A lo mejor no hay un tema concreto al que se dediquen tantas páginas y horas en los medios de comunicación de habla hispana como los deportes.
España tiene cuatro diarios nacionales de deportes; los cuales, sumados a las secciones respectivas de los periódicos cotidianos, que son unos 165 si incluimos sus ediciones regionales, llegan a acumular cerca de 800 páginas de información deportiva.
Ningún otro país hispanoparlante produce el volumen de material deportivo impreso que ofrece España. Ni siquiera Argentina, que tiene una respetable tradición de información deportiva. Pero, reuniendo cálculos aproximados de allá y de aquí, podríamos sobrepasar unas 3000 páginas de deportes en español cada día.
Agréguense las revistas semanales, las horas de radio y televisión que se dedican a esta actividad y los portales de Internet especializados en la materia, y se verá que las noticias de política, de sucesos policiales, de actualidad internacional, de espectáculos y de economía son discretos arroyos al lado de este Amazonas torrencial que es la información de deportes.
Resulta comprensible, pues, que en semejante diluvio cotidiano de palabras abunden los errores, barbaridades, vulgaridades y tonterías. Lo que no se entiende, en cambio, es que tantos kilómetros de tinta y tantas horas de parla no hayan dejado más que unos pocos textos, unas pocas voces y unas pocas figuras realmente memorables. Cuando digo memorables no me refiero, por supuesto, a la sintonía o lectura de un periodista o un locutor. Me refiero a que aquello que se escribe o se dice merezca sobrevivir más allá de un efímero contacto con el público.
No ha sido así en otras latitudes. Las secciones de deportes de la prensa norteamericana son famosas como escuelas del mejor periodismo. En ellas empiezan a formarse muchos que después serán poderosos corresponsales, editores, directores. Nombres como los de Ernest Hemingway, Norman Mailer, Gay Talase, Red Smith y David Halberstam nos han dejado piezas inolvidables sobre boxeo, béisbol y fútbol estadounidense.
En los últimos años Inglaterra ha creado una interesante corriente de periodistas y escritores en torno al fútbol. A ellos pertenece Nick Hornby, autor de unas excelentes memorias de aficionado que en inglés se titulaban Fever Pitch. A su turno, Marcela Mora y Araújo y Simon Kuper, dos jóvenes periodistas, publicaron entre 1998 y 1999 en Londres una excelente revista, Perfect Pitch, donde aparecieron reportajes, crónicas y artículos de alto vuelo periodístico y literario sobre fútbol. Kuper, justamente, es autor de Fútbol contra el enemigo, un largo y estupendo reportaje en formato de libro sobre el balompié en varios países del mundo.
Brasil, que vive por el fútbol y para él, ha tenido unos pocos autores interesantes sobre la materia. No demasiados, para ser sinceros, según los datos de mis colegas brasileños. Pero es curioso que, si la memoria no me traiciona, su más emblemático estadio, el Maracaná, no lleve el nombre oficial de ninguna de las múltiples estrellas del balón que ha dado Brasil al mundo, y sí el de un columnista de deportes.
Hay una actividad que ha sido tierra de cultivo de excelentes letras en español. No me atrevería a llamarla deportiva, pero suele encontrársela vecina al deporte en las páginas de la prensa, y son los toros. Lo que ha sido el boxeo, por ejemplo, como fuente de inspiración de grandes plumas en inglés lo ha sido la fiesta taurina en español. Incluso quienes no están dispuestos a tomarse el trabajo de acudir a una plaza para presenciar una corrida leen con deleite a algunos de los cronistas que la relatan al día siguiente en la prensa. Toros y toreros han motivado decenas de notas de espléndidas catadura firmadas por Antonio Díaz-Cañabate, por William Lyons, por Joaquín Vidal, por Antonio Caballero. Hasta Hemingway se bajó del ring para contar de manera magistral, escudado tras un burladero, algunos de los asuntos propios de matadores, cuadrillas y públicos.
