San Anselmo en Córdoba Christopher Domínguez Michael
Crítico literario (México)

¿Pues quién se atrevería a molestar a hombre tan absorto?

San Agustín, Confesiones, VI, 3

Escribir

Deben de ser pocos los peninsulares quienes actualmente se ofenden al escuchar que, de no ser por nuestra América, el castellano sería sólo la linajuda lengua de un pequeño país europeo.

El español, a diferencia de otras lenguas —el alemán nada menos—, tuvo la fortuna de extenderse y florecer en otras tierras, otros ámbitos y ser, hoy día, una de las lenguas más habladas en el planeta. Pasaron los tiempos —me parece que el antes y después fue la aparición de Sergio Pitol en Anagrama— en que los autores latinoamericanos debían volver «castizos» sus textos y poner «vaqueros» donde decían «jeans» para publicar en España. Esa manera de sumisión colonial no sólo era ridícula sino extemporánea.

Ello supone una enorme responsabilidad para los críticos literarios porque, estando en extinción las literaturas nacionales diseñadas en el siglo xix, buena parte de la literatura mundial se escribe en español. Más aún, la llamada «globalización» que no es la primera ni la única en la historia literaria, convierte a cada lector y a cada escritor en «receptor» de contenidos similares y en «productor», aun en contra de su voluntad, si es que es un nacionalista involuntario o pertinaz, de una formación intelectual bastante similar en Bogotá, Los Ángeles, Córdoba (la de la Argentina como la española), Ciudad de México, Santiago de Chile o Asunción.

Las diferencias formativas o electivas entre un joven escritor de cualquiera de estas ciudades son actualmente mínimas. Todos estamos conectados a la misma red. Escribirá en un español distinto, pero cada vez menos, al de su colega venezolano, peruano o guatemalteco. Diferencias idiomáticas, tonales, temperamentales, las cuales no sólo sobreviven, sino deben sobrevivir y a veces son más notorias en la poesía que en la narrativa donde el autor tiende, salvo excepciones, a normalizar su español. La historia que tendrá detrás será distinta, pero no tanto, y si logra salir, al editar, del mercado local, se convertirá en un ciudadano más de la literatura mundial, para la cual, además, las letras hispano-americanas (incluyo el guion como lo hacía José Gaos, queriendo decir, letras de España y de América) ya no están de moda, lo cual, para mí, es una buena noticia.

Aquello deseado por Alfonso Reyes, Arturo Uslar Pietri y Octavio Paz, lo de vernos sentados a la mesa de la civilización, ya ocurrió. Primero ocupó ese lugar Rubén Darío, ante el escándalo de los Juan Valera y de la gente del 98, que acabó por cultivar un modernismo de tono menor. Luego, Barcelona se convirtió, a fines de los años sesenta, en la capital de la literatura de esta orilla del Atlántico y el boom sólo confirmó comercialmente que, teniendo como antecedentes a María Luisa Bombal, a Vallejo, a Huidobro, a Neruda, a Onetti, a Rulfo y a Borges, nuestras letras podían ser no sólo modernas, sino mundiales. Nuestra presencia en el banquete no es ninguna novedad y no debemos esperar más festejos y arrumacos que el resto de los comensales.

Tendremos años malos y otros no tanto y la atención de los profesores podrá irse hacia lo que están escribiendo las mujeres en Noruega o hacia alguna etnia sometida entre las ruinas del Imperio soviético. Pero eso ni nos da ni nos quita. Siempre pongo el ejemplo de la literatura francesa, la más importante de todas las literaturas según admitió el nada afrancesado Borges. Que su último gran novelista haya sido Céline, fallecido en 1961, o sea Julien Gracq, muerto casi centenario en 2007, no los atormenta. Saben o presienten que tienen otro Proust en su porvenir. Yo no creo en la Decadencia, sino en los ciclos predicados por Vico o Kant. Que un meteoro inesperado, Roberto Bolaño, haya muerto antes que un homérida como Gabriel García Márquez dice mucho sobre nuestra vitalidad.

