Tanto se ha escrito y dicho sobre la prensa y el papel que desempeña el editor en esta sociedad de la comunicación, que resulta un ejercicio casi imposible no caer en la reiteración de lugares comunes sobre los que transitamos y nos pronunciamos cotidianamente.
Desde hace ya doce años, presido el que en la actualidad es el segundo grupo editorial de España y asisto con mucha frecuencia a todas esas reuniones donde las cifras económicas, los retos ante las nuevas tecnologías, la formación del periodista, la nueva sociedad de la comunicación y los nuevos sistemas de distribución e impresión son materias recurrentes.
He querido aprovechar esta magnífica oportunidad que me brinda la amable invitación que, en nombre de la Real Academia Española y del Instituto Cervantes, me cursa su director para fijar mi reflexión sobre el lenguaje. Nada más oportuno que el representante de los editores de periódicos de España en este II Congreso Internacional de la Lengua Española dedique su tiempo a hablar de lo más esencial, de lo que nos une a uno y otro lado del Atlántico y del Mediterráneo y del Pacífico y del Índico. Ese milagro desarrollado por la inteligencia del hombre y que nos hace entendernos y ser entendidos a quienes estamos en el empeño de la comunicación.
Periodistas y editores, editores y periodistas, en íntima unión y compenetración damos amplia cabida en nuestros medios a todas las ideas, a todas las informaciones que sean veraces, a todas las opiniones. Todo ello es lo que permite el progreso intelectual y la riqueza ideológica de nuestra sociedad, pudiéndola calificar de auténticamente democrática.
Pero para que todo ello sea posible es esencial lograr que no corra peligro la vida de ninguno de los participantes en el bello proceso de informar. En el sagrado derecho a la libertad de expresión.
Dejen que en este punto les recuerde que las condiciones democráticas que garantizan la vida y el ejercicio libre de la información son indispensables. Pero dicho esto, no olvidemos la importancia troncal que adquiere para todo ello ese elemento esencial, básico, imparable e inigualable, de la palabra.
Es precisamente sobre ella, sobre la palabra, sobre la que quiero centrar mi reflexión de esta tarde.
La palabra: munición y ariete con que abrimos todas las mañanas el quiosco de la información. La palabra desnuda, sin aditamentos ni afeites, que nos introduce a diario en la opinión libre y plural. La palabra que a nadie destruye, que a nadie mata. La palabra que continúa brotando con fuerza, con la misma pujanza con que fluía ese torrente de agua viva que supuso el verbo de Blas Otero frente a quienes intentan amordazar nuestro corazón rebosante de ingenio, de ideas de futuro, de sentido de la libertad y de razones para la dignidad. Una dignidad que nos obliga a estar a los editores del mundo libre en guerra permanente contra el terrorismo, contra el tráfico de drogas, contra la propagación del sida. Contra la gravedad e ignominia de la agresión que el martes 11 del pasado mes de septiembre se perpetró en el corazón de un país libre como América.
Guerra permanente con la palabra del idioma, aquélla que nos dejó el poeta en la lengua natal:
Si los labios abrí, si me los desgarré, si he cruzado las sombras… me queda la palabra.
Era y es la palabra joven que abraza la anhelada libertad. La que cantamos hecha poesía. La que construimos, sin sangre.
Ni un disparo. Ni siquiera una salva en honor de su llegada. Crecimos con la palabra, la hicimos letra impresa. La pusimos a caminar. Ampliamos la voz. Multiplicamos las voces de una sociedad cargada de esperanza. Pero la bestia seguía al acecho. Se encapuchó y pintó sus banderas de negra agonía. Descorrieron los cerrojos de su sinrazón para empuñar la muerte.
Con la palabra hemos llorado. Llanto de entereza, de emoción. Llanto de sentimiento, de respeto por la vida. Llanto que no gime porque se apoya en la palabra entera del testimonio de vida.
Hoy quiero levantar este monumento de la palabra a la lengua que nos hace libres y plurales. Que nos distingue del resto de los seres vivos. Que nos une al resto de las etnias, de los pueblos. La palabra que nos da el encuentro con generaciones que no conoceremos, que nos permite bucear entre las ideas de quienes nos antecedieron.