Yo no tendría ningún reparo en bautizar la Plaza de Las Ventas con el nombre de Díaz Cañabate, que recreó de manera tan ingeniosa, elegante y vívida el planeta de los toros.
Pero, en cambio, son muy pocos los cronistas hispanohablantes que merecerían dar su nombre a un estadio. Y eso que los estadios aguantan hasta los nombres más intrascendentes y fatuos, que son los de los directivos de fútbol.
Argentina sigue siendo el gran epicentro del periodismo de fútbol en español. Tuvo una escuela inolvidable, la de la revista El Gráfico, y un escritor ya fallecido, Dante Panzeri, que tiene estatura de clásico. Además, es cuna del que considero el mejor escritor de cuentos y novelas de fútbol en lengua española: Roberto Fontanarrosa, mejor conocido como El Negro.
Últimamente se ha desarrollado en España una generación de muy buenos cronistas de fútbol y de deportes cuyos textos reconfortan porque están lejos del análisis farragoso y vacuo y de los lugares comunes que suelen erizar esta clase de notas. No mencionaré nombres para no cometer omisiones injustas, pero sí diré que sólo unos cuantos de ellos forman parte de diarios especializados, y casi todos trabajan, en cambio, en las páginas de deporte de periódicos de información general. Son pocos, pero son, como decía el poeta. Y, con las facilidades de circulación que hoy tiene la prensa virtual e impresa, ya empiezan a ser reconocidos y alabados en América Latina.
Los textos más notables sobre fútbol publicados en la prensa de habla castellana suelen ser los que ocasionalmente suscriben o suscribieron escritores como Álvaro Cepeda Samudio, Oswaldo Soriano, Javier Marías, Eduardo Galeano, Germán Castro Caicedo, Luis Racionero, Juan Cruz o el propio Fontanarrosa. Es diciente que el autor de algunas de las columnas de fútbol mejor escritas que ha publicado la prensa española en los últimos años sea Jorge Valdano, un campeón del mundo y entrenador del Real Madrid a quien, a falta de defectos peores que censurarle, le reprochan que procura hablar con corrección.
Por su sed de sintonía, la radio está empapada, aquí y allá, de crítica, de comentarios personales, riñas y duelos verbales entre periodistas o vituperios de determinados periodistas hacia determinados deportistas. Hace muchos años la información política era ese amasijo de hechos y opiniones que hoy seguramente sólo se tolera en el campo del periodismo deportivo.
Pero mientras esperamos con paciencia y resignación a que el fútbol —para no hablar de otros deportes que despiertan menos interés— reproduzca en calidad literaria una mínima renta de la pasión que le invertimos, conviene aceptar que mucho de lo que a diario se escribe y se habla al respecto constituye un semillero de ofensas innecesarias a esa materia prima que nos da de comer a todos los que vivimos de escribir, y que es la lengua española.
No he intentado averiguar de manera sistemática el comportamiento del lenguaje en otras secciones, como la de economía y finanzas, por ejemplo. Me parece de suyo tan árido el tema, tan abstrusos sus términos y tan aburridos sus protagonistas, que de antemano tiro la toalla, alzo los brazos y me rindo. Pero no concibo que una actividad dedicada a una recreación de la vida, como es el deporte, produzca a veces sensación de cansancio parecida a la que a dejan las columnas de reportes bursátiles. No. No hay disculpa posible para que la información deportiva sea aburrida y mal escrita. Pero, aceptémoslo, a menudo lo es.
Lo primero que me pregunto es cómo hacen los periodistas deportivos —en particular los que transmiten o comentan por radio o televisión— para oír lo que dicen los otros. Todos salen al aire simultáneamente todos los días, lo cual haría pensar que la mano izquierda no sabe lo que hace la derecha. Pero no es así. Nada se extiende con mayor velocidad que un barbarismo o un lugar común en el gremio de comentaristas deportivos. Galopa el anacoluto de boca en pluma y de pluma en boca con una rapidez que no han alcanzado ni siquiera los virus de Internet.
