Lamento tener que empezar mi intervención denunciando un robo. El título de mi ponencia, «La profesión del espejo», que me parece muy apropiado para aplicarlo a la función que deberían ejercer los medios de comunicación, lo robé de un libro.
En 1989, la joven escritora catalana Natalia Fernández publicó un pequeño libro de poemas y una historia corta. El título del libro es La profesión del espejo. No creo, o al menos tengo la esperanza, de que el uso del título me traiga problemas legales porque, tengo que aclarar que, gracias a ese libro, o por culpa de él, Natalia Fernández es hoy Natalia Fernández de Mewe.
Hecha esta primera aclaración, paso a la segunda y con ello entro de lleno al tema. ¿Por qué me parece apropiado, «La profesión del espejo»? Se ha dicho muchas veces que los medios electrónicos de comunicación son un «reflejo» de la sociedad. Yo mismo lo he dicho innumerables veces, en charlas y cursillos : «La radio y la televisión deben ser un reflejo de la calle». Este principio se basaba en mi convicción de que una de las misiones que debía cumplir un medio de comunicación era la de hablar con «su» oyente o con «su» televidente, poniéndose a su misma altura.
Esto implicaba que la emisora, antes de hablar debía escuchar, debía escuchar el mensaje que le llegaba desde la calle, desde la sociedad : la queja, la pregunta, la inquietud. Después de escuchar y comprender el mensaje de la calle, el medio debía responder, con una explicación, una sugerencia o una palabra de aliento. Y para hacer cualquiera de estas cosas, el comunicador debía hablarle de igual a igual a esa persona.
Siempre combatí a aquellos comunicadores que le hablaban a esa persona de arriba hacia abajo, ya fuera desde una altura similar a la de un púlpito, o de una plataforma política o de una cátedra.
Durante un tiempo, algunos decenios, los medios lo hicieron bastante bien, probablemente sin saber que lo hacían bastante bien, y no lo sabían porque nadie sabía realmente cómo medirlo; de modo que quizás el «bastante bien» también sea cuestionable.
Pero todo cambió. Lo que había sido la divertida «locura» de la radio y la televisión se transformó en una ciencia y una industria, las emisoras se convirtieron en empresas… y luego en grandes empresas, y luego en redes, conglomerados, monopolios… y la inocente conversación entre el comunicador y su oyente o su televidente, quedó delimitada por los ratings que alcanzaba el uno, y por el poder adquisitivo del otro. Y, una vez planteada así la ecuación, de ahí para adelante todo vale.
La pregunta es : ¿Es bueno que sea así o es malo? Y aquí es donde realmente entramos en el problema. Durante los pasados dos años, la víctima del robo y yo hemos estado produciendo este programa radial que nos ha permitido llegar hoy hasta aquí, y, en parte, ha sido la base del pequeño aporte que podamos a hacer a esta reunión. Tengo que quitarles unos segundos para explicarles cómo se gestó y qué ha pasado en dos años.
En el Departamento Latinoamericano de Radio Neederland de Holanda, donde trabajo, hay colegas chilenos, argentinos, colombianos, bolivianos, españoles, cubanos, peruanos, etc. Todos los días surge la pregunta: «Si digo tal cosa, ¿la entienden en tu país?» o «¿Cómo dirían tal cosa en tu país?». De este simple hecho surgió la idea de hacer un programa que explorara las diferencias del castellano o español que se habla en los distintos países.
Con lo que no contamos es que, a medida que nos íbamos «metiendo» en el tema, el tema se hacía más grande «que la vida misma. Detrás de cada puerta había otras cuatro, y detrás de cada una de esas cuatro había ocho más. Por eso, en esta breve exposición intentaré lo imposible: tocar todos los aspectos que hemos encontrado.
