Rubén Darío, Ricardo Rojas, el Ateneo de Madrid y el futuro de la literatura argentinaMartín Prieto
Profesor de Literatura, Universidad Nacional de Rosario (Argentina)

En su Autobiografía, Rubén Dario menciona, un poco al pasar, su amistad con Ricardo Rojas, el primer historiador de la literatura argentina. Y el poeta Horacio Castillo, en un estudio señero, reseñó los orígenes de dicha relación, que sigue la cronología de los tres primeros cantos de la famosa «Epístola» de Darío, publicada en 1907 en El canto errante.1

Del banquete mentado en el poema participó el joven Ricardo Rojas, de 23 años, con un solo libro publicado, y precoz colaborador del diario La Nación.

Luego de ese fugaz paso por Buenos Aires, Darío siguió viaje rumbo a Francia y a España. Y Rojas, casi en simultáneo, recibió una comisión del Ministerio de Instrucción Pública para estudiar la enseñanza de Historia en Europa. Anoticiado del viaje del joven poeta y educador, Darío lo invitó a pasar unos días en La Pagoda, una suerte de «residencia para artistas» (así la llamaríamos hoy) situada en una península frente a la ciudad de Brest, en Francia.

La amistad entre Darío y Rojas, concentrada en pocos años, tiene una importancia decisiva para cada uno de ellos, de diverso orden. Y una, fundamental, para la historia de la literatura argentina.

A Darío lo atraían la personalidad y la juventud de Rojas. Pero además pretendía que Rojas escribiera y publicara un artículo sobre su obra y figura en el Mercure de France. En La caravana pasa, en 1902, el poeta anotaba amargamente:

Vivimos en París; pero París no nos conoce en absoluto, como ya lo he dicho otras veces (…) M. Finot, director de la Revue et Revue des Revues, al encargarme un estudio sobre el movimiento intelectual argentino, fue franco en no ocultarme que tomaba el asunto casi como perteneciente al folk-lore.2

El artículo de Rojas se publicó el 1 de abril de 1908, bajo el título «Un poète sud-américan. Rubén Darío».3

Darío preparaba entonces un viaje a Nicaragua con el plan de entrevistarse con su presidente, José Santos Zelaya López, y solicitarle su designación como ministro en Madrid, lo que le permitiría, a los 41 años, vivir en Europa, como era su deseo, pero abandonar el trabajo diario de la escritura. Un artículo consagratorio en una prestigiosa revista de París que era, además, refractaria a las literaturas no europeas, pensó, confirmaría el entusiasmo del militar. A cambio —pero el trueque nunca fue explícito, en tanto era conveniente para las partes y era elegante la discreción— Rojas quería obtener de Darío cartas de presentación ante buena parte de la intelectualidad artística de Madrid: «Los grandes de España», o «los ilustres españoles», los llama en Retablo español.4

Darío, en una esquela del 25 de octubre, anotició a Rojas de haber cumplido, él también, su parte del trato:

Las cartas para España van directas a Valle Inclán, Martínez Sierra, doña Emilia (Pardo Bazán) y Menéndez Pelayo. Y Palomero. Búsquelos U. y lo recibirán como se merece.5

Su efecto no tardó en manifestarse: el 27 de mayo de 1908, Ricardo Rojas, invitado por Emilia Pardo Bazán, dio una conferencia sobre Olegario Víctor Andrade en el Ateneo de Madrid. Terminada la conferencia, contó Rojas años después, la señora condesa le recriminó el autor seleccionado:

Pero su Andrade no me ha gustado. Cuando usted anunció que iba a presentarnos un «poeta argentino», imaginé que iba a cantarnos la pampa, el ombú, los gauchos: pero eso que usted ha leído nos suena a cosa española: es un Menéndez o un Quintana de su país de usted.6 

El exotismo, según vemos en un artículo de Valery Larbaud de 1907, era una exigencia imperativa de la hora para los poetas latinoamericanos que merodeaban los cafés, los cenáculos y las redacciones de diarios y revistas en Madrid y en París a principios del siglo xx.

