En un periodo en el que la tecnología ha modificado el espacio mediático, no se puede seguir percibiendo o proyectando la territorialización en términos geográficos.
Las fronteras tradicionales no existe en las redes digitales o en los satélites, y naturalmente esto entraña un proceso de desnacionalización que va más allá del proceso generalizado de desregulación en el entorno de la comunicación.
De hecho, la revolución tecnológica de las telecomunicaciones permite deducir inequívocamente que, tras la anulación de las aduanas, entendidas como marcas territoriales, se encuentra el principio de la decadencia de la denominada «era de las instituciones». Evidentemente esto genera un diagnóstico de calado político.
Así, Jean Marie Guéhenno señala en su libro El fin de la democracia que lo esencial, a partir de ahora, ya no va a a ser el dominio de los teritorios convencionales sino el dominio de los accesos a la red. Y apunta: «Todo cambia cuando se libera el espacio, cuando la movilidad de los hombres y la economía hace volar en pedazos las demarcaciones geográficas (…) desaparece así la solidaridad espacial de las comunidades territoriales» (Guéhenno 1995:32). Y no se trata, evidentemente, de un ejercicio de ciencia-política-ficción, sino de un futuro inmediato, avalado por la constatación de que tales accesos a las redes se multiplican en progresión geométrica.
Así pues, al desaparecer los territorios geográficos como consecuencia de la globalización tecnológica, los espacios —entendidos como ámbitos de solidaridad— van a quedar configurados no ya por la economía o la política, sino fimdamentalmente por la cultura y el idioma. Curiosamente, sin embargo, la constatación de esta importancia de la cultura y el idioma no impide que padezcan, en los planes de educación y en el tratarniento mediático, un severo acoso.
La cultura es singularmente sensible a las impregnaciones. A corto plazo, por supuesto, no cabe pensar en una extinción de las implicaciones del terruño. Pero el proceso, que Baudrillard identifica como «la ilusión del fin», está en marcha: acaso incurriendo en excesos, Francis Fukuyama viene aventurando, desde comienzos de la década, el «fin de la Historia», abandonando el título inicial de su planteamiento en interrogativo para considerar una afirmación decidida el triunfo de mi pensamiento político único identificado con la democracia liberal (Fukuyama, 1994).
Asimismo, Gilles Lipovetsky ha establecido pautas que apuntan a un Fin de la Ética (Lipovetsky, 1994), pero se trata de impregnaciones con fundamento que nos trasladan a la idea de «Pensamiento único» tras la que nos encontramos con un inquietante proceso de uniformización que incluso, según el planteamiento de Baudrillard, está promoviendo una reescritura de la Historia para deglutirla, es decir, para blanquearla (1993). De hecho, otros análisis advierten sobre la tendencia a un fin de las identidades socioculturales, como El Planeta Americano de Vicente Verdú, en el entendimiento de que la proyección norteamericana no se produce mediante elementos específicos sino exportando la totalidad de su definición socio-cultural (1996).
Recientemente Jean Daniel, director de Le Nouvel Observateur, tras su intervención en el World Economic Forum de Davos correspondiente al presente año, en la línea de Valladao y Barber ha insistido en que «la hegemonía estadounidense, más triunfal aún tras su brillante recuperación económica, lleva a transformar lo que se denomina mundialización (o globalización) en americanización» (1997;11).
Anteriormente Mauro Wolf (1994;195 y 1991;129) o Cees Hamelink (1991b; 98) ya venían advirtiendo que la permeabilidad de las identidades más indefensas están propiciando su anulación de modo que la idea de aldea global remite más a esa conquista cultural que a una coexistencia de culturas. Todo esto contribuye a diagnosticar que la cultura, la tradición, el subcódigo comunicacional, está expuesto a un deterioro en sus perfiles nacionales dentro de una inercia favorecida indisociablemente por el emercado y las inducciones de su sistema rector, es decir, el pensamiento único.
De modo que al cabo va a ser fundamentalmente la lengua, el patrimonio idiomático, el depositario esencial de nuestra identidad en la casa común de las nuevas tecnologías globalizadoras. Y esto debiera estimular a volver la mirada al idioma: a velar por su defensa debido a su capacidad para actuar como garante de las señas de identidad de una comunidad, y por tanto su capacidad para definir un ámbito de solidaridad. Y en este propósito aparece la necesidad de atender a lo que hemos denominado «Auditoría lingüística de la agenda de los medios», en dos planos: a) corrección; b) capacidad para inducir las percepciones de la realidad. Este segundo nivel, una vez que se ha actuado sobre el primero, debe constituir la preocupación central.