Mi esposa es lingüista de formación; yo soy comunicador por deformación. Después de haber hecho separadamente nuestras carreras y haber recorrido juntos este camino durante dos años, hemos descubierto muchas cosas que tienen que ver con nuestro idioma en los medios de comunicación (de las que comentaremos algunas en esta reunión), pero más allá de eso hemos encontrado, o mejor dicho, hemos tropezado con algo que no podemos definir ni hemos podido bautizar. Lo que hemos descubierto es que las personas, nosotros, somos lenguaje, y, en consecuencia, yo soy mi idioma. Todo lo que aprendemos, experimentamos, disfrutamos, aborrecemos y odiamos, lo hacemos a través de nuestra expresión por medio de pensamientos y palabras. Por consiguiente, yo soy lo que mi idioma es.
Dicho esto, no podíamos hablar en el programa de los distintos acentos sin hablar de las influencias que los produjeron. Es decir, el aspecto geopolítico. No podíamos hablar de las influencias sin hablar de las conquistas, conquistadores y conquistados. De qué regiones venían y dónde se instalaron unos, y quiénes eran y en qué se convirtieron los otros. Entonces no podíamos hablar del idioma español, o los idiomas españoles que llegaron a América, sin hablar de los indígenas y sus muchos idiomas, y la forma en que esos pueblos y esos idiomas se vieron afectados por las antojadizas demarcaciones territoriales. Y no podíamos dejar de hablar de cómo un idioma influyó en el otro.
En estos dos años de recabar opiniones de académicos, escritores, catedráticos, lingüistas, maestros, humoristas, políticos, periodistas, indígenas, comunicadores, sociólogos, etc, hemos encontrado coincidencias en algunos aspectos sociales importantes que tienen que ver con nuestro idioma y con los distintos lenguajes que utilizamos.
Hasta el momento hemos realizado entrevistas con personajes de Argentina, Bolivia, Brasil, Colombia, Cuba, Chile, Ecuador, España, Guatemala, México, Paraguay, Puerto Rico, República Dominicana y Turquía.
La mayoría de nuestros entrevistados, lingüistas o no —y hago la salvedad porque ésta es siempre la posición de los lingüistas— piensa que el idioma no debe ni puede ser algo estático, ni puede ni debe conservarse puro, sino que debe enriquecerse con las expresiones y vocablos que derivan de nuevas invenciones tecnológicas o simplemente palabras que la gente inventa. Es decir, el reflejo de la calle y la interpretación de lo que en ella acontece.
Sin embargo, muchos de estos entrevistados y otros reconocen que, en particular la juventud actual, se maneja con un escuálido bagaje de entre trescientas y cuatrocientas palabras. Para suplir la escasez usa muletillas, que recoje de la televisión, o de la radio, o en la escuela (si va a la escuela) y que repite hasta el cansancio. Es decir, el reflejo de la calle y una interpretación de lo que en ella acontece.
No mencioné aquí la prensa, porque algunos de nuestros entrevistados opinan que el principal pecado de la prensa escrita está en otro aspecto: el de escribir con poca claridad y manteniendo con el lector una distancia que le quita atractivo.
Muchos entrevistados atribuyen esta pobreza de vocabulario y otros problemas con el uso del idioma a unos sistemas educativos descuidados por los gobiernos, y ponen como ejemplo a imitar el apoyo firme y constante que los gobiernos franceses han dado siempre a su idioma y su cultura.
En América Latina mencionan los maestros mal pagados y poco incentivados, y padres de familia demasiado ocupados en la lucha por sobrevivir, dentro de las nuevas reglas de juego del mercado laboral, como para atender a la educación de los hijos a nivel familiar. Sin embargo, la enorme mayoría de nuestros entrevistados, por no decir todos, están de acuerdo en que los medios de comunicación, y particularmente la televisión, son los principales responsables de la condición actual del uso del idioma entre los niños y jóvenes.
También han sido mencionados factores totalmente inesperados. Por ejemplo, un efecto del desarrollo urbano en el idioma. El actual diseño urbanístico de las ciudades y las escuelas perjudica nuestras posibilidades de comunicación, porque nos ha privado a los adultos y a los niños, de espacios aptos para conversar.
Muchas personas opinan que el alto precio de los libros es también un factor.
Y todos, especialmente los académicos, están de acuerdo en que el futuro, no de la supervivencia, sino de la calidad y la importancia de nuestro idioma estará en los medios de comunicación, principalmente en la televisión.
