La poesía es, lo han admitido los más grandes prosistas en todos los tiempos, el lenguaje literario por excelencia, el que expresa de forma sustancial, innovadora y elevada la riqueza espiritual y material de una lengua, una cultura, un espíritu individual o un imaginario colectivo. La poesía es, en definitiva, la máxima expresión estética de una lengua, y la lengua es, en tanto que sistema simbólico, el significante mayor de una cultura, el interpretante de los demás sistemas interpretados, como lo llama E. Benveniste (1979).
Como la cultura, sobre todo la nuestra, porosa, mestiza, híbrida y como los propios sistemas lingüísticos, especialmente, el español de América, la poesía es en sí misma diversidad y manifestación de absoluta libertad. De manera que cuando empleamos la expresión diversidad cultural, en relación con la poesía, estamos rayando casi en un pleonasmo. Porque, no es múltiple la cultura en sus fundamentos, argumento que daría lugar al discutido multiculturalismo, sino que es diversa en sí misma, polisémica, medularmente multívoca, rica en recursos y elementos procedentes de plurales orígenes étnicos, históricos y geográficos.
La noción de diversidad cultural nos permite trabajar las diferencias, a veces marcadas y otras veces no tan marcadas, en sociedades, pueblos, naciones o agrupaciones humanas en sentido amplio, de acuerdo con Roberto Mora Martínez (2011), más allá de la de multiculturalidad, que remite a una adición o sumatoria étnica o cultural sin establecer diferencias; o bien, la pluriculturalidad, que refiere la abundancia en algo de determinados rasgos distintivos. Será, pues, la idea de interculturalidad, por su esencia dialógica y democrática, la que permitirá el trato franco entre las distintas culturas, aun en un mismo contexto, pero donde se respete el derecho a la diferencia y al disenso como fundamento de un nuevo humanismo.
La poesía, con su intensa expresividad intrínseca y su capacidad única para comunicar una pluralidad de mensajes con muy pocas palabras, nos invita a reflexionar Raquel Lanseros (2015), constituye una poderosísima herramienta de comunicación social, siendo, al mismo tiempo, una de las más admiradas e inmanentes manifestaciones de la literatura, y también del habla popular, en todos los tiempos y en todas las culturas.
Lo que nos reta en la cultura y la sociedad actuales no es la diversidad, que se da, como principio, por sentada, especialmente, en Latinoamérica y el Caribe, donde un concierto de lenguas, dialectos y variantes sociolectales constituyen el magma, el crisol por excelencia de una enorme diversidad étnica y sociolingüística, y consecuentemente cultural, que tiene en la lengua española, o si se quiere, el castellano, un denominador común. Lo que debe llamarnos a reflexión es la vocación de unidimensionalidad, la intentona de homogeneización, de homologación, el recurso capcioso de la tiranía de lo igual que quiere imponernos el modelo económico-político neoliberal del capitalismo tecnológico y globalizado actual como único horizonte de futuro posible para la humanidad y para sus expresiones de naturaleza estética.
En una imagen que resulta interesante, Bauman (2012) compara el advenimiento de la globalización con el de la venganza de las culturas nómadas y recolectoras frente a las culturas sedentaristas, por cuanto lo globalizado representa procesos autopropulsados, espontáneos, erráticos y sin planificación. La globalización representa un nuevo desorden mundial que se impone al poder institucionalizado de los Estados soberanos. Se trata de una especie de vuelta atrás en el gran relato histórico según el cual los asentados habrían triunfado sobre los nómadas. Es en este tenor que el filósofo francés Michel Maffesoli (2009) describe como nuevas tribus las formas de agrupación y el sentido de pertenencia al grupo por parte de los individuos de la posmodernidad, al tiempo que ve en esta una convivencia de lo arcaico y lo contemporáneo.
El acto poético, en tanto que fenómeno lingüístico, subjetivo, cultural y estético, no es ajeno en modo alguno a los avatares ni a los acontecimientos económicos, políticos y sociales de su propio tiempo, a pesar de que no se lo pueda reducir estrictamente a ellos, salvo incurrir en garrafal error o en una encerrona de carácter ideológico. En tal virtud, a los tiempos de modernidad tardía y globalización en que vivimos, que perfilan un sujeto en permanente y resbaladiza crisis identitaria —porque ya no fija la identidad, sino que mueve constante y volátilmente sus rasgos, recursos y fundamentos antropológicos, individuales y societales—, así como en una creciente precariedad, no solo económica, sino más bien existencial, con déficit de valores transmutados en frágiles o líquidas decisiones circunstanciales; un sujeto sumido, además, en una sociedad de rendimiento, como la define Byung-Chul Han (2014), en la que demandas de orden laboral, consumista y de sometimiento a la dictadura del giro digital y la alienación en los artefactos tecnológicos absorben la corporalidad y la espiritualidad del yo, para, zarandeado por las crisis migratorias y sus efectos de racismo, mixofobia y xenofobia, terrorismo y desigualdad, convertirlo en un sujeto global, en una suerte de turista planetario sin arraigo y sin rumbo definido.