No es fácil, sin duda, transitar de la literatura nacional a la mundial. Antes que ello, hablando sólo del español, los monopolios de la edición, que ya ni siquiera tienen a sus verdaderos dueños en Madrid o Barcelona, parcelan adrede el mercado editorial en América Latina. Esa cerrazón conviene a los grandes editores. No es fácil, ni para el editor amigo, conseguir obra de su sello publicada por su propia franquicia en otro país. Contra ello sólo procede seguir el ejemplo de los poetas (tan a menudo excluidos de consideraciones de esta naturaleza como si la prosa narrativa, por ser más comercial, mereciera mayores miramientos que el verso en todas sus variantes), los cuales se las ingenian para leerse de un país a otro, y lo hacen muy bien desde los tiempos de Darío, antes de internet. Otra amenaza proviene del populismo en el poder, que considera que no basta con abaratar —lo cual siempre se agradece— los libros producidos por el Estado —donde ello ocurre, como en México—, sino en rebajar el nivel intelectual de catálogos diseñados para los universitarios (quienes son aquellos que deberían leer pero no lo hacen, como lo dijo en su día Gabriel Zaid) imprimiendo octavillas de consumo popular. Vasconcelos soñaba con los campesinos leyendo a Homero y por eso lo editó. Prefiero ese sueño a ver reimpresa la folletería estalinista, dizque didáctica.

Por ello el lector ejemplar debe invertir, siempre, antes que en las novedades, en el libro viejo y apostar por los sellos independientes. Unos y otros se han beneficiado del comercio internacional de libros a través de la red, nunca tan activo ni tan accesible como en nuestro siglo xxi. También está el imperio de la lengua franca. Lo que se traduce al inglés —y los editores estadounidenses e ingleses son de los que menos traducen— goza, de entrada, de una ventaja mediática, no necesariamente literaria. Por ello, para el autor traducido a esa lengua, si fracasa, nunca hay una segunda oportunidad y la recuperación de clásicos de otras lenguas, en Nueva York o Londres, a veces da ternura por su proceder tan parsimonioso. Se tardan hasta décadas en traducir a un autor francés o italiano bien conocido en Buenos Aires o en la Ciudad de México desde los años treinta de la centuria anterior. Es deseable ser traducido a cualquier lengua y al inglés en primer término —así nos lo dicta la realidad— pero ello no necesariamente es prueba de excelencia.

Criticar

Vuelvo a lo que me interesa, la responsabilidad del crítico. Es imposible estar al tanto, en mi caso, de las novedades mexicanas y, además, es indeseable. Cumplo con la misión de darle mantenimiento a los clásicos y me escapo, siendo negligente con la mexicanidad novísima, hacia mis contemporáneos chilenos o argentinos, porque Rafael Gumucio y María Gaynza o Fabián Casas y Alejandra Costamagna me dicen más que mis vecinos, amigos o enemigos. Prefiero ser maestro en todo y doctor en nada. No me atrevería a decretar el fin de la literatura mexicana o el fin de la literatura argentina, porque es probable que ello nunca ocurra. Pero insisto que a mí, la noción de literatura nacional ya no me dice gran cosa. Ello no quiere decir que aspire yo a una literatura mundial estándar o decafeinada, como se me ha acusado. No, creo que los grandes maestros del siglo xx fueron Kafka, Joyce y Beckett, tan idiosincráticos en su lucha por escapar de sus pequeñas naciones. Nosotros, además, vivimos en un ancho imperio, el de la lengua española, única y diversa.