Lo lamentable de todo esto es que, a la hora de encontrar soluciones, siempre parecemos inexorablemente condenados a buscar definiciones, y lo hacemos con tal minuciosidad que, cuando finalmente estamos en grado de enunciar la solución, el problema ha cambiado. Me explico, o me pregunto, ¿quién y cómo va a definir qué es calidad, o qué es corrección, qué estará bien o mal dicho en televisión en el año 2015?
No elegí la fecha al azar. Hace 20 años los gobiernos del planeta prometieron que, para el año 2000, ninguna persona en el mundo se iría a dormir con hambre. Unos meses atrás, los gobiernos actualizaron su posición y sólo se comprometieron a hacer esfuerzos para tratar de reducir a la mitad el número de hambrientos para el año 2015. Para mayor seguridad, —de ellos, naturalmente— el compromiso que firmaron no es en absoluto obligatorio.
Un académico me aseguró que la principal fuente de puestos de trabajo del futuro estará en las comunicaciones. Me pregunto si se podrá acceder a ellas con un capital de trescientas o cuatrocientas palabras.
El director técnico de un importante medio de comunicación europeo me aseguró que las nuevas tecnologías —Internet, el periódico electrónico, etc.— reforzarán la palabra escrita. Me pregunto, de toda esa juventud que sólo usa trescientas o cuatrocientas palabras para hablar, cuántas de esas palabras puede escribir correctamente.
Pero ¿qué es correctamente cuando todo vale? ¿Cómo decido si una forma de pronunciar es buena o es mala, cuando las academias y los lingüistas me dicen que mi pregunta ya no tiene sentido, porque si mucha gente lo usa así, entonces está bien? ¿Cómo se pone cuidado sin censurar? ¿Está bien que la forma de hablar del país B de América Latina esté cambiando por la influencia de las telenovelas que llegan enlatadas o por satélite del país A… cuando el país B no produce nada para enviarle al país A?, y ¿cuánto vale una palabra bien empleada, comparada a lo que vale un punto en las encuestas de audiencia?
Una escritora española, ex-traductora de las Naciones Unidas, me dijo que «alguien» tendría que vigilar y corregir las traducciones que se hacen para los doblajes de las películas de la televisión, porque son malísimas y se dicen barbaridades; mejor aún, que se deberían suprimir los doblajes. Esto último no sería tan terrible, aparte de la pérdida de puestos trabajo de «un puñado» de actrices y actores (y digo un puñado porque son siempre las mismas voces).
Lo realmente terrible, y que me dejó desconcertado cuando me lo confirmaron en España, es que en España todavía prefieren hacer los doblajes porque hay mucha gente que no sabe leer y, por lo tanto, los subtítulos no le servirían de nada. Si eso ocurre en España, ¿qué pasaría entonces en el país B de América Latina, que tiene un analfabetismo que supera el setenta por ciento de la población?
En el campo educativo, un distinguido académico latinoamericano me dijo que su país, que tiene uno de los porcentajes más altos de analfabetismo de las Américas, tiene los maestros peor formados, cuando debería tener los de mejor formación, para poder recuperar el terreno perdido.
Esta es una síntesis de interrogantes sobre el idioma. Si hablamos de los lenguajes que se usan en los medios, el asunto no es menos complicado… pero ¡todo vale!
En el terreno económico, ya no es ningún secreto que en un plazo de alrededor de cinco años todos los medios de comunicaciones del mundo van a estar en manos de cinco o seis enormes conglomerados. ¿Es bueno o es malo que así sea? Me imagino que será bueno para los actuales pequeños medios, porque sus trabajadores quedarán protegidos bajo el gran paraguas de una gran empresa… si conservan el trabajo, o si la gran empresa no compra el medio pequeño para eliminarlo de la competencia. Pero, en fin, supongamos que no sea así.
Sin embargo, desde el punto de vista sociolingüístico, lo que debe preocuparnos, al menos en esta ocasión, es ¿con qué lenguaje nos va a hablar ese conglomerado, en términos sociales, políticos y culturales, cuando, probablemente, los cerebros pensantes de ese conglomerado no tendrán nada que ver con nuestra cultura, ni nuestro idioma, ni nuestra educación, ni nuestra historia, ni nuestros sentimientos, ni nuestras formas de vida?