Así las cosas, ¿de qué es pertinente hablar hoy día en el ámbito de la poesía como un imbatible acto de comunión de razas, naciones y clases, según la aspiración de Octavio Paz (1979), más que de simple instrumento de comunicación a través del lenguaje? ¿De una poesía, tal vez, que aspira a ser singular, única en una cultura cada vez más diversificada y plural? ¿O tal vez, de una poesía que, reconociendo su fundamento de diversidad, en tanto que lengua y cultura, procura ser parte, porque no puede evadirlo, del proceso de globalización, sin que se la reduzca a la lógica del mercado y el dinero, como tampoco a la comercialización o industria del espíritu, signada por las tendencias actuales de la meditación enlatada, la vigorexia, la bulimia narcisista, el trastorno dismórfico de la personalidad, el fitness como doctrina y la comida light, mucho menos a la instantaneidad y simultaneidad ubicua de la enajenante cultura digital propia del universo online o el cibermundo?
Considero el poetizar como un acto de pensamiento. El poeta pensador que vio siempre Heidegger (1983) en Hölderlin sigue teniendo valor hoy día. De la misma forma en que el sociólogo polaco Zygmunt Bauman (2013) define al filósofo como la persona dotada de un acceso directo a la razón pura, a la razón despojada de las nubes del interés mezquino, veo en la figura del poeta a la persona facultada para acceder directamente a la emoción, a la intimidad del espíritu y a la problemática de los sentimientos del individuo solitario, en permanente crisis existencial que libra su existencia en la contemporaneidad globalizada. Harold Bloom (2015) alude a la función que el poeta Wallace Stevens adjudicaba a la poesía, en el sentido de que esta nos ayuda a vivir nuestras vidas. Pero, reforzado por Freud, el crítico oriundo del Bronx neoyorquino y catedrático de la Universidad de Yale se conforta más en la prueba de la realidad, que no es sino aprender a soportar la mortalidad. De manera que la poesía es útil para aliviarnos la carga cotidiana del camino de la trascendencia. Aunque no sana la violencia de la sociedad, desde esta perspectiva es válido asumir que la poesía cumple, al menos, la tarea de sanar al yo, con lo que se rebate el aserto de W. Auden según el cual la poesía no hace que ocurra nada.
Ahora bien, para llegar a la diversidad, habría que pasar antes por la identidad. La diversidad representa un concierto, un determinado universo de identidades individuales o colectivas, que, a simple vista, se aglutinan por similitudes y se fragmentan o distancian por diferencias. Pero ¿qué es la identidad en la modernidad tardía que abandera la globalización? Para aproximarse bien al problema de la identidad en el sujeto posmoderno, habría que partir de los paradigmas que sitúan, en su origen, decadencia y evolución las fases de la modernidad y las características de orden económico, político, individual y social, y particularmente de los vínculos humanos que imperan en cada una de ellas, y cómo esos procesos inciden sobre la estructura identitaria del individuo o de un grupo de individuos. Las raíces, si las hubiere, del sujeto posmoderno en su espacio vital y en su tiempo, en su intimidad y su cultura habrán de ser superficiales. La errancia es parte de su fundamento existencial. Lo autóctono se debilita ante lo transculturado e importado. La simultaneidad y la ubicuidad marcan el signo de nuestro tiempo.
El proceso de disolución que acompaña la globalización ha hecho que lo que eran estamentos sólidos referenciales de una identidad perceptible como valor social duradero y como argumento racional o emocional colectivo se hayan desvanecido. Aquella identidad única se ha transformado en una multiplicidad de identidades que, al igual que un producto determinado en el mercado, los individuos deberán buscar y proveerse por sí mismos. La búsqueda de identidad en el mundo globalizado, donde ya muchas cosas no se encuentran en el lugar que creíamos natural para ellas, donde los referentes del pasado ya se han diluido, genera en el individuo un elevado grado de ansiedad. De este hecho deriva la dificultad de poseer una identidad fija en un contexto socioeconómico de múltiples posibilidades y en el que todo es desechable, efímero o con caducidad programada y con vínculos humanos y cohesión social cada vez más débiles y fugaces.
Cuando hablamos de referentes sólidos que ya no tienen peso significativo en el establecimiento de relaciones duraderas o de identidades relativamente fijas, lo que se arguye es que en el mundo moderno tardío la familia, el trabajo, la vecindad, la nación, la lealtad, el sentido de pertenencia, entre otros, han perdido su poder de atracción y de generación de confianza, lo que se traduce en sentimiento de soledad o de abandono. Y su única respuesta a esta presión ansiosa es la de confeccionarse o bien elegir identidades de quita y pon, es decir, identidades tomadas como piezas de un ropero, con vida útil muy breve y sin el peso del compromiso duradero o la lealtad innegociable a algún propósito. La lengua no es ajena a este proceso y la sociedad de rendimiento cercena el tiempo de ocio para la creatividad a través de la palabra.
