer una gran plataforma, y lo vamos a lograr.
De ese árbol grandioso del español, hemos elegido para abrir este congreso tres ramas de follaje rico y variado: Mario Vargas Llosa, Sergio Ramírez y Juan David Morgan. Resultaría pretencioso —y para decirlo de verdad, ofensivo— hacer su presentación.
Mario Vargas Llosa, nuestro Nobel —porque todos los hispanohablantes lo sentimos íntimamente nuestro— con su indiscutible perfil físico de descendiente de un inca, es, desde luego peruano; pero es también español del Madrid más castizo, con tabernas de pinchos y vermú, y tinto; y cines de barrio, acompañado de gente con cucuruchos de pipas (Mario Vargas Llosa recita una lista de catorce o quince cines que frecuenta); pero, a la vez, es british, feliz de estar en la British Library, y neoyorquino de Princeton, y ciudadano del mundo. Llegó a la literatura por la poesía, desde que a los nueve años leyó a hurtadillas los 20 poemas de amor que su madre guardaba en la mesilla de noche. Pero después lo guiaron Rubén, el gran Rubén, y Góngora, a quien él proclama el mejor poeta de la lengua española. Ellos le enseñaron algo que iba a ser fundamental para su concepción y práctica de la novela: que se trata de sustituir un mundo de realidades por uno de representaciones.
Lo descubrió ejemplificado siendo todavía estudiante, en el Tirant lo Blanc y, pasando por Víctor Hugo, de la mano de Flaubert, que un día le presentó a Madame Bovary en una «bouquinería» junto al Sena. Leyó la gran novela de un tirón día y noche, y después, mil veces más. Como leyó a tantos: a Arguedas, a Rulfo en Pedro Páramo, a Flaubert sobre todo, a tantos. Comenzó a escribir y fueron naciendo novelas.
Comenzó a escribir La ciudad y los perros en una taberna madrileña frente al Retiro, y con ella se marchó a París a malvivir y a hacer de todo y a conocer uno a uno —a Carpentier, Cortázar, Carlos Fuentes— a los que con él y otros más iban a promover el boom, esa explosión latinoamericana de literatura que iba a revolucionar el arte de ver el mundo como una realidad mágica, y a contarla. Después vinieron La casa verde, Conversaciones en la catedral… y hasta la que aquí va a presentar y que, por cierto, enlaza con las de escenario peruano.
Mario Vargas Llosa es un hechicero de la forma artística. Todo se transfigura en sus manos: el espacio, el tiempo y hasta el narrador mismo, que se desdobla o se transmuta de continuo. Y así es él: devoto de Odiseo, un Ulises de la literatura, novelista, cuentista, dramaturgo, ensayista, crítico literario, periodista. Pero lejos de cualquier dispersión, todo gravita en él hacia la contemplación del hombre en la dimensión social de un concreto tiempo histórico: este. Y de su mano fluye la torrentera de la vida, invitándonos a comprometernos nosotros con ese propio devenir, que se demora o se precipita arrastrando al lector a entrar, también de su mano, en la gran danza del teatro del mundo.
De Sergio Ramírez me decía hace días un común amigo que sería capaz de cruzar Nicaragua e incluso el mundo para auxiliar a otro. Sin duda esa disponibilidad para la ayuda estuvo detrás de su decisión de luchar con sus compañeros sandinistas en el proceso que desposeyó del poder al dictador Somoza. Cuando consiguieron ese objetivo, la política lo llamó, otra vez, a ayudar a su país y él acudió; pero al observar que desde el poder se puede ayudar menos que desde la literatura, se bajó del caballo y se hizo escritor a tiempo completo. Él mismo lo ha contado en su novela Adiós muchachos, que no es tan solo el trabajo de un testigo, sino la expresión humana y literaria de un hombre que no vino a este mundo a ajustar cuentas sino a escribir cuentos. Desde entonces ha ayudado de manera decisiva a entender mejor a su país, a Centroamérica, a América Latina y, sobre todo, ha ofrecido materiales poéticos, narrativos, que ahora comprenden una obra singular. Porque como decía de él Mario Benedetti cuando aparecieron, en 1997, sus Cuentos completos, Sergio Ramírez «ha sabido construir un mundo original, sin dejar por ello de ser profundamente nicaragüense, y en consecuencia centroamericano hasta la médula».
