En el marco del congreso que me honra participar se debatirá sobre el español en la Sociedad de la Información y se analizará su incidencia en los distintos medios: la radio, la televisión, la prensa, la música, la publicidad, incluso el último en dar a luz, el Internet. A mí se me ha convocado para efectuar algunas observaciones sobre el cine hablado en español, desde ya un maravilloso medio y vehículo cultural, considerado por unos, el séptimo arte; o por otros, un espectáculo popular, la realidad es que todos coinciden en pensarlo como la magia de la pantalla grande.
La magia del sonido y la imagen que en sus infinitas combinaciones se le ofrecen al espectador en un lugar especial, fuera de su hogar, donde, en respetuoso silencio y a oscuras, acompañado por muchas personas más, pero solo en el deleite y comprensión ante la pantalla, disfruta tales combinaciones creadas para contar historias reales o de ficción.
El espectador percibirá la risa o la emoción del suspiro o el lagrimear general del público que lo rodea, se comprometerá o será indiferente ante la historia de la pantalla grande, pero su compromiso tácito es con ella, y consiste en dedicarle unas horas de su tiempo de manera incondicional. En la sala de cine no hay tentaciones, no hay posibilidades de vulnerar el pacto, no hay botón para cambiar el dial o la sintonía, no hay control remoto para cambiar de canal. El boleto fue abonado para ocupar la butaca en silencio y con respeto ante la creación del artista audiovisual.
A veces pienso, en mi afán de buscar coincidencias y vinculaciones entre todas las expresiones del arte, ofrecidas por miles de creadores día a día, que el compromiso tácito de la dedicación temporaria asegurada por parte del espectador, sólo se obtiene en forma anticipada en los teatros y en las salas de cine; esa devoción contenida y fugaz, representa un oasis en este desierto de multitudes que corren para alcanzar el reloj y en el ajetreo diario del ir y venir, el reloj los atrapa a ellos en su tiránico avanzar sin pausa, segundo a segundo.
En la magia del cine que hoy comentamos, no se nota la tiranía del tiempo, que sigue su curso sin preguntarnos; nosotros lo manejamos, tenemos su control por un par de horas. Disponemos voluntariamente de ese tiempo para ver una historia que generalmente transcurre en varias horas; en el juego de los dos tiempos, el real y el proyectado, nuestro deleite está casi garantizado.
En su libro póstumo Espíritu de cine, Epstein dedica largos párrafos a la pluralidad del tiempo y la multiplicación de la realidad y observaba en el cine una correspondencia perfecta con el mundo de los sueños. Él decía que el sueño desarrolla, como en el cine, su tiempo propio, que es muy diferente del tiempo cotidiano.1
Tales comparaciones entre la imagen onírica y la imagen de un film, si bien fueron concebidas para explicar otras cuestiones, me llevan a pensar también que el cine, además, nos permite y nos induce a soñar, una contribución no menor, por lírica, a otras que nos aporta el séptimo arte para enriquecer nuestra existencia en el mundo.
En fin, muchas cosas se pueden decir para introducir este medio: el cine. Existe abundante literatura a su respecto que da cuenta de sus orígenes, de su historia, que lo ha intentado definir, con fórmulas amplias o restrictivas, que lo ha clasificado y encasillado. No es mi intención realizarles una reseña de tales estudios. No lo creo necesario para los fines de esta exposición, donde sí intentaré detenerme más en todas las posibilidades y proyecciones que presenta el cine para alcanzar otros objetivos distintos a su primaria finalidad de entretener al público. A los efectos de su introducción parto de la premisa, entonces, que ustedes ya saben, por sus propias experiencias personales ante la pantalla grande, o por coincidir con mis palabras sentidas, qué es el cine.
Clasificarlo o definirlo, sin duda, limitaría sus alcances. Estoy convencido de que el cine es el cine que cada uno vive, el cine que cada uno siente. Cada uno de nosotros podrá definirlo a su manera, yo les comenté algunos de los significados que tiene para mí y cómo lo experimento; seguramente la suma de todos nuestros pensamientos reflejaría una idea del concepto cine. ¿Qué más? Suficiente para una introducción… ¿no les parece?
El cine se compone de sonido e imagen en movimiento. El sonido a su vez puede integrarse, indistinta o conjuntamente, por la música, por los ruidos de los objetos, las máquinas, la naturaleza en todo su alborotado esplendor, por dar algunos ejemplos de todo aquello que la película necesite mostrar y, fundamentalmente también, por la voz humana. La voz de los actores, la palabra. Detrás de esas palabras está el escritor de cine, el guionista, el que narra la historia en el papel para que otro creador la lleve a imagen. Él escribe las palabras que el actor da vida pronunciándolas.
