Hablar de la formación profesional en lengua española de quienes emiten mensajes en la televisión no es tarea sencilla, pues, como todos sabemos, la responsabilidad de la emisión de un mensaje no es exclusiva de quienes hablan ante las cámaras de televisión.
Reflexionar sobre la emisión de un mensaje implica meditar en su producción, proceso en el que intervienen diferentes instancias, desde el reportero, guionista y productor hasta el locutor, desde quien propone la política de la empresa hasta el público al cual van dirigidos los mensajes. No es objetivo de esta ponencia analizar todos los elementos involucrados en la producción de un mensaje, pero sí la formación que sobre la lengua española proporcionan las universidades a los profesionales de la comunicación.
El campo laboral «natural» de los licenciados de la carrera de Comunicación son los diversos medios de comunicación. Efectivamente, es un hecho que los medios se nutren en la actualidad de universitarios y la antigua polémica Universidad versus Práctica se resuelve cada día más claramente a favor de la primera. Si esto es así, la pregunta consecuente deberá ser: ¿cómo es la enseñanza que se imparte en las universidades y si se atiende debidamente, en el contexto de lo que se pretende formar, el uso de la lengua española en la emisión de mensajes? En suma, ¿cuál es el lugar que ocupa la lengua española en el perfil del licenciado en Comunicación?
Para responder estas interrogantes considero indispensable presentar previamente una exposición sobre las peculiaridades que ha adoptado la enseñanza de la Comunicación en México.
Los inicios se remontan a la década de los cuarenta, con la fundación de la escuela Carlos Septién García el 30 de mayo de 1949. Dos años más tarde, en 1951, la UNAM abre la primera licenciatura en Periodismo dentro de la entonces Escuela de Ciencias Políticas y Sociales y, posteriormente en 1954 la Universidad Veracruzana crea una escuela de educación superior con características similares a las de la UNAM.
Si bien, estas escuelas constituyen el antecedente del proceso de profesionalización de la comunicación como práctica social, no es sino hasta 1960 cuando surge —bajo los auspicios de la UNESCO, la OEA y algunas fundaciones internacionales— el Centro de Estudios Superiores de Periodismo para América Latina (CIESPAL) con la finalidad de subsanar «la brecha existente entre las escuelas tradicionales de periodismo y las necesidades teóricas y prácticas derivadas de la emergencia de los medios electrónicos de comunicación».1
La CIESPAL pretendía formar «comunicadores polivalentes», es decir, profesionales aptos para desempeñar cualquier actividad dentro de los medios masivos de comunicación. El modelo curricular, por lo tanto, integraba «saberes prácticos del trabajo propio de los medios de comunicación de masas como diversos contenidos teóricos fundados en las corrientes formalista y positivista del proceso de comunicación, dispersos en asignaturas como las de Sociología, Psicología o Antropología de la comunicación».2
La forma de concebir de este organismo al profesional de la comunicación influyó en los modelos curriculares de las escuelas de comunicación que aparecieron en las décadas de los sesenta y setenta, pero, sobre todo, influyó en la estructura del campo de la comunicación.
En 1960, la Universidad Iberoamericana funda la licenciatura en Ciencias de la Comunicación con miras a formar un egresado que «dotado de una formación humanística, pusiera sus conocimientos al servicio de los medios de comunicación, la publicidad y las relaciones públicas; es decir, someter la técnica al espíritu».3
Inspiradas en el modelo ciespalino de la profesión comunicológica y siguiendo a la Universidad Iberoamericana, en la década de los sesenta otras universidades privadas empiezan a ofrecer la carrera de Ciencias de la Comunicación. En los años setenta, son las universidades públicas las que se incorporan a este fenómeno expansivo y así, en 1974, surgen las licenciaturas en Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma de Nuevo León, de la Universidad de Sinaloa, de la Universidad Autónoma Metropolitana de Xochimilco y de las ENEPS. En 1976, la FCPS actualiza su plan de estudios y modifica su carrera de Periodismo para seguir un modelo más acorde con las directrices de CIESPAL.
En 1975, México contaba con 21 escuelas superiores de Comunicación. A partir de entonces, este fenómeno conocido como el boom de las escuelas de comunicación se aceleró. En 1982, ya había 36 carreras y actualmente, el CONEICC registra más de 100 escuelas de Comunicación, con una población de 31.611 alumnos, según datos proporcionados por el anuario estadístico de 1994 de la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Enseñanza Superior (ANUIES).
