Federico Ibáñez Soler

Lengua-educación-radio Jorge Alberto Warley
Profesor de Semiología y Teoría y Análisis Literario de la Universidad de Buenos Aires (Argentina)

I

El 29 de abril de 1993 fue promulgada en la República Argentina la Ley Federal de Educación, número 24 195.

Era la culminación de un proceso que había comenzado con el Congreso Pedagógico Nacional (l984-l988); y continuó a través del debate parlamentario que se extendió hasta 1993 (habría que mencionar como antecedentes las resoluciones de la dictadura militar a comienzos de la década de los ochenta que, entre otros hechos, determinaron de modo sumario el traspaso de los colegios primarios del ámbito nacional hacia las provincias con el argumento de que de ese modo la educación de los más chicos hallaría modos de integración a los particulares contextos regionales; pero aquí se ha preferido detenerse en aquella experiencia que se percibe como más presente y actuante en relación con las referencias que realizan los diversos sectores del ámbito educativo). La Ley Federal de Educación estableció que el ámbito natural de consenso entre las provincias es el Consejo Federal de Educación. En él se acordaron estructuras y contenidos, e incluso las políticas compensatorias (Plan Social Educativo) y los acuerdos técnicos sobre las pruebas del Sistema Nacional de Evaluación de Calidad y el desarrollo de la Red de Formación Docente Continua y sus certificaciones de capacitación.

Entre las influencias múltiples que la transformación ostentó estaban las provenientes de España (casi al mismo tiempo ocurría algo similar en la planificación de una «nueva cultura del trabajo» y legislación laboral de la mano del ministro Armando Caro Figueroa): de allá se tomaron, con ligeras variaciones, siglas como EGB (Educación General Básica) y un puñado de términos del nuevo léxico de la ciencia de la educación que se lanzó a rodar. Gran parte de la bibliografía de la actualización docente provenía de España; se podrían mencionar entre otros ejemplos las obras del pedagogo Mario Carretero, los libros de la editorial Morata, la revista de lengua llamada Textos, etc.

El 11 de septiembre de 1994 se firmó el Pacto Federal Educativo que, entre otras cuestiones, determinó la inversión que el Gobierno nacional destinaría a las provincias para financiar la transformación educativa en relación con ciertas metas. Se fijaron tres mil millones para un período de cinco años; el ochenta por ciento de ese total quedó a cargo de la nación y el veinte restante sería suministrado por las arcas provinciales. Cuando ya había dejado su cargo, la ministra de Educación Susana Decibe, factótum de la reforma, declaró que algunas provincias cumplieron con lo pactado y otras no, sólo se manejaron con la proporción de ese ochenta por ciento que les tocó. Lo cierto es que hacia agosto de 2000 de los tres mil millones planificados se adeudaba un poco menos de la tercera parte.

El Pacto Federal Educativo II, que debía regir los cinco años futuros de la educación argentina a partir de 2000, abortó. El ministro de Educación que debía llevarlo adelante, Juan José Llach, designado por el nuevo presidente de la nación, Fernando de la Rúa, ni bien asumió su mandato en diciembre de 1999, renunció pocos días después de haber presentado junto a sus colaboradores un grueso libro donde explicaba los caminos que la educación, sobre los pasos de la ley, debía seguir para crecer en eficacia y calidad. En septiembre de 2000 fue nombrado el nuevo ministro, Hugo Juri, quien a su vez abandonó el cargo en marzo de 2001 y fue reemplazado por quien fuera su viceministro, Andrés Delich.

En el momento en que esta ponencia está siendo escrita los docentes de los niveles primario, medio y universitario de la Argentina están en huelga, junto a los empleados estatales y los trabajadores todos, luchando para evitar que se rebajen sus sueldos y se les abone aquello que se les adeuda.

Hay provincias (como Tucumán) que comenzaron con el inicio de las clases a desaplicar la Ley Federal, otras han paralizado su extensión debido a la falta de fondos (Santa Fe), algunas regiones nunca la implementaron de hecho (Ciudad de Buenos Aires) y otras, esgrimiendo su autonomía, explícitamente decretaron que no la aplicarían (provincia de Neuquén); los especialistas en capacitación de diferentes áreas han denunciado que la provincia de Buenos Aires no les ha pagado los cursos que dictaron hace ya más de un año, con lo cual las tareas de capacitación docente planificadas se han paralizado.

