Traduzco desde hace muchísimos años. También escribo literatura, desde un par de años antes. Escribo periodismo cultural y sobre todo crítica de libros, como fuente de ingresos y diversión. Paradójicamente, traducía mucho más en la época en que escribía con máquina de escribir, y en que, por lo tanto, después de corregir todo un libro traducido, tenía que pasarlo entero por completo. Hace un tiempo encontré una lista escrita de trabajos para la década del 70, y figuraban cerca de diez libros por año. En la actualidad traduzco entre uno y tres libros anuales, como máximo.
La existencia en mí de la producción literaria me permite enfocar la traducción como un trabajo, con todo tipo de ajustes delicados, pero trabajo al fin. Invitado una vez a un seminario sobre traducción, me preguntaron con asombro si yo no la consideraba equiparable a la creación, y lo negué. Sigo pensando lo mismo: la traducción y la creación literaria presentan problemas del todo distintos, aunque se pueda forzar la comparación y equipararlos, pero solo hasta cierto punto. En un caso se trata de trasladar una serie fija de símbolos (o letras) a otra, llamadas idiomas. En lo literario, el problema es más complejo, por tratarse de elegir un trozo de lo real (general, ajeno o personal) y después dejar asentada con símbolos (o letras) traducibles esa elección, muchas veces muy cambiada por la imaginación.
Al tomarlo como un trabajo (con un plazo, con unos límites de pago y cobro), me inclino más hacia el traslado literal (con todos los ajustes necesarios) que hacia la llamada versión. En casos específicos de libros que me interesan mucho, me esfuerzo denodadamente, más allá del tiempo pagado: son tal vez las mejores traducciones. Pero nada garantiza que no lo sean en cambio libros traducidos sin vacilaciones, con rapidez. El lenguaje rinde de un modo escurridizo en literatura.
En 2018 traduje un solo libro: una biografía del periodista «gonzo» Hunter Thompson. Lo hice para una colección dirigida por otro escritor argentino. Hace más o menos un mes me envió la corrección. Por un par de palabras que vi en las primeras dos páginas (reemplazando, por ejemplo, la expresión «pozo negro» por «pozo séptico») pensé que sería interesante comparar el castellano más neutro y «profesional» con el castellano más «argentino» que suelo emplear. Más aún si se tiene en cuenta que el tono del libro es mayormente verbal. Básicamente, se trata de transcripciones textuales de declaraciones, más el tono «hablado» de un personaje inventado, ficticio: una supuesta biógrafa, mezclada sexual y sentimentalmente con Thompson. Pero cuando me senté a leerlo, descubrí que el trabajo era realmente un editing a fondo, incluyendo cambio de lugar de algunas líneas, reescritura, etc. Como sonaba muy bien, desistí de mi plan inicial. Estamos en una época de imperio del intermediario. Los «curadores» de muestras plásticas suelen importar más que los artistas, los editors más que los escritores, los ministros de economía eficaces más que los presidentes: lo digo sin ironía.
Debido a la distancia entre las horas empleadas y el pago (siempre he traducido para Argentina), complicado por la existencia de la inflación, se podría imaginar una metáfora basada en un famoso dibujo animado. La inflación es un equivalente del Correcaminos, que convierte al traductor en un equivalente del Coyote, destinado a correr detrás de él infructuosamente, y a hacerse pedazos contra rocas y fondos de barranco. Para que la tarea no sea tan rutinaria como picar piedras, más de una vez dejo escapar algún gesto o guiño especial, travieso. En este caso eso me llevó a preguntarme: ¿habrá quedado en el editing la traducción de la expresión «whipped in the snohole» (un neologismo) como «azotado en el cuculeco»? Porque le tenía un cariño especial.
Me explico. Esa palabra, como otras equivalentes («cuculeíto», «cuculandrillo», etc.), la inventó el escritor polaco Witold Gombrowicz en su novela Ferdydurke, siempre en cambio de «trasero», o «culo». El fragmento original en inglés de la biografía de Thompson decía que el padre solía castigarlo con una correa de asentar navajas. Y el entrevistado recordaba: «I recall Hunter using the term “whipped in the snohole”». Literal en extremo, traduje: «Recuerdo que Hunter usaba el término “azotado en el cuculeco”». Más elegante y literario, el «editor» escribió: «Recuerdo que Hunter te decía, después de aquellas palizas: “Anoche fui azotado en el cuculeco”».
Había quedado, lo cual me dejó satisfecho. «Después de todo», pensé, «el “editor” es un escritor argentino y, como yo, sabe de dónde viene el término». Para gente como nosotros, Gombrowicz suele ser un equilibrante divertido y necesario de Borges. Para la historia misma de la traducción, la versión colectiva de Ferdydurke es memorable. Fue realizada a partir de iniciales versiones macarrónicas del propio Gombrowicz en castellano, sin diccionario polaco-castellano, en las mesas de un bar (y también de piezas de pensión) con hasta quince o veinte amigos y conocidos, dirigida por dos escritores cubanos. A su manera se ha ganado una fama tan importante (aunque más secreta) como la de los ensayos de Borges sobre las versiones homéricas y los traductores de las 1001 noches. Ya solitario en Argentina, después del estallido de la Segunda Guerra Mundial, habiéndose ido de Polonia poco después de publicar la novela, eximio performer de sí mismo, Gombrowicz sabía lo que valía el libro.