De esos 31.611 alumnos, el 34 por ciento (10.737) se encontraba inscrito en la zona metropolitana de la Ciudad de México. Y del total de los estudiantes de esta zona, el 53 por ciento era atendido por la Universidad Nacional Autónoma de México. De ahí que las características de la enseñanza en la UNAM deban tenerse siempre presentes pues determinan de manera significativa los resultados de cualquier investigación en este ámbito.
Al hacer el análisis histórico del perfil curricular de las diversas carreras de comunicación del país, podemos concluir que ha habido, básicamente, tres tendencias: la primera y la más fuertemente arraigada durante varios años fue la encaminada a la formación de periodistas, la segunda proponía enfatizar la preparación en la capacitación técnica y la tercera se inclinaba por la formación del comunicólogo como científico social.
Si bien las tres tendencias marcaron las lineas básicas en el desarrollo de la comunicación, ninguna llegó a cristalizar de manera efectiva. Algunos planes de estudio son representativos de cada una de estos modelos, otros más son una yuxtaposición de elementos de cada una de las tendencias citadas, con énfasis diversos.
La gran cantidad de carreras de comunicación y sus diversas tendencias nos sitúan en el plano de los perfiles profesionales. La variedad de nombres que tienen las licenciaturas de Comunicación pueden darnos una idea de la heterogeneidad de perfiles. Baste decir que existen 24 denominaciones distintas que se dan a las licenciaturas de comunicación, las cuales se pueden agrupar en tres grandes rubros: las relacionadas con las Ciencias de la Comunicación en general; las que apelan a una función específica en el campo de la comunicación (organizacional, periodismo, publicidad y relaciones públicas) y las que combinan una o varias opciones. La mayoría de las licenciaturas en comunicación encamina sus esfuerzos para satisfacer la demanda laboral de los medios masivos de comunicación, que en teoría requiere de cuadros técnicos profesionales para funcionar y sostenerse.
Pero, volviendo al objeto de nuestra ponencia, ¿cuál es el lugar de la lengua española en las carreras de comunicación?
Al hacer la revisión de los planes de estudio en las diversas instituciones en las que se imparte la carrera de Comunicación encontramos que sólo en muy pocas de ellas se imparten asignaturas de gramática española. En otras pocas escuelas se ofrecen materias relacionadas con la expresión oral. En cambio, en casi todas las universidades estaban presentes las materias vinculadas con la expresión escrita —Talleres de Redacción y Géneros Periodísticos— en donde se practica la redacción de los distintos mensajes periodísticos. El enfoque predominante en estas asignaturas es la elaboración de mensajes para la prensa escrita.
De alguna manera, puede concluirse que los planes de estudio contemplan, como parte de la formación de los profesionales de la comunicación, la producción de mensajes y, por ello, cierto conocimiento del instrumento por medio del cual se emiten.
No obstante, la preocupación de las diversas escuelas de Comunicación por formar comunicadores profesionales, los resultados no son del todo positivos, porque no se estudia en una situación comunicativa concreta.
El conocimiento del lenguaje debe considerarse, desde mi punto de vista, pragmáticamente: no aislado, sino como uno de los elementos que constituyen los «actos de habla».
La finalidad básica de un acto de habla consiste en hacer cambiar de opinión a un oyente como resultado de la interpretación que éste haga del enunciado. Por ignorar o hacer a un lado esta consideración, la mayoría de las veces, los mensajes son comprendidos de manera parcial y, en ocasiones, erróneamente. Producir un mensaje es una tarea compleja: no sólo implica saber con exactitud quién será el destinatario, ni tener claro lo que uno quiere expresar, sino cómo debe ser dicho el mensaje, para tener la certeza de que será descifrado adecuadamente por el receptor.
Nuestra preocupación como docentes en la formación de productores y emisores de mensajes debe consistir, entre otros objetivos, en hacer que los alumnos comprendan lo que implica un «acto de habla». Los alumnos, al producir un mensaje, deben tener en cuenta el código lingüístico y el contexto social de su receptor, para que tengan la seguridad de que el mensaje será asimilado con toda precisión. Para que el «acto de habla» sea realmente eficaz, se necesita, como factor esencial, la participación activa de quien desea producir un mensaje para ser comprendido. Sin esta voluntad, no podrá culminar la empresa.
