He vivido entre la pluma de la escritura y la tribuna de la política, dos actividades de apariencia antagónica que, sin embargo, mal se expresan fuera del sistema de la palabra: la democracia. Fue la política, por ser la más desprestigiada y sospechosa actividad pública, la que me enseñó lo que no se aprende ni en las redacciones ni en los claustros. Domesticar los prejuicios. Los míos y los ajenos. Como periodista desprecié y hasta me burlé de las declaraciones de interés parlamentario1 con las que muchos legisladores aumentan ficticiamente su producción y muchas otras veces, en realidad, contribuyen a destacar o reconocer el esfuerzo y el trabajo de personas anónimas que buscan en sus representantes lo que se les niega en los grandes centros de legitimación, sean las editoriales, las universidades o la hoy ruidosa fugacidad de la televisión. Como sucede siempre con los gestos de arrogancia intelectual, terminé burlada. A mis manos de senadora llegó una obra inaudita, desmesurada, que desde su título, Ramón Cuánto2 concitó mi atención y fue desmontando muchas de mis ideas preconcebidas. Ya desde el prólogo, ese tránsito entre el silencio y la voz —en el decir de Borges—,3 encontré permiso para avanzar. Efraín Bischoff,4 nuestro querido, reconocido, prolífico y premiado historiador cordobés confesó la misma sorpresa y reconoció estar «frente a una obra impresionante por su contenido», que lo dejó perplejo. Además de aconsejar la guía del glosario que la acompaña.5
No se trata de la obra de un filólogo ni la de un critico literario, ni siquiera la de un escritor. No porque no merezca ser considerado como tal sino por la actividad de su autor, Osvaldo Laureano Raschetti, un auténtico hombre de campo, cuya obra fue editada en 1998 no por una editorial sino por dos organismos del Estado vinculados a la agricultura. No habría nada extraño si los libros en cuestión estuvieran dedicados a los que fueron sus méritos agropecuarios, como fue traer de Australia los beneficios de una forrajera perenne, la Gatton Panic, que convirtió los desiertos en praderas, los «gatonales».
Ramón Cuánto es un poema escrito en la mejor tradición del octosílabo gauchesco, 2936 versos organizados en seis cantos en los que suena la fonética regional, la del norte argentino y que puedo reconocer porque nací en Deán Funes, en el norte cordobés, al que debo el hablar lento, pausado, con las vocales estiradas, las «z» pronunciadas como «s», las «ll» como «i» y las «j» fricativas, aspiradas como suspiros; y la casi imposible pronunciación del juego infantil, «ruedan las ruedas del carro del ferrocarril».
Io nací en un monte bravo
De chañar, tusca y cardón,
Rancho toro di un horcón,
No reniego de mi tierra,
En la paz como en la guerra,
Soy crioio como el mejorRamón a mi me iamaron
Ramón Cuánto me quedó
A veces, opino io,
siguro debe haber sido
Por no tener apeiido
Quél Cuánto se me pegó.Ramón Cuánto soy señores
Ansi me presento io
Ramón se me atribuio
el Cuanto vino después
seguro por saber jue,
pues de que cría seria io.
Osvaldo Laureano Raschetti construyó su obra con lo que vio y escuchó a lo largo de toda una vida en el monte: las expresiones del habitante rural del noroeste argentino, con sus giros idiomáticos del español de la colonia y la influencia del quichua, que con el tiempo configuraron una forma criolla de decir y la «inveterada costumbre rural de acortar camino». Evidencias genuinas de la tradición oral que encontró en sus más de sesenta años de «andar, compartiendo fogones y arreos», y conversaciones con ancianos centenarios, «testigos presenciales de hechos que, luego deformados, recogió la historia». No le pareció razonable escribir Ramón Cuánto en castellano convencional para no dañar la métrica octosilábica y la musicalidad del Martín Fierro del que reconoce la influencia. Pero Ramón Cuánto viene a enmendar un error y una injustica. Explica el autor: «Arrogarle al gaucho, personaje exclusivo de la escena rioplatense del siglo xix, toda la representatividad del hombre argentino ha sido un error. Tratar de olvidar la verdadera identidad de nuestro provinciano, cimentada en cuatro siglos de sobrevivencia criolla, ha sido una injusticia».