Se ha dicho con razón que en estilo tiene la profundidad ligera de Borges y la capacidad de asombro de Julio Cortázar, la energía de Fuentes y la voluntad de construcción narrativa de Vargas Llosa o de José Saramago. Es el estilo del hombre que mira y escucha. De ahí deriva su habilidad para los diálogos, sustento de sus cuentos, en los que a la manera de Chejov o a la más reciente de Alice Munro, espera que el espacio del relato se haya acabado para que aparezca la sorpresa que al fin da sentido dramático a un universo donde la vida siempre acaba con la evidencia feroz de un latigazo.
De esa manera suya peculiar, mirando, escribiendo y paseando siempre por dentro de sí mismo, Sergio Ramírez ha recorrido el mundo, desde su Masatepe natal, adonde vuelve continuamente en los libros, en las narraciones y en la realidad. Porque es sin duda, como escribía Benedetti, la voz de Centroamérica y de Nicaragua y de América, pero jamás ha dejado de ser fiel al lugar en el que nació y desde el que ha proyectado su mirada generosa, presta siempre a hacer mejor el mundo en el que vivimos. Él dice que de todas las experiencias vividas siempre le queda algo, y que en concreto de la política le queda «como a Voltaire, el gusto por el oficio del hombre público, el que siempre quiere opinar mientras haya problemas sobre los que opinar, el espíritu crítico que nunca habrá de alejarse del debate», «el gusto por la tolerancia, la desilusión de las ideas eternas y los credos inviolables, de las verdades para siempre». Eso es lo que le ha hecho estar en las dos partes del espejo y haber optado por aquella en la que la realidad solo se entiende si también se la imagina.
Al igual que Vargas Llosa y con más intensidad que Sergio Ramírez, Juan David Morgan ha pasado también por la política; es un gran letrado en ejercicio, y dicen que un destacado golfista.
Escribió para sí desde muy joven, pero empezó a publicar a los cincuenta años. Lo hizo en 1992 bajo el seudónimo de Jorge Thomas con Fugitivos del paisaje, el apasionante relato de unas familias que se desplazan a tierras extrañas, donde unos triunfan y arraigan mientras otros, sus compañeros de viaje, huyen derrotados. Pero enseguida afronta lo que va a ser el núcleo de su obra: la historia del Panamá hecha novela. Partiendo de la invasión de Panamá por los Estados Unidos, admirada y repudiada con igual vehemencia por los panameños, va remontando el rumbo de la historia. Así, en Entre el cielo y la tierra, apoyado en la minuciosa investigación de un tío-bisabuelo suyo, monseñor Jované, de sus intrigas políticas y sus amores, va tejiendo una espléndida novela histórica sobre el agitado siglo xix de Panamá, con sus guerras de independencia y sus guerras civiles. Se complementa con Arde Panamá, que también tomó por título —Con ardientes fulgores de gloria— un verso del himno nacional. En una maraña de conspiraciones y ambiciones se abren camino la audacia, el heroísmo y las inseparables traiciones. Ahí consagra Morgan de manera definitiva su condición de novelista, después ejercitada en obras como El caballo de oro, el gran friso de la construcción del ferrocarril del istmo. Sorprende en todos sus relatos la capacidad para convertir a personajes históricos en seres de ficción y para construir una imbricada trama, compleja siempre como la vida misma. No es extraño que los lectores panameños lo acojan como escritor de cámara. Pero es su calidad literaria la que le ha abierto espacio de lectura en otros países y lenguas.
Buen ejemplo de ello es el éxito alcanzado por El silencio de Gaudí, una novela situada en la Barcelona actual donde se discute si el trazado del AVE puede dañar el templo de la Sagrada Familia. Por el subterráneo del poder y la intriga se mueven un jesuita vasco que trabaja para el Vaticano, la enigmática arquitecta de ojos verdes que se siente atraída por él y un misterioso personaje dispuesto a sabotear todo el proyecto ferroviario. Extramuros de Panamá cobra Juan David Morgan una dimensión que viene a confirmar la fuerza de su manera de contar, esto es, su categoría literaria.
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Señor Presidente, Alteza: en el Siglo de Oro español era forma universal decir que los indianos que volvían de Panamá llegaban llenos de riqueza. Lope de Vega lo cantó en un poemilla de La dama boba:
¿De dó viene el caballero? / Viene de Panamá / Trencelín en el sombrero / Viene de Panamá / Cadenita de oro al cuello / Viene de Panamá / Con banda y con greguesco / Viene de Panamá / La daga en banda, colgando / Viene de Panamá / Gran jugador del vocablo…
Estamos seguros de que nosotros regresaremos a nuestros países, de América y a España, cargados de riqueza, de una muy concreta riqueza: un libro de familia rebosante de ideas y sentimientos comunes. «¿De dó viene el caballero? Viene de Panamá».
Muchas gracias.