Sólo hay dos explicaciones: o los acomete de manera simultánea el mismo mal por la mera circunstancia de la proximidad de sus actividades (mi dentista afirma que se llama simpatía y es un fenómeno que produce la destemplanza de una muela a partir de la caries de la vecina), o bien estudian cuidadosamente los videos de la competencia, como lo hacen los equipos de fútbol con sus rivales.
¿Cómo lo consiguen? No he podido saberlo. El caso es que el anacoluto de uno pronto será de todos, y el modismo particular será adoptado por los demás antes de que llegue el minuto 90.
Voy a ocuparme apenas de cuatro aspectos que me llaman particularmente en la prensa deportiva. Y lo hago, sobre todo, teniendo presente como modelo el caso del periodismo español de fútbol, lo cual obedece a varias razones: que me sigo con devoción el fútbol; que, aunque soy latinoamericano y escribo a menudo para diarios y revistas de América Latina, vivo hace tres lustros en España; y que la calidad del fútbol español y la facilidad de las transmisiones vía satélite han creado en toda América un público fiel a los partidos de España en su versión original.
Temo, pues, que el virus pueda saltar el océano y que, antes de que podamos impedirlo, en América Latina se esté hablando del futbolista «más en forma», «el frasco de las esencias» y «el tiempo reglamentado», así como creo que la maniática celebración del gol que es típica de Iberoamérica ya produjo metástasis en algunas gargantas de profesionales españoles.
El primero de esos aspectos son las faltas gramaticales, verdaderos penaltis que se cometen a diario contra nuestra querida y vejada lengua. Para empezar, si esta desbarajustada ponencia fuera el relato de un partido, la falta o el penalti no se habrían cometido contra el idioma sino sobre él. Es usual que, como si doliera más, la patada se aplique sobre el centro delantero y no simplemente a él. Y la verdad es que ese atroz empleo de una preposición tal vez no le duela mucho a la víctima pero a mí sí, como usufructuario que soy de esta lengua.
Otra calamidad frecuente es la de confundir el empleo por eufonía del artículo masculino el con sustantivos femeninos que empiezan por a- o ha- tónicas, y aplicarlo al complemento como si hubiera habido un cambio de sexo. El área del portero debe perder su apariencia masculina cuando el artículo se aleja del sustantivo, al paso que sus adjetivos nunca cambian de género. Decir «en pleno área» o «el peligroso área» es un despropósito igual a decir «el mismo arma» o «el claro agua». Y, sin embargo, se dice y hasta hay unas preciosas cantantes que se llaman Azúcar Moreno.
No hay periodista deportivo en España que tenga el coraje de escribir «la vuelta ciclística». Todos, todos, escriben «la vuelta ciclista». Y, sin embargo, se trata de un error infantil. Si del rentista sale el arbitrio rentístico y del artista sale la actividad artística, no se entiende por qué de la lucha entre ciclistas sale la vuelta ciclista. Pero alguna vez un pionero cometió el error, y a los pocos días había sido acogido generosamente por el gremio de los periodistas. Es decir, por el gremio periodista.
He oído decir también que «fue la madera quien repelió el balón»; que el extremo corre a «casi quince kilómetros a la hora»; que un defensa está «en su más óptimo nivel» —como si el superlativo admitiera grados— y, todos los días, padezco ese horrible infinitivo colgado de la nada que tanto gusta en radio y televisión: «Recordar que hace un año venció en este mismo campo…».
Con frecuencia se trata de errores que impedirían a un escolar aprobar gramática elemental, como el empleo incorrecto del verbo haber. Copio la siguiente pregunta de un periódico deportivo el pasado 4 de agosto al entrevistar a un futbolista del Barcelona: «¿Por qué no ha aceptado las ofertas que han (sic) habido?». Y otra pregunta más: «¿El Zaragoza anda detrás suyo (sic)?». Era una nota firmada no por uno, sino por dos autores. De donde supuse que, en materia gramatical, no es cierto que menos con menos dé más: da mucho menos. Tres páginas después pude confirmarlo. Otra pareja de periodistas afirma a que los jugadores desechados por el Real Madrid «Valdano les ha dejado las cosas bien claras: no habrán (sic) oportunidades». Estoy seguro de que Valdano podría ofender a los desechados, pero no a la gramática: ese habrán es invento de los dos periodistas.
