Álvaro Ruiz Abreu

Lenguaje y formas de la noticiaÁlvaro Ruiz Abreu
UAM - Xochimilco (México)

Segun Serge Gruzinski, «la guerra no sólo es un asunto de armas, de campos, de militares, sino también de destrucción e imposición de imágenes, desde Colón hasta Blade Runner».

Ya no se pretende la ocupación física de territorios para su sometimiento y explotación, basta con introducir la imagen del mundo «civilizado» como norma para invadirlo. Basta la imposición de un nuevo lenguaje, el de la televisión, la prensa, el video, que sea diferente al empleado en el país natal para controlar el comportamiento, y básicamente el universo espiritual.

La oposición en que se debate el mundo contemporáneo es entre noticia y relato; estamos invadidos de información light, cuyo ingrediente básico es la rapidez, de palabras que en lugar de orientar y aclarar, oscurecen, confunden.1 Ella guía a la sociedad en su desconcierto habitual, es explosiva y a veces cruel, pero golpea casi siempre el mismo lado del hombre: su expresión verbal o escrita, sus hábitos de lectura y de recepción de imágenes. En la actualidad es una de las herramientas más poderosas de los sistemas políticos.

La noticia resume y recorta el mundo de los hechos; como contraparte, el relato amplía ese mundo, lo describe y le inyecta el arte de la historia. La noticia se mueve en los límites de la superficialidad, el relato remueve el conocimiento del mundo. Aquélla es estática, monológica, éste invita a un diálogo entre el que escribe y el que lee. La noticia ya no necesita de un escritor-periodista. Kapuscinsky cree que el oficio del periodista se ha visto seriamente agredido por la televisión. En un mundo de imágenes envolventes y fugaces, tal vez sobra el periodista tradicional que observa la realidad, la interpreta y la escribe bajo un dominio profundo del lenguaje.

Para la televisión sobra el lenguaje, pues su mensaje no desea revelar un fragmento del mundo sino ofrecer una noticia, aquí y ahora. La lucha entre ella y el periodista es frontal pues ha puesto en una encrucijada dos actitudes, dos visiones del mundo, dos tareas que cada día se diferencian más. Es la hora de quemar la noticia, por su raíz light y su discurso ramplón y superficial, y salvar el relato, el viejo esquema de contar historias en que se basa el periodista y el escritor.

Una manera de establecer la distancia que separa al relato de la noticia es recordando esta anécdota contada por Kapuscinsky:

Una vez encontré a un hombre que había pasado diez años en un gulag porque intentó colocar un pesado busto de Lenin en una sala del segundo piso de un edificio. Las puertas eran muy estrechas y, así, el desafortunado decidió levantar el busto desde un balcón. Ante todo debía amarrarlo con una cuerda y así lo hizo: puso una cuerda en el cuello de la estatua, en el cuello del autor del marxismo y del empiriocriticismo. No tuvo el tiempo ni de desatarlo antes del arresto.2

La pregunta a la que nos conduce esta anécdota es clave: ¿por qué es un relato y no una noticia? Porque la noticia es lo visible, recorre con el lector lo inmediato, es decir, lo superficial, lo que no es. Mientras que el relato nace de la parte invisible del mundo y lo muestra en su amplia variedad de formas y contenidos. «Así como los camellos atraviesan el desierto, los relatos atraviesan la soledad de la vida, ofreciendo hospitalidad al que escucha buscándola». Esta soledad se encuentra con toda claridad en el relato de Kapuscinsky del preso en el gulag.

El relato establece cierta complicidad con el lector, lo seduce al ofrecerle una historia hecha de pausas y silencios. Para John Berger, parte de la «narrativa depende de lo que se deja fuera de ella. Si no, no sería una anécdota porque simplemente repetiría al mundo». Lo que no se incluye en un relato es el extenso mundo de las sensaciones, las experiencias y conocimientos que propicia; con ellas el lector traspasa la barrera entre la palabra y su mirada instalándose en una zona libre de su imaginación.

El ascenso de la televisión y el vídeo ha construido una imagen falsa del mundo; no es un problema entre verdad y mentira, sino en hacer creer a millones de personas que no hay diferencia entre una y otra porque la imagen televisiva uniforma el hambre y la opulencia, la paz y la violencia, los negocios y el arte. Así se explica la pregunta de Kapuscinski: «¿La invención de la cámara de vídeo portátil —cada vez más económica y pequeña— significa el fin del periodismo tradicional? Quizá hoy todavía no, ni de todos los géneros. ¿Pero a partir de mañana?».