En efecto, a lo largo de la década de los ochenta se produjo una acusada atención al aspecto formativo de los medios de comunicación, ligada a la Teoría de la Responsabilidad Social en un proceso ajustadamente descrito por Bemardino M. Hemando: «de recibir pedradas y lamentosas consideraciones procedentes del mundo académico, el lenguaje periodístico está pasando a recibir lo que nunca debió negársele: estudiosa atención» (1990:40).
Así pues, la certeza de que los medios, sobre todo los medios audiovisuales, ejercen una influencia notable en la formación de los ciudadanos, no sólo, pero singularmente en edades tempranas o en situaciones de mayor indefensión, veneró una fuerte conciencia en España como en otros entornos tras demasiados años perdidos en limitarse a lanzar diatribas contra el degradado uso de la lengua por los profesionales del periodismo, uso que los anglosajones denominaron journalese y los italianos giornalesse.
Esa influencia se produce tanto en la formación general como en la formación idiomática, sin embargo, durante estos años en el entorno de la información se atendió muy prevalentemente a este segundo perfil. En el período de tiempo que va desde 1980 con la celebración del Congreso Salamanca 80 sobre «Lengua española y medios de comunicación social», organizado por Televisa y la Universidad salmantina. Hasta 1989 con la publicación del libro de estilo de la Agencia Efe titulado El español urgente junto a la celebración de un seminario organizado por la agencia y la Fundación Sánchez Ruipérez, se detecta una fuerte actividad que incluye asimismo un congreso de Academias de la Lengua Española en octubre de 1986, incorporándose éstas definitivamente a la preocupación relevante por la dimensión periodística del lenguaje.
Esa actividad se ha atenuado, y aunque la publicación de los diferentes libros de estilo siguen prestando una atención destacada a los perfiles de la corrección en la elaboración de los mensajes informativos, estos mismos libros de estilo permiten deducir que se ha atemperado esa línea de actuación en favor de otros aspectos, sobre todo de carácter deontológico y estatutario (Libro de estilo de El Mundo, Guía de estilo, Onda Cero Radio, ambos en 1996).
No obstante, más allá de conservar la atención por los aspectos estrictamente relacionados con la corrección que, por otra parte, ningún manual de Redacción Periodística deja de incluir entre los cuatro perfiles básicos del lenguaje informativo conocidos como las cuatro ces: claridad, concisión y captación del interés, además de la necesaria corrección para garantizar el rigor (Martínez Albertos, 1991; 191 y 203) habría que pensar en practicar lo que Francisco Rico ha denominado «ecologismo del lenguaje» puesto que «el castellano y casi todas las otras lenguas están dejando de ser lenguas naturales para convertirse en algo así como el esperanto, una lengua artificial» (El País, 28-XI-1996).
Este problema ya se venía apreciando en lo que se ha denominado «retórica objetivadora de la realidad», entendida como la aplicación de un lenguaje desnaturalizado y deshumanizado en la información para sugestionar al lector sobre la falta de intencionalidad (Núñez Ladeveze 1987: 233), dentro de ese concepto más amplio del «ritual estratégico» que plantea la preocupación de los profesionales de la información por desarrrorar mecanismos capaces de aparentar objetividad y rigor precisamente para amortiguar las carencias de objetividad y rigor (Tuchman, 1983).
Estas debilidades que afectan sobremanera al uso del lenguaje, favoreciendo su empobrecimiento, sin duda se ven acentuadas en una comunicación cada vez más sometida al entorno de las nuevas tecnologías, en las que el mensaje queda supeditado a la propia fascinación del canal, con una veneración tal que se ha llegado a hablar del «absolutismo electrónico» como manifestación pseudoreligiosa de nuestro tiempo (Hamelink, 199la:23).
Sin embargo, las Auditorías Lingüísticas de la Agenda de los Medios debieran proponerse superar este nivel de la corrección, cuya importancia ya ha generado una conciencia consolidada de su importancia, y concentrarse en la formación de las agendas mediáticas.