También sucede que se usen palabras cuyo significado ignora quien las pronuncia o escribe. La «victoria pírrica» es muletilla frecuente cuando un equipo vence a otro por un mero gol, aunque con ese marcador gane la Copa Mundo; en cambio no cuando, por avatares de la clasificación, la derrota del rival de turno obliga al ganador a descender de división. Y se confunde envergadura con altura, de donde puede llegarse a pensar que un manco de dos metros de altura es hombre de envergadura formidable.
Podría seguir con esperpentos gramaticales y semánticos, pero no lo hago porque mi tiempo es más breve que cuando se va perdiendo una final y el espacio más escaso que cuando cierra atrás un equipo italiano, y paso al siguiente aspecto.
Que es el de los lugares comunes y las expresiones manidas. Uno tiene derecho a pedir a quienes escriben profesionalmente en la prensa que lo hagan con cierto respeto por el idioma y, de todos modos, con un mínimo de imaginación. Pues bien: esto último es un bien escaso en el área que comento. A diferencia de otros productos de consumo, las muletillas deportivas carecen de fecha de vencimiento. Se estrujan durante años, durante decenios, sin que el usuario sienta la menor vergüenza por abandonar toda esperanza de sorprender o conmover al lector.
Ya estamos hastiados de defensas que «salvan los muebles», árbitros que «ponen la guinda», equipos que producen «buenas vibraciones», ídolos que salen «en olor de multitud», goleadores que infligen «duros correctivos» a sus adversarios, conjuntos que dan «serios repasos» a la víctima de turno, entrenadores que aciertan «de cara al público» y directivos que gozan de simpatía «a nivel de la plantilla».
Reconozco que hay términos adorables que definen con exactitud y hasta con poesía un fenómeno concreto, como el gol fantasma. Pero no todas las jugadas son «de video», ni en todos los partidos «las espadas están en todo lo alto».
Una dosis mínima de imaginación podría servir para renovar este ajado repertorio, no sólo «de cara» a los lectores sino «a nivel de» los propios colegas, que podrían agradecerlo «como agua de mayo».
El escritor y sociólogo Amando de Miguel denomina sesquipedalismo a la incontrolable tendencia a alargar de manera artificiosa las palabras. Son sesquipedálicos quienes dicen influenciar en vez de influir, consultaciones en vez de consultas y acomodamientos en vez de acomodos. A Cervantes le bastaba con el verbo culpar, pero ellos inventaron culpabilizar; y García Márquez sólo necesitó la palabra abrir, pero ellos exigen aperturar. El pobre Franklin Delano Rooselvet sufrió una parálisis, pero ellos no caen a cama con menos de una paralización.
Dice Fernando Lázaro Carreter en uno de sus sabrosos dardos que la tendencia de los periodistas a alargar palabras de manera artificiosa nace de que «el prestigio de los esdrújulos es inmenso entre el personal lingüísticamente malcomido».
La información deportiva padece esta anorexia en grado agudo. El portero no recibe un balón: lo recepciona. El defensa no asesta un golpe a un balón: le da un golpeo. El director técnico no aconseja la posición del mediocampista, sino su posicionamiento. El tiro franco no lleva peligro sino peligrosidad. El aficionado que mira el partido desde su casa no se contenta con ver la jugada en la pantalla: quiere visionarla.
El sesquipedalismo es un mal característico del escritor inseguro. Quien carece de suficiente confianza en su señorío sobre la lengua escoge la pompa falsa de la palabra de muchas sílabas, quizá por creer (un día será creenciar) que la longitud le brinda lo que la falta de buenas lecturas le han negado. Y, apoyado en el esdrújulo —que cuando es auténtico suena a música— oscurece del todo lo que quizás nunca llegó a tener claro.
