Es difícil resistirse a la fascinación de la radio. Quienes tenemos el privilegio de ejercer nuestra profesión al lado de un micrófono tenemos algo en común que nos acerca y nos asemeja. Por encima de diferencias ideológicas, más allá de las fronteras geográficas, independientemente del momento histórico en que vivimos, todos tenemos un sello común. Vivimos nuestra profesión con una mezcla de pasión e ilusión, de estremecimiento y entusiasmo.
La radio es un medio que seduce y que, por lo tanto, no soporta la tibieza. Exige profesionales alejados de la rutina, enamorados de su tarea. Más que una profesión, la radio es una vocación. La vocación viene de voz, es una llamada. O más exactamente aún, la radio es una llama que nos llama, porque la radio no se conecta, se enciende. Por ello, McLuhan consideraba a la radio como un medio caliente, como contrapuesto a la televisión, un medio frío.
La radio sin fiebre, sin calentura, se convierte en un tocadiscos automático, en una verborrea sin ton ni son. La radio que se enciende, la llama que llama, sólo es posible si el que está a este lado del micrófono, el comunicador, sabe propagar el fuego a su audiencia.
Propagación, contagio. Uno se contagia de radio, y entra en el estudio con vocación de estreno. Con la misma emoción del primer día, pero con el bagaje acumulado de años de experiencia. En la medida en que uno experimenta este saludable contagio, sabrá contagiar a su audiencia, conseguirá traspasar la batería, comunicar.
La radio crea adicción. Porque se basa en la palabra, y estamos hechos de ella. La palabra, y las ideas que transporta, son las que nos sustentan, nos definen, nos proyectan y nos dan razón de ser como personas.
Hablando y escuchando, el ser humano ha hecho radio, antes incluso de que existiera la radio. Porque la radio, además, y más allá que la técnica que la ha hecho posible, es comunicación oral, es un trozo de vida hecha sonido, un bocadillo de realidad de oído a oído.
La radio reivindica el origen de la palabra que nace para ser escuchada. En el principio existió el fonos, ‘el sonido’ y del fonos salió el logos, ‘el concepto’. La radio, por tanto, es también un instrumento cultural. Lo que sucede es que, como muy bien apunta Mariano Cebrián, un teórico del medio, en nuestra sociedad se suele considerar culto a aquel que está embebido en los libros, en la cultura impresa, y no tanto, a quien percibe y concibe la realidad mediante imágenes acústicas.
La radio es cultura sonora. Ésta es su gran aportación. Alguien la bautizó como la universidad del pueblo. Antes de la revolución de la imprenta, la cultura escrita estaba relegada en los claustros de las abadías, mientras que la herencia oral es casi consustancial al ser humano. Aunque la galaxia Marconi es tecnológicamente posterior a la de Gutenberg, no lo es en esencia. La radio recupera la tradición oral, recoge el legado del primer cronista de las cavernas, es hija de los juglares que recorrían los caminos para narrar las gestas, relatar los sucesos, dar cuenta de los nuevos hallazgos de las ciencias y las artes de su tiempo. La radio recupera la cultura hablada de aquellos antepasados que conocieron su historia por las historias que los ancianos contaban alrededor del fuego.
El poderío de la radio, su capacidad de comunicación, se basa en las palabras. De ahí que forzosamente, un buen comunicador radiofónico, si por vocación es un apasionado de su profesión, lo debe ser, por lógica, del idioma que da sentido a su comunicación.
Debemos mimar el lenguaje, utilizarlo con la máxima corrección, huir de los tópicos, de las frases hechas, de cacofonías y redundancias. Y por supuesto, tenemos la obligación de ampliar nuestro vocabulario, combinando la constancia y la moderación. Constancia para no cejar en el empeño, moderación para no elevar demasiado el listón y caer en cultismos que pueden alejarnos del oyente.
Nuestra responsabilidad es obvia: La radio es un formidable portavoz, un enorme amplificador que difunde a millones de oyentes aciertos y errores, y, desgraciadamente, son estos últimos los más difíciles de corregir. Reformando el refrán, cabría afirmar que en la radio las palabras vuelan, las incorrecciones quedan.
La radio participa con el lenguaje que le da sustento en su vitalidad. El español está más vivo que nunca. Tenemos la suerte de hablar una lengua en expansión, que no pertenece al número creciente de idiomas en peligro de desaparición. Según el Atlas de Idiomas en Peligro, recientemente publicado por la UNESCO, entre 3000 y 6000 lenguas están seriamente amenazadas de desaparición. La UNESCO denuncia que en los últimos años se registra una dramática aceleración del ritmo de desaparición de estos idiomas minoritarios. Y como muy bien apunta este organismo, cada idioma es «un elemento insustituible del patrimonio inmaterial y refleja una visión del mundo única y un conjunto cultural complejo que traduce una manera en que la comunidad lingüística ha resuelto sus problemas frente al mundo».
Indiscutiblemente, la radio contribuye a fortalecer el idioma, porque la vitalidad de un idioma nace de la palabra hablada, aunque su esplendor brille en la literatura escrita. El español es un idioma en expansión, y la radio refleja su dinamismo. Su fortaleza depende de la capacidad de incorporación de nuevos vocablos, la sabiduría de dar por buenas formas de expresión que el pueblo ha consagrado con su utilización. Porque a fin de cuentas, eso es un idioma: un instrumento de comunicación. La comunicación es el fin, el idioma es el medio.
