Marcelo Piñeyro

El cine iberoamericano ante nuevos desafíosMarcelo Piñeyro
Director de cine (Argentina)

I

Para desentrañar las claves de una época, es usual recurrir a documentos —cifras, discursos, actas— que testimonien lo que sucedió. Pocas veces se recuerda, sin embargo, que la ficción también brinda huellas para entender la sociedad: los miedos, el hastío y los sueños aparecen reflejados en las obras de los artistas.

Si entendemos el cine como una representación de la realidad, es indudable que el cine argentino ha logrado algunas fuertes improntas a lo largo de su historia, todas ellas estrechamente relacionadas con las circunstancias que su sociedad atravesaba.

El melodrama de los 40 y 50, al igual que las comedias populares de esa época, le hablaba a una sociedad con un fuerte componente inmigratorio de primera o segunda generación y reflejaba la ilusión de llegar a pertenecer a los sectores medios, la posibilidad de progreso, la fe en la movilidad social.

El cine social de la época presenta otra cara de esta misma mirada, testimoniando fuertes situaciones de injusticia sin necesidad de refugiarse en universos artificiales o sublimados. Pero al igual que el melodrama y las comedias populares, este cine social tiene fe en el futuro, en el cambio, en la concordancia de los diferentes actores sociales para construir sociedades más justas y felices.

También en esta época tiene un fuerte desarrollo un cine al que podríamos llamar histórico. Estas películas tanto pueden narrar la vida de hombres señeros de la historia de la Nación, como gestas llevadas a cabo por seres anónimos. Los conflictos del presente pueden leerse en las gestas del pasado. La historia nos revela a una sociedad que avanza superando sus conflictos. El conocimiento del pasado fortalece la fe en el futuro, a la vez que ahonda en el sentido de pertenencia a una sociedad que tiene raíces propias.

A finales de los cincuenta (y continuando durante los sesenta y setenta) surge un relato costumbrista, con eje en los sectores medios ya establecidos, los beneficiarios de la movilidad social y protagonistas de los proyectos de progreso en que el país se embarcó. Este protagonista, que hubiera representado el final feliz del ciclo anterior, estaba sin embargo sumido en el pesismismo. Su consolidación en un nuevo estrato social no era sinónimo de felicidad; a su edad media, el precio del triunfo había sido entregar sus sueños de juventud, la vida era un juego sin sentido, la única tregua posible era el amor, inevitablemente condenado a la fugacidad.

El cine revolucionario de los sesenta y setenta marca el fin de la ilusión de la movilidad social como objetivo y perfil del país, la imposibilidad de esperar de la concordancia social una solución a los problemas. El cine social de los cincuenta es tranquilizador, la fe en el futuro es axiomática. El cine revolucionario de los sesenta y setenta es intranquilizador: lo axiomático ahora es la imposibilidad de la concordancia social. Bajo la admonición de Frantz Fanon «todo espectador es un traidor», el cine es militante o burgués, una herramienta de la revolución o de la dominación.

Los que hicieron estas películas encontraron en estos géneros el modo de contar cómo era su sociedad. Pero Argentina, al igual que Latinoamérica, ha cambiado, ya no es la de los 50 ni la de los 70, y aquellas formas de representación ya no la expresan, aunque sus establishments culturales sigan aferrados a ellas.

Para bien o para mal (dependiendo de quien lo cuente), Argentina y Latinoamérica hoy forman parte de un mundo globalizado. El sincretismo cultural que se nutre de raíces tan heterogéneas que van desde la propia tradición cultural e histórica hasta el uso cotidiano y constante de los medios electrónicos de comunicación masiva, es la característica más saliente de Latinoamérica hoy. Esto no sólo se refleja en las tendencias del consumo y la producción cultural. Hasta el lenguaje cotidiano, poblado de neologismos anglos, refleja esta nueva realidad.

