La prensa es hoy, más que nunca, una gran encrucijada; un sitio de paso, un albergue por el que desfilan, en contradicción o armonía, hechos, personas, ideas, costumbres, tradiciones, rupturas e innovaciones.
Cada edición de un diario es una versión provisional de la realidad. Tiene mucho de efímera y algo de permanente, porque el imperativo de actualidad no está reñido con la voluntad de trascendencia. Es, además, parte de un flujo simbólico que navega sobre la corriente del lenguaje.
Sea imagen o palabra, el lenguaje es soporte y vehículo del contenido cambiante de la prensa, pero también el hilo que teje una comunidad de entendimiento común y permanente alrededor de un idioma y gracias a él. Por esto, los diarios son la principal arena cotidiana de confrontación, desafío, retroceso y desarrollo idiomático. En ellos se plantean los mayores conflictos, se avizoran los principales riesgos, se hacen visibles las necesidades más urgentes, se evidencian los límites y se asoman las carencias de una lengua; pero también en ellos se amplían, prueban o construyen horizontes, posibilidades e innovaciones.
La prensa en español, por su diversidad, extensión e ímpetu, es un ámbito particularmente rico y complejo en opciones y riesgos idiomáticos. Para reflexionar sobre ellos no debemos partir de un concepto preceptivo o evangelizador del idioma, sino de una vocación dinámica y comunicadora, intensa, fluida y abierta, pero también precisa y correcta; usuaria y promotora de una palabra que, al decir de Octavio Paz, sea «riente y pura, libre».
Desde esta perspectiva, existen tres ámbitos del desempeño de la prensa y, especialmente, de los periódicos, que merecen especial atención; se relacionan con aspectos sensoriales y cognoscitivos, con el desarrollo de las tecnologías y con la intensidad de la cultura popular.
Quizá el principal desafío del español contemporáneo, en el ámbito del periodismo y de los periódicos, no sea el ímpetu o la confrontación de otras lenguas, especialmente el inglés, sino la fuerza arrolladora y omnipresente de las imágenes, del movimiento y del color como soportes para diseminar contenidos, crear sensaciones y acaparar la atención del público.
Frente a tal explosión simbólica, el periódico, como medio esencialmente de palabra, tiene una posición vulnerable. Las modalidades de percepción y asimilación que generan los nuevos soportes de comunicación nos alejan a todos, pero en especial a las nuevas generaciones, del idioma como aquel vehículo de la comunicación y el entendimiento que desarrolla nuestras capacidades de abstracción, concentración y reconstrucción, y se nutre de ellas, más allá de la inmediatez de lo que vemos y oímos.
El bombardeo de estímulos visuales y auditivos que asalta cada momento a cada persona, para captar aunque sea segundos de su interés, necesariamente afecta —o afectará— su disposición a sumergirse en el mundo del idioma y de la prensa. Y aunque siempre habrá aquellos que buscarán en el periódico un remanso para alejarse de la confusión, la fragmentación y el ruido, el riesgo de que su número sea cada vez menor es proporcional a la celeridad y brillo de lo que pasa frente a nuestros ojos y oídos.
La competencia, ya no tanto entre medios, sino entre expectativas y hábitos sensoriales y cognoscitivos de intensidades y niveles desiguales, es un desafío que confronta diariamente al idioma en nuestra prensa y a la prensa en nuestro idioma.
Frente a esta ineludible realidad sería un grave error responder con la arrogancia de seguir haciendo lo mismo, aunque tratemos de que sea cada vez mejor, o más puro, o más genuino. Debemos, al contrario, desplegar una inteligente voluntad de cambio en la prensa, al menos en dos sentidos distintos, pero complementarios.
Uno impone evolucionar hacia contenidos periodísticos que, sin renunciar a las responsabilidades básicas hacia los asuntos públicos, los asuma de forma cada vez más cercana a los intereses legítimos de los lectores, y más balanceada respecto a áreas de interés nuevas y plurales. Si no variamos las fórmulas temáticas tradicionales, para abrirnos a nuevas realidades y necesidades de la gente, a nuevos enfoques y a nuevas perspectivas, el movimiento será regresivo.
Debemos hacer diarios que trasciendan hacia el mañana gracias a que cumplimos nuestras obligaciones de hoy, y la principal es ser relevantes para el público como requisito para mantener nuestra trascendencia social y viabilidad empresarial. Esto sólo se podrá lograr con una evolución —a veces incluso ruptura— bien orientada, como ya lo demuestran tantos buenos diarios en América y España, que han sido capaces de ampliar, afinar y reformar contenidos y énfasis, con criterios que armonizan tradiciones bien entendidas con la modernidad bien concebida.