Sólo con la palabra, que es nuestra herramienta, nuestra munición y nuestro destino. La palabra hecha información, expresión, opinión libre. La palabra hecha humor, crítica, deporte, salud y política. La palabra hecha sociedad. La palabra reflexión impresa. La que a todos llega y a todos importa.
Palabra de León Felipe esculpida sobre un periódico mexicano que supo navegar libremente por las dos orillas atlánticas:
Hermano… tuya es la hacienda…
la casa, el caballo y la pistola…
Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo
y me dejas desnudo y errante por el mundo…
Mas yo te dejo mudo…; ¡mudo!…
Y ¿cómo vas a recoger el trigo
y a alimentar el fuego
si yo me llevo la canción?
Palabras de un editor, que hoy habla en nombre de los editores que luchan para que todos los días las rotativas sangren, luchen y pervivan con la tinta de la palabra del pastor que supo cantar al pueblo desde Orihuela, su pueblo y el mío. La palabra con la que tanto queremos.
Pero si nosotros hacemos la empresa y garantizamos con su fortaleza la independencia de sus informaciones, es el periodista quien adquiere en nuestra sociedad un papel nuevo, a caballo entre el informador, el conformador y el docente. Y es en esta tercera significación en la que el profesional de los medios de comunicación ejerce como profesor del lenguaje, como elemento activo en la difusión del castellano. Su influencia llega a crear incluso nuevas acepciones y conceptos que se impondrán para siempre como manera habitual de la expresión.
Al igual que la costumbre es fuente del derecho y, por tanto para la ley, el periódico diario lo es para la lengua. Es desde aquí de donde nace esa sagrada necesidad de reconocer también el papel de los editores como profesionales del lenguaje.
Déjenme que les ponga algún ejemplo:
Francisco Umbral, periodista-escritor o escritor-periodista (como ustedes lo prefieran) es un columnista diario que acude puntual a su cita cotidiana con el lector. El amigo, compañero y premio Cervantes, maneja la máquina de escribir como una ametralladora (si me admiten ustedes esta referencia más en tono de Mihura y de Neville). Umbral dota a la sociedad de renovada munición en forma de lenguaje. Acuña nuevas palabras con renovada definición política. Una renovación que, en breve, la sociedad convierte en clásica y cotidiana. Una novedad que termina por incorporarse al idioma democratizado y pasa a formar parte de nuestra expresión habitual. Me refiero a vocablos hoy tan indiscutibles en nuestra conversación cotidiana como los de derechona, tardofranquismo o guerracivilismo.
Pero no es éste un fenómeno propio de lo coetáneo o del reciente cambio de siglo. Si nos remontamos a los inicios del periodismo en lengua castellana, hasta aquella revista satírica de costumbres, El Pobrecito Hablador, aquélla nacida en 1832 del puño de Mariano José de Larra, agazapado tras del ingenio de un tal bachiller don Juan Pérez de Munguía, pues convendremos en que el lenguaje comenzó a tener una nueva dimensión y una utilización que hoy ya es moneda habitual. Un lenguaje que ha hecho sobrevivir la información en momentos en los que las garantías exigían la ironía política y el equilibrio exacto entre lo que se podía decir y lo que se debía entender.
No me gustaría, de todas formas, que mi anterior afirmación se confundiese con una defensa indiscriminada del papel del periodista como fuente indiscutible de la lengua. Qué duda cabe de que cada día algún periódico nos ofrece algún ejemplo de escribiente maltratador de la lengua. Aquí es donde el editor, el buen editor, ha de estar atento. Atento al peligro que acecha a la lengua. Al gran devastador de la bendita herramienta del lenguaje. Me refiero en especial al neologismo y al anglicismo. Yo me pregunto si será moda, esnobismo o simplemente comodidad el empeño que nos empuja a diario y nos hace caer en la tentación de adoptar otros términos propios de otras lenguas, sin preocuparnos por encontrar ese vocablo seguro, preciso y exacto del castellano, lengua rica y fecunda donde las haya. Lengua que nos une a través de una fórmula con vocación de ser, cada día, más universal.
