Fortaleza y vigencia del español en grupos aislados Fernando Serrano Migallón
Académico de Número de la Academia Mexicana de la Lengua (México)

Si yo soy yo y mis circunstancias, y me cambian las circunstancias, dejo de ser yo.

María Zambrano

La nación es un conjunto de valores, costumbres, hábitos de historia compartida pero sobre todo de un futuro en común. Pertenecer a una nación implica necesariamente, de forma esencial y quizás de manera primordial, el pertenecer a una cultura, formar parte de un grupo que, constituido, la mayor parte de las veces jurídica y políticamente, mantiene su presencia a través de diversas manifestaciones pero fundamentalmente de su lengua.

Ser partícipe de una lengua es ser partícipe de una reflexión histórica. Vicente Aleixandre, al recibir el Premio Nobel de Literatura, afirmaba que:

Cada autor no representa otra cosa que la de ser, como máximo, un modesto eslabón de tránsito hacia una expresión estética diferente, alguien cuya fundamental misión es, usando otro símil, transmitir una antorcha viva a la generación más joven, que ha de continuar en la ardua tarea.

Cada hablante de una lengua recibe un legado precioso que lo une a los demás y lo define. Me parece que la expresión lengua materna no puede ser más precisa; refleja la existencia de un nexo umbilical entre el sujeto y su idioma; una liga tan íntima como la que existe entre el hijo y la fuente nutricia que es la madre; en esa dación, en ese don que es la lengua, van insertos los valores que constituyen el alma de la sociedad, del pueblo y de la cultura.

Del mismo modo en que esa relación madre-hijo no se colma en sí misma, sino que es parte de una cadena de generaciones, de hechos y de circunstancias, en la que solo es el punto en que el pasado y el futuro se encuentran, cada hablante no es sino un pequeño depositario de una historia milenaria en la que la propia lengua tiene su devenir y toma formas y nombres distintos. Una historia tan larga y tan honda que desemboca —o comienza— con un pequeño clan en las cumbres del noroccidente de la India ensayando las palabras que luego engendrarían los idiomas. Lo que nos une con esos hombres, y con todos los hispanohablantes de Sudamérica, de Asia, de África y de Europa, no son solo palabras —que, de serlo, serían una liga formal y sin esencia—: lo que evidentemente nos une son los valores que contienen, principios con los que se puede estar o no de acuerdo, pero que son un punto de partida y un lugar de encuentro.

Este sedimento histórico y emotivo hace que la lengua, por otra parte, no sea solo la colección de vocablos contenidos en el diccionario, sino los giros que adquiere, los sentidos que encarna, es decir, el volumen total de cada una de sus palabras.

La lengua de cada uno con sus peculiaridades, su significado y su historia. Se puede presentar el caso de que existan dos formas de expresarse en un mismo idioma y que podían convertir a quienes las empleaban, de manera inconsciente e imperceptible para ellas mismas, en una suerte de sujetos bilingües hablantes de un solo idioma. Entre ambos extremos se enriquece la vida y entre ambos nace la necesidad de comprender y cultivar este mecanismo de identidad que es la lengua.

Varios ejemplos paradigmáticos de lo que significa el idioma para quienes salen de su solar de origen y se ven obligados a adaptarse a una nueva situación son el caso de los judíos, el de los migrantes latinoamericanos hacia Estados Unidos y hay que hacer énfasis por su importancia social e impacto económico en el producido por el exilio cubano en Miami. De entre estos quizás el más significativo es el de los judíos expulsados de España por la reina católica y el exilio republicano español de 1939.

Los judíos fueron expulsados de España el 31 de julio de 1492, en virtud del absurdo edicto de Granada, que estableció la obligación de abandonar el territorio español a todos quienes profesaran la religión hebraica, salvo aquellos que se convirtieran al cristianismo; la mayoría de los sefardíes optaron por el exilio y tuvieron que ser recibidos en el Imperio otomano en Marruecos, Túnez, Holanda, norte de Africa y Europa central.

Los judíos llegados al Imperio otomano eran de un nivel social y económico superior al de las poblaciones nativas, lo cual permitió que pudieran conservar la lengua y las tradiciones y costumbres que llevaron con ellos a lo largo de 400 años. Una situación similar se presentó en el norte de África, en particular en Marruecos y aunque ambos conservaron su idioma original, el judeo-español, este tuvo una bifurcación, el ladino en los Balcanes y el haquitía de Marruecos.

La lengua judeo-española, con sus dos vertientes, no difiere sustancialmente del idioma español hablado en la época de la expulsión, aunque, como sucede en cualquier grupo, los rasgos específicos, sobre todo el léxico religioso o de costumbres, instrumentos y vestimentas hebreas eran particulares de este grupo.