Todos ustedes saben que las primeras personas que reflejó la pantalla en sus orígenes no eran actores y que la tecnología primitiva no les había podido dar voz. Los textos de historia del cine cuentan que la primera función cinematográfica fue la que se realizó el 22 de marzo de 1895 en Francia, en la sede de la Sociedad de Apoyo a la Industria Nacional, donde se proyectó el film titulado Salida de los obreros de la fábrica Lumière.2
Los actores que las cámaras mostraron después también carecían de voz, eran mudos. En la pantalla nos miraban y gesticulaban supliendo con la expresividad de sus rostros y el lenguaje gestual de sus cuerpos, las emociones que no podían contar, todo aquello que debían expresar en aras de la comprensión de la historia… sin palabras. Un cartel ocasional presentaba los capítulos de la narración. A pesar de ello, el invento fue recibido con alegría por los espectadores y el cine mudo gozó de una etapa de auge y las estrellas que presentaba eran adoradas por el público.
En esta etapa sin voz, Méliès contribuyó con ímpetu y visión de futuro. En la Histoire du cinéma que Lo Duca escribió en París por el año 1942, se considera que si con Lumière nació el cinematógrafo, con Méliès nace el espectáculo cinematográfico: el cine.
Este autor cuenta en su libro una anécdota original, que me parece interesante traerla a colación. Relata que Méliès advirtió enseguida las posibilidades que brindaba la invención y ofreció adquirirla por una suma fabulosa para la época, pero Lumière rehusó cederle los derechos, expresándole textualmente: «Joven, el invento no se vende. Y agradézcame porque para usted sería la ruina. Puede ser explotado algún tiempo como curiosidad científica, pero fuera de eso no tiene ningún porvenir comercial».
Me pareció curioso recordar esta opinión con relación a las posibilidades que podía darnos el cine, porque la historia nos demostró cuán equivocada fue aquella primera apreciación de tan importante invento. Ello se comprobó allá por la época inmediata al descubrimiento, y aún en estos días, no resulta desatinado sostener que el cine continuará brindando infinitas posibilidades: caminos para recorrer y umbrales para trasponer.
Después de aquellas palabras, cuenta el historiador que Méliès no se amilanó por la respuesta perentoria del padre de los Lumière y fundó una empresa cinematográfica, la primera en el mundo, cuyo nombre originario fue Star Film y el membrete de su correspondencia llevaba la siguiente leyenda: «El mundo al alcance de la mano». Una predicción cumplida.
Brevemente corresponde señalar aquí que, si Méliès hizo del cine un gran espectáculo con un ritmo fantástico, Griffith fue quien estableció casi todas las leyes del llamado lenguaje cinematográfico, sobre todo en sus dos películas El nacimiento de una nación (1915) e Intolerancia (1916), en las que tienen aplicación racional todos los medios propios del cine.
Desde aquel momento la cámara dejó de ser una registradora indiferente o un instrumento apto sólo para copiar el teatro. Sin embargo, faltaban todavía varios años para que el sonido irrumpiera en la pantalla.
En la etapa del cine mudo los grandes realizadores demostraron que había nacido el séptimo arte, como se empeñaban en señalar los críticos de aquel entonces, emulando al escritor italiano Ricciotto Canudo, quien fue el primero en llamarlo así en el año 1913. Especialmente durante la posguerra y hasta el año 1927, entonó un canto de cisne ante la inminencia de su muerte y el anuncio del cine sonoro, aportando al recuerdo de los cinéfilos una cantidad de películas de indudable calidad y prestigio.
En octubre de 1927 se exhibió El cantor de jazz, dirigida por Crosland y producida por la Warner Bros, y fue la primera película sonora y hablada que registran los memoriosos. Un elemento prodigioso se agregaba al cine. El ritmo de las imágenes y la métrica del montaje recibían un complemento incomparable: el sonido.
Cuando la voz llegó —y no me estoy refiriendo a Frank Sinatra—, los actores hablaron y, a partir de allí, comenzaron las múltiples variaciones con la palabra y con la imagen. Se vieron y se verán películas con muchas palabras, largos parlamentos interpretados por los actores, sobre las cuales se dice que predomina el guión y se exhibirán también películas con secuencias visuales de varios minutos, sostenidas a veces por una música tenue de fondo, sobre las cuales se observará que presentan un mayor predominio de la imagen. No existen reglas fijas al respecto, ni fórmulas perfectas preestablecidas para lo uno y lo otro en el metraje. El equilibrio está en la mente de cada realizador y a su arbitrio discrecional, según lo que cada uno de ellos nos quiera contar.