El apretado panorama que aquí se ofrece no apunta en el sentido de la demostración de que el caos institucional es la causa que tiene como efecto la imposibilidad de realizar los objetivos que la mencionada ley traía consigo, sino más bien que, dadas las cosas como estaban y están dadas, es inútil plantear objetivo alguno. Pero si esto es así, podría argumentarse: ¿por qué detenerse a reflexionar alrededor de una ley que se juzga inútil? Por la simple razón de que en torno a ella y todo lo que trajo consigo —en particular la voz de los especialistas universitarios (argentinos y cosmopolitas) y la renovada oferta editorial— hay buenas conclusiones para sacar de cara al qué hacer.

II

Volviendo al comienzo, digamos que en su artículo 6 la mentada Ley Federal de Educación afirma: «El sistema educativo posibilitará la formación integral y permanente del hombre y la mujer, con vocación nacional, proyección regional y visión universal, que se realicen como personas en las dimensiones cultural, social, estética, ética y religiosa, acorde con sus capacidades, guiados por los valores de vida, libertad, bien, verdad, paz, solidaridad, tolerancia y justicia. Capaces de elaborar, por decisión existencial, su propio proyecto de vida. Ciudadanos responsables, protagonistas críticos, creadores y transformadores de la realidad, a través del amor, el conocimiento y el trabajo. Defensores de las instituciones democráticas y del medio ambiente».

Y en el artículo nueve queda estampado: «El sistema educativo ha de ser flexible, articulado, equitativo, abierto, prospectivo y orientado a satisfacer las necesidades nacionales y la diversidad regional».

En relación con tal declaración de principios y sobre los rieles de un interminable articulado comenzó a operar desde entonces una transformación en los contenidos y en las modalidades de dictado del conjunto de las materias que integran la educación básica y superior en el país.

En lo que aquí nos atañe, el territorio de la lengua y su enseñanza fue uno de los pilares de dicho cambio, que tal vez no fuera percibido e instrumentado con la misma intensidad en otras disciplinas; obviamente se trata de una intuición más o menos fundamentada, pero de la cual sólo pueden analizar en forma debida los especialistas en cada área. Se tratará a continuación y de manera muy resumida de dar cuenta, si no de la totalidad, al menos de la orientación que tal transformación supuso con respecto a la lengua y su enseñanza.

La transformación no surgió como un producto real del conjunto social, sino que se trató de una imposición; las discusiones generadas desde el Congreso Pedagógico Nacional no brindaron un fundamento claro con respecto a renovados planes de estudio, contenidos y metodologías, mucho menos el debate en el Parlamento. Por parte de los trabajadores de la educación y los estudiantes la opinión dominante fue la de la impugnación y la resistencia frente a la novedad, sobre todo porque rápidamente advirtieron que lo que estaba en juego escapaba de lo académico y obedecía a duros imperativos económicos.

Precisamente por eso, los contenidos de las áreas disciplinarias fueron resueltos con inusitada rapidez por especialistas que injertaron los contenidos y la bibliografía de sus cursos universitarios, los que, para el caso, prologaron con advertencias de que el suyo se trataba de una labor técnica, ajena a los posicionamientos políticos y la cuestión económica.

Las observaciones de los mejor posicionados para juzgar la transformación pretendida fueron muy generales y, si se las mensura en relación con el entusiasmo de los funcionarios de gobierno, más bien cautas.

Por ejemplo, la revista El Monitor de la Educación, publicación del Ministerio de la Educación argentino y que éste distribuye de manera gratuita a todos los docentes de los niveles primario y secundario del país en su mayor parte como un vehículo de propaganda, dedicó una cobertura especial de su primer número a «La lectura y la escritura en la escuela». La misma resulta por demás interesante. En primer lugar, por lo excesivamente general y técnico-burocrático de las apreciaciones, sobre todo teniendo en cuenta que cualquiera de ellas podía ser sostenida más allá de la nueva realidad educativa que la ley impulsa. En segundo lugar, porque las entrevistas con gran despliegue realizadas a Emilia Ferreiro y Beatriz Sarlo se cuidan mucho de las consecuencias y contextualizaciones posibles para sus afirmaciones.