Desde hace muchos años, está ubicada en las tendencias e investigaciones sobre comunicación la teoría de la agenda-setting o establecimiento de la agenda. Se puede cuestionar su estabilidad metodológica y las dificultades de constatación empírica de sus efectos mediante mediciones fiables, pero no hay duda de su interés sociopolítico, como señala Mauro Wolf (1987:166), en las diferentes orientaciones que se le ha dado.
Básicamente partimos del entendimiento de que los medios de comunicación masiva ejercen una fuerte influencia en la visión del mundo que se hacen los ciudadanos, al menos por lo que se refiere a la relevancia de ciertos asuntos y personajes en detrimento de otros. Como apunta Lorenzo Gomis: «los medios influyen al persuadir a todos de que esto es lo que hay» (Gomis, 1991:15 l). Hay temas, asuntos, acontecimientos, personalidades, declaraciones que se proyectan profusamente trasladadando a la opinión pública la percepción de que constituyen los puntos de referencia del entorno social; y para ello se prescinde de otros temas, asuntos, acontecimientos, personalidades y declaraciones que, al ser marginados, consiguientemente resultan excluidos del centro de preocupaciones de la comunidad.
Es un efecto indisociable del ejercicio de la comunicación social, sobre todo si se tiene presente que ha seguido creciendo, de acuerdo con lo planteado por Grossi hace una década (1983:225), el grado de realidad que los ciudadanos no experimentan personalmente sino que la viven sólo a través de los medios de comunicación.
Una y otra vez se regresa sobre la idea expresada nítidamente por Bernard Cohen en su ya clásico The Press and the foreign policy (1963: 13): los medios frecuentemente no tienen éxito al decirle a la gente qué es lo que tiene que pensar, pero tienen un éxito asombroso al decirle a la gente sobre qué tienen que pensar. Sin embargo, aunque en la inducción directa de comentarios persuasivos y opiniones pueda ser así no parece haber lugar a la duda sobre que los medios de comunicación no sólo fijan los temas relevantes, sino que les dan significado al traducirlos para el público (Neuman, Just y Crigler, 1992:4).
Por tanto, la ciudadanía no sólo está al albur de la jerarquización temática al poner orden en la percepción de su entorno, sino que también lo están del modo en que estos se proyectan, considerando que «las noticias no son precisamente un discurso racional, ni conferencias sobre temas de actualidad. Las noticias incluyen tono y drama» (McCombs, 1992:817).
Así pues, la teoría del establecimiento de la agenda no sólo se limita a la fijación del orden temático, pues también tiene que ver con la manera en que produce esa transferencia de prominencias (McCombs y Evatt, 1995:8), lo que Burd denomina «producción y manufactura de la opinión» (1991:291). Esto remite al factor del «encuadre», definido como la acción de «seleccionar algunos aspectos de una realidad percibida y hacerlos más prominentes en un texto que se comunica, de modo que se promueve una definición particular del problema, una interpretación causal, una valoración moral y/o una recomendación para el tratamiento» (Entman, 1993:52).
Naturalmente estos encuadres o frames nos evidencian una fuerte carga de subjetividad del emisor transferida al receptor, que hay que sumar al permanente proceso de elección que se produce en cualquier construcción simbólica de la realidad: determinar un acontecimiento relevante en detrimento de otros, determinar los datos relevantes de ese acontecimiento en detrimento de otros, determinar las palabras adecuadas para comunicarlo en detrimento de otras, etcétera. Además, se ha constatado que el efecto de los encuadres es más fuerte cuando la exposición a un tema es contínua (Patterson,1994), como sucede en España, por ejemplo, con el problema de terrorismo en el País Vasco protagonizado por la banda terrorista ETA.
Desde luego tampoco se puede desatender la relación existente entre necesidad de orientación e influencia: en el estudio de McCombs y Shaw en 1972 se midió una correlación de 0,68 para quienes tenían esa necesidad, y sólo 0,29 para quienes no sentían necesidad de orientación. De modo que el factor de necesidad se aproxima a la fuerte correlación en estudios clásicos sobre la eficacia de una tesis en correspondencia con la deseabilidad de esa tesis, que se ha llegado a proyectar incluso hasta un 0,88 (Lund, 1928).