«Exigimos de ellos», escribía Larbaud, «visiones de villas tropicales, blancas y voluptuosas ciudades de las Antillas, villas de conventos en el corazón de los Andes negros, las verdegueantes perspectivas de avenidas acariciadas por ráfagas de aire tibio de México y Buenos Aires».7

Pero ¿quién hubiese sido, entonces, el poeta que resolviera el afán exotista de la condesa y el simultáneo de Rojas por presentar en España un poeta argentino del incipiente siglo xx, «de la América democrática», cuyas notas de nacionalismo ya no estuvieran dadas solamente por las marcas de color local, y cuando aún la poesía argentina, escrita por autores argentinos, no había dado, en el Lugones del Lunario sentimental, de 1909, la nota simultánea de noticia y nación? En términos estrictos, tenía razón Pardo Bazán: la poesía argentina escrita por argentinos era en ese momento «cosa española», una sucesión de «un Menéndez o un Quintana de su país de usted».

¿Y si la conferencia de Rojas hubiese versado sobre Darío en vez de sobre Andrade? ¿Si hubiese leído la versión española de «Un poète sud- américan. Rubén Darío»? En el artículo subyace liminarmente una idea todavía perturbadora: la de Darío como poeta nacional. Argentino. Rojas clava un compás sobre los poemas «Del campo» y «Allá lejos» y traza, alrededor de ambos, un círculo que incluye, hacia atrás, a los románticos de primera y segunda generación (los argentinos Sarmiento y Echeverría, el colombiano Jorge Isaacs, el uruguayo Zorrilla de San Martín), como portadores del sentimiento de «la vida rural». Pero cuando el trazo del compás avanza hacia lo contemporáneo, para dar cuenta de la combustión que la obra dariana produce y provoca entre aquel sentimiento y el fervoroso cosmopolitismo promovido en Buenos Aires por «la fiebre del dinero», los inmediatos beneficiarios del sistema son los entusiastas jóvenes poetas de principios de siglo, residentes todos en Buenos Aires: Ángel de Estrada, Leopoldo Díaz, Charles de Soussens, Ricardo Jaimes Freyre, Eugenio Díaz Romero, Alberto Ghiraldo «y otros».  

Unos años después, en su Historia, y con más elementos a la vista, Rojas va a reafirmar su hipótesis en cuanto al lugar primordial que la obra de Darío iría a ocupar en la historia de la literatura argentina, obteniendo de este modo su carta de ciudadanía, sin perder ninguna a cambio, ni la nicaragüense ni la americana. Y aquí, en la relevante figura de Darío, se encuentra la base de la potencia de sus ideas acerca de «nuestra conciencia literaria»,8 que interpelan vivamente a todos los historiadores de la literatura argentina. Mi hipótesis es que en ese viaje, en ese intenso contacto en Bretaña con Rubén Darío y en el esfuerzo creativo e intelectual que tuvo que hacer para satisfacer, en «Un poète sud-americain», el pedido de aquel, entrevió, sencillamente, que no era posible pensar la literatura argentina sin Darío. Que si le quitaba ese exógeno generador de energía su historia, que él imaginó como «organismo», quedaría con muchas de sus partes desconectadas de las otras, menos finalmente como un cuerpo vivo que como un inorgánico conjunto de partes, muchas de las cuales se relacionarían con otras sólo por aproximación temática, formal o lingüística.

Por el contrario, en su Historia de la literatura argentina, autores del siglo xix, como Esteban Echeverría, Sarmiento, o Eduardo Wilde, y del incipiente siglo xx serán valorados por los parámetros impuestos, aun retrospectivamente, por Rubén Darío.  

