Breve excursión al mundo de tres poetas cordobesas contemporáneas: María Calviño, María del Carmen Marengo y Elisa Molina Carlos Schilling
Escritor, periodista de La Voz del Interior, Córdoba (Argentina)

¿Qué clase de diversidad trae un poema al mundo? En el mismo instante en que leo estas palabras, se están componiendo miles de poemas en cientos de lenguas diferentes. Es una imagen vertiginosa: la cantidad de versos que se suma minuto a minuto a los versos existentes en la memoria humana, en las bibliotecas o en los archivos digitales. Tan vasto es el proceso que casi podemos compararlo con la actividad de sedimentación o de estratificación geológica. Apelando a una dialéctica ya vetusta, diríamos que se parece más a un proceso natural que cultural. No es raro que un altísimo porcentaje de esa materia literaria nos resulte matemáticamente ajena, inaccesible por su propia abundancia. Sin dudas, el hecho de que seamos capaces de imaginar un poeta de Siberia y otro de Malasia y otro de Albania y otro de una isla del océano Pacífico no deja de ser un dato relevante de nuestra cultura. El mero contacto con esa diversidad tiene un efecto de delirio cuyo ejemplo clásico es el curioso ensayo de Michel de Montaigne, titulado De la costumbre. Entusiasmado por la enumeración de hábitos de distintos lugares del planeta, el filósofo francés cede al éxtasis de la diversidad y se inventa pueblos donde (cito) «es honrado que los hijos embaracen a las madres» o «donde sólo se cortan las uñas de la mano derecha» o «donde la más deseable sepultura es ser comido por los perros». No me parece impertinente citarlo en esta ocasión porque en ese texto deslumbrante, escrito en la segunda mitad del siglo xvi, se percibe el influjo de un continente que Europa acababa de conocer y que Montaigne todavía llamaba «Nuevas Indias». 

Pero voy a disminuir violentamente la escala de mi reflexión hasta reducirla al punto de una preferencia personal. Antes que la diversidad extensa de la poesía como fenómeno cultural, me interesa la diversidad intensa de algunos poemas concretos, en especial poemas líricos y muy en especial poemas líricos de tres poetas contemporáneas: María Calviño, María del Carmen Marengo y Elisa Molina. Quiero aclarar que no opongo el lirismo a la épica y mucho menos a la conciencia histórica y de género que también se manifiesta en estas tres autoras a veces de modo directo y otras de modo indirecto. Mi idea es mostrar en qué sentido eso que llamamos mundo aparece sutilmente perturbado o distorsionado en sus poemas y por qué podemos atribuir esas perturbaciones o distorsiones a la presión que ejerce sobre la realidad común una especie de realidad íntima y extraña a la vez, intuida por las palabras e impulsada por ellas. Si bien para hacerse ver o escuchar ese mundo diverso puede comunicarse con este a través de la figura emblemática de un ángel, no necesariamente se trata de un mensajero celestial sino de una cualidad de ausencia que se impone como una presencia. Lo dice mucho mejor María del Carmen Marengo:

Este fantasma
o este ángel,
que ha saltado a mi cuarto.
Me acompaña
en su distancia.

Se acuesta en mi cama
y yo me duermo
pensando
que duermo
abrazándolo.    

En términos brutalmente sociológicos, María Calviño, María del Carmen Marengo y Elisa Molina son mujeres «normales» (espero que se escuchen las comillas), licenciadas en Letras Modernas, docentes secundarias y universitarias de clase media, nacidas en la década de 1960, dos de ellas con hijos. No viven aisladas ni marginadas social o económicamente. Esa supuesta «normalidad» se refleja en la superficie de sus textos que respetan las reglas gramaticales, las mayúsculas, las minúsculas y la puntuación tan lógica del español. A modo de breve información biobliográfica, diré que María Calviño es autora de Círculo de sombra, Temporada de casa y otros poemas, Lírica en trámite, Fin de semana largo, De tarde en el puerto y Superficies cultivables, también escribió una tesis sobre Samuel Taylor Coleridge y es profesora de literatura inglesa en la UNC. María del Carmen Marengo publicó cinco libros de poemas —El fuego invisible, El camino de los ángeles, El libro de los jardines y los abismos, La vida numerosa y Juguetes errantes—, dos de ficción —El legado y Los fantasmas y los niños— y el ensayo Geografías de la poesía. Es profesora de Literatura Argentina en la UNC. Elisa Molina es autora de Escrito en el agua, En la lengua de tu padre, Por más que en la noche de luna y Cormorán. Fue directora de la escuela Juan Mantovani. 

Si algo las une además de sus buenos modales sintácticos es que las tres son poetas del sentido, para quienes las palabras no se reducen a materia sonora ni a puro concepto sino que operan como vehículos que transportan una carga sensible entre dos puntos que a veces se alejan, a veces se acercan y a veces incluso se tocan y parecen fundirse entre sí. Hay un poema de Elisa Molina que describe exactamente ese acto de posesión y desposesión de las palabras. Dice:

Ahora tengo para siempre las palabras
eucalipto, paraíso, siempreverde
y una imagen de hojas que caían
—doradas, cobrizas, plata vieja—
de lo que fue por un instante la arboleda.