Y dejo la constancia de que, si bien gozo con casi todos los comentarios de Lázaro Carreter, discrepo de algunos de ellos. Como esa retransmisión que no implica, como en América Latina, una transmisión a destiempo ni una repetición del partido, sino lo que allá llamamos simplemente transmisión; es decir, transmisión directa. Arguye Lázaro que está bien llamarla así porque, al fin y al cabo, la emisora recibe una onda sonora desde el estadio y la distribuye de nuevo a los receptores. Pero este es un truco de física limpia y filología tramposa. También el sistema llamado offset requiere una impresión inicial en rodillo y un segundo paso de imprenta del rodillo al papel. Mas nadie aceptaría que un libro que aparece por primera vez constituya una reimpresión. El Diccionario de la Real Academia, que poco sabe de fútbol, se dejó empujar a una definición totalmente peninsular de esa retransmisión que la inmensa mayoría de los hispanohablantes llamamos, con mayor claridad, transmisión.
Tampoco comulga con la palabra reventa como sustituto de revendedor, que Lázaro acoge en una de sus notas. Si permitimos que se llame así al revendedor, ¿por qué no designar venta al vendedor? Y si, como en España se hace, aceptamos aquello de llamar el relaciones públicas a quien ejerce este oficio, en vez de relacionista o relacionista público, ¿por qué no llamar el recepción al recepcionista, el teléfono al telefonista y el dientes al dentista?
Pero realmente mis discrepancias con este eminente y amable académico son pocas, y muchas, en cambio, con buena parte de lo que leo y oigo en la información deportiva. De modo que vuelvo a chutar hacia mi objetivo en vez de mandar balones que salen afuera, como a menudo oigo decir.
El último punto que quiero mencionar es el de los extranjerismos en el deporte, territorio en el cual puede pecarse por lo ancho y por lo largo. La lengua necesita un tiempo para acoger y acomodar palabras que corresponden a actividades o cosas nuevas. Pasan años antes de que, con buena voluntad e imaginación, se aclimate el lenguaje que nombra deportes antes innominados. Es lo que ha ocurrido con el fútbol, que campea desde hace algo más de un siglo en la lengua española. Mucho se ha logrado al archivar el goalkeeper y optar por el portero o alguno de los sinónimos que se usan en Latinoamérica, como arquero o guardavallas. El center-forward ha sido reemplazado, con los años, por el centrodelantero. El fullback por el defensa o el zaguero. Y el referee cada vez aparece menos, porque lo están sustituyendo el árbitro, el colegiado, el juez… Algunas palabras sacaron carta firme de nacionalidad en castellano, como gol y penalti. Eso está muy bien. No me veo gritando «taaaaaanto» o «anotacioooooón» cada vez que la Selección Colombia anida la pecosa en las redes del enemigo, como también oigo decir.
Sin embargo, algo que consiguió demostrarse es que los medios de comunicación pueden ser una fuerza positiva en la adopción de convenciones comunes para determinadas palabras extranjeras. En mi país lo consiguió un pacto entre la prensa deportiva y una comisión de académicos de la lengua. Hace unos treinta años se pusieron de acuerdo en unos términos en español para sustituir determinadas palabras en inglés, y fue así como, sin necesidad de apelar a las leyes populares del uso secular, desaparecieron el off-side para dar paso al fuera de lugar (en España dicen fuera de juego), el wing (tan argentino y tan británico) para que corriera el alero o puntero, y el halfback para que surgiera con todo su poderío el volante o mediocampista.
La buena noticia, pues, es que es posible hacerlo, que no hay una fuerza misteriosa e inmodificable que determina el destino del idioma sin que nadie pueda encauzarla. Y la mala, respecto a los extranjerismos, es que muchos periodistas siguen creyendo que emplearlos les da prestigio. Hace pocos años un canal español de televisión se propuso colar de nuevo una palabra inglesa que había sido derrotada en buena lid por el tiro franco o el tiro libre: fue entonces cuando resucitó a la fuerza el free kick en la versión friqui. Tan artificiosa propuesta no funcionó, gracias a Dios, y hoy en día, cuando uno oye el friqui de labios de los periodistas de esta emisora, sabe que sólo están rumiando una frustración.
