Santiago Kovadloff

Nuevas fronteras del españolSantiago Kovadloff

Es imprescindible que nos encaminemos desde la sociedad que ha hecho de la información un universo autosuficiente hacia el universo de un conocimiento donde la información pueda pasar por el tamiz de un discernimiento crítico, no sujeto a los imperativos insaciables del consumo y el vértigo de los contenidos que, a fuerza de ser efímeros, resultan siempre desechables. «El conocimiento —ha dicho Fernando Lázaro Carreter— es información procesada».

Ya en el siglo xvi, Montaigne supo advertirnos que lo que en verdad importa es tener una cabeza bien formada y no una cabeza llena. Y, por eso, pareciera ser igualmente necesario hacer de esta advertencia una premisa inexcusable, a la hora de interrogarnos sobre el papel que en nuestra lengua española está llamada a jugar la producción de conceptos y nociones capaces de forjar perspectivas sobre la realidad que evidencien sabiduría y no sólo sentido de la oportunidad.

Está visto que los idiomas alcanzan en el mundo la proyección que logran las ideas y los valores que en ellos se sabe crear y expresar. La universalidad de esos valores e ideas no es otra que la de las culturas capaces de fundarlos y comunicarlos. También ha sido Carreter quien escribió: «El lenguaje nos ayuda a capturar el mundo y cuanto menos lenguaje tengamos, menos mundo capturamos. Si se empobrece la lengua se empobrece el pensamiento».

Transitar con decisión hacia una auténtica sociedad del conocimiento no significa, en nuestro tiempo, sino empeñarnos en dejar atrás el reino gobernado por un criterio estrecho de la eficacia, a fin de avanzar hacia la integración necesaria entre ética y eficacia. Sólo así nos liberaremos de lo que Vaclav Havel llama «el fetichismo de una incesante expansión económica indiferente a sus efectos cualitativos».

Las nuevas fronteras del español, ésas que anhelamos trazar extendiendo el territorio protagónico de nuestro idioma, serán aquellas que resulten del empeño puesto en establecer y hacer reconocer la conciencia que los iberoamericanos tenemos de la necesidad de una nueva racionalidad, una racionalidad capaz de superar las restricciones impuestas por el puro pragmatismo.

Todo acto cognoscitivo es un acto lingüístico, nos recordaba Steiner hace más de treinta años, al denunciar el hecho de que «las presiones que ejerce la uniformidad tecnológica y la importancia cada vez mayor que cobra la comunicación rápida y no ambigua, están erosionando el atlas lingüístico». Pero no por ello, claro está, debemos confundir el papel que desempeñan los medios electrónicos de comunicación con el problema central al que corresponde prestar toda nuestra atención. Y ese problema atañe a las bases sintácticas de la percepción afectadas medularmente por los cambios característicos de esta etapa histórica y con respecto a los cuales esos medios electrónicos son un síntoma y no una causa. A la hora de intentar establecer nuevas fronteras para el español y de alentar una mayor incidencia de nuestra lengua en el escenario de la demanda mundial de conocimiento, resulta decisivo saber prevenir cuáles pueden llegar a ser los efectos nocivos de la fe tecnocrática; esa fe que muy otra cosa es que la confianza razonable y razonada en la tecnología. Su rasgo distintivo suele ser un inflexible reduccionismo. Sobre él supo llamarnos la atención Lord Eddington, uno de los más grandes investigadores ingleses del siglo pasado. Con incomparable gracia y don de discernimiento dejó escrito que «todo físico sabe que su mujer es un conjunto de átomos y de células. Pero si la trata así, la pierde».

Como bien lo ha señalado el investigador Horacio Reggini, integrante de la Academia Argentina de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, «las exigencias de la educación no se dirigen a hacernos dueños de infinidad de datos, sino a volvernos hábiles en el aprendizaje de un saber genuino. No debemos confundir los medios con el fin. Hay que saber utilizar la tecnología para no incurrir en la peligrosa simplificación de homologar el proceso educativo con Internet».

El profesor Charles Faulhaber, distinguido catedrático y director de la Bancroft Library de la Universidad de California, Berkeley, y uno de los disertantes de esta mesa, sostiene en su ponencia que aun cuando «el ciberespacio no tenga límites geográficos sino virtuales, su colonización obedece a las mismas reglas que la colonización geográfica». Y el Dr. Ángel Martín Municio, que preside la Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales de España, y que también honra con su participación esta mesa, evoca en un momento del trabajo que nos leerá, la relación de su país con la ciencia en el siglo xix, concluyendo que es «muy poco lo que España y su lengua contribuyeron en esa centuria a la fantástica misión de dar nombre a las cosas recién descubiertas».

Pues bien: hay entre aquella consideración del profesor Faulhaber y esta observación del Dr. Municio, una sugestiva complementación pues ambas subrayan el papel que juegan la educación y la ideología en la configuración de lo que entendemos por realidad. Ambas enfatizan, añadiría, la necesidad de aprender a ser contemporáneos.

Acaso una anécdota pueda cumplir el papel de epílogo de estas más que breves consideraciones que sirven de introducción a las reflexiones centrales de nuestra mesa sobre Las nuevas fronteras del español.

Cuentan que, al llegar a Nueva York en cumplimiento de una visita a los Estados Unidos, el escritor inglés Oscar Wilde fue recibido en el puerto de esa ciudad por una nutrida comitiva de entusiastas admiradores. Parte de la misma estaba integrada por personalidades del mundo de la empresa y la incipiente y pujante industria de las telecomunicaciones. Tras las formalidades iniciales que impone la celebridad de tan distinguido visitante, Wilde fue invitado a pasar a un elegante saloncito del puerto donde ese grupo de empresarios y técnicos le mostró, empotrado en la pared, un aparato telefónico. Tras explicar a Wilde, sumariamente, de qué se trataba, se le dijo con inocultable orgullo y rematando la descripción del novedoso instrumento: «¡Se llama teléfono y empleándolo puede usted, en menos de un minuto y medio, estar hablando con la ciudad de Boston!»

Wilde asintió silencioso y pensativo. Luego, sonriendo, preguntó delicadamente a sus anfitriones: «Y díganme, por favor: ¿hablando de qué?»

En última instancia, la calidad y el sentido de lo que hagamos dependerán siempre de la riqueza subjetiva que sepamos poner en juego. Promover esa riqueza es el deber primordial del conocimiento.

Escuchemos ahora a quienes aquí están para enriquecernos con su experiencia y con su pensamiento.