Salvo en la llamada Edad de la Crítica, que los anglosajones calculan se extinguió hacia 1967 con la hegemonía del posestructuralismo (treta genial de los franceses para continuar siendo dueños de la literatura no desde la novela sino desde una filosofía literaria), el crítico ya no es el mediador entre el autor y el lector. El tránsito entre el libro impreso como baremo civilizatorio y la era digital ha barrido, en todo el mundo, con revistas y suplementos literarios, que en la red, contra lo que suele pensarse, suelen ocultarse o banalizarse. Publicar un libro en papel sigue siendo la principal forma de legitimidad para un nuevo autor, aun cuando luego éste pueda descargarse electrónicamente. Hace justo diez años, uno de los principales editores franceses nos reunió informalmente a algunos de sus autores y nos dijo que al libro en papel, si acaso, le quedaban cinco años. La profecía resultó falsa y hoy conviven libros en papel mejor editados (la competencia obliga) con el mercado complementario de la edición electrónica, estancada desde hace un lustro en un 20 % de las ventas de cada libro, según leo en un artículo reciente de Carlos Franz.

Cada época cree tener el monopolio de las desgracias. Yo mismo encuentro muchos motivos de desaliento y a veces preferiría haber sido crítico en tiempos de Sainte-Beuve, Saintsbury, Clarín, John Middleton Murry, Baldomero Sanín Cano, Edmund Wilson, Virginia Woolf, Albert Thibadeut, Cyril Connolly, Lionel Trilling, H. H. Murena o Paul Metcalft, para hablar de mi nostalgia. Constato que el prestigio de la lectura morosa y en silencio está por los suelos, sostengo el prejuicio de que los chicos del milenio son los más incultos de la historia y que nunca como ahora «el lector común», sí, el de Virginia Woolf, había estado tan indefenso, en manos de merolicos que se mudaron de la prensa frívola a YouTube.

Pero, casi de inmediato, mi odiado relativismo viene a darme consuelo: la lectura como actividad de la enorme minoría (Juan Ramón Jiménez dixit) siempre ha sido eso, minoritaria. Pensamos en la Edad Media donde sólo leían algunos monjes; cada generación sólo encuentra barbarie en la siguiente pero con frecuencia aparece un Cervantes o un Proust para disuadirla y la crítica, etimología manda, siempre ha estado en crisis, amenazada por los totalitarismos de diversos signos y por la voracidad de los comerciantes. Yo sólo creo en las personas que tienen tiempo para leer.

Leer

Donde quiera que se aloje la buena crítica ésta debe seguir haciendo su trabajo, ante el lector, de toda la vida: impedir la confusión entre el negocio editorial y la literatura, entre la vida literaria y el ejercicio solitario del lector, así como convencerlo de que las novedades impresas y publicitadas por los editores no son necesariamente lo que hay que leer. Para no hablar de posteridad sino tan sólo de tiempo, cabe destacar la implacable labor de este último: si viajásemos a una mesa de novedades de hace una década apenas nos encontraríamos con que la mayoría de aquellos entonces novísimos impresos han desaparecido no sólo de las librerías, sino de nuestra memoria.

Hay desde luego algunos libros que han sido olvidados o destruidos de manera injusta. Pero algunos de estos muertos reviven, como le ocurrió a los Cantos de Maldoror, de Lautréamont, de cuya primera edición sólo se encuadernaron veinte ejemplares para el autor y aun así el llamado conde se abrió paso en el nuevo siglo. Son poquísimos los escritores verdaderamente olvidados y no nos podemos hacer cargo de quienes no publicaron sus obras. Recuerdo a un ágrafo (aunque rebosante de literatura) que cuando se topaba con un escritor reconocido le recriminaba el no haberlo leído. Interrogado, el amigo confesaba no haber publicada nunca nada.

Dada la volatilidad del conocimiento y su siniestra confusión con el aluvión informativo, se hace necesario militar a favor de la lectura silenciosa, pausada, de alguna manera ajena al mundo pues sólo desde la distancia que nos imponen los clásicos hemos de leer mejor y paradójicamente discriminar, en lo actual, el trigo de la cizaña. Y a los contemporáneos —siempre— juzgarlos con el baremo de los clásicos antiguos y modernos, por más injusto o pedante que pueda parecer ese criterio. Luego vendrá la crítica para poner las cosas en su lugar, para ponderar. Siempre hay que recordar el pasmo de Agustín de Hipona cuando observó a San Anselmo, en Milán, leyendo en silencio.