Io no soy gaucho, señor
es gueno que quede claro
a nadie parezca raro
a questa definición,
esist´esa conjusión
y contra eia me declaro
Siempre fueron guena pluma
esos blanditos puebleros
son eios los qu´ escribieron
qu´el gaucho representaba
a toita la paisanada
y ansina pues cojundieron
A medida que se avanza en la lectura se van diseñando las diferencias entre el gaucho y el hombre provinciano, el criollo, un tipo humano al que describe sedentario, de carácter pacífico, costumbres gregarias, arraigado, respeta a sus muertos y le teme a sus propias supersticiones. Mucho más hay por decir de esta obra original. Me falta el tiempo y la profundidad literaria. Busqué ayuda en quienes indagan hondo, Jorge Luis Borges,6 quien profesaba una fervorosa admiración por la literatura gauchesca, y la lingüista Ivonne Bordelois, que como él tiene la convicción de que en materia de autenticidad lingüística la intuición nativa y la estética propia van mucho más lejos y valen más que los fatigosos y fatigantes estudios de los expertos. Ahora que Ramón Cuánto comienza, también, a despertar interés académico, confío en que en lugar de las disputas sintácticas o la corrección de una norma lingüística se pueda ver en Ramón Cuánto la reivindicación de la dignidad. No como queja resentida, sino como respuesta orgullosa a la ignorancia, la tergiversación y la mentira. No se trata de un falso orgullo provinciano, sino de integrar la diversidad que nos habita. Al final, las tonadas, las inflexiones, las expresiones son las que nos delatan, nos exprimen más allá de los modismos o los vanos esfuerzos para unificar una forma de hablar «neutra» como se enseña a los profesionales de la voz, los locutores. La lengua, en cambio, nos dice Bordelois, es el camino más poderoso de identidad comunitaria y en Ramón Cuánto, ese criollo sin nombre que ignora su linaje, anida un derecho nuevo, la verdad de origen.
Dicen que faltó mi magre
Justito cuando nacì
Por tanto no conocí
A mi mama verdadera,
Una santa la pobr ´era
N ´el monte se murió por mí«Quizàs m´echaron al mundo
Como echan basura a´l río»
«pagre io nu hei conocío
pués que soy hijo del viento».
Mucha pena amigo, sientoD ´inorar al tata mío.
Dudas de identidad que nos atraviesan, llegan hasta nuestros días. Raschetti, sin proponérselo, con su Ramón Cuánto nos da una pista: «De quien me haiga recogido, ia no queda ni memoria / es posible qui a m´historia le faltara est´ eslabón…». Los miles Cuántos que pueblan nuestro país, menos hijos del viento que de la inveterada costumbre de ocultar o mentir sobre el verdadero origen. Seres humanos a los que se abandona, se regala, se vende, se apropia. La matriz cultural que late en nuestra mayor tragedia, ya que sólo hubo desaparecidos en Argentina, como un plan sistemático para secuestrar a las personas, ocultar sus cadáveres para negar el crimen. Desaparecidos, odiosa palabra que suena en el español de Argentina. Hacer desaparecer el nombre es hacer desaparecer el crimen.7 La democratización nos habilitó la palabra para identificarlos, restituirles el nombre y reparar sus vidas. Resta ahora que la limpiemos de los gemidos del miedo, del dolor y de los gritos del odio para que efectivamente la palabra democrática nos nombre, sea un puente hacia nosotros y hacia los otros: nuestros iguales con quienes en la diversidad compartimos lengua y destino.