En algunas largas y profundas conversaciones que sostuve en su momento con Camilo José Cela, el Nobel español sostenía que, dentro de algún tiempo, quedarían en el mundo no más de seis o siete lenguas internacionales. El resto serían pequeñas lenguas habladas en determinados territorios en los que esa lengua, la que fuera, había nacido y había desarrollado su uso. Cela se refería, cuando hablaba de lenguas internacionales a las lenguas que habían traspasado con creces la frontera y el tiempo del lugar donde nacieron y se habían esparcido por el mundo hasta establecerse como lengua oficial en territorios muy amplios y distantes los unos de los otros. Decía el autor de San Camilo 1936, la novela que más me gusta del escritor académico, que esas lenguas serían el mandarín (la koiné del chino), el inglés (que se hablaría desde Londres a Sidney, Australia, pasando por Estados Unidos), el árabe (con una expansión imprevisible por las migraciones de ahora y de mañana) el hindi (en la India y alrededores), el ruso y el español.
A partir de esta primera afirmación, habría que decir que Cela hablaba siempre de manera hiperbólica, una forma de hablar y decir que molestaba a mucha gente; una forma de hablar del mundo de manera castiza, como si el centro del mundo de lo que él llamaba español estuviera en Madrid y sus alrededores; como si España y los españoles siguieran siendo los detentadores de esa lengua de ida y vuelta que, en la mayoría de los casos, llamamos en nuestro mundo el español. Todavía en muchos lugares de España, sin embargo, y en tres bastantes lugares que no son España, se sigue llamando al español como castellano; se utiliza la denominación de origen de esta lengua, castellano, porque su lengua nació en Castilla, como si esa misma lengua de Cervantes, en la que escribió y habló Cervantes, fuera la misma en la que hablamos nosotros, los que hablamos hoy el español.
En mi caso personal, como novelista, como escritor y como ciudadano jamás en mi vida he hablado ni escrito en el castellano; ni estuve obligado a hacerlo en mis estudios universitarios, ni nadie me obligó, en tiempos de Franco o en los de la democracia, a seguir ciertas normas de fonética castellana que, por mi origen y desarrollo intelectual, nunca he seguido. Ni yo, como español de Canarias, a medio camino entre América y España, geográficamente africano, políticamente español y mentalmente hispanoamericano, ni ningún ciudadano español de Extremadura o de Andalucía. De Despeñaperros para abajo, en la península ibérica, es «la norma atlántica» la que rige la lengua antes castellana y ya transformada a lo parto del tiempo, y a través del fenómeno del mestizaje, en español; un español emigrante, y me refiero a la lengua (no sólo a las personas), que cambian con la geografía y con el viaje, de ida y vuelta, no sólo costumbres, modos de vestir y estar en el mundo, sino también la fonética y hasta la sintaxis de la lengua. Y ahí está, desde hace años, el Atlas Lingüístico de Canarias, que llevó a cabo el profesor Álvaro López. Ya lo sé: algunas cosas de las que digo son escolares, pero vale la pena repetirlas porque muchos de mis compatriotas españoles siguen pensando que la lengua española es cosa de ellos y los demás, que son la inmensa mayoría de los hispanohablantes, son tierra conquistada y pueblos laterales. Por política, por corrección política, por convencionalismo, por incluso estimar nuestra lengua de una manera diacrónica y sincrónica, la Real Academia Española llama oficialmente castellano y español a dos lenguas desiguales. Y no es sólo un hecho de habla, sino un hecho de lengua. Mi maestro Barral, convencido desde el principio de sus trabajos intelectuales de que hablaba una lengua transatlántica, expresaba con una repetitiva boutade su poca estima por llamar al español como castellano. «El castellano —decía muy sarcástico— ya no se habla ni en Valladolid los martes a las cinco de la tarde».