Se ha hecho perfectamente válido que todos los medios se nutran de las mismas fuentes y hablen el mismo lenguaje en todas las situaciones críticas. Dadas estas dos circunstancias : que todos los medios estén en muy pocas manos, y que esas manos no sean precisamente las nuestras, no podremos evitar que esos lenguajes refuercen muchos conceptos discriminatorios, raciales, sociales y étnicos.
Los «malos» están claramente identificados, pero no por sus maldades, sino por la insistencia con que los medios nos dicen que «ésos son los malos en la vida rea». ¿Cómo no lo vamos a aceptar, cuando todavía vemos en televisión películas en que consistentemente los malos son los morenos de grueso bigote y que hablan con acento extraño, mientras la dulce heroína y el noble protagonista son rubios de ojos azules? Y pensar que además los canales pagan por el «privilegio».
Es cierto que hay honrosas excepciones, y que ha habido y habrá medios capaces de luchar hasta perecer por defender el uso correcto y noble de la palabra. Pero habría que hacer mucho más.
Si aceptamos que el futuro de nuestra lengua está realmente en los medios de comunicación, y particularmente en la televisión, yo me permito hacer una propuesta concreta, o mejor dicho, una petición concreta. Les pido a todas las academias de la lengua que trabajen con nosotros, que nos hagan llegar sus observaciones y nos mantengan al tanto de todo lo que hacen.
Y les pido a los medios, por pequeños que sean, que le asignen a uno de sus funcionarios la tarea de observar y fomentar el buen uso del idioma en las emisiones.
Creo que esta colaboración academias/medios serviría además para inculcar en otras instituciones el concepto de «difusión pública». Me parece absurdo que las revistas sobre salud pública básica se distribuyan entre los médicos, y que los folletos y afiches de las campañas para despertar el interés por la lectura se encuentren en las bibliotecas.
Uno de los puntos que me fueron mencionados como temas de esta mesa fue el de la formación profesional del emisor, es decir, de los actores de televisión, de los productores y conductores de noticieros y de los actores de doblaje que dan su voz a la televisión en lengua española.
Recientemente hablábamos de estas cuestiones con un colega. Descubrimiento algo sin ninguna importancia, excepto quizás en un foro como éste: que uno de los grandes problemas de los nuevos profesionales de los medios es su falta de humildad. Miembros destacados de la generación del Yo, están convencidos de que se es profesional si a uno le pagan por lo que hace. Y mientras más le paguen, más profesional será. Y, como se están dando las cosas, le pagarán más si usa más muletillas y si las repite hasta la saciedad, como me dijo un profesor de castellano de Madrid a propósito de un humorista que ha hecho furor en la televisión española.
Gran parte de la sociedad española ha empezado a utilizar la jerga de este artista. Me pregunto si, con la globalización de la televisión, todos los latinoamericanos adoptarán ese mismo lenguaje. En su artículo Globalizarse, pero menos, el escritor catalán Lluís Foix se pregunta, «Pero, ¿y la diferencia? ¿Qué ocurre cuando las realidades económicas o la rapidez de las comunicaciones instantáneas van en contra de los que piensan que no quieren prescindir de algo tan suyo como las raíces, las tradiciones, los mitos y la cultura?». El autor advierte del peligro de quedar fuera de cobertura y hundido en la miseria, y concluye: «El problema es que la gente sabe, sabemos, quiénes somos, y podemos globalizarnos todo lo que queramos, pero sin por ello caer en una vulgar uniformidad».
Un escritor y filósofo paraguayo me dijo : «Un académico o un profesor español y un académico o un profesor paraguayo siempre se van a entender; el problema es que un limpiabotas de Asunción y un recolector de basura andaluz no se van a entender nunca». Es decir, las personas educadas se van a entender, mientras que las grandes mayorías culturalmente pauperizadas, no. Y la cuestión es si la globalización de la televisión va a nivelar hacia arriba o hacia abajo. Y vuelve esta empecinada pregunta: ¿es bueno o es malo? Lingüistas y académicos me dicen que «bueno y malo» ya no se aplica.