Quien se expresa en los medios ha de hacerlo enjuiciando su lenguaje y el ajeno, y procurando el tiento preciso para que la novedad, la variación, la moda o incluso, la trasgresión que emplea o promueve sirva al fin de mejorar o de ampliar las posibilidades comunicativas y expresivas de la lengua.
El empleo público de los medios de comunicación debe mantener siempre el objetivo de unidad. El propio Lázaro Carreter así lo hizo y reclamó escribiendo año tras año sus artículos en la prensa diaria. Pero la defensa de la unidad del lenguaje no conlleva, por supuesto, una postura cerrada a la evolución, antes al contrario. Los cambios en el lenguaje resultan siempre, como es natural, de mutaciones en la sociedad hablante.
Así que convengamos que la unidad del lenguaje, esencial y deseable por ética, por estética y por eficacia, no ha de nublar la esencial evolución que debe experimentar.
Una lengua ha de estar viva y, para ello, ha de estar en constante evolución. En permanente crecimiento. Enriqueciéndose desde el espíritu renovador que brota de sus propias raíces. Un idioma inmóvil certificaría la parálisis mental y hasta física de quienes lo emplean.
De esta forma garantizamos la pervivencia cultural de nuestro idioma en el futuro de la Sociedad de la Información. Un futuro que no puede desvincularse del desarrollo y aprovechamiento de las nuevas tecnologías y modos de comunicación.
Acepten como punto de partida que Internet es la más importante plataforma con que cuenta la humanidad de nuestro recién estrenado siglo para romper los límites geográficos de los idiomas.
Preguntémonos entonces por qué hasta la fecha y pese al incremento cotidiano de usuarios hispanohablantes, el idioma español sigue siendo minoritario en la información que circula por la red Seamos conscientes de la importancia que el editor adquiere en la elección del idioma y de la lengua viva que se adapta a los tiempos y que se mantiene como herramienta útil para sus propósitos en los nuevos ámbitos de la comunicación.
Hemos asistido reiteradas veces a la discusión sobre la agilidad académica respecto de la aceptación de palabras usuales que no acaban de incorporarse al lenguaje oficial remarcando el supuesto divorcio entre lengua oficial y lengua real. Lo cierto es que ese indeseado divorcio tiene más que ver con la falta de educación universal en el conocimiento del lenguaje oficial y de sus múltiples posibilidades que con la lentitud de aceptación académica de cualquier término por usual que venga siendo.
Dejen que vuelva a mi anterior afirmación sobre la penosa tentación al neologismo y al anglicismo que ensombrece con frecuencia nuestro lenguaje editado diario. Ya he advertido de este riesgo, pero no nos confundamos tampoco. No son los extranjerismos el problema de más envergadura que debe afrontar quien habla o escribe para el público: mucho más importante es, y por ello más atención merece, la inseguridad en la propia lengua.
Permítanme por tanto, especialmente los doctos académicos hoy presentes, que insista en la necesidad de contemplar al editor como el gran aliado de la Academia. Ese aliado necesario para llevar al pueblo el uso adecuado de la rica, plural y universal lengua española. La más apropiada y versátil para los tiempos que corren. Por su contundencia, por su riqueza millonaria de sinónimos y antónimos. Por su exquisita capacidad para la matización, para la diferenciación entre las ideas. Para lo gestual.
Somos los editores quienes, en la comunión profesional que mantenemos con nuestros periodistas creamos los espacios para la divulgación y el conocimiento.
Traigo en este punto el inolvidable dardo que descansa en la palabra contundente, exegética y sabia de Fernando Lázaro Carreter quien reconocía con talento y clarividencia que:
…de entre los grupos de hablantes que ejercen un influjo más enérgico en el estado y en el curso de la lengua, destaca el formado por los periodistas, de modo principal si hablan en la radio y en la televisión, o si escriben para ellas: son muchos más los oyentes que los lectores, si bien suele concederse más autoridad en materia de lenguaje a lo que se ve escrito. No cabe olvidar, por otra parte, que muchos profesionales actúan indistintamente en ambos medios. Y distan de ser unánimes sus pareceres acerca de si deben actuar ralentizando o acelerando la evolución del sistema, si han de acogerse a banderas sosegadoras o si deben, al contrario, sumarse a los insurgentes.