En la actualidad el judeo-español tiene una gran cantidad de vocablos arcaizantes en relación con el idioma actual.

Otro ejemplo quizá, por sus características políticas y culturales, tan significativo como el de la lengua sefardí es el que se produjo a partir de la Guerra Civil española.

El 22 de septiembre de 1938 se celebró en la Ciudad de México un acto de bienvenida para los entonces recién desembarcados exiliados españoles; el poeta mexicano Enrique González Martínez, dijo entonces:

Volver los ojos a España es encontrar tristezas y destrozos sangrientos, mas quienes están entre nosotros no pueden, ni deben, sentirse desterrados pues en cada jirón de América encontrarán una evocación de la buena tierra que creó en el Nuevo Mundo...

El exilio es ese desprendimiento en el que se mezclan el dolor y la esperanza, el despojo y el renacimiento. El exilio es un fenómeno múltiple; personal e íntimo, pero al mismo tiempo social y colectivo; es un hecho político e histórico que pone en evidencia la irrupción de la violencia en la vida pública, la irracionalidad en sus relaciones y el hecho, perverso al fin, por el que un Estado persigue a quienes por su naturaleza debería proteger. El exilio es también un fenómeno cultural que demuestra la persistencia de la memoria, la voluntad de vivir y la riqueza de la civilización que acepta mestizajes, combinaciones y diálogos para generar frutos que se prolongan en el tiempo.

El exilio es, para quien lo ha sufrido, como dijo Osorio y Gallardo, el centro de su vida; sin embargo, en su dolor y en su esperanza, el exilio es también un diálogo, confuso a veces y, como todo debate que implica lo más profundo de la identidad, impreciso, como toda conversación, entre lo que se quiere decir y lo que otro entiende. En el exilio dialogan no sólo dos voces, como sería lo más común, sino tres voces que hacen el entendimiento más complicado: los que expulsan, los que son expulsados y los que reciben.

Desde poco antes de que fueran disparadas las últimas balas de la guerra, a diversos puntos de la geografía europea y americana fueron expulsadas de su patria poco más de 500 000 personas.

En realidad, España perdió mucho más que la voz para cantar, como dijo León Felipe; la Península se había quedado con la casa, el caballo y la pistola, pero había perdido la canción. Dejaron el territorio español un gobierno legítimo, un sector importante de sus maestros universitarios, casi todos sus científicos y casi todos sus intelectuales. Pero lo peor había sido la pérdida de una parte significativa de su sociedad, el desencanto por un futuro que habría podido ser mejor si se hubiera concedido el perdón, la piedad y la tolerancia necesarios para que quienes se fueron hicieran su vida en su propia patria.

Una radiografía social e ideológica de la España de antes de la guerra, cruzó las fronteras: desde los republicanos de derecha hasta los de extrema izquierda; desde el profesor universitario y el científico, hasta el labrador y el obrero; desde familias completas hasta individuos en solitario; niños cuyos padres querían darles un lugar para crecer con libertad hasta ancianos que aspiraban simplemente con un lugar para morir con dignidad.

Lo más insólito de este exilio es que, por primera vez en la historia, un Estado completo, con todos sus órganos legítimos, con capacidad jurídica plena, tuvo que instalarse fuera de su territorio para seguir existiendo; salieron los titulares de las tres altas magistraturas del Estado: los presidentes de la República, del Gobierno y de las Cortes; el Gobierno en pleno; los presidentes y los gabinetes íntegros de las dos regiones autónomas establecidas por la República; los poderes legislativo y judicial en número tal que sus sesiones eran legítimas y sus decisiones válidas.

En España se quedó una sociedad amordazada, temerosa y violentada. Las cifras más conservadoras nos ofrecen la visión de un panorama desolador: 500 000 muertos durante la guerra, tanto en los campos de batalla, como en la guerra soterrada que se libró en las calles de las ciudades y pueblos; 500 000 exiliados; 2 000 000 de presos, la mayoría de ellos sin juicio, acusación ni delito; 150 000 de ellos serían ejecutados, entre 1939 y 1949, a raíz de sentencias en procesos por demás inverosímiles, cuando se diera el caso de un juicio; 81 000 desaparecidos durante la dictadura, esto es entre 1940 y 1975.

España entró en una larga noche donde la luz era un privilegio, la palabra una osadía y bajo la triste fachada del orden y la promesa del progreso material, la represión encerraba a una sociedad que no podía ni quería verse y reconocerse a sí misma.