Por ejemplo, Emilia Ferreiro sostiene en relación con el futuro y el impacto de las nuevas tecnologías y sus efectos sobre la lengua: «Es probable que los ciudadanos del siglo xxi tengan que saber más y seleccionar que los de finales del siglo xx. (…) Ser ciudadano de la cultura letrada, que circula de pleno derecho en ella sin sentirse excluido, será cada vez más necesario. Tan necesario como aprender a escribir con las dos manos a través de un teclado. (…) Los medios electrónicos no van a eliminar (al menos en un futuro inmediato) los libros de carne y hueso ni los periódicos ni los folletos o los panfletos. Viviremos en un mundo más complejo, donde los verbos leer y escribir serán completamente redefinidos. Lo cual plantea, obviamente, nuevos desafíos para la tarea siempre necesaria de formar lectores, y niños y adultos con capacidad de producir escrituras social e individualmente significativas».1

Ferreiro sabe, aunque no explicita el punto, que hay una polémica sobre cómo debe adaptarse la lectoescritura al nuevo mundo, la cual, en el fondo, se convierte en otro debate mayor sobre el destino de la escuela.

En la Argentina la cuestión es central, sobre todo cuando la política cultural oficial tiende a mostrar, sintomáticamente, como sus mayores logros el reparto de computadoras para los colegios, el acceso a Internet, etc., mientras las estadísticas que se desprenden de los ingresantes a la universidad y las realizadas por el propio gobierno en los diferentes niveles muestran que la comprensión de textos es uno de los obstáculos que los estudiantes cada vez están menos preparados para enfrentar.

Beatriz Sarlo2 es más clara aún: «Yo no soy especialista en la escuela, así que más bien me voy a referir a aquellos discursos que sobre la escuela circulan en la esfera pública. Desde la esfera pública se le formulan a la escuela ciertos reclamos. Reclamos de aquellos que son los actores primarios y secundarios, de los chicos y de los padres; pero también hay reclamos desde lo político. Por ejemplo, en este momento se piensa en la computadora del mismo modo en que se pensó en el libro en la fundación del sistema escolar argentino, a mediados del siglo xix. Yo miro con cierta aprensión la idea de que el futuro de la escuela se juega básicamente en esa esfera y en las destrezas que se aprenden en ella. Y miro también con cierta aprensión el mensaje que se envía a los maestros acerca de que no hay saberes vinculados con la lectoescritura que tengan igual valor que los relacionados con las nuevas tecnologías comunicativas». Y agrega: «Sin duda no puedo dejar de pensar que el acceso a las tecnologías virtuales y a Internet es lo que va a signar los próximos veinte o treinta años. Pero estoy convencida de que la única manera de lograr un acceso a ellas es con un manejo más agudo, más despierto y más capacitado de los procesos de lectoescritura. Para sintetizar, de ningún modo pienso que la Argentina debería cerrar sus puertas a la gran avenida comunicativa que se abre con Internet; lo que digo es que la única forma de entrar en esa avenida comunicativa es por una implementación fuertísima de los procesos de lectoescritura; y tengo la impresión de que son esos procesos los que están en más peligro hoy» (el subrayado es mío. J. W.).

A continuación, Sarlo continúa y establece un puente hacia lo social: «Yo creo que aquellos que están incluidos en una institución universal como es la escuela tienen un derecho al acceso a la tradición, a las herencias históricas, que no puede ser obturado, negado o debilitado por modas pedagógicas. (…) Cuando hablo de derecho a una herencia, son los sectores populares los que me preocupan. Pienso que los chicos de Barrio Norte, en la ciudad de Buenos Aires, si eligen alguna vez apropiarse de esa herencia, van a tener el hábito más o menos constituido para hacerlo. Son aquellos otros sectores los que sólo tienen un momento en sus vidas en relación con una herencia cultural».

Habría que extender esta descripción implícita. Si bien es cierto que la Argentina pudo articular con gran rapidez su sistema de escolarización en relación con las naciones más desarrolladas, también es cierto que el desarrollo y la extensión del mismo hacia el conjunto del país siempre siguió un sendero muy irregular y atento a la diferencia social. Asimismo, y pese a tal rapidez, la escuela, uno de los arietes con que la modernidad occidental derribó el antiguo régimen, llegó a estas costas cuando ya las grandes potencias industriales y financieras habían advertido la necesidad de limitar los alcances de la distribución del conocimiento a los sectores populares en sus propios países; obviamente el fenómeno se multiplica en los países semicoloniales.

Esas tendencias fundantes se mantienen a comienzos de este nuevo siglo, e incluso se ven agravadas producto de la crisis económica y política de alcance mundial. Cualquier política educativa general, cualquier transformación en un área específica dentro de un área disciplinaria particular, como la lengua, debe necesariamente partir de esa constatación.