Pero también debemos desarrollar modalidades de vinculación simbólica con el público que, apegadas al mejor uso posible de nuestro idioma, lo doten de mayor vigor, fuerza y claridad, y conviertan a las imágenes, la tipografía y el diseño en aliados, no enemigos o sustitutos, de la palabra.
Debemos hurgar en todas las posibilidades comunicativas de nuestra lengua, en su riqueza expresiva, su amplitud de voces, su poder de síntesis, plasticidad, densidad y ligereza, para mantener su atractivo, integridad y eficacia frente a otros registros de lenguaje. «Hay que movilizar —como escribió Unamuno— la hierática rigidez del viejo romance castellano; hay que darle flexibilidad y mayor riqueza; hay que aprovechar sus energías potenciales haciéndolas actuales». O, como postulaba Séneca en relación con el estilo, debemos «concordar las palabras con la vida». Desde estos recursos esenciales ha de librar la prensa un combate diario por la atención del público; en él se juega no sólo la supervivencia del idioma, sino, en gran medida, de la prensa misma.
Necesitamos, en síntesis, propiciar la lectura a partir de la relevancia y atractivo del contenido de nuestros diarios, y de la fluidez y fuerza del lenguaje que lo contiene. La primera batalla del español, en la prensa, hay que ganarla desde el buen periodismo, que es información, ideas, estilo e idioma. Solo así podremos, desde nuestras propias tareas como periodistas, generar luz y dirección dentro de la nube sensorial que envuelve a nuestro público.
Junto a esa nube, y nutriéndola sin cesar, está la explosión tecnológica, uno de los grandes rasgos de las sociedades contemporáneas. Regis Debray, promotor de una nueva disciplina que denomina mediología, afirma que la tecnología presenta un cuadro de concordancias o uniformidades universales, mientras la cultura plantea un inventario de diferencias y singularidades.
Nuestros países y pueblos deben participar de esa concordancia tecnológica, porque de su apropiación y adaptación depende el desarrollo. Pero, al hacerlo, debemos tener presente que la tecnología no es neutra, ni cultural ni lingüísticamente. Al contrario, hoy constituye un referente cultural obligado y tiene una lengua franca que es el inglés. Nada de esto se debe a una tenebrosa conspiración, sino a que en ese idioma surgen, evolucionan, se transmiten e incluso se adoptan la mayoría de los saberes, usos y artefactos tecnológicos, y a que éstos inciden de forma directa en nuestra vida y valores. La consecuencia lógica es la introducción, desde el inglés hacia otros idiomas, de un creciente repertorio de palabras e incluso estructuras sintácticas ajenas, que no sólo se filtran en el lenguaje especializado, sino también en el periodístico y el coloquial, porque la tecnología forma parte del entorno cotidiano, y es bueno que así sea.
Frente a esta realidad, la estrategia del rechazo es imposible. En aras de una pureza anquilosada no podemos cerrar los ojos al conocimiento y encerrarnos en la nostalgia o la arrogancia vacías. Sólo queda la opción de una adecuada y permanente adaptación; mejor aún, de un esfuerzo por potenciar nuestra propia capacidad de generación científica y tecnológica.
Para crear, adaptar y adoptar los aportes del conocimiento y la lengua tecnológica con lucidez y corrección, es necesaria una labor conjunta de periodistas y lingüistas, de la prensa y las academias. Sobre todo a estas últimas corresponde trabajar con rapidez en el desarrollo de neologismos apropiados y oportunos, en la justa adopción de vocablos extranjeros indispensables e insustituibles, en la corrección de errores y distorsiones y, también, en el desarrollo de barreras que impidan el asalto injustificado de formas de nombrar o decir inaceptables. Los periodistas, por nuestra parte, tenemos el deber de pensar el idioma como algo más que una simple y tosca herramienta utilitaria, o una correa transmisora de datos. Debe servir, sin duda, para comunicar puntualmente el saber tecnológico o la información crudamente utilitaria, pero también para difundir y desarrollar el tejido cultural que es nuestra lengua.
En el ámbito de la cultura global y globalizante está el tercer gran desafío del español en la prensa.
Lejos de ser un «inventario diferenciador», como proclama Debray, una parte esencial de la cultura que hoy circula por el mundo, con la música, los vídeos, la televisión, el cine, los héroes, villanos, celebridades y calamidades, es tan uniformadora como la tecnología. Existe, además, una gran relación entre estas modalidades de creación y representación y la explosión sensorial ya mencionada en estas reflexiones. Porque el asalto a los sentidos es consustancial con las manifestaciones más audaces de la cultura popular contemporánea.