Cada día se estrenan cantidad de películas excelentes, buenas, malas o mediocres, según el gusto de la infinidad de los espectadores que las ven y así las valoran, no según la cantidad de texto, palabra o imagen que refleje el film en cuestión.
Considero que se debe procurar estimular la pluralidad cultural, de contenido o de factura técnica y que se deberían producir películas para todos los gustos y entonces, ante esa diversidad, cada uno podrá encontrar una película que le guste más que al vecino. En materia de gustos o afinidades la subjetividad impera, la conducta deseada es que, sin subestimar, todos respetemos el gusto de los otros, entre paréntesis, una muy buena película.
Vuelvo a la palabra, y en la palabra está presente el cine argentino o iberoamericano y la lengua española. El cine, como los otros medios que se exponen en este congreso, aporta su grano de arena en la difusión del español. Ésta es una de las posibilidades que brinda el cine, entre otras, éste es el aporte que nos ocupa hoy de manera excluyente o principal.
Previo a explorar esta perspectiva, me gustaría efectuar algunos comentarios respecto al cine como transmisor de la cultura e idiosincrasia de un pueblo, por considerar que esta función esencial engloba aquélla en forma natural e inseparable.
Y en este punto cabe destacar, también, la importancia y la misión que tienen los gestores culturales que desempeñan un cargo público. En estos momentos ejerzo en la Argentina como director del INCAA y me desvelan estas preocupaciones y ocupaciones.
En nuestro país el cine comienza muy temprano, casi inmediatamente a su creación: en 1896 se realiza una primera exhibición con amplia repercusión y desde entonces se desarrolló como el fruto lógico de la nueva civilización de la imagen.
El cine fue y es parte del conocimiento de nuestro país, elemento de peso en el reflejo de su historia y sus costumbres, en definitiva, de su cultura.
Considero que el cine es parte de la memoria de un pueblo y nuestro cine, que no representa la excepción que tiene toda regla —por el contrario, comparte las similitudes de características de la cinematografía de los países del mundo— fue reflejando las etapas de nuestra historia, como así también la vida y las costumbres de los argentinos en el correr del tiempo.
Torre Nilsson, un consagrado director argentino, abordó este aspecto al reflexionar: «…el cine juega por nosotros en el futuro… allí estamos proyectados… nos miran ojos voraces e inquietos que saben más de nosotros que nosotros, porque ven nuestros films y porque adivinan en ellos lo que fuimos y lo que no fuimos…».3
En la década del 30, nuestros historiadores de cine señalan que la cinematografía argentina había ocupado considerablemente un espacio en el mercado de habla castellana y que ya se encontraba consolidada «una masa de espectadores locales que apoyaban cada vez más al cine que hablaba su lengua».4
Este público cautivo mermó o creció según los vaivenes de nuestra cinematografía e historia, y me es grato señalar en estas observaciones que, desde los últimos años, viene creciendo en forma sostenida, acompañando con su presencia el incremento, también constante, de la producción cinematográfica local.
Nuestros legisladores, conscientes de la importancia del cine para una nación civilizada, establecieron en nuestra normativa, específicamente en la última reforma del año 1994, que el Instituto de Cine, que tengo la responsabilidad de presidir, tiene como objetivo primordial el fomento y la difusión de nuestra cinematografía. Para tal loable misión se establecieron instituciones del crédito y del subsidio y se creó un Fondo de Fomento, constituido principalmente por un impuesto sobre las entradas de cine, para alcanzar tales metas.
En honor a la verdad, no obstante la existencia de dicha legislación, me cuesta en la actualidad procurar que no se desvíen tales fondos hacia otras necesidades del Estado. No obstante, me reconforto en ese trajinar pensando que debo luchar por el reconocimiento del cine como promotor cultural y como actividad industrial.
Mi afán en esta coyuntura económica es encontrar soluciones alternativas y creativas para alcanzar esos objetivos, con un mejor aprovechamiento de los recursos existentes.
Palabras más o palabras menos, creo sintetizar la conducta que debemos seguir todos los gestores culturales. En mi gestión para orientar ese camino, me guío por una pauta directriz: fomentar y difundir también, además del cine, en el cine, la diversidad y la pluralidad cultural.
El año pasado, en un seminario realizado en la ciudad de Mar del Plata, sede del Festival Internacional de Cine, participé de un panel que trataba sobre «El rol de las políticas y la gestión pública en los campos educativo y cultural, de cara a los procesos impulsados por la convergencia ¿ciudadanos o consumidores?». En ese contexto realicé un comentario respecto a la disyuntiva planteada, que deseo brevemente arrimarlo también a estas observaciones.