Tampoco se podría desatender la idea de la eficacia en función de que los acontecimientos sean entorpecedores o no entorpecedores: «la dependencia de la agenda es muy diferente en uno y otro caso ya, que los individuos no familiarizados con una situación se sentirán incómodos hasta que se orienten» (McCombs, 1996:30). Pero, en definitiva, estos aspectos lo que matizan es la constatación de que la sociedad en buena medida percibe la importancia de los diferentes asuntos en función del relieve con que son difundidos por los medios de comunicación masiva.
Esto es algo que necesariamente hay que poner en relación con otros factores como el efecto priming que postula que «cuando el sujeto presencia, lee u oye un suceso a través de los mass-media, en su mente se activan una serie de ideas de significado parecido durante un corto período de tiempo subsiguiente» (Jo y Berkowitz, 1996:70), ya que, aunque el significado pueda modificarse, la importancia del asunto ya ha quedado consolidada, es decir, al margen de la opinión definitiva, el asunto ya forma parte privilegiada en la percepción del mundo del sujeto.
No obstante, es importante no desatender hasta qué punto conecta con la importancia del lenguaje el factor priming, como se deduce de los estudios de lyengar y Kinder, quienes mostraron que este efecto de «primacía» conduce a que en la valoración de fenómenos públicos complejos la gente no tenga en cuenta todo lo que sabe (1987:114), cediendo por tanto a los medios una capacidad de inducción desproporcionado. Entendiendo que en el «modo» del tratamiento de un asunto existe una notable capacidad para modificar la opinión sobre ese asunto, es obvio insistir en la importancia del lenguaje como factor nuclear de ese modo.
Un ejemplo de referencia se produjo cuando un hantavirus desencadenó una epidemia de fiebre en varios estados norteamericanos: la denominación en los medios como «virus navajo» provocó una reacción contra este pueblo indio, impidiéndoseles el acceso a escuelas públicas e incluso la entrada a ciertos restaurantes (McCombs Y Evatt, 1995:24).
La palabra es un vehículo central en la confuguración de la opinión pública por su capacidad extarordinaria para «transformar los sentimientos en razones y los intereses en justificaciones» (Amando de Miguel, 1978:13), en la medida en que «la existencia de palabras hace creer en la existencia de cosas y la propaganda al escoger palabras que utiliza, y al repetirlas, instala en los espíritus juicios de existencia, así como juicios de valor» (Durandin 1995:121).
Así por ejemplo, en la polémica en España durante el presente año para configurar el sistema de televisión digital en la que se enfrentaban una plataforma auspiciada por el Gobierno y otra plataforma del Grupo Prisa, los medios de comunicación alineados en cada uno de los grupos sistemáticamente presentaban sus informaciones refiriéndose al otro mediante este procedimiento propagandístico de la reiteración: el entorno del Grupo Prisa calificaba como «plataforma gubernamental» a sus rivales, y estos como «plataforma monopolística» a aquellos, induciendo no sólo la importancia del asunto sino estimulando una categorización con valores peyorativos para instalarlos en la conciencia del receptor.
El caso mencionado del problema del terrorismo es aún más significativo, puesto que, como se ha dicho, la continuada exposición a un asunto prolonga las ideas activadas mediante el efecto priming. En el entorno del País Vasco se ha generalizado el uso del término violentos que no hace justicia a la realidad de esta banda terrorista; y en el entorno central del Estado se han generalizado expresiones desabridas del tipo banda de pistoleros, mafia criminal, panda de asesinos, etcétera. No hay que menospreciar la importancia de este procedimiento con etiqueta goebblesiana. De hecho, una serie de pruebas han constatado que las ideas de contenido agresivo o simplemente las palabras del campo semántico de la agresividad, estimulan pensamientos y hasta tendencias hostiles y agresivas en el receptor (Berkowitz y Heimer, 1989).
En la información deportiva este problema es singularmente patente ya que su campo semántico predilecto es precisamente éste: destruir al rival, aplastar al enemigo, humillar al contrincante atacar, batir, nockear, etcétera. En este sentido las Auditorías Lingüísticas de la Agenda tendrían que proponerse el objetivo de desvelar estas pautas que, frecuentemente, no son el resultado de una práctica consciente, pero cuyos efectos indeseables están comprobados.