III

La llamada Reforma educativa partió del supuesto de que la pedagogía de la lectura y la escritura había envejecido, que los qué y los cómo con que tradicionalmente se interrogaba a la enseñanza de la lengua debían ser reemplazados por otros, mejores por más científicos y adaptados a las cambiantes demandas sociales. Hay que insistir aquí en que se trató de una suposición, de un interesado prejuicio, porque nunca se presentó un informe completo que confirmara tal apreciación; los sindicatos docentes en particular fueron los primeros en señalar que, al ser ellos descartados de la planificación y dirección de la transformación, aquello que se quería cambiar era producto de la imaginación de los organismos gubernamentales y sus técnicos.

Los sectores más críticos agregaron que no casualmente el afán reestructurador coincidía con los planes que diversos organismos internacionales impulsaban a escala mundial. En el caso argentino, la reforma educativa es contemporánea, por ejemplo, a la privatización de las empresas estatales durante la presidencia de Carlos Menem. La previsión social, la salud y la educación se convirtieron aceleradamente, y hasta hoy, en la fuente de nuevos negocios.

Frente a tal evidencia, lo que se afirme sobre la vetustez de ciertos contenidos y metodologías sea cierto o no carece de importancia. Carece de interés frente a la intencionalidad de lo que realmente está en juego y carga con un determinado sentido toda apreciación.

La transformación en el área de la lengua atacó, por un lado, las consideraciones habituales sobre las que se apoya la educación que podríamos denominar tradicional, es decir, aquella que se centra fundamentalmente en el carácter prescriptivo de sus objetivos, y que prioriza por lo tanto el conjunto de normas que atraviesan los dominios de la morfología y la sintaxis. La «adecuación a la realidad» estaría, a lo sumo, anclada en el problema de los registros y ciertos usos especiales, y la literatura se muestra, en consecuencia, como un fenómeno secundario (que eso y no otra cosa es un modelo a imitar): la simple mostración de las cumbres que se pueden alcanzar cuando esas herramientas normativas se utilizan con genio.

Por el otro, se buscó tomar distancia del conjunto bautizado como corriente estructuralista.

En este caso, que originariamente se había pensado como opuesto a la tradición anterior, pero que en la realidad no lo fue tanto, había una apertura mayor hacia la consideración de productos de la lengua más disímiles, pero como en el fondo de lo que se trata es de formas, la rudeza normativa que había sido echada por la puerta volvió por la ventana con un ropaje todavía más duro, contundente y, encima, abstracto: el de la ciencia.

Cuando decimos que se trataba de un presupuesto, lo que se pretende referir es que en ningún caso hubo evidencia empírica de que era tal cosa lo que estaba ocurriendo en las aulas. Eso decían algunos manuales, más viejos o más nuevos; eso decían currículos y planes de estudios y las voces y los papers de algunos especialistas. Un imaginario, no la realidad; y encima un imaginario no demasiado alimentado por las ideas grandes o las fantasías seductoras, sino más bien por la intencionalidad de quienes necesitaban creer en esos antecedentes para que lo que se venía fuera viable en tanto legitimado.

Pero sigamos con la lógica de la ley, y sus consecuencias. El nuevo mundo de la lengua conjuraba alquímicamente la ciencia con la practicidad. Estaba diseñado por los aportes provenientes de la gramática textual, de la semiología, del análisis del discurso y de la pragmática, la lingüística de la enunciación y la teoría de los actos de habla, y hasta de una mezcla (si bien aguada) de funcionalismo y generativismo. El cóctel iba a permitir lo imposible. Porque ahora sí estarían en manos y almas de maestros y profesores los adelantos más modernos que el conocimiento sobre la lengua ha dado y, a la vez, los estudiantes dejarían de bostezar.

Vale la explicación. La enseñanza de la lengua y la literatura remite a un arquetipo que es el alumno de ojos enrojecidos que rumia «Me aburro» mientras trata de fijar en su memoria qué es el modo subjuntivo o cómo se analiza sintácticamente tal o cual oración. Pues ahora tal imagen se esfumaría como humo en el viento, al tiempo que las demandas de flexibilidad y articulación con las necesidades sociales que dicta la ley cobrarían forma. Porque ahora, de la mano de conceptos como discursos y textos, los estudiantes saltarían de los libros aburridos a las páginas de los diarios, los afiches comerciales, los grafitis, las letras de rock y los episodios de Los Simpsons; a la redacción de polémicas y divertidas cartas de lectores, solapas de libros, bibliográficas de volúmenes imaginarios, comentarios del último disco de Radiohead, y grafitis y canciones de rock o de cumbia…

La mágica transmutación de aquello soso, opaco y aburrido en esto sabroso, fluorescente y dinámico se debía, básicamente, a poner el acento en el aspecto comunicacional —lo social/real— que los enfoques anteriores despreciaban o colocaban en un segundo o cuarto plano.