Huyendo de este panorama, el medio millón de españoles que abandonó su tierra llegó sobre todo a dos destinos; al otro lado del Pirineo, a Francia, hosca y temerosa; hundida poco después en el negro periodo de la ocupación nazi, preocupada más en sobrevivir que en acoger a los incómodos visitantes de los que, en el mejor de los casos era necesario liberarse pronto y, al otro lado del Atlántico, México.

México había sido tradicionalmente hasta ese momento un país de asilo. Desde antes de la independencia a finales del siglo xviii eran muchos los que se acogían al ambiente político más abierto que se vivía entonces en la llamada Nueva España, frente a lo que ocurría en otras colonias. Esta situación se prolongó, a pesar de las vicisitudes políticas e históricas que sufrió el país a lo largo del siglo xix, y una vez consolidada la Revolución Mexicana en 1917 con una nueva Constitución política se fortalecería esta tradición y se convertiría en uno de los postulados del país y una de las principales imágenes de política exterior que representaría a México.

México en los años 30 era un país que terminaba el periodo armado de una más de sus revoluciones.

Se trataba de un país aislado internacionalmente; a raíz del constante desconocimiento de los gobiernos revolucionarios, al bloqueo permanente ejercido por varias naciones europeas y dado el proceso de reajuste de la política nacional, México no pudo ingresar a la Sociedad de las Naciones sino hasta septiembre de 1931.

Al  mismo tiempo, era un país en pleno crecimiento, dispuesto a volver a los escenarios internacionales, a construir el futuro por el que habían dado su vida mujeres y hombres de todas las condiciones sociales, pero también un país profundamente dividido por los rencores, las posiciones encontradas y las divergencias que toda guerra fratricida deja tras de sí.

Luis I. Rodríguez, uno de los ejecutores de las órdenes de Cárdenas, a quien se debe mucho de la ejecución material del asilo político que en 1939 abrió formalmente la recepción de la República en el exilio al aplicar las instrucciones recibidas:

Expresará usted desde el momento de su aceptación que todos los refugiados españoles quedarán bajo la protección del pabellón mexicano…

Entre las décadas de 1930 a 2000 brilla en el contexto internacional la política exterior mexicana, la diplomacia de nuestro país ejercerá un sentido de respeto a la legislación internacional y de gran sentido humano. Construye la identidad y la presencia mexicana y latinoamericana frente al fascismo, las guerras de agresión, las democracias y las dictaduras; sus diplomáticos son los voceros de un hombre que, en el empeño de dar por terminado el capítulo violento de la Revolución mexicana, permitió el nacimiento de un nuevo país, más moderno y más abierto al diálogo con otros pueblos y otras culturas.

La España peregrina en México estuvo constituida por entre 18 000 y 20 000 familias, que hicieron de México su nueva patria. Un pueblo que nunca dejó del todo la patria que habían sido obligados a abandonar y que fue integrándose al nuevo país del que muchos no quisieron volver.

Para los propios exiliados, su destino fue motivo constante de reflexión; para 1959, año en que la dictadura celebraba los veinte años de paz en la Península, el debate entre ellos se planteó con claridad. Desde su exilio en Ginebra, Luis Araquistáin proclamó el fracaso del exilio. Para él, el exilio había sido olvidado en España, los hijos nacidos fuera de la patria de sus padres se habían olvidado de ella, de sus ideales y aun de su historia, mientras los antiguos republicanos vagaban por el mundo como Juana la Loca, llevando consigo el cuerpo insepulto de la República. Por otra parte, desde París, Fernando Valera, como respuesta, ofreció un compendio de la moral colectiva del exilio republicano; para él, la República fuera de España no era Juana la Loca, sino una Numancia peregrina dispuesta a sacrificarse hasta la muerte por sus valores; porque, sin importar cuántos quedaran o dónde estuvieran, algún día, sin que importara cuántos años habrían de pasar para ello, los españoles del futuro comprenderían que había sido el exilio quien había mantenido vivas las instituciones y la dignidad de la República y habían honrado el compromiso adquirido en las últimas elecciones libres de España en el entonces ya lejano 1936.

Impedidos para contribuir a la historia española desde su propia tierra, la hicieron desde México; su presencia y su legado es una historia que une ambas naciones y que constituye una bifurcación en la historia española. Observar el asilo es ejercitar una doble mirada; la de la sociedad receptora que vive una experiencia colectiva y ve enriquecido su patrimonio cultural y la de los exiliados mismos, que viven y actúan como entes sociales y culturales, pero siempre dentro de los márgenes de su drama humano.