Es una exigencia democrática depurar ciertos valores ya que, tal como Anthony Lewis al decir que «seríamos pobres herederos de la Declaración de Independencia si no creyéramos en el poder de la palabra», no se puede esgrimir la libertad de expresión para vulnerar otras libertades, es decir, no se puede seguir practicando una información liberada de cualquier forma de control al amparo del artículo vigésimo de la Constitución si eso sirve para derrotar otros perfiles de la propia Carta Magna.
Necesariamente, es verdad, se debe coincidir en que «aunque la comunicación de estos hechos relevantes es un subproducto incidental e inevitable de la práctica tradicional del periodismo, es innegable que dicha relevancia es uno de los atributos del mensaje recibido» (McCombs, 1996:17), y precisamente esto debiera bastar para justificar tales Auditorías Lingüísticas de las Agendas de los medios informativos, que frecuentemente se ven impelidos a hacer un uso designativo del lenguaje, dándole un tratamiento simple a realidades complejas, e incluso un uso cargado de designaciones nacionales en las que se dan por supuestas determinadas tesis implícitas.
Luis Núñez Ladeveze advierte de este problema con el ejemplo de dos titulares depurados que expresan posiciones contrapuestas ante una sentencia del Tribunal Supremo norteamericano restringiendo la legislación sobre la interrupción voluntaria del embarazo: «Se limita el derecho al aborto» en El País, y «Se protege el derecho a la vida» en Abc, de modo qne respectivamente se da por supuesto en tales formulaciones que el aborto es un derecho previo a la propia regulación legal o que éste atenta contra el derecho natural a la vida (1991:321).
Por supuesto hay otras variables que son deteminantes de estos efectos —el prestigio de las fuentes informativas, la comprensión, la atención…— más allí del factor de «dependencia» que contribuye a que los medios tengan efecto de acuerdo con la confianza que se deposita continuadamente en ellos (Miller y Reese, 1982:245) o el factor «expectativa» que conecta con la búsqueda de gratificaciones por parte de los receptores del mensaje (Rubin y Perse, 1987). Por otra parte, no siempre estos procesos, además, siguen las rutas comunicativas centrales en las que se cuenta con una colaboración del público que aporta sus experiencias y conocimientos, y dispone por tanto de mayor capacidad de respuesta.
A veces la persuasión se puede producir a través de rutas periféricas, de manera inconsciente o de manera consciente para evitar la contrargumentación o una estimación de irrelevancia, que nos trasladan a lo que se ha denominado «miserables cognitivos» debido a la escasa habilidad o motivación del receptor para procesar la información recibida, produciéndose por consiguiente una mayor indefensión. Además, Fazio apunta que, más allá de la habilidad y la motivación se pueden producir efectos sin intervención de razonamientos, cuando se accede espontáneamente por la mera presencia del objeto, algo habitual en el consumo de los medios, sobre todo de los audiovisuales (1990).
De hecho, se ha constatado que el mero cambio de pronombres, sustituyendo la tercera persona por el uso de la segunda persona, del «tú», aumenta en el receptor la involucración personal y la motivación para procesar información (Bumkrant y Unnava, 1989), y otro tanto sucede si en lugar de afirmaciones se plantean interrogaciones. Estas variaciones, u otras semejantes, pueden producir un efecto persuasivo, bien mediante las ambigüedades, pues como advierte Guy Durandin todas las lenguas naturales comportan ambigüedades y ello permite engañar a un interlocutor jugando con las palabras o con la sintaxis o con los presupuestos» (1995:121), o bien mediante la apariencia excesiva de solidez, aspecto tiene singular importancia en los medios de comunicación masiva donde el prestigio de los emisores actúa como aval del mensaje para provocar su supervaloración (Perelman y Olbrechts-Tyteca 1989:771), constituyéndose en una apelación a la pertinencia (Reardon, 1983:155).
Sería innecesariamente apocalíptico derivar todo esto hacia la idea de que los medios se convierten de ese modo en el Gran Hermano de Orwell o predicciones semejantes como la formulada por Cartwright: desde el estudio clásico The people's choice de Lazersfeld, Berelson y Gaudet (1948) hasta los más recientes (Brosius y Kepplinger, 1990), se ha constatado que esta influencia existe pero con limitaciones, pues hay márgenes más o menos amplios de la opinión pública frente a la cobertura mediática.
