El traductor se caracteriza por su discreción. Permanece en un segundo plano. Es necesariamente invisible. Transparente. Tiene la transparencia de un cristal. Su obra ideal es la que deja traslucir inmaculado el texto llamado original (recordemos, eso sí, que el adjetivo «original» referido a un escrito es un invento de la traducción). Su obra ideal es la que deja transparentarse el original sin ninguna partícula que pueda enturbiarlo. La labor del traductor ideal es como la de aquel horno solar en Odeillo en los Pirineos franceses que recurriendo a espejos utiliza los rayos del sol a altísimas temperaturas para, entre otras cosas, soldar de tal manera que no quede en las piezas metálicas unidas ninguna suciedad, ninguna impureza, ninguna partícula extraña como las que proceden de un vulgar soplete. El traductor ideal es el que no aparece, es más, ni siquiera existe. Es aquel intérprete sentado a la mesa con los presidentes que van comiendo. Él no come. Escucha, traduce, escucha la respuesta, traduce, no llega a probar bocado. No puede. No tiene tiempo. No tiene cuerpo. Parece que en el fondo tampoco tiene palabras. Las que traduce no son las suyas, sino las de los señores presidentes que mientras él trabaja van comiendo. En un pasaje de un texto titulado «Budapest-Viena-Budapest», el premio Nobel húngaro Imre Kertész observa la situación del traductor con su característica lucidez. Se encuentran en una plaza de la capital húngara un dramaturgo alemán, su traductor al húngaro (o sea, Kertész), un director de teatro y la corte que acompaña a este. En un momento de la conversación, que va traduciendo, a Kertész se le ocurre intervenir y decir algo, opinar. Uno de los miembros de la corte del director le espeta: «Usted limítese a su trabajo de intérprete». El traductor es aquel cuya personalidad queda anulada por completo. Así tiene que ser. En el momento en que de alguna manera aparece, se produce una anomalía.
Aun así, he ahí la aporía, es una persona que vive en un tiempo, que ha nacido y se ha criado en un lugar, que ha absorbido el idioma de su familia, de su entorno, se ha formado en dos o más lenguas, incluso ha desarrollado un lenguaje propio. Se lo reconoce por las palabras que usa y en particular también por las que no usa. Todo esto está de alguna manera presente en sus traducciones. Manifiesta así su personalidad, su personalidad lingüística. «Habla para que te vea», dice el pensador alemán del siglo xviii Johann Georg Hamann. El traductor habla a través de sus traducciones. Me gustaría citar aquí unas palabras de la traductora María Teresa Gallego, de un texto suyo publicado en la página web El trujamán del Instituto Cervantes. El texto se titula: «Esta voz que habla en mí cuando traduzco»… María Teresa Gallego se refiere allí a su abuela:
Nació en Castilla la Vieja a finales del siglo xix. Y me habló sin parar desde que nací, durante todos los días de mis primeros años… Me contaba el mundo: el de su infancia, el de su juventud, los objetos, la vida cotidiana, los oficios, la ropa, los muebles, el campo y la ciudad, las calles, los comercios, los viajes, las fiestas y los duelos…
Y a la niña María Teresa todo eso le interesaba. Así aprendió lo que era «un portier y una sortija montada al aire y un vestido de casimir y un cochero de punto». Así asimiló palabras, conceptos y giros. Con el tiempo llegó a ser traductora. Y escribe:
Cierto es que para dar con el tono, con el ritmo, con la música, con el vocabulario contaba y cuento con todos los libros leídos y convertidos en carne y sangre propias… Pero había —hay— algo más mío aún, algo que no era aprendido sino vivido, algo tan espontáneo que era —es— igual que un reflejo, algo que sale sin pensar, que no cuesta y que da en el blanco en donde tiene que dar sin medir siquiera las distancias: las palabras de mi abuela narrando unos mundos en que yo viví con ella… Cuando traduzco sé que míos son los dedos que teclean, pero que suya es la voz que me permite decir lo que el autor a quien traduzco me pide que diga.
El traductor está lleno de la lengua a la que traduce, pero, ojo, también de aquella de la cual traduce y cuya huella quiere dejar en la primera. En el fondo, traslada toda una lengua y una literatura. Hay allí una voluntad, un conato, un deseo. Un deseo de dedicarse a ese trasiego. Lo más triste del lector inglés es que no puede traducir a Shakespeare o a Emily Brontë a su idioma, lo más triste del lector español es que no puede traducir a Cervantes o a Borges a su idioma. Abalanzarse sobre un autor, hacerlo suyo, adueñarse de él a través de la traducción que tiene algo de apropiación, devorarlo, hacer coincidir su lengua con la propia, como hacen algunos, como hacemos algunos. Ahora mismo lo está haciendo Olivia de Miguel mientras traduce los Diarios completos de Virginia Woolf al castellano. Lo hace Selma Ancira con Lev Tolstói o con Marina Tsvietáieva, por ejemplo, o Miguel Sáenz, a quien tenemos aquí entre nosotros, con Günther Grass o Thomas Bernhard, de tal manera que en el ámbito de habla hispana no podemos decir Virginia Woolf sin decir Olivia de Miguel, no podemos decir Marina Tsvietáieva sin decir Selma Ancira, no podemos decir Thomas Bernhard sin decir Miguel Sáenz. Hasta qué punto ha entrado y está presente Thomas Bernhard en la literatura en lengua española a través de la lengua de su traductor. Pensemos en tantos y tantos autores que han absorbido la prosa y el estilo de Bernhard y, de hecho, también la prosa y el estilo de Miguel Sáenz. En alguna ocasión, Félix de Azúa dijo que «Miguel Sáenz, traduciendo a Thomas Bernhard, ha sido el prosista en castellano más influyente de su generación».
Pérmitanme trasladarme a otro ámbito literario, al ámbito de otra literatura, para ejemplificar lo que quiero decir, porque esto vale para todas las lenguas, para todas las literaturas, y eso es también lo que deseo resaltar. En la literatura alemana están las traducciones de Shakespeare que empezó August Wilhelm Schlegel a finales del siglo xviii y comienzos del xix. Han quedado entreveradas en el acervo literario alemán en el mismo plano que los dramas de Schiller o de Goethe. En la obra del escritor austríaco Karl Kraus, a la que me he dedicado bastante, Shakespeare es mencionado y citado muchísimas veces, cientos de veces, pero qué cita Karl Kraus: esas traducciones realizadas por Schlegel, versiones que Kraus elogia y admira y a las que recurre una y otra vez en sus escritos.
Pues bien, Schlegel no completó sus traducciones de Shakespeare, llegó a diecisiete obras, lo dejó y se mostró de acuerdo con la propuesta del editor de que su amigo Ludwig Tieck continuara la labor a pesar de que no confiaba mucho en su pericia. De hecho, Tieck sólo se ocupó de las notas, pero no tradujo. Eso lo hicieron su hija Dorothea Tieck, con seis obras, y el conde Wolf Heinrich von Baudissin, con trece. Aun así, por razones de prestigio, el teatro completo de Shakespeare en alemán se publicó, se conoció y se divulgó como traducido por August Wilhelm Schlegel y Ludwig Tieck. Su hija Dorothea Tieck y el conde von Baudissin habían desaparecido del mapa. La desaparición, la inexistencia, es el abismo ante el cual se encuentra siempre el traductor.