Por eso emprendió la aventura, alentado por el apoyo económico de su amiga, Cecilia Benedit de Debenedetti. En su prólogo a la primera edición (Argos, 1947), luego compartido o reemplazado por otro de Ernesto Sabato (1964), reconoce las dificultades, ya abundantes en el propio texto: «Yo no domino bastante el castellano. Ni siquiera existe un vocabulario castellano-polaco. En estas condiciones la tarea resultó tan ardua, como, digamos, oscura, y fue llevada a cabo a ciegas —sólo gracias a la noble y eficaz ayuda de varios hijos de este continente, conmovidos por la parálisis idiomática de un pobre extranjero—».
La historia en detalle la compiló la viuda del escritor, Rita Gombrowicz, en el libro Gombrowicz en Argentina 1939-1963, donde reunió testimonios de Virgilio Piñera y Humberto Rodríguez Tomeu (los cubanos «directores»), Adolfo de Obieta (hijo de Macedonio Fernández) y otros amigos y escritores. Gombrowicz incluye en el prólogo múltiples nombres, algunos más conocidos que otros, que pasaron por la sala de ajedrez de la confitería Rex, donde él solía jugar, y aportaron su grano de arena. Incluyendo un colaborador anónimo y fugaz: «un simpatiquísimo señor, ya de edad, y muy aficionado al billar, que en un momento de feliz inspiración me procuró la palabra “remover” de la cual me había olvidado por completo». Llevado por un entusiasmo casi de prócer, al borde de lo paródico (que lo atraía más que lo paródico en sí), Gombrowicz agrega: «Tengo que agradecer —¡por Dios!— a todos esos nobles doctores en la “gauchada”, y a los criollos les digo sólo eso: ¡viva la patria que tiene tales hijos!». Ya más calmado, subraya: «¡Me alegro que Ferdydurke haya nacido en castellano de tal modo, y no en los tristes talleres del comercio libresco!».
Alguien que criticó duramente la traducción fue su amigo Ernesto Sabato, por motivos gramaticales y lingüísticos. El propio Gombrowicz invitaba al equipo a tener en cuenta esas críticas, pero sin renunciar a la tarea. Con el tiempo, el resultado final fue defendido, como suele ocurrir, por un crítico francés, lo cual le dio legitimidad en su país y ayudó a culminar en una traducción al francés. La histórica «versión del Rex» es la que suele imprimirse, con correcciones posteriores, como traducción al castellano.
Lo que resulta casi imposible de traducir, en cambio (potestades de «lo real»), son las actividades, de una cultura a otra. Invitado a Alemania por una fundación, Gombrowicz empezó a extrañar Argentina no bien la dejó. Intentó instalar en el nuevo país una reunión o tertulia improvisada en bares, al estilo de las que había disfrutado en el antiguo país, donde había vivido veinticuatro años. Para eso invitó a nombres clave de la literatura del nuevo país, que lo conocían y admiraban. Pero el intento no duró más de un par de ocasiones: los locales no entendían el sentido de la nueva actividad. Como apuntó en su diario: «Éramos herméticos, ellos para mí, yo para ellos, se sabía de antemano que no había nada que hacer y lo mejor era dejarnos en paz mutuamente. Un poco como unos caballos que pastan en un prado».
Así como tener las actividades de escritor de literatura, periodista cultural y crítico de libros me hizo considerar a la traducción mucho más como un trabajo que como una creación, también me llevó a evitar el trabajo serio y obstinado de «editor». Salvo como a veces director de alguna revista literaria, o de mí mismo, desde luego. Otro sistema (no escribir algo hasta que cuento con el tono) no me hizo perderme en versiones sucesivas muy corregidas, salvo un par de casos.
El trabajo de «editor», hoy tan extendido, me intriga. Sobre todo la decisión del tanteo, del ajuste de tornillos, por así decirlo. En la realidad (o en «lo real», su fantasma literario) es tan común o inevitable como la vida misma. La diferencia entre el caos, que parece ser su base para quien no cree en un dios único, como yo, y un orden ajustable a lo largo de milenios, hay herramientas literarias preexistentes a las que se puede recurrir.
Un escritor que las procura a menudo es el francés Georges Perec, para muy distintas necesidades. En este caso específico hay un poema titulado (traducido) «Sobre la dificultad de imaginar una ciudad ideal». Es una serie de opciones ante las que se opina si a uno le gustarían (o no), como suele hacer la mente ante la realidad, pero siempre con oportunos recortes. La primera dice: «No me gustaría vivir en Norteamérica pero a veces sí». Otra: «Me gustaría vivir en el Ártico pero no demasiado tiempo». Las variaciones son mínimas. La que más me gusta (pero a veces no) es: «No me gustaría vivir con Ursula Andress, pero a veces sí».
Cada vez que le cuento a alguien algo sobre el poema, insisto en que no tiene más de quince líneas, y condensa gran parte de la experiencia. Pero en realidad, como lo compruebo cuando lo tengo a mano, tiene veinticinco. Porque la memoria es tal vez la peor traductora, pero es la que nos hace humanos, la que tenemos para arreglarnos ante el tiempo que no para de fluir, incesante.