Como apunta Alan Rubin, los medios por sí solos no son causa necesaria de efectos en la audiencia, pues sólo son una fuente en un entorno de influencias más complejo (1996:556). Pero, eludiendo por consiguiente cualquier desproporcionado tremendismo, aceptamos que hay un importante grado de inducción de la agenda de los medios en la percepción del mundo que se hace la sociedad, y que al socaire de ese efecto actúa el lenguaje como elemento persuasivo que traduce el acontecimiento.
No obstante, desde este planteamiento de la necesidad de contar con Auditorías Lingüísticas de la Agenda, nos parece imprescindible atender la línea de investigación abierta por Díaz Nosty hacia el concepto denominado pre-agenda, que remite a una instancia previa a la ordenación y jerarquización de la realidad: hay una serie de intereses, capaces de condicionar el discurso, que trascienden al propio emisor provocando la sumisión de éste a esos intereses (1995b:17-20). En un sistema mediático de matriz mercantil, la estructura de vinculaciones de las empresas de comunicación con los entramados financieros es cada vez más fuerte, y por tanto el sistema rector se proyecta con facilidad a través de los medios.
Es decir, la empresa informativa se integra en el núcleo duro del sistema rector. Por tanto, más allá del escenario de la agenda en el que se dramatizan las construcciones simbólicas de la realidad —los actores y las acciones— hay una tramoya en la que se mueven los hilos de esa escenificación de la realidad, y el movimiento de esos hilos es la pre-agenda.
Estos hilos, que determinan una serie de limitaciones constructivas del mediador (limitaciones que obedecen a las relaciones de complicidad y dependencia con la estructura empresarial y los anunciantes que contribuyen a la economía del medio), requieren que los análisis no se atengan a la cuantificación de temas y la medición de espacios para determinar simplemente las presencias y las ausencias en la agenda de los medios de comunicación, sino que análisis cualitativos rastreen en el lenguaje la traducción singular de la realidad que se le hace a los ciudadanos.
Ahí esas Auditorías Lingüísticas deben encontrar la metodología adecuada para desvelar las prácticas y rutinas informativas de los medios con el objetivo de evidenciar esas dependencias del emisor con las instituciones financieras y los patrocinadores a los que está asociado, y que evidentemente traicionan la función del periodismo: el derecho a la información tiene una definición pasiva, ya que sustancialmente se orientan a proteger el derecho de los ciudadanos a recibir una información veraz.
De hecho, una encuesta elaborada por Fundesco entre directores de periódicos españoles evidenció el extraordinario peso de los anunciantes, las entidades financieras y el entramado institucional como pre-agenda en la configuración de la agenda, incluso por delante de las inducciones ejercidas por la propia empresa (1995b:20-25). Y no hay ningún motivo para creer que el resultado fuese diferente en los medios audiovisuales: su magnitud empresarial y su dependencia neta de la publicidad en los emisores convencionales, hacen pensar en un relieve semejante o superior.
Se extienden así zonas de sombra acerca de las actuaciones de las empresas informativas y sus posiciones estratégicas de influencia en el escenario social; y estas inquietantes consecuencias se ven acrecentadas ante la falta de transparencia de las estructuras de propiedad de las empresas informativas, es decir, de sus relaciones de dependencia económico-financieras.
Por otra parte, este fenómeno relacionado directamente con las prácticas y rutinas informativas, al que debiera prestar atención la Auditoría Lingüística, conecta con el periodismo pasivo, entendiendo este concepto como el abandono de la labor de intermediación periodística, de naturaleza activa, para adoptar una actitud de sometimiento con respecto a los flujos informativos generados en esos entornos publicitario-financiero-institucionales, cediendo a sus intereses de manera consciente o inconsciente.
En un encuentro de periodistas independientes celebrado en Nueva York durante el primer fin de semana de febrero de 1997, los propios profesionales denunciaban este escenario degradado al estar el 75 por ciento de los medios americanos directa o indirectamente controlados por las grandes multinacionales de la comunicación que, en efecto, los utilizan al servicio de sus intereses económicos o como escaparate de propaganda comercial. De este modo se estimula, claro está, el fenómeno de la autocensura.