Yo nací en una familia que estaba involucrada en los medios, me crié en ellos y he vivido en ellos toda mi vida, y hasta el día de hoy sigo sosteniendo que ésta no es una profesión, sino un oficio. Y he conocido muchísimos «profesionales» que lo hacen muy mal, y muchísimos artesanos que lo hacen muy bien. Y creo que la diferencia es el grado de humildad con el que se realiza el trabajo. Un trabajo que cambia día a día, y donde, por lo tanto, día a día hay que aprender algo nuevo, no copiar de nuevo… y donde día a día hay alguien que te puede enseñar algo, si eres lo suficientemente inteligente como para darte cuenta que no sabes, y lo suficientemente humilde para reconocerlo y pedir ayuda. El colega que les mencioné antes dice que en los medios hay «un mar de conocimientos… con un dedo de profundidad».
Pero parece que la humildad tampoco vale. Al contrario, parece que lo que vale es aparentar, y aparentar más de lo que uno es o sabe. Una famosa artista española le dijo en televisión a un tetrapléjico que le parecía muy bonita su profesión. Tan clásicas como ésta son las «meterduras de pata» en las traducciones para los doblajes.
El historiador y periodista italiano, Indro Montanelli, Premio Príncipe de Asturias 1996, comentando los escándalos que ocupan tanto a muchos medios, dice: «Nunca he hurgado entre las sábanas de mis personajes o en sus relaciones sentimentales o sexuales. Pero no porque lo prohibiera la ley. Me lo prohibía el buen gusto, que es la única ley, en nuestro oficio, que verdaderamente cuenta y vale».
También me parece que en el actual entorno mediático se le da más importancia a la tecnología que a quién y cómo la usa, a los aparatos y no a su objetivo. En La perversión del lenguaje, Amando de Miguel dice: «Cuando se habla hoy de mejorar los medios de comunicación masiva se piensa inmediatamente en la palabra mágica: la tecnología… Ponga Ud. un teclado de ordenador y una pantalla de cristal en la que se van escribiendo y corrigiendo solas las palabras.
No es tan fácil», concluye Amando de Miguel, y revela, «el secreto es más viejo aún que la imprenta: es escribir bien». El filósofo y académico Emilio Lledó opina en su artículo El ánfora y el ordenador, que «la conversión del hombre en la terminal de un ordenador, que sólo tiene que ver con teclas, con impulsos mecánicos, ataca el centro mismo de la creatividad, de la posibilidad». Y luego agrega, «a medida que nuestra mente se robotiza, nadie, y menos el gobernante, tiene que justificar actos, exponer razones: le basta con dar órdenes, que serán asumidas y cumplidas como el que acata las reglas que hacen funcionar tales ingenios». El Profesor Bernardo Díaz Nosty, uno de los distinguidos invitados a esta reunión, me comentaba que, a él, le parecía «mucho más interesante la navegación por el pensamiento que por Internet».
Yo no creo que todo valga. El problema es dónde y quién pone la línea divisoria entre lo que es aceptable y lo que no lo es. Sería fantástico que fuese posible ponerla con la misma facilidad con que se le pone etiquetas a las personas.
Más de alguien en esta reunión puede haberme etiquetado ya de purista, reaccionario, censor, y de ahí a antidemocrático y fascista hay un paso.
¡Perdón, señores fiscales! Creo en la mezcla de las lenguas; creo que los grandes idiomas son producto de mezclas de pueblos y razas. Creo en la variedad y colorido de los acentos y de las personas; creo en la riqueza de los sinónimos y no en la riqueza de los «anónimos»; creo en la tecnología al servicio del ser humano, y, por lo, tanto creo más en la navegación por el pensamiento que por Internet; creo en la globalización de los medios, siempre que no haya una mitad del globo que esté siempre arriba y otra siempre abajo, literal y figurativamente. Creo en el poder de los medios democráticos y no en el poder de los dueños de los conglomerados de medios… y por eso líbranos, Señor, de Murdock, Berlusconi, Turner y la CNN… Amén.