Señoras y señores:
Coincide nuestro encuentro con dos grandes temas iniciales: una pasión organizada y coherente y una memorable empresa cultural y científica: la XXII Edición del Diccionario de la Real Academia Española. Esa pasión organizada, sistémica, abre sus páginas a casi 40 000 novedades lingüísticas que colocan las palabras del pueblo hispanohablante ante una verdadera revolución epistémica: conocimiento y memoria atimológica; reconocimiento de la pluralidad e identificación de la historia por la vía, prodigiosa, de una sola lengua: la de Miguel de Cervantes Saavedra.
Vasconcelos, nuestro Vasconcelos —de todos—, hablaba un día, pensando en ese parto cultural de la lengua, en una raza cósmica. No poseían sus palabras una significación étnica ni nacionalista: hablaba de una lengua en movimiento, el español, que pedía, quiere y tiene derecho a un lugar histórico entre las grandes lenguas universales.
No hablo del español de acá ni del español de allá. Recordemos que 28 000 americanismos aparecen y trasparecen en el nuevo Diccionario como prueba de la potencia de invención y de creación de los pueblos hispanohablantes. En su elaboración, 22 academias, con la española, han fundido, a la vez, no el bronce de los cañones, sino el bronce común de la lengua que no es de allá ni de acá: es un idioma que, por sí mismo, conforma el testimonio de una cultura que supera, en la palabra, el desencuentro del Descubrimiento y que, con sus pueblos, vinculados por el logos creador, supera las encrucijadas de la existencia y construye y culmina un verdadero encuentro histórico de todos nuestros pueblos.
Según las previsiones norteamericanas los hispanohablantes en Estados Unidos, que superan ya los 35 millones de personas, serán 98,2 millones en el año 2050, mientras que los afroamericanos quedarán en 55,4 millones y los asiáticos en 35., millones (Statistical Abstract of the United States. The National Data Book. 120 Edition 2000).
Ello quiere decir que, potencialmente los 425 millones de hispanohablantes de estos momentos cobrarán una vitalidad nueva, de enorme significación, en otras regiones del mundo, fundamentalmente en Estados Unidos y que, como sucederá allí con otras nacionalidades europeas, ese poderoso estrato sociológico y cultural pasará a tener un papel relevante en el siglo xxi.
Decíamos antes que Vasconcelos habló de una «raza cósmica», Nebrija con su primera gramática española creó una herramienta que produjo una explosión, a su vez, de gramáticas que hicieron posible el mestizaje cultural y el encuentro con las grandes lenguas culturales de allende. Tampoco deberíamos olvidar, en estos momentos, que el español de acá y de allá, está lleno de arabismos que hacen del español, en estas horas del mundo, una frontera inmensa de reencuentros que Américo Castro, sin saber el porvenir, adivinó el futuro: moros, cristianos y judíos o judíos, moros y cristianos. Nos enorgullece saber que, entre nosotros, no hay guerra de religiones ni guerra de civilizaciones. Al revés, el español recrea, como invención, la convivencia con el otro y, añado, no hay convivencia más resplandeciente que la que sueña con la universalidad.
Pero tenemos que ser consecuentes y dignos de la verdad. Una lengua no son sólo palabras e invenciones de los pueblos. Una lengua es una identificación de la ciencia y la tecnología, esto es, una representación del mundo desde la intensidad revolucionaria del conocimiento. Si nos quedáramos, únicamente, en la complacencia de la gran revolución del español; si nos redujéramos, solamente, a la ampliación del poder de los hispanohablantes en Estados Unidos, por ejemplo, perderíamos una ocasión, indisputable, para hablar de lo real como realidad no imaginaria.
El mundo hispanohablantes no es, hoy, una lengua que imponga y diseñe formas de existencia que la revolución científico-tecnológica expresa, sin más, en la palabra escrita y en el idioma de la negociación diplomática a escala de la Tierra: morada común de la Humanidad.
En 1980, según la UNESCO, América Latina y el Caribe tenían una circulación de 83 periódicos por cada mil habitantes y sólo 80 en 1994 en tanto que eran 214, en 1994, en Europa Occidental. Las diferencias trágicas entre riqueza y miseria, en orden a las dimensiones mundiales, son conocidas de todos. En el año 2000 el planeta superaba ya los 6000 millones de habitantes; 2800 millones vivían en la pobreza y, de esta cifra, 1200 millones en la extrema pobreza. En los países en vías de desarrollo, en su conjunto, la circulación de periódicos por cada mil habitantes en esos espacios era sólo de 7 ejemplares, frente a 286 en los países desarrollados.