Para España la República y el exilio están muertos, murieron a fuerza de traiciones y de olvido. Los republicanos, derrotados una y otra vez, al ver perdida la República luego de una guerra injusta, al presenciar los arreglos internacionales entre los aliados triunfadores de la Segunda Guerra Mundial que, pese a su discurso democrático, permitieron sobrevivir al fascismo en España, al ser traicionados en las conversaciones que reconstruyeron la democracia española para instalar una monarquía, y excluidos cuando el socialismo triunfante omitió su participación en la historia de España. Olvidados en fin, en un país donde ya no podían reconocerse, no tuvieron más patria que México .

Sin embargo, para México, el exilio español vive. Extraña paradoja de la historia; si aquí el tema apenas comienza a tocarse y se hace con toda la delicadeza con que se abordan los tópicos más espinosos, en México el exilio republicano vive no sólo en su tercera generación de mexicanos de origen español sino en su legado de ideal democrático, de honor y de colaboración con el pueblo que fue en un primer momento su refugio, posteriormente su casa y hoy su propia patria.

Este drama histórico se desarrolló en cuatro etapas claramente definidas. Todas ellas marcadas por el ritmo de la política internacional y del desarrollo de la situación en España, todas ellas abrigadas por un país que lentamente dejó de ser asilo para ser patria. En la primera, ocurrida entre 1937 y 1944, el exilio sale al encuentro del país que los abrigaba; en aquel tiempo se pensaba que todo era temporal y todos esperaban a que, una vez terminada la guerra, los aliados provocarían la caída de Franco, y el paso por México sería una anécdota llena de afecto y agradecimiento.

Esa primera etapa de encuentro se convierte en esperanza entre 1944 y 1953, al compás de una guerra fría en la que las democracias estaban siendo apoyadas por los países triunfantes y no parecía creíble que un dictador fascista sobreviviera en Europa Occidental; esta segunda derrota se llamó desilusión; entre 1953 y 1975, causas geopolíticas, intereses económicos y estrategias militares confirmaron al Gobierno espurio de la Península, lo admitieron —nunca con plenitud  y siempre con reservas— dentro de la familia de las naciones; sabiéndose derrotados una vez más, conscientes de que mientras Franco viviera no habría retorno posible, el exilio fue haciéndose cada vez más mexicano, nacieron los descendientes, ya mexicanos, y España se volvió bandera moral y añoranza de otros tiempos.

Ya entre 1975 y 1978, la reconstrucción de España parecía una fuente más de esperanza y, sin embargo, fue la derrota postrera y el inicio del olvido que hoy contribuimos a destruir.

Durante décadas, se apreció el exilio republicano español exclusivamente como un exilio intelectual, como el de los intelectuales por excelencia; en cierta forma lo fue, pero considerarlo sólo de ese modo significa omitir un profundo contenido humano y un esfuerzo desinteresado por salvar familias y seres humanos, sin importar su ocupación, preferencia política o grado de estudios.

Al proclamarse la República Española, la mitad de la población era analfabeta; los problemas de la democratización de la península y los daños de la guerra no permitieron reducir esta proporción; los intelectuales, si los consideramos desde el más estricto de sus sentidos como aquel que elabora obra creativa de opinión y vive de ella, hasta la más amplia, entendiéndolos como todos aquellos que realizan una actividad creativa en consonancia con un compromiso ideológico, apenas sumaban el uno por ciento de la población.

El rostro del exilio fue pues, el del sufrimiento humano, el de la búsqueda de la vida y la libertad por el ciudadano de todos los días, el que no aparece en los libros de historia, pero que hace la historia y la recuerda.

No es desdeñable, por otra parte, el exilio intelectual; de entre quienes llegaron, el diez por ciento se dedicaba a labores educativas, artísticas y literarias; ellos encontraron en México un lugar para continuar sus labores y un terreno fértil para sus reflexiones. Fue creada la Casa de España, hoy Colegio de México, epónimo de esa migración creativa, la mayor parte de sus miembros se integraron a la Universidad Nacional Autónoma de México —fue del ocho por ciento en general y del veinte por ciento en facultades como la de Derecho y la de Filosofía y Letras—, al Instituto Politécnico Nacional y en menor medida a las instituciones de educación superior de los estados. Se trataba de intelectuales identificados por su respeto a la verdad, su impárcialidad y rigor científico, por su pluralidad intelectual; mujeres y hombres tan diferentes como Victoria Kent y José María Gallegos Rocafull, como Ertze Garamendi o Wenceslao Roces.

