Agradezco profundísimamente a todas las personas e instituciones que construyeron la ocasión de que me encuentre compartiendo este panel con colegas de tan valiosa trayectoria.
Tomo el título de mi exposición de un prototítulo de The Waste Land (La tierra baldía), el poema de T. S. Eliot: He do the police in different voices, «Hace la policía con distintas voces»; título tomado a su vez por Eliot de lo que dice un personaje en la novela Our Mutual Friend, conocida en castellano como Nuestro común amigo, de Charles Dickens:
… Sloppy is a beautiful reader of a newspaper. He do the police in different voices.
… Sloppy es una hermosura leyendo el diario. Hace la policía con distintas voces.
Veo en «Hacer distintas voces» una figura posible del trabajo de quien escribe literatura, y también del trabajo de su cómplice en el cruce de fronteras, esto es, quien la traduce.
Quien escribe inventa voces. Quien traduce las reinventa. La escritura, y su reescritura en otra lengua, inventan cada vez una lengua propia, peculiar de cada obra, que no es la lengua hablada en ninguna parte, excepto en esa obra concreta.
La lengua de una obra literaria es siempre una lengua «artificial», en el sentido en que lo postulaba por ejemplo Victor Shklovski en su extraordinario ensayo «El arte como artificio»,1 aspecto en el que no voy a abundar aquí por razones de tiempo: sólo pido que se tenga en cuenta como trasfondo y marco de esta exposición.
De allí se sigue que el hecho de que una traducción no esté escrita en la lengua hablada en un lugar determinado sea lo más natural del mundo: ninguna obra está escrita en una lengua hablada en ninguna otra parte fuera de esa obra. Esto es así incluso si una obra se propone como representación de la lengua hablada en determinado lugar, porque aun en tales casos será una invención, la representación o presentación literaria de una escena figurada del gran teatro del mundo.
Toda escritura literaria, incluida la traducción, funda un pacto con toda eventual lectura: quien ha escrito y quien lee acuerdan que en el mundo particular de esa obra se habla así, se escribe así. Cuando ese pacto no se logra, algo ha fallado en la relación entre escritura y lectura. En el caso de la escritura de la traducción, entonces, si no se verificara ese pacto, la falla no debería atribuirse al empleo de una determinada variedad lingüística, sino a la manera concreta en que esa variedad se emplea en esa obra concreta.
A riesgo de que el sentido particular que estoy otorgando aquí a la palabra «lengua» se confunda con el más usual de «idioma», voy a dar unos pocos ejemplos contundentes del pacto al que me refiero: en Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, los antiguos romanos hablan en francés, y en Espartaco, la novela de Howard Fast y la película de Stanley Kubrick, hablan en inglés, idiomas que, como sabemos, ni siquiera existían en los tiempos en que transcurre la acción de aquellas obras. Podría inferirse, por lo tanto, que nadie rompe el pacto de lectura por razones de idioma, sino por razones de lengua… literaria. Un buen texto literario, y una buena traducción literaria, pueden hacernos creer «reales», mientras leemos, «ficciones» como ésas.
El escritor mexicano Juan Villoro, también traductor, se refiere a esta cuestión en un artículo publicado en El País de Madrid:
España tiene inmensos traductores […], pero son tantos los libros que ahí se traducen que con frecuencia parten de la hipótesis, más atribuible al desdén que a sueños imperiales, de que los españolismos son cosmopolitas. Fuera de la Península, resulta absurdo que un teniente del Imperio austrohúngaro creado por Arthur Schnitzler diga que un hombre fornido es un «tío cachas» […]
Hay casos en verdad descomunales, como el de la novela de Don Winslow El poder del perro,2 ubicada en la frontera entre México y Estados Unidos […]. En una obra tan dialogada como ésa, que se adentra en los bajos fondos, los regionalismos son válidos. Lo extraño es que no se acuda a los de la zona, que no pertenecen a una tribu exigua, sino al país con más hispanohablantes del planeta.3
Lo que ha fallado en esa traducción, sugiere Villoro, no es el hecho de que utilice la variedad mexicana (según explicita la contratapa del libro), sino la manera inadecuada en que la utilizó, falla atribuida por él al hecho de que el trabajo no haya estado a cargo de un mexicano, que habría sabido manejar mejor la variedad de su país. (No dejo de preguntarme al paso, entre paréntesis, si corresponderá hablar de una variedad mexicana, única, o más bien de una multiplicad de variedades regionales mexicanas, con lo cual, en el extremo del rigor, se habría requerido alguien de la zona donde transcurre la acción para traducir ese libro).