En aquel ámbito comencé recordando las siguientes palabras de Jean Fourastié: «Imaginemos lo que podría ser el globo terrestre, si el hombre pudiere encontrar en él, por generación natural, todas las clases de productos que desea consumir, a decir verdad el oxígeno es el único producto natural que satisface completa y perfectamente una necesidad del hombre. Por lo tanto para que la humanidad pudiera subsistir sin trabajar produciendo bienes y servicios, sería indispensable que la naturaleza le diera al hombre, así como le da el oxígeno, todo aquello respecto de lo cual experimenta una exigencia. Siendo así las cosas, fácil resulta descubrir “por qué trabajamos”, trabajamos para transformar a la naturaleza pura, en elementos artificiales que satisfagan las necesidades humanas».5
Opiné en el mencionado panel que las personas somos, necesariamente por naturaleza, consumidores y, como vivimos en una sociedad política organizada, también somos ciudadanos. Somos ciudadanos y consumidores y rechacé entonces de plano aquella disyuntiva por imposibilidad fáctica.
Ahora bien, se puede sostener que la cultura se consume, y sí… Existen productos culturales; en el caso del cine el producto cultural es la película, el espectador que la ve, la consume.
Como es indudable, la gestión cultural no puede permanecer ajena a esta realidad que podríamos llamar de la industria cultural. Por eso, el deber principal del gestor cultural público es fomentar la pluralidad cultural.
Para evitar que los ciudadanos sean cautivos de un consumo pasivo y automático, se debe estimular el elegir, el criticar, el actuar activamente. Conductas que al asumirlas los ciudadanos, si bien naturalmente continuarán consumiendo, al menos podrán y sabrán elegir lo que consumen.
Para lograrlo, considero que los fondos que cooperan en la creación cinematográfica deben ser distribuidos, en la medida de lo posible, respetando la diversidad y sin exclusiones de ninguna especie.
Nuestro cine reciente, por suerte, ha dado muestras de esta diversidad estética e industrial que propugno, y los premios internacionales recibidos dieron fe de ello.
Si se me preguntara en este momento ¿qué visión hay en el exterior del cine argentino?, respondería desde mi más sincera convicción que en la actualidad nació una gran expectativa por parte de los Festivales Internacionales, la crítica mundial y los distribuidores, que encuentran en nuestra cinematografía una expresión artística muy llamativa. Y creo que lo que más llama la atención es, justamente, la diversidad que presenta nuestro cine.
Nuestra cinematografía produce obras que son distintas desde lo temático, lo estético y también lo industrial. Tal circunstancia tal vez sea un poco difícil de percibir para el público común de mi país, pero lo que ocurrió en este último tiempo, desde aquella reforma que les señalé del año 1994, es que la misma facilitó la incorporación de nuevos grupos de creadores en el cine.
En efecto, se incorporaron nuevas empresas, que antes se encontraban dedicadas exclusivamente a la producción televisiva y ahora incluyen al cine como un aspecto más de su actividad empresarial y que producen películas de formato industrial o comercial. Y también aparecieron grupos independientes que representan una generación de realizadores recibida en todas las escuelas de cine argentinas fundadas en la última década. Sus films aportan una novedosa y particular visión del cine arte o de autor.
Todos estos factores contribuyeron a formar un movimiento argentino de una gran pluralidad temática, estética e industrial, ya que también hay diversidad en las formas de producción. En suma, diferentes formas industriales que permiten diferentes expresiones artísticas.
Desde el INCAA y en este aspecto de la difusión internacional he sostenido la importancia estratégica de apoyar firmemente el recorrido de las películas en el exterior y así permitirles introducirse en nuevos mercados, con el objetivo de que los distribuidores internacionales nos compren y que los espectadores del mundo nos conozcan. En este sentido, afiancé vínculos con la Cancillería argentina y desde el pasado septiembre se implementaron en las embajadas de Londres y Madrid y en los consulados de Los Ángeles y de Río de Janeiro, oficinas de promoción y venta de cine argentino.
En los últimos dos años los premios internacionales obtenidos fueron de los más importantes que ha conseguido la cinematografía argentina y ayudaron a despertar un firme interés en los distribuidores europeos y americanos.