Por desgracia no ha sido siempre así. Recientemente un locutor recordó que los ingleses llaman hat trick a la tripleta de goles anotados por un mismo jugador en un solo partido. Y el virus se extendió. De seguro, ninguno de los usuarios del hat trick sabe lo que traduce, ni estaría en condiciones de explicar qué tiene que ver el «truco del sombrerito» o «la prueba de la chistera» con estas hazañas dignas sólo de Rivaldo. Pero ya todos hablan del hat trick y, peor aún, la expresión degenera poco a poco en jatrí, por lo cual no sólo lloro por el gesto de desdén hacia el español, sino por el maltrato al inglés.
Es que nada entusiasma más al monolingüe que fingirse políglota. Vean ustedes cómo, para exhibir su inexistente conocimiento del italiano, muchos periodistas han importado al español el género de los equipos de esa península, que en ocasiones es femenino porque se llaman squadras, y, así, hablan de la Roma, la Juve y la Fiore. Pero como al mismo tiempo hay el Inter, el Parma y el Mílan (con acento en la i, no en la a, aunque viajan a cubrir sus partidos a Milán), alguien que no sea aficionado al fútbol podría pensar que en Italia se juega una liga masculina y otra femenina.
Curiosamente, ahí termina la docta incursión gramatical de estos colegas en otras lenguas. Porque nunca los oí ni leí mencionar que, en la vuelta a Francia, el juez de salida baja el bandera, ni que los corredores desahuciados son recogidos en la coche-escoba mientras rumian la amargura de su descalificación entre la pecho y el espalda. Si son consecuentes con el género en italiano deberían serlo también el género en francés. Quiero verlos cuando tengan que sumergirse en el neutro alemán.
Entre los extranjerismos más irritantes debo mencionar uno que se ha abierto paso a codazos, y es el sponsor, que proviene de ese mundo tan proclive al esnobismo y la falsificación de la lengua que es el de la publicidad. En casi toda América Latina se llama patrocinador y auspiciador al mecenas comercial de un equipo o jugador. No así en España, donde sponsor ya ha creado su propia familia de palabras en castellano deforme: ahora tenemos la sponsorización y, por supuesto, el verbo sponsorizar: yo sponsorizo, tú sponsorizas, él sponsoriza…
Muchas más observaciones podría traer a cuento. Por ejemplo, la vertiginosa ascensión del verbo poder a la función de auxiliar. No sólo en las secciones de deportes, sino en casi todas las de los medios de información, poder socorre ahora a muchos verbos que durante un milenio nunca necesitaron de su apoyo. El delantero no dispara el tiro libre para meter un gol, sino para poder meter un gol; el defensa no salta para cabecear el balón, sino para poderlo cabecear; el lateral no corre para alcanzar al extremo que se le escapa sino para poder alcanzarlo. Aunque no estorba, sobra casi siempre ese verbo que reitera lo obvio.
No me gustaría retirarme del campo sin antes señalar la indestructible tendencia del periodismo a igualar la conjunción disyuntiva o, que plantea alternativas, con la conjunción copulativa y, que enlaza palabras o cláusulas. La conjunción o está reemplazando, por ignorancia supina de quienes la usan mal, a la conjunción y en las enumeraciones. Todos los días oímos en los noticieros y leemos en los diarios que el presidente del Gobierno acudió al Parlamento acompañado de los ministros de Gobierno, Obras Públicas o Sanidad y Consumo. Este último llegará a ser ministro de Sanidad o Consumo.
El virus ya ha llegado al fútbol. Está cercano el día en que un periodista recuerde con o y no con y a aquella legendaria delantera de Brasil 70: Jairzinho, Tostao, Pelé, Gerson o Rivelino.
Suspendo aquí para que no me suceda lo que al Sordo Rojas, que fue compañero mío en cierto equipo de barrio, y solía meter su gol cuando ya el tiempo se había agotado, el árbitro guardaba el pito en el bolsillo y los rivales caminaban hacia el vestuario.