Simultáneamente nuestras sociedades se hallan cada vez más empobrecidas como consecuencia del nuevo orden mundial. Este empobrecimiento no es sólo económico, también es cultural. Por ende, afecta el nivel de reflexión que pueden lograr sobre sí mismas y en su producción cultural.

Si hablamos de cine, este cuadro se agrava cuando le sumamos la estandarización del relato cinematográfico que produce la invasión del mainstream americano ejerciendo casi una dictadura del modo de narrar. Así, la posibilidad de una reflexión honda que cale en el público se siente cada vez más lejana.

Sin embargo, la generación de un público propio es el único modo de garantizar la supervivencia de los cines nacionales, más aún en el caso de cinematografías periféricas como las latinoamericanas.

Durante la década de los 90 y de modo espontáneo, cineastas de los diferentes países de Latinoamérica comenzaron a buscar cuál es la forma de representar a esta nueva realidad. Seguramente ninguno de ellos tenía conciencia de que estaba realizando esta búsqueda, pero es la impronta más tangible de sus películas. También tienen en común su orfandad de los establishments culturales, aunque a la vez generan nuevas y potentes relaciones con las jóvenes audiencias de sus países. Embarcados en la misma búsqueda a ciegas, padeciendo similares dificultades para poder realizar sus películas, y con la misma pasión por la dimensión de la aventura, están embarcados en el gran desafío de los cineastas de la región. No sólo encontrar una voz propia, sino que esa mirada personal no lleve a la incomunicación autocomplaciente, ni a formalismos vacíos. Establecer un código común con el espectador a partir de nuevas formas de representar nuestra cambiante realidad. Encontrar esos rasgos particulares y propios que le den identidad a nuestro cine y razón de ser frente al cine estandarizado que la globalización pareciera exigir.

II

Con cuatrocientos millones de personas que la hablan como primer idioma, la lengua española es la cuarta más hablada en el mundo —luego del chino, el inglés y el hindi—. Si además consideramos la energía con la que el idioma y la cultura latina se han expandido en los últimos años en los países no hispanos, sobre todo en EE. UU. y Brasil, no es difícil de imaginar (como ya lo hacen muchos) que en un futuro próximo el español sea uno de los idiomas dominantes en el mundo.

Esto nos da una idea de la potencialidad que como mercado propio tiene la producción cultural en nuestro idioma. Pero aún no hemos logrado estructurarlo como tal, ni siquiera dentro del mundo hispano. Nuestra producción cultural vive dentro de las fronteras nacionales y sólo algunas producciones aisladas logran traspasarlas, confirmando simultáneamente cuando lo hacen, la existencia de ese mercado y su actual inarticulación.

Los artistas son los que hacen la producción cultural. Pero son los Estados y las instituciones culturales los que deben tomar la promoción de esa producción cultural como una prioridad estratégica, que no está desligada del desarrollo económico de sus sociedades. Y esto es lo que no está sucediendo.

Para comprender lo que estamos perdiendo, vale hacer el ejercicio de imaginar por un momento, que cada película que se filme en un país hispanoparlante, cada libro que se edite, cada programa de televisión, puede aspirar a un potencial mercado de cuatrocientos millones de receptores y no de 40 si es producido en España, 37 si lo es en Argentina, 100 si lo fuera en México, etc.

Este primer paso, comenzar a avanzar en la consolidación de un mercado único hispanoparlante para nuestra producción cultural, parecía una utopía irrealizable hasta hace muy pocos años. Y sin embargo, hoy está en marcha. La discusión ahora es cómo se da, y quién y cómo lo lidera.

Hoy estamos viviendo un aparente éxito de la cultura latina en el mundo, entendiéndose lo latino como sinónimo de lo hispanoparlante. Lo paradójico de esta circunstancia es que no es producto de la propia fuerza de la producción cultural hispanoparlante, sino de la potencia de marketing de las multinacionales del entretenimiento, que por esta vía imponen su particular mirada de lo latino. Esto es muy claro en la industria musical, donde podemos ver que la mayoría de las producciones que han logrado trascender las fronteras dentro del mismo mundo hispano están producidas en Miami y muchas veces el idioma deja de ser el español para convertirse en un inglés con giros latinos.