La complejidad del mundo actual se traduce en el silencio; ya no es posible conocer ni describir la realidad, tampoco verla desde sus distintos ángulos, entonces solamente queda la posibilidad de tener una «instantánea» de la misma. Esta es una manera de destruir la naturaleza, acto que suele identificarse con los desechos nucleares que contaminan ríos y mares, selvas y llanuras. La naturaleza se sigue destruyendo «no sólo mediante la tecnología y el exceso de química, sino también —aunque quizá de manera menos visible— a través de la paulatina eliminación de nuestro vacubulario, de nuestro lenguaje».

Hoy más que nunca se necesita el relato que exige un narrador, es decir, cuyo papel es y ha sido el de un inventor del mundo; de las tesis sobre él, me basta esta por sencilla y clara: «el papel del narrador es el del portador que transporta algo de un punto a otro. Si resistimos a la tentación de ser modestos, perdemos la capacidad de prestar atención». En mitad del desorden social e ideológico que origina la violencia verbal en la mente de cada ciudadano, a menudo ametrallada por una cantidad infame de imágenes que no puede asimilar y menos razonar, es frecuente el olvido.

El absurdo es el dueño de la vida contemporánea. «No obstante —dice John Berger— el hombre realiza con frecuencia acciones valientes. Entre las menos valientes, aunque eficaz, está el acto de relatar. Estos actos desafían el absurdo. ¿En qué consiste el acto de relatar? Me parece que es una acción permanente de retaguardia contra la permanente victoria de la vulgaridad y la estupidez».

Este triunfo de la estupidez y lo fácil es una amenaza constante: erosiona el vocabulario sencillo, pleno, directo de los hablantes; hiere en sus múltiples formas la posibilidad de una comunicación más eficaz; perfora, desintegrándola, la imagen del mundo y la que cada quien se ha hecho de los hombres, el paisaje familiar, el de la infancia y el de los seres humanos. Una muestra evidente fue que en 1996, el año del perfeccionamiento del Internet, bastó con que la televisión mexicana mostrara una comunidad rural que había sido atacada por un chupacabras, para que se extendiera al ámbito nacional.

A partir de ese momento, el niño en la escuela, la señora en su edificio, el burócrata en la oficina, igualmente el ciudadano de la calle, tuvieron como verdad inquebrantable que el mal de ahora en adelante tenía un nombre: chupacabras. Era invisible, sin definición clara, pero aparecía con gran destreza de su ubicuidad, en zonas distantes atacando animales, personas, niños, comunidades. Sacudida por esta noticia, la prensa escrita tuvo que reforzar lo que la televisión le había servido en bandeja de plata a la sociedad mexicana, reforzándolo. Esto prueba que, entre otras cosas, la información se ha convertido en un bombardeo de imágenes fáciles, pueriles, que el público se traga sin más.

La vox populi dijo que el chupacabras, criatura semejante a las brujas en la Edad Media, era Salinas o un despistado. Pero la prensa ya lo había convertido en noticia; su perfil se encuentra perfectamente en este párrafo: «Empezó matando cabras en el norte. Devora gallinas en el centro. Atacó a una mujer en Sinaloa. Decapitó a una paloma en la capital. Ha extraído la sangre de los borregos en el Bajío. Ha invocado las supersticiones con su cauda de ajos y crucifijos. Tiene dos o seis patas y parece mitad hombre mitad bestia».3 Es un fenónemo social y un misterio, una aparición y un milagro que todos convocan. Un testigo declaró que era bueno que cientos de policías siguieran al monstruo porque a lo mejor sí le entran las balas. Y en Sinaloa apareció este anuncio: «Protéjase del sol y del de Sinaloa por sólo 16 pesos el chupacabras. Malla-sombra metro».

El público juega un papel decisivo en esta guerra de las imágenes, en esta lucha entre las tinieblas y la luz, el relato y la noticia. La televisión lo ataca como un chupacabras: le roba la imaginación, poniéndolo en la antesala de la estupidez, el cinismo o la superstición. ¿Cómo controlar un poder político, el de la televisión, que se ha convertido en algo casi fuera de todo control? Karl Popper dice: «La democracia consiste en poner bajo control el poder político. Es esta su característica esencial».