Barral entraba en la polémica de fondo de la denominación de la lengua con la misma soltura y energía con las que entraba a discutir la hegemonía del español en estos tiempos nuestros, en la medida en que —según Barral— la misma entidad y envergadura intelectual, la misma legalidad tenían para el español ciudades como Barcelona, Sevilla o Madrid, que Bogotá, Buenos Aires o México. De eso hablaba Barral, del español universal y transatlántico, mestizado en el viaje de los siglos en América y otros lugares del mundo, con una característica que molestaba a muchos de los hispanohablantes que, por la sinrazón política que fuera (sobre todo, por la enfermedad infantil del nacionalismo), no querían serlo (por ejemplo, vascos y catalanes, y tal vez muchos gallegos, en España): que en aquellos lugares en los que se había instalado alguna vez el español, la lengua mestiza que hablamos actualmente, jamás había desaparecido, sino que se había convertido en lengua de cocina, doméstica, de familia, y ahí, aunque fuera ahí, en casa, seguía viva, respirando y transformándose mientras se hablaba. Citaba dos casos: el territorio que fue el Sáhara Occidental español (añadiendo las ciudades hoy marroquíes de Larache, Tánger y Tetuán), donde se sigue hablando español en la calle y en la cocina (mezclándose una vez más en el tiempo con el árabe) y lo que fue llamado Guinea Ecuatorial española, hoy dominada por las lenguas autóctonas y por la francofonía, pero donde el español se mantiene vivo, discursivo y popular. Y ustedes me dirán: en Filipinas no se habla español. Y yo les contestaré lo que todos ustedes saben: que en ese territorio que fuera parte oriental del Imperio español nunca se habló en realidad el español, la lengua nacida en Castilla. Se hablaba un español vulgar, mal mestizado con el tálamo, la lengua autóctona de la mayoría de las Islas Filipinas. Por eso cuando a partir de 1998 entró el inglés en Filipinas ocupó sin problemas el vacío que no había ocupado en ese territorio la lengua española.
El caso de Puerto Rico es paradigmático. El español de esa parte magnífica del Caribe es una lengua de resistencia, una lengua que ya estaba ahí por siglos cuando llegó el inglés. Y, sin embargo, todos los esfuerzos de los norteamericanos por impedir que la lengua española de Puerto Rico siguiera donde siempre estuvo han salido inútiles. Hay incluso una lengua literaria que es mestizaje del español, del inglés y del lenguaje popular que Luis Rafael Sánchez recoge en una novela inolvidable: La guaracha del Macho Camacho; una novela que creció en paralelo a la cubana Tres tristes tigres, donde Cabrera Infante baila con los cientos hechos de habla del español de La Habana, y se hizo en certidumbres mestizas como la novela Mi vida saxual, del extraordinario saxofonista cubano Paquito D´Rivera.
Lengua, pues, de ida y vuelta; lengua de mestizaje y viaje largo; lengua de resistencia y resiliencia, lengua que los migrantes hispanohablantes han llevado a Estados Unidos hasta convertir ese país en el que más se habla la lengua española. O en el que más gente habla español: y eso, lo sabemos, va en aumento. En aumento imparable que, tal vez, creará, construirá, fabricará con los años otra lengua mestiza, que no será ni español del todo ni inglés del todo, sino todo lo contrario: un machihembraje mestizo entre el español y el inglés. Y ustedes saben que este ya es un fenómeno de hace muchos años, el spanglish, o como quieran llamarlo en términos académicos, intelectuales o populares.
Para terminar, voy a contarles la anécdota que tiene como protagonista al poeta Dámaso Alonso, en aquel momento director de la la Real Academia de la Lengua Española. Está hablando una tarde de junio en la Casa de Colón, en Las Palmas de Gran Canaria. Estamos, pues, en el verano de 1979, en el discurso de clausura del I Congreso Internacional de Escritores de Lengua Española, del que fui secretario de organización. El poeta Dámaso Santos, gran conocedor de la lengua española, de sus orígenes y desarrollo, dice de repente algo que nunca se me ha olvidado. Afirma con fuerza contundente que la lengua que ayer se llamaba castellana y hoy se llama español, mañana, dentro de pocos años, se llamará hispanoamericana. Y el público, los escritores, las autoridades políticas y académicas se quedan perplejas porque el viejo académico acaba de explicar en una sola frase de pasado, presente y futuro, el profundo mestizaje, la fuerza secular, la resistencia y las distintas variantes de este español hispanoamericano del que venimos hablando estos días en Córdoba, Argentina. Ah, sí, me olvidaba: tengo que decirles que estoy completamente de acuerdo con el viejo poeta académico. Estuve de acuerdo con Dámaso Alonso y lo sigo estando.