Así de fácil resultó la cuestión. La argumentación que se utilizó (y no nos estamos refiriendo a cierto uso simpático-retórico para la divulgación general del tema, sino a los argumentos que eran volcados en los cursos de capacitación a docentes, en las comunicaciones que el Ministerio de Educación bajaba a los colegios, en las fundamentaciones de los asesores de diputados y senadores, en las fórmulas que los profesores e investigadores universitarios repetían a los docentes auxiliares que de inmediato se convertían en capacitadores de maestros y profesores de escuela media), esa argumentación rezaba que, claro, la lengua había sido enseñada hasta ahora como algo externo, un cuerpo ajeno a la vida misma, y que por eso los estudiantes la rechazaban. No se trataba ya, en consecuencia, de hablar en contra de la televisión o de escandalizarse por los cantitos de los hinchas de los clubes de fútbol o la letra que acompaña a cierta música ensordecedora, sino de integrarlo todo como valiosos comportamientos comunicativos; prácticas discursivas que acumulan habilidades y destrezas que no pueden dejar de ser tenidas en cuenta a la hora de educar. De rebote lo que se obtenía era la integración con la vida social.

La receta era fácil, todo se condimentó y cocinó en dos días, y los especialistas de inmediato indicaron los libros y manuales de donde se sacaron las fotocopias que se convirtieron en los contenidos que los capacitadores esparcieron entre los capacitados en cursos de capacitación que consumieron mucho dinero de un país que lo necesita mucho, que permitieron inventar un mercado para que las grandes editoriales atesoraran grandes ganancias y se integraran de paso, de manera directa e indirecta, al circuito de la capacitación, y posibilitaron también que muchos cuadros docentes, además del dinero, acumularan cargos y prestigio, que también en muchos casos —sobre todo cuando no querían o podían ampararse en el paraguas del técnico— y por miles de vasos comunicantes transmitían al campo político. El mercado se expandió más allá de las editoriales: al respecto se podría mencionar la instrumentación de la red informática educ.ar (una experiencia inédita en el país, engendrada por la iniciativa de un empresario privado, Varsavsky, asociada al gobierno a través del hijo del presidente, y cuyo logro más publicitado fue la organización de la visita de un ex presidente estadounidense, Bill Clinton, que brindó una breve conferencia con un fin de beneficencia).

El experimento, ya seguramente han previsto la moraleja, fue un fracaso. Hoy la educación argentina está en una situación terminal, al borde del colapso, con docentes que, en el partido de La Matanza del Gran Buenos Aires y en decenas de ciudades del interior, usan los cuadernillos de capacitación para encender los neumáticos que sirven para cortar rutas en reclamo por sueldos y puestos de trabajo, o porque las escuelas se caen a pedazos.

De hecho, ese acercamiento comunicativo a los fenómenos de la lengua también, en el súmmum de la armonía social, apuntaba a derribar los alambrados que han separado a la escuela de los medios. Ahora los diarios, las revistas, la radio y la televisión se convertían en aliados informales de la educación formal. Algunos canales de televisión que se largaron a apadrinar escuelas rurales perdidas de la mano de Dios (y del Estado) y que para finalizar sus notas les ponían a los chicos contentos remeras con el logo respectivo; diarios como Clarín que reúnen a escritores e intelectuales para charlar sobre temas varios y luego juntan sus dichos en folletos que reparten gratuitamente por los colegios; en fin, hubo grandes medios que rápidamente detectaron el fenómeno.

Lo que en realidad sucedió es que el abismo social que separa a los sectores más humildes de las capas medias, ni que decir de los más ricos, se siguió ensanchando, y el tipo de enfoque que se le daba a la enseñanza de la lengua funcionó —más bien intentó hacerlo malamente— como una suerte de consolación. La lectura de la prensa escrita, recortar y pegar noticias, aprender la distinción entre una volanta y un copete, etc., en realidad esconde el hecho de que las escuelas primarias que atienden a los chicos de las escuelas pobres se han convertido en poco más que en guarderías.

