Reguetón y lengua, estragos y epifanías del género: los casos de Bad Bunny, Cimafunk y Natti Natasha Mayra Montero
Periodista y narradora (Cuba-Puerto Rico)

Para empezar, les ruego que vean un breve vídeo en el que aparece, primero, Bad Bunny, puertorriqueño cuyo verdadero nombre es Benito Martínez, astuto, provocador, con un lenguaje corporal y un discurso que ha conectado de forma inédita con millones de jóvenes. El segundo, Erick Iglesias, es un cubano que responde al alias de Cimafunk, y debe su salto a la popularidad a un comentario del gran Fito Páez, quien dijo que Cimafunk es el futuro de la música alternativa en el continente.

Natti Natasha, dominicana, tiene el gran mérito de haberse destacado en un género machista por excelencia. Ha habido otras antes que ella —y hay tres o cuatro más que considero interesantes—, pero esta ha sacado buen partido de las plataformas digitales y tiene un estilo nada complaciente.

Después de verlos, les diré por qué hablar de reguetón en un Congreso de la Lengua Española.

(Vídeo)

¿Por qué hablar de un tema presuntamente musical en un Congreso Internacional de la Lengua? Pues por la sencilla razón de que para mí este fenómeno no es sólo música. La realidad es que es un tsunami sociolingüístico que ya no puede ser ignorado por los estudiosos del idioma, ni por los académicos, ni por aquéllos que trabajamos la palabra y la ficción y estamos al tanto del español que se habla en la calle. En mi caso, en las calles del Caribe.

A principios de este mes, tenía la oportunidad de escuchar a un exitoso estratega musical, del reguetón precisamente, que contaba cómo hace una década él aprovechó el momento en que las disqueras le dieron la espalda al reguetón (y se negaron a grabarlo), para dar el salto a las plataformas digitales e impulsar la carrera de quienes más tarde serían los monstruos del género. Este hombre, que entonces era un joven de 18 años, se dio a la tarea de crear páginas de vídeos en línea y lanzar medios digitales independientes. Aseguró, y yo le creo, que su compañía, que se compone de múltiples elementos y plataformas, acumula mensualmente 2000 millones de visualizaciones. Una auténtica locura.

Hoy quiero decirles que el Caribe hierve de voces que proyectan una nueva interpretación de casi todo: del sexo, de la cotidianidad, de la muerte prematura, del carpe diem —máxima esencial para aquellos reguetoneros que responden también a la cultura de la violencia—, de la política menos, pero René Pérez, Residente, ha sido siempre un animal político. Todo lo cual repercute en el español que hablamos, en el nuestro, el de las Antillas Mayores, y el de las comunidades hispanas en los Estados Unidos.

Los que han venido anunciando el fin del reguetón desde hace treinta años, comprenden ahora que el mismo discurso se reinventa en el trap, y que una hornada de nuevos «artistas» se afinca en algo con lo que no se contaba: el alcance cada vez más poderoso de las plataformas digitales. Hoy, ahora mismo, mientras leo estas breves palabras, hay multitud de jóvenes japoneses ululando «Estamos bien bien, tos los míos están bien». La lengua española, si bien reconozco que en su forma más burda y soez, se está cantando, fonéticamente, allá en el atolón de Tarawa, en Kiribati, el primer país del mundo que desaparecerá con el cambio climático. Sin que se den cuenta, se hundirán masticando el español del Caribe. Son los claroscuros de un género que, como dije, tiene un accesorio que es la música electrónica y la percusión, pero que no existiría sin los planteamientos temerarios que lo caracterizan.