La dialéctica entre el siempre y el instante, entre lo que dura y lo que se pierde, es quizás el fondo elemental de toda poesía lírica: una lucha contra el tiempo, un intento de fijar un momento, una escena, una sensación, un lugar o una persona en la gran corriente de momentos, escenas, sensaciones, lugares y personas que se disuelven en la fugacidad de todo. Sin dudas, el tiempo sólo puede vivirse desde adentro, en el flujo del presente que siempre es un obsequio de despedida, pero la memoria genera la ilusión de que es posible salir afuera, separarse de las horas, los días y los años, y elegir un instante para encenderlo con un fulgor de permanencia. Los poemas son como una versión verbal de esa luz evocativa y vacilante. La evocación es un poder de la poesía, un arma cargada de pasado. Pero como lo que importan son los detalles, los modos en que esa lucha contra el tiempo encarna en cada voz, en cada yo, y se vuelve única, una especie de universalidad invertida, voy a citar entero un largo poema de María Calviño en el que podría decirse que se despliega, si no una estrategia al menos una táctica para tratar de igual a igual con el tiempo. Se titula «Es un ángel de piedra» y figura en el libro Fin de semana largo:

De pronto dejamos de saber si era lunes o martes,
después, si era de mañana o de tarde
o si ya es primavera o estamos en invierno
(total la única lógica del tiempo
es transcurrir, pasar sin preguntar
quién sos, quién fuiste)
hasta que amaneció un día de playa sin nadie:

en este lugar del mapa sin mares,
nuestro mar de lágrimas
se retira desdibujando el límite
de lo propio y lo perdido.

Quieto en el pasto joven cuando caen
florcitas del castaño como viruta
cobriza, parece un ángel. Alguna vez
fue molde teselado en un galpón
de escultores, entre catálogos
de arte funerario. A sus pies
van a rodar los primeros frutos
del castaño envueltos
en un saco de espinas.

Es un ángel de piedra; se diría
que no nos ve, que nunca oyó
hablar de nosotros;
y estamos de pronto
creyendo en su vuelo.

Es probable que los ángeles sean lo único que la poesía ha conservado de la teología. Más que resabios de alguna fe o algún dogma, son emblemas de la irrupción de lo extraño en el mundo. Vienen de otra parte, no se sabe muy bien de dónde, ni por qué. ¿Realmente son mensajeros? ¿Realmente quieren decirnos algo? ¿O su mensaje es el mutismo? En todo caso, su aparición, que nunca es presencia, tiene algo de anacrónico y de infantil (palabras en cuyas etimologías se niega el tiempo y se niega el habla). María del Carmen Marengo tiene un libro titulado El camino de los ángeles, en el cual, sin embargo, la palabra «ángel» o «ángeles» aparece solo en tres poemas. Y en uno de ellos, los maldice, precisamente porque son lo contrario de la presencia:

Lo encontramos
y cuando lo encontramos
se va.
Beatriz en los infiernos
o en el cielo,
lo mismo da,
se va cantando
con sus ángeles.
Malditos ángeles
quiénes son ellos
que se llevan
lo que amamos

El único ángel que figura por su nombre en los cuatro libros de Elisa Molina es el ángel de lo diminuto que «vive en el ojo de una aguja de coser», dentro de una caja de galletas, protegido por sucesivas paredes de diferentes materiales (acero inoxidable, madera, ladrillos), metido en el interior de lo interior, como en el fondo de una caja china o de una muñeca rusa, lo que induce a pensar que se trata de una criatura de la intimidad infinita, ajena a todo lo que no sea su propio ensimismamiento. Sin embargo, desde su reclusión, este ángel es testigo de la atrocidad del mundo. Ve el dolor, el tedio, el espanto, pero no puede hacer nada:

El ángel de lo diminuto sueña
en pequeño. Vive en el ojo
de una aguja de coser.

La aguja está en una lata que fue
de galletas. La lata, en un cajón.
El cajón en un mueble de la casa.

Antes de dormirse, en el capullo
de su oscuridad, enciende en la noche
un cigarrillo para ver el hilo

de humo rodar más allá del delgado
óvalo de acero que es su morada
y la ínfima brasa y a sí mismo

como si estuviera al borde del tiempo.

En el otro borde, el mundo y sus cosas
terribles pasan todo el tiempo, deja
a veces niños muertos en la arena

Cosas que, aún para su eternidad
de ángel son monstruosas y se ciernen
sobre las ciudades caparazones

de los hombres y mujeres a quienes
ha visto deformarse de dolor,
de ira, de espanto, de aburrimiento.

A fuerza de impotencia ahora es
un artista contemplativo, que une
lo útil a lo agradable: el humo

y un dolor que piensa pero no siente.

La melancólica ironía de los últimos cuatro versos puede ser leída como un comentario sobre el riesgo de insensibilidad que implica distanciarse demasiado de las cosas, aun cuando la distancia sea necesaria para entenderlas.

En la poesía de María Calviño hay más pájaros que ángeles. Pero uno de esos ángeles, no nombrado sino sugerido en el poema «Obra en construcción», condensa lo que trato de decir cuando postulo que un poema genera una especie de diversidad ontológica respecto del mundo, una realidad diversa que, aun entendida como ficción, fantasía o ilusión, nos llega a través de las palabras y sin establecerse, sin fundar nada, más bien arrancándose o evadiéndose de todo establecimiento y de todo fundamento, nos toca con su potencia ambigua:   

Te diría que parecen animales
prehistóricos; las palas mecánicas
y grúas enormes cavan un foso
a dentelladas, con un ritmo propio.
Atardece en verano y brillan,
estiran sus cuellos metálicos
sobre el charco gredoso que dejó
una lluvia reciente. ¿Ves?, los parques
de diversiones de los pueblos chicos
también son así, tienen algo
De circo y algo de plaza. Ahora
esos hombres de ahí que
trabajan con los animales
comen su asado a punto
cerca del borde del foso casi terminado;
y más atrás, haciendo equilibrio
en los andamios
apenas instalados contra el muro,
otras personas con baldes
en la mano lo van cubriendo
de su mezcla gris. ¿Lo ves?, dicen
que aquí están construyendo un laberinto,
un laberinto, sí; abrí las alas.