Y la literatura argentina de los siglos xx y xxi resultó ser, como en esa potente miniatura imaginada por Rojas, extremadamente sensible a ese motor exógeno y extravagante, al punto que ya no es posible pensarla, en conjunto, sin él. Extraordinaria circunstancia que obliga a quitarle, al motor, sus adjetivos excluyentes. Pues no sólo los escritores modernistas y posmodernistas fueron darianos de suyo. Pues no sólo los vanguardistas de los años 20 (Borges, Girondo, Arlt)  se constituyeron como su compleja oposición y aun como su voluntaria proyección. Sino que avanzados los siglos, cuando ya en términos de influencia directa, la de Darío pudo haberse desactivado —como se desactivó, de hecho, la de todos sus contemporáneos: aun la de Leopoldo Lugones— su obra, su invención, su nombre, vuelven una y otra vez, como reaseguro, como cita, como salutación, no sólo en el previsible mundo de los poetas sino en el de los narradores también, obligando a los nuevos historiadores de la literatura argentina a afirmar que la obra de Darío no sería igual sin el apañamiento de escritores, editores y público argentino. Y, como en el revés y proyección de esa misma trama, que la literatura argentina de los siglos xx y xxi no se puede pensar sin su figura tutelar.

En los doce volúmenes de la Historia crítica de la literatura argentina, dirigida por Noé Jitrik, hay doscientas diecisiete entradas que remiten a Rubén Darío. Es el escritor no argentino con mayor cantidad de entradas. En el volumen 5 de esa Historia, escribe Carlos Battilana:

Darío excede el marco del sistema literario argentino, pero no por ello resulta impertinente considerar su gravitación concreta en la construcción y desarrollo de ese ámbito y de ese sistema.9

En 2001 César Aira publicó Diccionario de autores latinoamericanos, fechado en 1985. La entrada a Darío es decepcionante. Como en muy pocas otras del diccionario, Aira no agregó, al profuso relato de la vida del autor, ningún comentario crítico valorativo sobre su obra. Apenas dice que Prosas profanas es «uno de sus mejores libros» y el adjetivo «excelente» le está reservado a un prólogo de Ángel Rama a los poemas de Darío.10 Sin embargo, en 1993, luego de haber publicado en serie, desde 1991, algunas de sus novelas y ensayos más importantes, invitado a un congreso en  La Pampa, y rodeado de esos pertrechos, leyó un ensayo titulado «La juventud de Rubén Darío». Pero el asunto de su exposición fue, más bien, la propia figura de Aira como autor. La que se le revelaba ahora, después de años de ostracismo, cuando pasaba a ser entrevistado y reseñado en diarios y revistas, invitado a congresos universitarios y, aun, una editorial finalmente mitológica como Beatriz Viterbo parecía haber sido fundada solo para publicar sus nuevos libros. En la coyuntura, Aira duda:

La alternativa principal a la que me enfrento como escritor es la de hacer productos literarios, que valgan por sí, como mercancía cultural, o concentrarme en el trabajo de hacerlos, en el mito biográfico del que puedo llegar a ser soporte, y dejar que mis novelas sean nada más que señales de un itinerario, huellas de un trabajo, sin un valor específico en sí.11

Y en la duda, sobre la que va y viene a lo largo de la exposición, se le revela, como en un sueño, la figura de Rubén Darío en Buenos Aires, el  momento de su obra que supone «el pasaje al acto, la realización, como en un cuento de hadas, del programa imposible de Azul…». Y la revelación de que esa plenitud sólo es posible por la magnificencia de la forma que deja caer, en su esplendor, cualquier sustancia en términos representativos:

El crítico que se inclina sobre las Prosas profanas se encuentra en la posición algo incómoda de tener que hacer a un lado muchos elementos, ignorar los temas, la atmósfera, las ideas. Para explicar la grandeza de estos poemas prodigiosos, debe cerrar los ojos a virtualmente todo lo que son esos poemas; si toma algo, así sea muy poco y muy bien escogido, corre el riesgo de que se le escurra entre los dedos como arena, como ceniza de cursilerías muertas. En efecto, aquí Darío ha dejado atrás toda tematización, al llegar al trabajo en sí, y la vida del poeta se vuelve procedimiento de creación de objetos poéticos.12

La de Darío, finalmente, y no la de Borges ni la de Arlt ni la de Copi ni la de Puig ni de la Alejandra Pizarnik ni la de Osvaldo Lamborghini, será la figura sobre la que Aira proyectará la suya: la de un autor que hace de su vida un procedimiento de creación de objetos literarios.