El apasionado y exitoso maridaje entre las plataformas digitales y el reguetón lo ha revolcado todo. Se trata de un avispero al que, lejos de temer o desdeñar, tenemos que acercarnos. Y los teóricos de la lengua tendrán que hacerlo con los mecanismos que tengan a mano, bien sean los mismos que han usado para estudiar otras influencias, otros cambios y peligros que se han cernido sobre el idioma, o con herramientas nuevas, más abiertas y desprejuiciadas, porque en verdad que todo ha cambiado. Yo soy una simple novelista con el oído en tierra. Una simple observadora de generaciones boricuas, cubanas y dominicanas que de pronto reivindican un pancaribeñismo donde intercambian todo tipo de giros idiomáticos, con una fuerza que no han tenido movimientos políticos, apegos culinarios, o incluso fenómenos similares de la música popular, incluidos el mambo, la salsa, la bachata. Cometo la perogrullada de resaltar que esos fueron fenómenos musicales, en esencia y potencia, no acontecimientos lingüísticos.

En la connotada escuela Lenin de La Habana, una intermedia de élite para los mejores expedientes del país, el reguetón es religión. Uno de sus alumnos más aventajados me cuenta que han adoptado infinidad de términos provenientes del argot de los reguetoneros puertorriqueños, siendo la características más notable, a su juicio, que ya se están comiendo algunas consonantes, más de lo que normalmente se las comen en Cuba, y que tienden a eliminar la S y sustituirla por la J aspirada, como por ejemplo «vamo a ir loj do» por los dos. Al propio gobernador de Puerto Rico se le escapan esos pecadillos. Es un hombre joven y el soundtrack de su vida son las primeras generaciones de reguetoneros.

Por otro lado, el participio del verbo poner, en un futuro próximo, tendrá que ser objeto de análisis entre los académicos, porque ya en el Caribe todo el mundo está «puesto pal problema» o «puesto pa las cosas». Esa acepción del verbo para mí es originalmente cubana, pero la han adoptado alegremente los reguetoneros y traperos puertorriqueños, enriqueciendo el significado: «yo no estoy puesto ni un poquito pa ti».

Propongo apartar la paja, que es el amasijo de ritmos, golpeteos, cadencias machacantes y sonidos aparatosos, y averiguar por qué ha llegado tan lejos lo que dicen. Les aseguro que no es el interés de los «exponentes» —los reguetoneros se llaman a sí mismos «exponentes»— ganarse el respeto como músicos ni hacer prodigios interpretativos. No les interesa la dimensión estética ni la conciencia moral de su trabajo.

Ya sé que los jóvenes de todos los países en todas las épocas desde que el mundo es mundo han recurrido a un argot particular que viene siendo el sello de la tribu. Pero el reguetón es más que eso. Tiene una interacción esencial con el lenguaje, una ubicuidad sin precedentes en la calle, en las escuelas y universidades.

Esto no es un asunto musical. Es un asunto de palabras, y de palabras que se dicen principalmente en español. Son demoledoras, crispantes y sucias. Hacen estragos en la sintaxis y es un hecho que el lenguaje de los jóvenes se ha empobrecido. En ocasiones, en ciertas circunstancias, semejan marabuntas que se comunican entre sí con una indigencia verbal que da escalofríos. Y sin embargo, sucede que a veces, desde uno de esos temas chirriantes, sale una frase luminosa, un planteamiento exquisito. Porque al fin y al cabo son jóvenes y tienen la imaginación a flor de piel.

En un entorno donde las expresiones del fundamentalismo religioso son cada vez más abundantes, y deciden leyes, detienen legislaciones, y hasta son claves en la elección de presidentes, los reguetoneros son la primera línea de combate. Al aplicarse como se aplican en el agotamiento de la lujuria, el desafío, la zafiedad, se han convertido en un muro de contención para la hipocresía social y religiosa, con énfasis en el lenguaje.

¿Que no es la mejor forma de preservar ciertas libertades? De acuerdo, pero lo están haciendo como pueden, a contrapelo del envaramiento oficial, de la corrección política, y de los dogmas nacionalistas o feministas, en esa epifanía que tiene de todo: amor, dolor y rebeldía, pero sobre todo una carga de reafirmación más importante que el carajo.