Seis películas fueron estrenadas en el circuito comercial de Francia y ocho en España, con posibilidades ciertas de duplicarse tales cantidades. Durante los meses que transcurrieron del corriente año, un millón aproximado de españoles vieron dos películas argentinas: Manuelita y Almejas y mejillones. También tenemos películas vendidas en los Estados Unidos, como Plata quemada, Nueve reinas y La ciénaga. Esta última fue comprada en 12 países y el film Mundo grúa se lanzó recientemente con éxito en el mercado italiano.6
Los resultados y cifras señaladas realmente son importantes para mi país y en general para el cine hablado en español en sus proyecciones en el mercado iberoamericano y en el internacional, cuestión que comentaré a continuación. En lo personal ustedes comprenderán que la realidad apuntada me sirve de estímulo para seguir impulsando las políticas de promoción iniciadas en mi gestión.
Según un informe estadístico que publicó la conocida revista inglesa Screen Digest, la Argentina es el noveno productor cinematográfico del mundo, con una inversión allí registrada en el año 1999 de 133 millones de dólares. Este dato ratifica que el cine no sólo tiene un valor cultural, sino también industrial y estratégico.7
En nuestro mercado local, en diez meses del año 2000, casi 6 200 000 espectadores vieron las 47 películas nacionales estrenadas, frente a las 5 500 000 personas que convocaron los 37 films que se lanzaron en el año 1999.
A su vez, los 6 millones obtenidos para la producción nacional representaron un 19,8 por ciento de la asistencia total de nuestro público sobre todas las películas exhibidas de distinto origen, y ello significó 4 puntos más respecto al guarismo del año anterior. Una proporción muy elevada, sólo superada, de acuerdo con las estadísticas, por las cinematografías locales en Francia (30 por ciento), Dinamarca (28 por ciento) e Italia (24 por ciento), posicionándonos en un cuarto lugar mundial.
Me complace señalar en este prestigioso ámbito académico que el cine argentino es una industria y que este tipo de exportación no tradicional genera importantes divisas para el país. Con esta apertura de nuevos mercados cobra especial trascendencia la importante función de transmisor de cultura y por añadidura de nuestra lengua que tiene el cine argentino.
El 15 de junio de este año tuvimos el honor de recibir en nuestro país al director de la Real Academia Española, quien nos presentó en la ciudad de Buenos Aires este II Congreso de la Lengua Española. Con motivo de su visita, un periodista de uno de los matutinos de mayor circulación le preguntó si el español podía ser una lengua de comunicación universal, y él nos brindó la siguiente explicación: «No cualquier lengua sirve como lengua de comunicación universal, hace falta que tenga muchos hablantes, que sea lo suficientemente unitaria como para que esos hablantes se entiendan bien en distintas regiones, que esté presente en los distintos medios de tecnología y de comunicación y que tenga reconocimiento diplomático».
En mi búsqueda de números, encontré que en el Preámbulo de la edición de mayo de 1999 del Diccionario de la Lengua Española, la vigésima primera edición de su Diccionario usual, que publicó la Real Academia Española para contribuir a la celebración del V Centenario del descubrimiento de América, se menciona la cantidad de «trescientos millones de seres humanos que, a un lado y otro del Atlántico, hablan hoy el idioma nacido hace más de mil años en el solar castellano y se valen de él como instrumento expresivo y conformador de una misma visión del mundo y de la vida».8
Asimismo, en algunos artículos que bajé de Internet antes de este viaje, se citan cifras que alcanzan los 400 y hasta los 500 millones de hablantes de la lengua española. No sé a ciencia cierta cuál será la cantidad exacta al día de hoy, pero tales números de por sí solos demuestran la increíble cantidad de seres que hablamos el español, y la proyección de crecimiento que se producirá en el planeta de personas que utilizarán la lengua española escapa a mi imaginación por el resultado considerable que seguramente arrojará.
Uno de los requisitos mencionados por el director de la Real Academia a todas luces entonces lo presenta nuestra lengua. La unidad gramatical y la presencia de la lengua en los grandes medios de la tecnología y la comunicación seguramente existen y quedarán más afirmados aún en las conclusiones a las que arribe este congreso. Estimo entonces que sólo faltará el reconocimiento diplomático para que el español sea la segunda lengua occidental de comunicación universal.
Con los apuntes que les he reseñado del cine argentino y sus perspectivas futuras, que se podrán extender y considerar para otras cinematografías que se expresan en la misma lengua, se podrá colegir que, en el aspecto de la incidencia del español en lo mediático, el cine, que en esencia trasmite la cultura e idiosincrasia de un pueblo, tanto como su lengua, aporta más que un grano de arena, creería que toneladas de arena para contribuir a este esfuerzo y lograr el ansiado objetivo que nos convoca hoy a todos los que hablamos la lengua española.
Como rezaba la leyenda de Méliès: «el mundo al alcance de la mano».