No estamos ante una guerra de religiones o de civilizaciones. Estamos ante una batalla por integrar a la mitad de los habitantes del planeta Tierra en formas de dignidad que hagan posible que sus gigantescas frustraciones sean integradas, positivamente, en la casa común de la humanidad. En el Islam de Mahoma se llamaba yihad ('guerra santa') a la lucha o el esfuerzo hacia Dios y no, imperativamente, la guerra contra los otros que parecen recrear, como Berlusconi, una civilización de superiores o inferiores. Creo, al revés, que, en gran medida, el español tiene que iluminar, con su lengua fundida en inmensos mestizajes culturales, una aportación lúcida, serena y racional que resista, por igual, la barbarie de la enajenación y la barbarie del poder.
Justamente por esa causa el español, revestido de claridades allá y acá, tiene que asumir la responsabilidad de una educación, cierto, para la libertad, pero también una educación para la transformación del saber como instrumento indispensable en las grandes mutaciones del siglo xxi.
En el balance histórico de las fuerzas científicas estamos en lugares muy bajos en orden a la revolución de las telecomunicaciones y en niveles igualmente muy reducidos en matemáticas y ciencias de la educación. Las inversiones en Investigación y Desarrollo son simples apariencias gubernamentales. América Latina y el Caribe, con más de 600 millones de habitantes, contribuye con solamente el 1,3 % de su PIB a los sectores fundamentales —las siglas R&D— de la Investigación y el Desarrollo en el mundo. Esa cifra es irrelevante respecto a la de Estados Unidos y Europa que controlan, respectivamente, el 37,9 % y el 28 % de las inversiones internacionales en esos dos mismos espacios del cambio y la evolución del conocimiento.
Me permitía decir, al inicio de estas reflexiones, que el nuevo Diccionario de la Lengua Española es una inmensa explosión de saberes en orden a la recreación de un idioma común. Ese patrimonio lingüístico colectivo ha llegado a registros lexicográficos impresionantes, pero las lenguas dominantes en nuestro tiempo no se complacen, solamente, en ese recuento, sin duda, admirable. Ese prodigioso ejercicio lingüístico tiene que asumirse en todos los espacios donde se desarrolla, realmente, la existencia real de centenares de millones de seres humanos, hombres y mujeres, que viven en un universo ciberespacial que se escribe en otras lenguas y que, por tanto, esas lenguas dictan un predominio científico imposible de ignorar.
El problema no consiste en creer que el español se empobrecerá por esa dependencia. El nuevo Diccionario, espejo abierto de todas las academias de la lengua española, refleja lo contrario: la vitalidad extraordinaria del español y lo español en el mundo. Pero si tomamos, como ejemplo, el último Informe de Davos 2000 (The Global Competitiveness Report, World Economic Forum) y examinamos el capítulo «Scientific Research Institutions», de solamente 59 países evaluados (de los 189 que constituyen las Naciones Unidas) vemos que España ocupa el lugar 31; Argentina el 43; México el 45 y Brasil el 41. Lejos de los primeros lugares.
Esos señalamientos que podrían ampliarse, exigen de nosotros una conciencia crítica que sólo debería expresarse en mutaciones en el área de la educación cualitativa, en la vocación de la investigación y en la formación de hombres para hacer posible el cambio para cambiar, permanentemente, el cambio.
La revolución que viven los medios de comunicación no se expresa sólo en la revolución de Internet, sino en la imperiosa necesidad de una prensa concebida como un proyecto histórico de información sometida a la verdad, a la libertad y, por tanto, a la decisión de asumir, con todas sus consecuencias, que el lector es el hijo mayor de la revolución del conocimiento o, dicho de otra forma, que la información, si no se convierte en conocimiento tiene el riesgo de transformarse en una huida hacia delante sin parada y sin fondo. Nos hace falta desarrollar una cultura de la información.
La lección que hemos recibido, en el pasado, de Sebastián Cobarrubias, autor, en el 1611, del primer Diccionario de la Lengua; la lección magistral que hemos recibido, en el presente, con la asombrosa vigésima segunda edición del DRAE en el año 2001, es bien clara: que es posible un sistema racional del saber; que es posible una mutación epistémica del saber y del decir, pero que, sin duda, debemos entender que la fuerza de un lenguaje no gravita, solamente, sobre la potencia de la literatura, sino, también, y sobremanera, sobre el control científico de las ciencias que están modificando, sin duda, el destino de la humanidad.
No seamos, pues, solamente, sus traductores, sino sus creadores, sus inventores, es decir, los exploradores, en el tiempo y el espacio, de una lengua prodigiosa que tiene que ser, también, un eslabón fundamental de la vida científica. Al cumplirse los 100 años del Premio Nobel debería ser una premisa estar, también, entre los descubridores científicos del porvenir para no ser, solamente, los detractores caricaturales del poder científico dominante porque eso es, simplemente, huir de la realidad sin inventarla, trasformarla y convertirla en una herramienta científica y ética al servicio de la humanidad, es decir, de las civilizaciones y de las religiones.
Muchas gracias.