En buena parte de las charlas y conferencias de un periodista prototipo de nuestros tiempos y de nuestro país, Álex Grijelmo, le he escuchado animar a los futuros periodistas, divulgadores del lenguaje, a especializarse en la edición de textos. Es decir, a que ejerciten el control de calidad del producto que es donde se aprecia una de las mayores carencias de la prensa actual.
¿Por qué los periodistas de ahora muestran tan poco cuidado en cuestiones fundamentales como la presentación de sus crónicas, las formas de elaborar los titulares o la estructura de un artículo? —se pregunta Grijelmo en su introducción a El estilo del periodista—. Tal vez porque en España se produjo una brutal ruptura en la tradición interna de las redacciones, que rompió la herencia apasionada del periodismo —se responde de forma clarividente—.
Para concluir quiero traer alguna cita más del periodista que reflexiona desde su experiencia intergeneracional:
Es cierto que en nuestro país, los periodistas de la dictadura no eran por lo común gente que se jugara el bigote. Pero sí tenían en la pluma el gusto por la escritura correcta, el verbo adecuado, el adjetivo útil. Aún así, en esas hornadas de universitarios que llegaban a los periódicos viajaban muchos aspirantes a escritores. (…) Ahora, sin embargo, percibo que quienes desean ser periodistas en estos últimos años anhelan viajar a países lejanos, influir en la sociedad con sus editoriales, almorzar con gente importante, o descubrir corrupciones hasta en el club de socios de la bolera municipal.
Lo cierto y seguro es que, en ese loable ímpetu, los nuevos periodistas han descuidado su herramienta principal: la palabra, que ha pasado a un plano secundario.
En Zacatecas, con motivo del Primer Congreso Internacional de la Lengua Española celebrado en abril de 1997, este foro reunió a más de 300 periodistas, lingüistas, escritores, empresarios de comunicación, editores, cineastas, técnicos en telecomunicaciones y profesores para discutir sobre La lengua y los medios de comunicación. Nuestro premio Nobel de Literatura, Camilo José Cela, hizo una petición inolvidable ante los más de trescientos periodistas, lingüistas, escritores, empresarios de comunicación, editores, cineastas, técnicos en telecomunicaciones y profesores:
Pido a nuestros gobiernos —dijo Cela— un poco de dinero para esta noble causa: la de la defensa de nuestra herramienta de comunicación… La lengua —concluyó— es la más eficaz de todas las armas y la más rentable de todas las inversiones: nunca es tarde para que empecemos a poner nuestros ahorros al servicio de los futuros beneficios que serán de todos y que servirán para todos.
Y si Cela, pujante de fuerza y claridad, conviene en que la lengua es la más eficaz de las armas, García Márquez, desde la otra orilla, la de la América que habla y escribe en el mismo, idioma afirma que:
La lengua española tiene que prepararse para un oficio grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y fuerza de expansión, en un ámbito propio de 19 millones de kilómetros cuadrados y 400 millones de hablantes al terminar este siglo.
Si comenzaba esta intervención hablándoles de la palabra que nos hace libres, de la palabra como herramienta y arma principal del editor y del periodista, no me puedo abstraer a cerrar mi intervención, como representante de los editores de periódicos de España, con una frase de Su Majestad el Rey de España, presidente de este congreso, y que creo encierra de forma directa y efectiva la conclusión de estas reflexiones:
Los medios de comunicación originan imágenes audaces innovaciones sintácticas, palabras de nueva creación.
No sólo son ejemplo magnífico de la vitalidad y variedad de la lengua española, sino que aparecen hoy como una de las principales fuentes de renovación del idioma y de extensión veloz de las novedades.
Se convierten, así, en los modelos más próximos para hispanohablantes. De ahí que, junto con la información veraz, presidida por las ideas de libertad y de justicia, el cuidado de la lengua debe ser una de sus más deseables metas.
Muchas gracias a todos ustedes por su atención y les animo a que mimen la palabra que es la gran mano tendida al entendimiento de razas, etnias, nacionalidades y profesiones.