Mi punto de partida para ello será la tesis de que los medios de comunicación son, en primer lugar, una interpretación de la realidad, y no su mero y simple reflejo. El porqué de esto habría que encontrarlo en las entrañas mismas del lenguaje, que también es interpretación, y no espejo, de las cosas que creemos percibir. Los medios —sobre todo los más complejos, como la televisión— están sometidos a múltiples lenguajes y límites que los obligan a ser lo que son. No se trata solamente de que estén tabulados por inexorables fronteras temporales y espaciales: es que también la distribución en ellos tiene un sentido, o la jerarquización, o el peso de otros poderes que están presentes, aunque no se obvien porque no salen de entre bastidores.
Como conclusión muy provisional a todo este cúmulo de restricciones que encorsetan a la realidad informativa mediática, habría que decir que los medios están muy lejos de «actuar solos». En ellos se filtran voces ajenas, discursos de los que deben apropiarse en muchas ocasiones para legitimar sus propios discursos. Claro que esas voces de la alteridad no son voces cualesquiera, sino voces de autoridad, voces cuya resonancia y relevancia sociales las puede convertir en fuentes tan fiables como indiscutibles con que nutrir el gran estómago televisivo. Y, por extensión, a nuestros sufridos estómagos.
La corrección expresiva y estilística es, pues, algo que voy a pasar de largo con el fin de detenerme más en lo que el lenguaje, con independencia de su claridad o corrección, connota y transmite. Y, por suerte o desgracia, el lenguaje siempre connota, como diría el afamado filósofo francés Roland Barthes. El lenguaje siempre se halla colocado en el punto en que no puede evitar la presencia ideológica y, por lo tanto, la subversión, la subjetivización, la tendencia. El lenguaje nunca es denotativo. Tampoco, por paradójico o cínico que parezca, en los diccionarios.
Y por los diccionarios voy a empezar antes de llegar a la televisión. Y voy a empezar por ellos, porque ellos son una de las autoridades, junto con las jurídico-policiales, más usadas en las noticias de televisión y de otros medios comunicativos. Voy a citar un ejemplo muy general, pero que, sin embargo, se ajusta a las conclusiones a las que queremos llegar. Empiezo por la definición de un delito que detalla quiénes son sus objetos y sujetos. Su (des)carga ideológica merece comentarios amplios y detenidos.
Me refiero a la voz infanticidio, que alude al hecho de matar niños, pero cuya segunda acepción (que todos los diccionarios, sin excepción, catalogan como la «verdadera definición»), tiene que ver con el crimen que comete la madre con su criatura recién nacida o por nacer, para ocultar algún agravio o deshonor. Los diccionarios dan por sentado que las mujeres pueden ser deshonradas, razón por la que no debe soprender que en las noticias nos sigan hablando de «abuso deshonesto» al referirse al exclusivo hecho de la agresión sexual. Es como si se diera a entender que algunos abusos, que tal vez no comprometen las estelas del honor personal, sí fueran honestos.
Claro que en los diccionarios no se especifica el nombre del delito que comete el padre que mata a su criatura. La televisión parece acatar sin reservas, en su uso léxico, estos tajantes enciplopedismos, pero acalla crímenes que claramente deberían definirse como «infanticidios». Hablo de esos sucesos que ocurren en China o India, donde se cometen crímenes sistemáticos contra fetos femeninos, para dar prioridad al nacimiento de hombrecitos. Estos casos se caracterizan por el hecho de que la tecnología y sus representantes se hacen cómplices de un exterminio que se omite tanto en los diccionarios como en los discursos informativos televisivos. No es porque no se hable de ellos, es porque aparecen innominados.
Es más: son crímenes no sólo sin catalogar semánticamente, sino que también se eternizan en los discursos mediáticos descabezados de responsables inmediatos. Y si queremos equipararlo al concepto «infanticidio» recogido en las enciclopedias, habría que empezar aclarando la identidad de los sujetos criminales, los instigadores y los sicarios. Sin embargo, entendámonos, para mi gusto, en estos ejemplos de aniquilación fetal, el concepto infanticidio ha quedado exiguo. Yo más bien optaría por femicidio infantil.
Como conclusión primera, habremos de admitir que la omisión y la exclusión forman parte de los discursos sociales y mediáticos a los que estamos aludiendo. Discursos que emanan de grupos sociales dominantes y que crean plataformas de conocimiento, a las que otros grupos —en este caso, mujeres del Tercer Mundo— quedan sin acceso y privadas de voz, o peor aún: de credibilidad.