Como en la tecnología, el inglés es el gran idioma portador de las nuevas corrientes. La cultura popular estadounidense, que unifica referencias y sensibilidades alrededor de los más diversos países y poblaciones, también genera un léxico común. Se desarrolla en torno a modalidades de comportamiento y convivencia que, por la novedad de sus referentes, escapan a la inmediata denominación en nuestra lengua. De aquí la debilidad con la que el español, al menos hasta ahora, se enfrenta a este fenómeno: no sólo ha sido vulnerable frente al léxico tecnológico, sino también frente al de varias manifestaciones de la cultura popular que generan sus propias maneras de decir. Paradójicamente, la expansión en el ámbito geográfico y demográfico de nuestro idioma no es una defensa; puede ser lo contrario: con el incremento en la superficie lingüística del español, sobre todo en Estados Unidos, ha aumentado también su porosidad y laxitud, que lo han hecho más proclive a la filtración del léxico y la sintaxis ajenos. Mientras el español se extiende en uso, se debilita en su capacidad normativa y correctiva.
Pero así como al desafío lingüístico de la tecnología no debemos responder con el rechazo, así tampoco debemos recurrir al proteccionismo, la regulación o el control como armas frente al desenfadado reto de la cultura popular en otras lenguas. La reacción —si es que puede llamarse así— debe asentarse en la tolerancia y valoración de lo ajeno, en la libertad creativa, en la promoción de la diversidad de expresiones a partir de nuestra lengua y de nuestras sensibilidades, y en la disposición a aceptar formas adecuadas de sincretismo.
Es difícil emprender tarea semejante desde los gobiernos. La respuesta e iniciativa deben surgir desde nuestras sociedades, ojalá con el apoyo, pero nunca con la dirección o las molduras, del Estado. Dichosamente, en todos nuestros países, y siempre en nuestra lengua, germinan, se consolidan o amplían poderosas, múltiples y aceleradas corrientes de creación cultural, en todos los ámbitos y niveles imaginables, y mediante diversas plataformas de lanzamiento y distribución. Esta amalgama va desde la música culta hasta los ritmos que se bailan en la calle; desde excelsas producciones teatrales hasta simplones culebrones de televisión; desde el cine de creadores al de masas; desde los grupos empresariales diversificados hasta las radios comunales; se encumbra hasta la más alta literatura, pero también se vale de los folletines o las novelas rosas, e incluye a la gran prensa seria de nuestros países, pero también a algunos ejemplos imaginativos de periodismo popular.
Todo este fermento cultural, aunque avance muchas veces desde soportes simbólicos distintos al idioma, constituye un dinámico crisol de creación y amalgama cultural. De este modo, potencia la proyección y uso del español desde la primera línea de su expansión creativa, que incluye su defensa sintáctica, morfológica y lexicográfica. La prensa debe estar en este frente y proclamar, con valentía y sin complejos, que el éxito y la permanencia de nuestra lengua deben nutrirse de sociedades vibrantes y libres, que avancen, se desarrollen, produzcan, crean, crezcan, se abran al cambio y se atrevan a asumir riesgos.
Avanzar por estas rutas y ser, así, aliada en la tarea de promover nuestro idioma, puede implicar otras dimensiones o acciones en las que la prensa, por sí misma, tome iniciativas; algunas, aunque específicas y pragmáticas, pueden tener sólidos efectos a largo plazo.
Dirijo un periódico, por ejemplo, que, desde 1986, desarrolla un amplio programa educativo, llamado «La Nación en el aula”. Mediante él promueve el uso del diario como recurso didáctico en clase, desarrolla guías metodológicas para los educadores, edita un atractivo suplemento semanal dirigido a los niños, lanza fascículos especiales sobre diversos temas cercanos a la enseñanza y la cultura, organiza ferias de lectura en escuelas primarias y secundarias, y ha hecho de la promoción de la expresión escrita y la lectura uno de sus ejes de acción temática. Cultivamos, así, a nuestro público del mañana, promovemos el español como instrumento dinámico de cultura y brindamos un valor agregado que, desde una misión de bien público, aumenta la presencia y éxito del periódico. Logramos, además, diferenciarnos de manera más visible de nuestros competidores actuales y elevamos las barreras de ingreso para los futuros.
El trabajo de nuestra sala de redacción se guía por un manual de estilo que se mantiene vivo, pero a la vez pretende la pulcritud y corrección de nuestros textos. Tenemos un guardián del idioma en residencia, que evacua dudas diarias, guía la labor de correctores, somete a juicio los errores en un boletín interno bisemanal, y comenta en su exitosa columna dominical asuntos diversos del idioma.
No hemos erradicado los errores, y probablemente nunca lo lograremos. No nos definimos como un ejército de puristas con la misión de defender el español contra los bárbaros que tocan a sus puertas. Pero sí tratamos de asumir con responsabilidad y energía, como lo hacen tantos diarios americanos y españoles, los deberes y compromisos con nuestra lengua. Es ella la que nos da voz y espíritu individual, la que nos recrea cada día como unidad cultural y la que nos define como una comunidad de lectores sin los cuales la prensa no existiría. ¿Podría haber mejores razones para defenderla?