Existen, pues, amenazas a la vigencia de la poesía en un mundo que, en las batallas por la identidad y la diversidad, en la agónica sobrevivencia de lo local frente a la aplastante tendencia de lo global, oscila como péndulo entre el comunitarismo, el multiculturalismo, la ortodoxia del singularismo cultural e identitario, la interculturalidad y las pretensiones de los radicalismos y fundamentalismos, tanto de orden polìtico, lingüístico como religioso, de instaurar Estados en los que prevalezcan una ilusión de destino o una suerte de supremacía nacional, cultural o racial, colocando fronteras a un mundo cada día más abierto y plural. Otras amenazas se relacionan con la esclavitud de las políticas de vida al consumismo desenfrenado, la manipulacion algorítimica de la voluntd de los individuos y los grupos sociales, el imperialismo lingüístico de nuevo cuño que pretende subsumir, so pretexto de una lengua comercial, en la lógica socioeconómica y políticamente dominante todas las lenguas que le sea posible, socavando las tradicionales y las variantes sociolectales dentro de una misma lengua. He aquí un reflejo más de la perniciosa ideología de la homogeneización de la vida.
Además, existe el peligro de la subsunción homologadora de lo distinto en las culturas propio de la tiranía de lo igual del consumismo y la alienación digital, última que vende la ilusión de que estar hiperconectados es, en realidad, estar comunicados, y de que las redes sociales y el medio digital son la expresión de la democracia en la comunicación y la información, y no una forma de autoexplotación, de culto al rendimiento laboral en detrimento del ocio, del tiempo libre para crear y para cultivar el juego. Todo ese lastre se traduce en degradación de la calidad estética y humana del lenguaje poético y en mutilación de su intrínseca e inmanente diversidad.
La poesía, en tanto que abstracción simbólica, evoca su concreción en el poema como hecho de lenguaje, como un concreto de pensamiento, a lo que agrego su condición subjetiva de concreto de sentimiento. En la génesis del poema estriba la construcción de un universo cerrado, en términos de literariedad, de sintaxis, de núcleos léxicos, pero, al mismo tiempo, un universo abierto, en términos de sentido, de significación de lo escrito o dicho. La apuesta mayor de sentido del poema consiste en que, siendo de naturaleza lingüística, logre trascender verbalmente el mundo, para instalarse, como pieza de testimonio vital y epocal, en las cimas de la posteridad. Es de esta forma como la diversidad inherente al lenguaje estético, y en particular, a nuestra lengua española, podrá sobreponerse a las fuerzas de uniformización de la lógica inhumana del mercado, el consumismo delirante y la pretensión de homologación manipulada del pensamiento y del espíritu de los individuos que vivimos en la modernidad tardía.
En la lucha americana de las primeras décadas del siglo xx entre indigenistas o criollistas y europeizantes; en aquella época llamada guerra entre civilización y barbarie, el insigne humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña, en su conferencia titulada «El descontento y la promesa», pronunciada en Buenos Aires en agosto de 1926, zanjaba el problema con las siguientes palabras: «Apresurémonos a conceder a los europeizantes todo lo que les pertenece, pero nada más, y a la vez tranquilicemos al criollista. No solo sería ilusorio el aislamiento —la red de las comunicaciones lo impide—, sino que tenemos derecho a tomar de Europa todo lo que nos plazca: tenemos derecho a todos los beneficios de la cultura occidental. Y en literatura —ciñéndonos a nuestro problema— recordemos que Europa estará presente, cuando menos, en el arrastre histórico del idioma». De esta forma, adentrándose en la incipiente complejidad del siglo xx, el pensador prefigura, a pesar de los avatares, un seguro porvenir para las artes y las letras de Hispanoamérica, porque, aunque pareciera ajeno el sello de nuestro idioma, no faltaría mucho tiempo para que pasara a nuestras orillas del Atlántico el eje espiritual del mundo español.
Desde el español de América soy, tengo un lugar en el mundo y me doy a la tarea de construir, de batallar por mi identidad, única y diversa a la vez. Poseo mi lengua y ella me posee. A la hora de la génesis del poema, soy su instrumento y ella mi firmamento. Mi lengua es, volviendo a Henríquez Ureña, mi magna patria, la que desde su diversidad intrínseca hace particular mi modo de expresión.
La poesía encarna un acto verbal de libertaria resistencia frente a las injusticias, las manipulaciones ideológicas, los intereses espúreos y frente a la frenética autodestrucción a la que parece abocarse la humanidad presente. Más allá de los conflictos de todo género, de las pugnas supremacistas en las lenguas, las culturas y las naciones, y de las amenazas globales, estamos en el deber de defender la vigencia de la poesía, en su calidad de la más elevada expresión estética de una lengua, porque palpita en ella el hálito de una esperanza mayor: la de la voluntad del ser humano en reafirmarse como ente gregario y en preservar, a pesar de los fracasos y los horrores, los valores esenciales del pensamiento, la sensibilidad y el espíritu de que la poesía es máxima portadora. La poesía armoniza la diversidad cultural y lingüística del mundo presente.