Los  republicanos legaron a  México la nueva visión de España que llevaban consigo, una visión que encarnaba la libertad, la dignidad humana, el respeto a la vida y los mejores valores de Occidente; en la memoria de los mexicanos dejaron constancia de un espíritu republicano   que mostraron con orgullo y dignidad y desalojaron, por lo menos en parte, la leyenda negra que, justificadamente o no, formaba parte de un sentimiento generalizado. Fueron la raíz de un nuevo humanismo laico que llegaría hasta la vida diaria del país para entrar en diálogo con la tradición liberal mexicana. Para los mexicanos también representaron la conciencia de lo que es la democracia y de lo que significa perderla; en suma, una moral colectiva arraigada en el honor que se manifestaba en el principio de que un republicano español no podía volver a su patria mientras estuviera todavía sometida al yugo de la dictadura. Mientras que en España no sucedía, la mayor de las lecciones del exilio ha sido y será el profundo amor que experimentaron por México y que enseñaron a sus descendientes, pues, como decía Martínez Barrio, «los  emigrados  amamos a este país con el caudaloso y violento amor con que amamos  al nuestro propio, sin distinción ya entre uno y el otro. Porque si para la gran mayoría España fue la tumba de los padres, México ha sido la cuna de los hijos».

Esta posibilidad de doble expresión, ambas distintas y correctas pero diferentes en que hacen que la lengua española sea y siga siendo un misterio, un enigma que surge en el momento que se tiene consciencia de vivir dentro de un  idioma múltiple, al grado de parecer muchos distintos sin saber por qué en un ámbito los chícharos eran guisantes y el betabel, remolacha, mientras que en otro, en la calle, el bocadillo se convertía en torta y si en familia alguien abordaba un autobús entre los amigos fuera de este núcleo íntimo se tomaba el camión; que el plural de tú, en el ámbito español era vosotros en tanto que en el otro era ustedes; el vosotros modificaba la conjugación de los verbos dándoles una forma que fuera del hogar solo se concebía en los cuentos de hadas y para los documentos antiguos.

De manera automática, y por muchísimo tiempo inconsciente, se usaban ambos modos de manera espontánea y según el lugar en que se encontraran.

Pero no había conflicto, había riqueza, y si alguna lección me quedó de aquel tiempo es que todo en la existencia son las palabras que la nombran. Mi desconcierto creció cuando, ya adulto, en un primer viaje en el que tuve el encuentro con la lengua en su territorio de origen, el contraste fue mayor respecto a la idea que me había formado de ella. El idioma que allá oí era distinto a los otros dos; no solo en los temas que creía que serían los mismos que tocábamos en casa, lo que no sucedió, sino en las palabras mismas; al tocino lo llamaban beicon; al camarada y a la amiga tío o tía; al bocadillo, bocata y así, el verbo conjugado junto con el respetuoso usted había desaparecido para dejar su lugar a un generalizado

Una nueva coraza envolvió a la lengua hablada; un nuevo círculo que aislaba y afirmaba su intimidad y sus valores; se transformó en una lengua misteriosa y aislada, tan antigua y lejana como el ladino de los sefardíes; se convirtió en un conjunto de símbolos para el ejercicio de una alquimia sentimental.

El ser humano crece y madura en la justa medida en que toma conciencia de su idioma; el niño aprende a diferenciar la forma de utilizar las palabras y el idioma de manera inconsciente; las palabras encarnan en su mente como parte del ambiente y van dando sentido a su forma de apreciar el mundo; al crecer adquiere conciencia de los diferentes tonos, giros y formas del lenguaje, aprecia de manera clara la importancia de expresarse y, en la medida en que esa conciencia se hace parte de su persona, comprende el contenido cultural, social y humano de las palabras, de las que pronuncia y de las que escucha.

Por eso dice Pablo de Tarso: «Cuando era niño, hablaba como niño, pensaba como niño, juzgaba como niño, mas como ya fui hombre dejé lo que era de niño».

Ambos casos, el judeo-español en sus dos vertientes, el ladino y el haquitía, y el hablado por los asilados españoles de 1939, tienen similitudes en su origen, su función y son, entre otras muchas características, un emblema de las sociedades que los utilizan. Al no haber sido nunca armonizados por una programación lingüística, siempre han sido y serán objeto de controversia y de curiosidad, empezando por su denominación.

El ejercicio del idioma es evolución personal dentro de otra general, y ambas responden a la forma de conversar. Al corazón del idioma puede llegarse por dos rutas: en la primera, se diseca el lenguaje, que se aborda mediante estudio y un constante esfuerzo; en la segunda, todo acontece como en un golpe de suerte, cuando el sujeto se sabe en una circunstancia tal que en su entorno la lengua es un valor de particular importancia; así, todo sucede sin su colaboración, sin su mérito, como cosa dada.