Por si el peso de los cánones instituídos por los diccionarios —y, por lo tanto, desde la oficialidad académica— fuera poco, los medios han de someterse a la autoridad jurídico-policial. Es otra manera de transformarse en fuentes y voces de confianza. Se puede entender, así, que las noticias televisivas reproduzcan los conceptos y el mismo lenguaje equívoco y a veces ciego de la justicia. Como consecuencia inmediata de este hecho, el rótulo conceptual de violencia alude con exclusividad a esa violencia castigada por la ley y que se constituye en delito.
Otras formas de violencia no admitidas como delito, son ignoradas por los medios en sus menús informativos. Por ello no es extraño hallar en sus usos lingüísticos expresiones tales como «la mujer fue agredida y violada», disociando ambos hechos, como si la violación fuera un hecho aparte de la propia agresión y sin quede tampoco muy claro quién o quiénes son los agentes de ambas acciones (aunque eso sería un problema aparte). Aquí hay un rasgo interesante: no es que la violación no esté aceptada como delito.
De hecho, la violación es delito según todo Código Penal, al menos en el mundo occidental. Sin embargo, por encima del reconocimiento del delito, está la costumbre y el prejuicio, a los que la propia justicia no es ajena. De ahí que la admisión del delito se lleve a cabo con reservas: las mujer siempre va a tener que probar su mayor o menor inocencia. Esto no ocurre en un delito de robo, por ejemplo, en que la víctima siempre es inocente. Por el contrario, la violación es delito sólo cuando el juez de turno dictamine que así es.
Mientras tanto, la violación en los discursos sociales en general —y los mediáticos no son una excepción, por desgracia— es una forma de actuación o relación sexual. De ahí que se haya convertido en indispensable el probar el mayor o menor grado de «colaboración» de la mujer en el hecho e, incluso, el factor «disfrute».
Tampoco es extraño que se abunde en generosos epítetos como «agresión brutal», «terrible hecho», y otro tipo de tremendismos que hacen pensar que, al tratar la violencia, hay magnitudes y «clases». Y, de hecho, hay clases: no es lo mismo una agresión cometida por el obrerito anónimo de la vuelta de la esquina, que por el respetable sobrino del senador Kennedy o por O. J.Simpson.
Si el agresor es una estrella o un bienaventurado miembro de alguna élite, entonces ya no habrá un «hecho terrible», sino un simple y frugal «incidente» o, si el asunto ha trascendido demasiado en los medios, tal vez se tilde de «escándalo», vocablo que ha venido a significar, a todas luces, que todos debemos asombrarnos antes ciertas proezas y salidas de tono en la vida sexual de quienes constituyen el grueso de ciertos grupos dominantes, admirados, seguidos por grandes masas y dotados de autoridad.
Todo eso por no hablar de las personificaciones susceptibles de ser halladas en los noticiarios. Si prestan un poco de atención, les sorprendería la cantidad de mujeres que «han sido agredidas por un palo», en lugar de por un hombre armado con un palo, o de las mujeres que «sufrieron desgarros vaginales» en lugar de una agresión cometida por un individuo que, con alguna parte de su cuerpo o con algún instrumento manejado por él, les haya ocasionado desgarros vaginales. O la nominalización «homicidio causado por una frustación sexual», en lugar de «homicidio causado por un hombre sexualmente frustrado» o que, al menos, «se sentía frustrado sexualmente». O por las sinécdoques y metonimias que reducen a la mujer o, en todo caso, a la feminidad, a un mero collage corporal: «los senos presentaban quemaduras», sin que se sepa dónde estaban colocados dichos senos, ni qué identidad les correspondía.
Todas estas fórmulas eluden, falsean o distorsionan un mensaje o parte de él, y lo hacen a través del lenguaje, que se muestra insuficiente y parcial. La razón para ello puede ser un simple descuido o desliz en el proceso de la construcción narrativa o puede obedecer a una fijación o preocupación excesiva por ciertos detalles (en este caso, por la pornografía y la proliferación morbosa) más que por la búsqueda de un lenguaje desnudo de equívocos. Y es que nuestro lenguaje nunca es el del primer día. Todos los términos en los que nos expresamos contienen ya un lastre ideológico y semántico que hace posible la comunicación. Bien saben esto quienes trabajan a bordo de los medios, que además aprovechan para introducir estereotipos manidos más o menos consensuados.