Curiosamente, junto a una orientación que amigaba la enseñanza de la lengua con los medios, todo lo que se vuelca en esta exposición es el resultado de una experiencia que se movió en el sentido inverso; es decir, que se alimentó de la certeza de que la escuela y los medios son (deben ser) diferentes, y que la demagogia en este terreno como en cualquier otro siempre trae consecuencias nefastas para el pueblo. Así, desde 1998, el programa radial Desde el aula se convirtió, en la medida de sus posibilidades, en depósito de las voces críticas de los docentes y estudiantes que, con un mínimo de seriedad y exigencia, advertían y denunciaban lo que estaba pasando: el caos absoluto, donde cada quien hace lo que puede, ni más ni menos.

IV

A modo de conclusión, estimo que lo más útil para que se comprenda la perspectiva desde la cual se han realizado las afirmaciones y citas que anteceden, es reproducir la presentación —es también una declaración general de principios— que el programa radial cuya producción integro, Desde el aula, realizó para la web de la radio comunitaria La Tribu. Es imposible traducir, en calidad y cantidad, a una ponencia escrita de diez páginas esa hora semanal de intenso diálogo que se emite desde hace cuatro años; por esa razón sólo resta invitar a todos aquellos que anden, siempre o de vez en cuando, por la ciudad de Buenos Aires para que nos escuchen.

Desde el aula

Porque en la tierra de Domingo Sarmiento, en la nación donde el sistema educativo fue tradicionalmente un motivo de orgullo y, a la vez, una evidencia de que las metas del desarrollo social real y de un reparto democrático del conocimiento son alcanzables, en ese país, en la Argentina, hoy la educación se juega su sobrevida.

Porque la educación, al igual que la salud y la previsión social, se ha convertido de manera acelerada en la última década en una zona de combate.

Porque consideramos a la docencia como un sector de trabajadores con una tarea que no puede ser pensada de forma aislada, sino a través de una historia de participación y de lucha que conduce por mil caminos a una problemática económica y social mayor, la Argentina toda.

Porque los maestros y profesores constituyen un heterogéneo sector de mujeres y hombres que, además de una rica historia personal y social, carga en su mochila el reclamo permanente por una tarea digna y de reivindicación de sus derechos que se charla y discute sin recreo en lugares de trabajo, congresos y sindicatos.

Porque de manera cotidiana miles de estudiantes de escuela media y universitarios realizan asambleas, empapelan las paredes y protestan en las calles de la ciudad de Buenos Aires y de todo el país para sostener su derecho a una educación estatal, laica y gratuita que cada vez se juzga más amenazada.

Porque cientos de padres agrupados en cooperadoras toman en sus manos las tareas que el Estado ha preferido olvidar, y enfrentan todos los días los problemas de mantener en pie edificios castigados por el tiempo y el descuido, vigilar que los comedores escolares funcionen con un mínimo de eficiencia e idoneidad, y asegurarse de que los estudiantes tengan estufas y ventiladores y los maestros tizas y pizarrones.

Por todo eso, Desde el aula es un programa radial producido por un colectivo de docentes y que está en el aire desde 1998 en la pretensión de convertirse en caja de resonancia de ese incesante debate que reúne a alumnos y maestras, profesores y estudiantes, escuelas, colegios y universidades.

Desde el aula propone un acercamiento a la realidad educativa y brinda un espacio para la difusión de las propuestas pedagógicas realizadas por los docentes, las problemáticas gremiales locales, provinciales y del orden nacional y los testimonios de los trabajadores de la educación, en primer lugar, y también de las inquietudes y necesidades de centros de estudiantes, agrupaciones sociales y políticas y cooperadoras escolares que se sientan involucrados con el mejoramiento y la defensa de la educación.

Formamos parte de Desde el aula Elsa Quiroga, Marina Visintín y Jorge Warley. Nuestro programa se emite todos los lunes de 17 a 18 hs. por FM La Tribu, en el 88.7 del dial, ciudad de Buenos Aires; quien quiera comunicarse con nosotros para hacernos llegar sus propuestas o sugerencias puede hacerlo ese día y hora.

Notas

  • 1. «Ciudadanos de la cultura letrada (entrevista a Emilia Ferreiro)», en El Monitor de la Educación, I, 1, Buenos Aires, tercer trimestre de 2000, pp. 16-19. Volver
  • 2. «La lectura interpela a la imaginación (entrevista a Beatriz Sarlo)», en El Monitor..., ob. cit., pp. 32-35. Volver