En una democracia no debería existir ningún poder no controlado. Ahora bien, sucede que la televisión se ha convertido en un poder político colosal, se podría decir que, potencialmente, el más importante de todos, como si fuera Dios mismo quien habla».4 Y este poder no tiene límites precisos, porque la sociedad no quiere ejercer su derecho a una limpia, por temor de incurrir en la censura. Una democracia no puede vivir ni podrá hacerlo de ahora en adelante, si no controla a la televisión.

En un mundo tecnologizado, la superstición no ha desaparecido sino se arraiga cada vez más en la conciencia social; se cree en los signos del Zodiaco y en las premoniciones. La televisión «domina sin rival la cultura popular y, como era de temerse, puso ante las cámaras y aparecieron en las pantallas unos individuos inverosímiles que discutieron con gran seriedad sobre el origen de esta nueva bestia del apocalipsis animal»5: el chupacabras. Para entonces se había convertido en un típico subproducto de la cultura de masas, es decir, en algo ilógico, que por su misma irracionalidad penetra el alma de la libertad de expresión.

Rafael Segovia apunta: «El Internet no puede terminar con la superstición. El problema no está sólo en los espacios de la realidad que escapan del poder de la razón, se afinca en gran medida en las intenciones perversas de la comunicación, en la explotación fría y calculada de la estupidez humana».

Aparte de ser un asunto que atañe al lenguaje y sus formas de expresión, a la relación emisor y receptor, a la noticia en su forma vacía y al relato, la comunicación tiene una parte ética, insoslayable.

En la década de los sesenta, Edgar Morin habló del rumor de Orléans, que consistía en que bellas y jóvenes chicas desaparecían de los probadores de tiendas de ropa6. «La explicación de la ciudadanía era sencilla: las jóvenes eran secuestradas para alimentar una trata de blancas dirigida hacia el Medio Oriente. Por pura casualidad, las tiendas en las que ocurrían estos hechos eran propiedad de judíos. El único problema era que la policía local no había recibido una sola queja por la desaparición de alguna joven. En realidad nadie había desaparecido. Pero los mitos son fuertes. Un 'pánico medieval' —dice Morin— se había adueñado de una ciudad moderna. Y, como de costumbre, el antisemitismo volvía a relucir». ¿Por qué?

De la angustia y la desesperación de la gente puede surgir ese pánico descrito por Morin, o el temor producido por el chupacabras. «El temor coletivo busca a menudo culpables míticos». Ya Michelet se encargó de mostrar el sentido que tuvieron las brujas en la Edad Media; en otro tiempo, los homosexuales, los gitanos, han sido igualmente reinventados por la imaginación popular. Pero ese es otro asunto. Lo importante del temor provocado por el chupacabras es su tratamiento como noticia.

Apareció precisamente en este fin de milenio, entre las brumas de la inseguridad mexicana y el desconcierto por el futuro. Su lenguaje ha sido creado y recreado por la prensa; su significado necesita del análisis, pero la rapidez con que se creó el mito rebasa casi toda interpretación. ¿Por qué? Porque es noticia, espuma social, viento político, alimento de la población: una imagen creada a través de la televisión que la lanzó como noticia, jamás como relato.

Notas

  • 1. Véase Pereda, Carlos, «El despotismo palabrero», Biblioteca de México, n.º 14, marzo-abril, 1993, pp. 47-53.Volver
  • 2. Las citas e ideas de Ryszard Kapucinski y John Berger se han tomado de «El silencio y la palabra», y «Oficio de periodista», aparecidos ambos en La Jornada Semanal, nueva época, n.º 6, abril 16, 1995.Volver
  • 3. Véase, Migual, Pedro, «El fantasma que recorre México», La Jornada, mayo 14, 1996, p. 13.Volver
  • 4. Veáse, Popper, K. «Licencia para hacer televisión», en Nexos, n.º 220, abril, 1996, pp. 25-29.Volver
  • 5. Segovia, Rafael, «El chupacabras y el astrólogo», Reforma, viernes 17 de mayo, 1996, p. 8A. Volver
  • 6. Véase Pipitone, Ugo, «Chupacabras», La Jornada, 14 de mayo, 1996, p. 41.Volver