Quisiera traer ahora a colación, y poner a dialogar entre sí y conmigo, opiniones vertidas por colegas durante unas jornadas de traducción que organizamos el año pasado en la Biblioteca Nacional argentina junto con la Asociación Argentina de Traductores e Intérpretes, la Escuela en Lenguas Vivas Spangenberg y el programa Interpres de la UNSAM.4
Comienzo por citar al dramaturgo, actor, director y traductor teatral argentino Rafael Spregelburd:
En Inglaterra […] los actores, cuando se presentan a un casting, deben poner en su currículum cuántos acentos son capaces de producir o de imitar. El actor tiene que poner su edad, su color de ojos, cuánto calza y en qué lenguaje habla. ¿Por qué? Porque el noventa por ciento del teatro inglés está regido por el realismo […].5
Continúo con palabras de la traductora estadounidense Esther Allen:
Rafael Spregelburd nos habló sobre los actores y cómo tienen que tener acceso a una variedad de acentos. Creo que también es ése el deber de los traductores. Que yo sea estadounidense no significa que no pueda traducir un libro a un idioma más bien británico o de otra parte del mundo del inglés, si es lo que requiere la obra. O sea que mi identidad como estadounidense no es la que debe regir el idioma que escojo para mi traducción, sino, primero, una lectura del texto original, y, segundo, mi parecer sobre el contexto literario al que estoy traduciendo: los lectores que van a leer mi libro y el tipo de literatura que están acostumbrados a leer.
[…]
… (para el traductor es más fácil que para el actor, porque yo podía someter el manuscrito a amigos británicos).6
Cedo en tercer y último lugar la palabra al traductor y escritor español Carlos Fortea:
… [busco] asentar mi derecho al uso de mi variedad lingüística. Voy a resumir esa convicción en una sola frase […]: si de verdad creemos en lo que decimos cuando decimos que [los traductores] somos autores, reclamo mi derecho a ser juzgado como los otros autores [esto es, como los escritores].7
A primera vista, las afirmaciones de Esther Allen y de Carlos Fortea pueden parecer opuestas: traducir a la propia variedad lingüística versus traducir también a otras variedades. Personalmente, sin embargo, las encuentro complementarias, porque ambas reclaman un mismo derecho: el derecho de quien traduce, equivalente al de quien escribe, a elegir según sus propios criterios éticos y estéticos la variedad lingüística en la que escribe o traduce.
Aclaro rápido al paso que ese derecho no siempre pueden ejercerlo en plenitud no sólo quienes traducen, sino también quienes escriben. Ilustro con un pequeño episodio de una historia bastante repetida. Cuenta en una entrevista la escritora argentina Inés Garland, por feliz coincidencia también traductora:
Ya me pasó con [mi novela juvenil] El jefe de la manada, que salió en España y me pidieron que cambiara la palabra «linyera» por «vagabundo», pero yo no tuve problemas. Es una linda palabra «vagabundo», así que no me importó.8
Como vemos, tanto en la escritura como en la traducción, el «mercado» (por así simplificar un complejo conglomerado de fuerzas) suele privilegiar la pobreza común antes que la variada riqueza que el castellano nos ofrece. La parte más preocupante del asunto, en todo caso, es que desde alguna clase de poder, aplastando el derecho legítimamente reclamado por el colega Fortea, se imponga a quien escribe obras originales o traducciones el uso de determinada variedad, o peor, el no uso de determinada variedad, por encima de sus propios criterios éticos y estéticos.
Sobre este tema, como en tantos otros de la vida, tengo más dudas que certezas, más preguntas que respuestas. En consecuencia, mal podría proponer aquí conclusiones cerradas. Todo lo que estoy diciendo, incluso cuando lo digo en indicativo, en realidad está en condicional, o, como se decía en mis tiempos escolares y me gusta más, en potencial.
Quisiera proponer, entonces, un último ejemplo de otra historia repetida que lleva agua al molino de mis preguntas. En la película ganadora del último Óscar, Green Book, el actor Viggo Mortensen encarna, con su excelencia de siempre, a un italoestadounidense, que incluso dice algunas frases en italiano. Que yo sepa, ni Mortensen tiene orígenes italianos, ni nadie se quejó de que no hubieran contratado para ese papel a un actor que sí los tuviera. ¿Por qué, entonces, reclamar algo equivalente en quien traduce? ¿No será un exceso de ese mismo realismo del que hablaba Spregelburd en materia teatral, aplicado a las lenguas «artificiales» de la literatura?
Toda variedad está llena de variedades, utilizables a su vez de muy variadas maneras en la creación literaria, traducción incluida. Para una traducción habrá siempre múltiples caminos posibles. El meollo artístico del asunto no está, me parece, en la variedad que se utilice, sino en la manera en que la utiliza la escritura de la traducción de una obra concreta, cuando reinventa la lengua inventada por esa obra original, que fue construida sobre otro idioma, cultura, historia, geografía. Personalmente, no soy muy amigo de la domesticación: los animales salvajes viven su vida más propia en la libertad de su propio mundo, no encerrados en la jaula de una ciudad, llámese Madrid, Buenos Aires, México; así la literatura, así la traducción literaria.
Nota bene: Este artículo está escrito en una forma no marcada de lenguaje inclusivo. Sólo hay masculinos genéricos en pasajes ajenos citados.