En consecuencia, la enseñanza del lenguaje debe plantear estrategias no sólo relacionadas con el dominio cognoscitivo (lo necesario para conocer y utilizar la lengua española), sino también estrategias relacionadas con el dominio afectivo.4 Por ello, mi propuesta contempla varios aspectos: en primer lugar, se debe despertar en el estudiante el interés por construir mensajes que puedan ser actualizados adecuadamente por el receptor a quien se dirigen. También, se le deben proporcionar los conocimientos necesarios de gramática española para que detecte las fallas y errores en sus mensajes. Por último, deberá ser capaz de corregir él mismo los desaciertos descubiertos en su mensaje.
La universidad es y debe ser el lugar donde el alumno adquiera esta actitud comprometida. Se debe inculcar en el estudiante a dignificar la profesión informativa. Llevar a la práctica esto no es tarea sencilla, pues se requiere crear en los alumnos una conciencia de responsabilidad. La responsabilidad mayor del comunicador debe consistir en estar consciente del papel tan importante que juega en la sociedad y ejecutar de manera cabal su profesión. Con ello quiero decir que el futuro informador debe realizar su trabajo de manera comprometida con su público. Pero, sobre todo, es indispensable que el licenciado universitario tome plena conciencia de su instrumento de trabajo básico, que es el lenguaje.
Una conciencia que le permita utilizarlo eficazmente, en condiciones que se garantice su preservación como recurso cultural fundamental de una sociedad, pero sin impedir su natural desarrollo, su enriquecimiento constante y su eficacia como instrumento básico de expresión y comunicación, en un mundo que siendo, por definición cambiante, le plantee al profesional de la comunicación, cada día, la necesidad de adaptarse a las nuevas realidades, pero sin perder su propia fisonomía.
Es común que los comunicadores de televisión se preocupen por detalles como la dicción, la presentación y olvidan, en cambio, el instrumento por el cual se comunican. Quien utiliza un micrófono o una pluma no debe conformarse con saber lo que va a decir, debe saber cómo ha de decirlo. Por ello no se justifica a un moderador, presentador o comentarista que conozca mucho sobre el tema si a continuación se expresa pobremente, con ambigüedades, redundancias o torpeza. Podrá tener cabida en otro momento del proceso de producción del mensaje, pero no precisamente ante el micrófono.
Pero, ¿por qué esta preocupación? ¿La influencia que la televisión ejerce en el telespectador es tan negativa? Aunque no me encuentro dentro del grupo que denosta la televisión como mal de nuestra época, sino que más bien creo que es un invento digno de la humanidad. El uso que se haga de él es ya otra cosa. Por ello, nuestra preocupación respecto de la posibilidad que esta influya hasta el punto de convertirse en modelo. Esto sucede con modos y costumbres fundamentalmente en el vestir, los gestos y el lenguaje de los telespectadores.
Según Moles, «el umbral de la percepción es de una magnitud equivalente a un dieciseisavo de segundo». En este escaso lapso parece que es poco lo que se puede influir en los hábitos y costumbres del espectador. Sin embargo, la reiteración produce efectos inconmensurables. Desde luego que no es válido achacar a la televisión los defectos del lenguaje de los usuarios, pero sí podemos afirmar que los errores reiterados que cometen los emisores de baja competencia, consiguen el refuerzo y la consolidación de los errores en el lenguaje.
Sin embargo, no podemos afirmar con seguridad que el discurso que nos llega a través de la televisión sea un buen modelo para mejorar el uso de nuestra lengua o, por el contrario, para deteriorarla; sí podemos decir, en cambio, que la televisión podría ejercer una preciosa labor de unificación de la lengua española. Lo negativo es que los locutores, traductores, presentadores y comentaristas incurren en los mismos errores que los hablantes españoles menos capacitados.
Estamos en el primer Congreso Internacional de la Lengua Española donde intentamos hacer un análisis de los problemas que surgen en el uso actual de nuestra lengua en los medios de comunicación. Luego de su clausura, muchos de nosotros nos iremos con la conciencia un poco más tranquila por haber dicho lo que teníamos que decir y debíamos haber dicho. Los maestros regresaremos a nuestras universidades y, tal vez, acudiremos a nuevos métodos, a renovados programas y a modernos planes. Los hechos nos dicen que los problemas de la lengua y su enseñanza son los problemas de la sociedad y la política. Pero también, son un problema ético, de responsabiliad personal. Hay que adoptar una posición de alerta en la enseñanza del lenguaje.