No creo que haya que rasgarse las vestiduras ante esta situación. Todo lo contrario. Revela que lo que era utópico es una realidad, aunque se esté dando bajo otros parámetros.

Si nuestros Estados e instituciones culturales se mantienen inertes ante esta nueva situación, posiblemente sea otra oportunidad perdida, y no pase de ser un fenómeno comercial y de marketing, que terminará estratificándose en desmedro de nuestra producción cultural. Pero si, por el contrario, entienden el entramado de esta nueva realidad y deciden actuar con decisión para promover nuestra producción cultural y avanzar en el destrazado de fronteras para su circulación, estaremos en el umbral de un gran momento para nuestra cultura y para nuestra lengua.

No podemos dejar de tener en cuenta que esta nueva realidad se está dando en un momento de gran transformación económica, donde la mayoría de los analistas coinciden en señalar la importancia estratégica de las industrias comunicacionales y de entretenimiento como motor económico. Por ende la discusión sobre quién lidera la unificación del mercado cultural hispanoparlante y bajo qué signo, es de vital importancia no sólo cultural, sino también económica.

Aunque cayéramos en el reduccionismo economicista que a veces afecta a la dirigencia de los países de la región, que ve como hechos aislados e independientes el desarrollo y progreso cultural del económico, no podemos dejar de reconocer que son de vital importancia para el futuro de los nuestras sociedades las decisiones y acciones que nuestros Estados e instituciones tomen en el terreno de la defensa de nuestras industrias culturales y su promoción fuera de las propias fronteras.

III

No es bueno ni deseable caer en el extremismo de negar la importancia del desarrollo y expansión del mercado para nuestras industrias culturales. Subyacen en esta postura tanto un anacrónico elitismo, como una resignada aceptación del poder de las multinacionales de la comunicación, con su contracara de legitimar un rol de segundo grado para nuestra producción cultural. Pero tampoco podemos caer en el extremismo opuesto que es el de creer que cuando hablamos de mercados culturales, cuando promulgamos su desarrollo, sólo hablamos de desarrollar un mercado que consuma mercancías con fines económicos. Cuando hablamos de un mercado de 400 millones de hispanoparlantes estamos hablando de 400 millones de personas con la posibilidad de sentir como propia la mirada de un artista. Y esta apropiación de la mirada por parte del espectador no se va a dar solamente porque éste y el artista hablen el mismo idioma. Para que esto pase, para que el espectador se sienta representado por la obra también es fundamental la forma y el contenido que el artista haya elegido para su materialización. Y esto no es una cuestión de marketing, no se trata de qué es lo que la gente quiere recibir para entonces encontrar el producto que satisfaga esta demanda. Esto se trata de arte y de la capacidad de un artista de poder representar en su mirada aquella imagen de sí mismo que el espectador necesita encontrar.

Por eso es más clara que nunca la importancia del trabajo en conjunto de las instituciones político-gubernamentales y las instituciones artísticas, uniendo sus fuerzas en la búsqueda de un objetivo en común: convertir el utópico y deseado mercado hispanoparlante de 400 millones en una fuerza, unida por una identidad en común, de 400 millones de personas. Y la única forma de lograrlo es reconociendo y sosteniendo que el español y nuestra propia mirada son las mejores formas de representarnos tal cual somos.

Por eso, como decíamos en el primer capítulo, es esencial que nuestras producciones culturales se centren en la búsqueda de esos rasgos particulares y propios que le dan identidad a nuestra cultura y razón de ser, frente a la producción estandarizada que la globalización pareciera exigir a través del inglés o de su mirada particular de lo latino.