No sin razón, se viene preguntando Noam Chomsky, si los medios no amenazan, así las cosas, la propia existencia de las instituciones democráticas (1992:11). El periodista Anthony Lewis, en un libro titulado significativamente On your Knees (De rodillas), plantea efectivamente el fenómeno de la autocensura como resultado de la presión psicológica; es decir, como consecuencia de lo que Furio Colombo denomma síndrome de impotencia: «el periodismo maniatado por el mundo del espectáculo y el uso de la información recibida, facilitada por razones propias por fuentes de poder» (1997:22).
En la citada convención de periodistas independientes norteamericanos se esgrimió un ejemplar de The Wall Street Journal de cuyos contenidos hasta un 40 por ciento eran comunicados de prensa; hecho que no se puede considerar aislado sino una tendencia generalizada. Por supuesto, todo esto tiene serias consecuencias sobre la actividad profesional del periodismo, cada vez más distante de la propia realidad al operar con fuentes y redes que pertenecen al propio sistema rector: «agencias, iglesias, centros de investigación, gobiernos, oficinas de prensa, organizaciones internacionales, grupos organizados de presión y de divulgación, dan noticias, ofrecen revelaciones, indican orientaciones, proponen resultados no controlados de investigaciones y sondeos, nos dicen qué queremos, cómo es y cómo debe ser la relación con nuestros hijos, con nuestra familia, comenzando por la procreación. Sexo, consumo, tiempo libre, gustos, pero también simpatías y opciones políticas entran con fuerza en las sedes que el lector sigue considerando fuentes autónomas de información» (Colombo, 1997:20).
No en vano, un documento de la UNESCO destaca que el 75 por ciento del flujo informativo mundial se genera o se desarrolla en la industria informativa estadounidense. Y de ese modo queda neutralizada la concepción del periodismo como actividad de mediación o intermediación entre el sistema y los ciudadanos, para realimentar la interactuación de los mismos, reduciéndose a la mera condición de canales pasivos de transmisión en los que el factor espectáculo gana terreno galopantemente como se constata en las fusiones de grupos de la industria del ocio con empresas informativas generando productos mixtos en los que se escamotea la definición del interés profesional y el interés general en función del mercado (el sistema rector, por tanto) y las supuestas presiones de la opinión pública bajo la premisa de que hay que dar al público lo que el público quiere —es decir, productos populares— traicionando evidentemente su derecho a recibir información definida fundamentalmente por su veracidad e interés general.
Al poner en relación estos síntomas con el fenómeno mencionado al principio —el hecho de que las nuevas tecnologías acaban con la territorialización tradicional de modo que en el nuevo escenario global el idioma aparece como el soporte fundamental de las identidades y los espacios de solidaridad— se hace patente la necesidad de desarrollar estas Auditorías Lingüísticas de la Agenda de los Medios. Díaz Nosty (1995a: 65-68) ha apuntado que, frente a las inquietudes inevitables que produce el panorama de la comunicación, debiera alentarse un proceso de regeneración en la acción comunicativa operando sobre tres principios básicos: identificación de los actores (de modo que haya transparencia en cuanto a los propietarios de los medios y sus mecanismos de producción), neutralización de estos valores de pre-agenda que surgen del entramado que hay tras la titularidad de los medios (de modo que a la audiencia no se le escamoteen perfiles de la realidad que no convengan a los intereses del emisor) y profundización en las prácticas comunicativas (alentando el reequilibrio entre los diferentes actores de la acción comunicativa, y, por tanto, estimulando en los receptores la condición de ciudadanos y no de meros consumidores). En definitiva, hay que rescatar la comunicación social de su reducción al sector servicios (Mauro Wolf 1994:197), es decir, de su reducción a la condición de producto sometido a la lógica competitiva del mercado basada en la rapidez y los valores de atractivo, en un escenario confuso en el que la información circula entreverada con la comunicación empresarial y lúdica hasta dejar de ser discernible (Martín Serrano, 1992:122).
La desregulación del sistema mediático no puede convertirse en patente de corso para justificar cualquier modelo de actuación; y creo que una metodología eficaz para tales Auditorías Lingüísticas de la Agenda puede contribuir a despejar las brumas que se ciernen sobre estos modelos resultantes de la reorganización del sector. No a solventarlas, claro está, pero al menos sí a participar en la operación de ecologismo lingüístico y ético para desvelarlas, premisa necesaria de cualquier propósito de regeneración.