Tampoco parece excesivamente ético mitificar la figura de un agresor, acuñándole el calificativo nominalizado de monstruo o cosas similares. Esto no es más que otra forma de disgregar la identidad: el crear un grupo de seres «normales» (nosotros, los no violentos, los tolerantes, las víctimas, y quienes nos identificamos o sufrimos por ellas) hace más creíble la presencia y existencia de un grupo aparte, de seres anormales, enajenados por la enfermedad, la desmedida, la lujuria.
Pero la otra cara de la misma moneda es que, si se tuviera más respeto a las connotaciones lingüísticas, se tendría más cuidado en el uso de algunos calificativos, como «el agresor era homosexual», o «analfabeto», o «árabe» o «indio amazónico». En el fondo, poco importa si un agresor pertenece a tal o cuál grupo. Pero para los medios sí es relevante, ya que la diferencia explicitada —en forma de adjetivo— dice mucho acerca de quiénes somos nosotros y quiénes constituyen, por excelencia, los feudos de la alteridad.
La alteridad la integran las minorías, en el tema del que nos estamos ocupando. Es necesario que el enemigo quede situado fuera de nuestro grupo, hay que desterrar la maldad, encarnarla en alguien que pueda cargar las culpas. Las propias o las ajenas. Y estos calificativos proporcionan esa puerta segura en que «nosotros», los que parecemos compartir intereses comunes y formar una comunidad o identidad homogénea y sin fisuras, quedamos a salvo.
Antes de dejarles pensando en que todo lo que he dicho obedece a alguna excentricidad feminista, me gustaría aprovechar para conminar a nuestro profesionales a establecer, antes de narrar la noticia, unos límites de relevancia. Y que esa relevancia tenga más que ver con el componente ético que con el comercial. Tal vez se necesite una formación diferente.
Me refiero a una formación que elimine de una vez por todas toda esa complacencia en la explotación y mercantilización del dolor ajeno. Una abogada barcelonesa, conocida por ocuparse de casos de mujeres violadas, me comentó en cierta ocasión que, desde hace un buen lustro, los medios de comunicación habían perdido todo el recato, y que el comercio de dramas sexuales era algo escalofriante, razón por la cual en uno de sus últimos juicios, se prohibió a los periodistas de televisión que accedieran a la sala. Yo hablé con algunos de ellos, y todos me confirmaron la sospecha de la abogada: a los televidentes había que darles lo que les apetecía.
Y ese fin, justificaba cualquier medio. Pienso que los reality shows y otros géneros de índole hiperrealista, como el snuff, han tenido que ver en este interés por el sufrimiento de los otros, las vicisitudes de los cuales, alcanzan a nuestros ojos, tan hechos a las pantallas, como un simple espectáculo para poner a prueba nuestra sensibilidad y nuestras emociones. La realidad tiene ahora forma de pantalla, la gente de la calle se ha convertido en pasto televisivo, se ha trastocado la frontera entre lo público y lo privado, y esto ha dado lugar a lenguaje más directo y más crudo. Prueba de ello, es que el profesor Keith Soothill, de la universidad inglesa de Lancaster, me decía que en las noticias se advertía un cambio de tratamiento.
Se había pasado de un discreto puritanismo a la hora de hablar de agresiones sexuales, a un afán mórbido y repentino por el detalle. Él lo atribuía a un inexorable proceso de penetración pornográfica. Y no debía andar errado, ya que el boom de la pornografía salida ya del búnker oscurso de la censura, coincide con el de este cambio, que fue a finales de los años setenta. Al menos en Francia y en Inglaterra. Creo que, ahora, a la pornografía se han sumado los géneros antes citados. En fin, el lenguaje ha transformado ciertos fenómenos sociales en géneros narrativos con su especifidad léxica. A su vez, la realidad social parece amamantarse de lo que se desprende de ese lenguaje nuevo. Hay hibridación, hay mestizaje. Eso podría estar muy bien en muchos aspectos, pero no en verdad en éstos que acabamos de mencionar. Aquí más bien da la impresión de que todo se recicla y se hace más complejo. Y, sobre todo, da la impresión de que todo vale.
Sin embargo, yo creo en un periodismo más digno y dignificador. Porque, en todo caso, habiendo seres humanos de por medio, no todo vale. Y, especialmente, porque en mi visión de las cosas ningún fin justifica según qué medios.