Epílogo

Como a Brest y a Buenos Aires y a Madrid, fui a Valparaíso a seguir los pasos de Darío. Una mañana entré al Museo de Historia Natural. Me perdí en sus galerías, algunas oscuras, nocturnas, submarinas. En una presentaban una medusa que vive en las profundidades a las que no llega la luz. El descubrimiento y estudio de estas especies provocó, entre químicos y biólogos, una pregunta y en su respuesta la invención de una palabra y de un concepto que se me presentó como noticia en el museo. La pregunta era cómo es posible la vida sin luz. La respuesta es que los animales que viven en la más absoluta oscuridad producen un tipo de energía que genera una reacción química que se manifiesta como luz. La enzima luciferasa cataliza la oxidación de un sustrato de proteína luciferina que emite luz. La reacción se denomina quimioluminiscencia: una reacción de emisión de luz que no produce calor. Y la palabra que se inventó para describir el fenómeno es bioluminiscencia. Pensé, al leerla, como si la leyera por primera vez, no solo que Darío, de haberla conocido, la hubiese usado en un poema, sino que él mismo estaba contenido en su significado. En esos días estaba leyendo una antología de poemas de Serguei Esenin. Jorge Teillier, en el prólogo, cita la espléndida definición con la que Máximo Gorki bendijo a Esenin: «más que un hombre es un órgano que ha creado la naturaleza exclusivamente para la poesía».13 También, al leerla, se me figuró Darío. Como un órgano especial creado por la naturaleza exclusivamente para la poesía. Al que ahora se le agregaba la particularidad de la bioluminescencia. Un poeta que cataliza toda la tradición de la poesía en lengua española, y que crea su propia luz. Pero no, como en los bioluminiscentes submarinos, una luz solo suficiente para su propia supervivencia, sino una irradiante bajo la que vivimos todos.

Notas

  • 1. Horacio Castillo. Darío y Rojas. Una relación fraternal. Buenos Aires: Academia Argentina de Letras, 2002.Volver
  • 2. Rubén Darío. «La caravana pasa». Obras completas, volumen 1. Madrid: Mundo Latino, 1918.Volver
  • 3. Ricardo Rojas. «Un poète sud-américan. Rubén Darío». Mercure de France, Tomo 72, n.º 259, pp. 459-474, (01/04/1908). Disponible en: http://gallica.bnf.fr/ark:/12148/bpt6k105575d/f75.image.langES. Volver
  • 4. Ricardo Rojas. Retablo español, Buenos Aires: Losada, 1938.Volver
  • 5. Castillo, op. cit. en nota 1.Volver
  • 6. Ricardo Rojas. Historia de la literatura argentina. Buenos Aires: Kraft, 1957.Volver
  • 7. Valéry Larbaud. «La influencia de la literatura francesa en las literaturas de lengua castellana». El Nuevo Mercurio. Barcelona, abril de 1907.Volver
  • 8. Horacio Castillo. Ricardo Rojas. Buenos Aires: Academia Argentina de Letras, 1999.Volver
  • 9. Carlos Batillana. «El lugar de Rubén Darío en Buenos Aires. Proyecciones». Jitrik Noé (director), Historia crítica de la literatura argentina, volumen 5. Buenos Aires: Emecé, 2006.Volver
  • 10.  César Aira. Diccionario de autores latinoamericanos. Buenos Aires: Emecé-Ada Korn editora, 2001.Volver
  • 11. César Aira, «La juventud de Rubén Darío», mimeo. Volver
  • 12. César Aira, op. cit. en nota 11.Volver
  • 13. Jorge Teillier, «Serguei Esenin, el último poeta de la aldea», en Serguei Esenin, La confesión de un granuja, Santiago de Chile, Pfeiffer, 2012.Volver