Un idioma expresa su riqueza en la incorporación de neologismos. Como muy bien apunta María Moliner los neologismos son legítimos, sin necesidad de que estén sancionados por la Real Academia. Porque cada día surgen objetos nuevos que hay que nombrar, nuevas nociones que hay que definir, emociones diferentes que hay adjetivar, acciones diversas que hay que verbalizar. La Academia limpiará, fijará y dará esplendor posteriormente a estas nuevas palabras y las consagrará definitivamente al incluirlas en su diccionario. Pero el lingüista sabe que el idioma no es un producto académico, que la soberanía del lenguaje radica en el pueblo, que es quien tiene, también en las palabras, la última palabra. De nada sirvió en su día, por ejemplo, que la Academia fijara la palabra balompié para definir el foot ball. El pueblo prefirió llamarlo fútbol y fútbol se quedó.
La vitalidad del español se muestra también en sus sinónimos. Tenemos muchas palabras para decir lo mismo, el pueblo soberano prefiere unas y margina otras. A veces se distribuyen geográficamente. Lo que para un ciudadano español es un ordenador, para un hispanoamericano es una computadora, lo que para un español del norte es un aparcamiento, para un andaluz es una cochera. Esta pluralidad es signo de riqueza, y esta riqueza es motivo de seducción. Podemos enamorarnos de las palabras de la misma forma que nos enamoramos de la radio.
Hace tiempo que la radio dejó de ser un medio de comunicación unidireccional. De los antiguos teóricos aprendimos que la radio tenía un triple objetivo: Formar, informar y entretener, y, ciertamente, ahí cabe todo. Pero, en cualquier caso, sea formativa, informativa o entretenida, la radio hoy nutre sus contenidos gracias a un contacto cada vez más cercano con sus oyentes, contacto que se convierte en participación. Por eso es un medio caliente. Porque en vez del monólogo, prefiere el diálogo con la audiencia, atendiendo sus respuestas, sugerencias, exigencias o retos, es decir, ya no es una voz que clama en el desierto. En este sentido, el oyente cierra su ciclo como elemento pasivo y se transforma en participante, en protagonista.
Por ello, la buena radio no dogmatiza, ni habla ex catedra, sino que, haciendo honor al dicho machadiano, para dialogar, primero pregunta y después escucha, es decir, busca la verdad en compañía, sin imponer la propia.
La comunicación radiofónica ya no tiene sólo un sentido de marcha: Del emisor al receptor. Ahora el receptor puede convertirse en emisor. La radio interactiva está en marcha. Ya hizo su revolución en su día, al convertir el teléfono en micrófono. Como toda relación de ida y vuelta, el profesional de la radio tiene que aprender a ser oyente. Hemos de hablar menos y escuchar más. Escuchar la voz, que nos llegará nítida, de la gente que nos sigue. Evaluar sus opiniones, contrastar nuestras ideas con las suyas, para cumplir con nuestra obligación principal, que se resume en una palabra: credibilidad. Sin la credibilidad, aunque viajemos por las autopistas de la comunicación, perderemos audiencia a la velocidad de la luz. La credibilidad es tan antigua como la primera comunicación humana, la que se hacía en aquella radio prehistórica de las cavernas, la radio boca a boca, de persona a persona, cuando la palabra sólo podía recorrer muy poca distancia por las ondas, la que separaba al uno del otro. La credibilidad vendrá dada exclusivamente por la identificación.
Para conseguir esta identificación hemos de ponernos en la piel del oyente, pensar como él, preguntar lo que quería preguntar, interesarnos por los asuntos que le interesan. Decía Montaigne que la palabra pertenece por igual, mitad y mitad, al que habla y al que escucha. El protagonismo de la comunicación no sólo reside en el comunicador, también en el receptor, y sobre todo el grado de identificación que haya entre ambos. El hombre de radio no se conforma ya con captar el interés del oyente, sino además busca su implicación, su complicidad. Y así, el oyente se convierte en entrevistador que pregunta, consultor que plantea una duda, reportero que informa de un hecho que se está produciendo a su alrededor, tertuliano que comenta las noticias del día, examinador que aprueba o suspende al comunicador, programador que plantea diversas sugerencias de renovación, en definitiva, en ese aguijón inconformista que impide que la radio se duerma en sus laureles y abandone su condición apasionada.
Es así como el comunicador encuentra su recompensa, cuando encuentra multitud de voces, muchas veces habituales, que dan fe de que hablan el mismo idioma, comparten el mismo lenguaje, son propietarios al cincuenta por ciento de la misma palabra, según la frase de Montaigne. Porque de la misma forma que se suele decir que la obra de teatro surge en el momento de la representación por el contacto entre el autor, los actores y el público, y hay tantos Tenorios cuantas representaciones se den de él, así también se puede decir que la comunicación radiofónica surge en el momento en que el comunicador y el oyente entran en diálogo.
La radio, por todo ello, es un medio camaleónico. Entra en la Academia con el académico, se introduce en los círculos financieros con el economista, sube al palacio con el noble, bebe vino en las tabernas con el pueblo llano, recorre la cañada real con el pastor trashumante, sube al puente aéreo con el ejecutivo, recoge el lenguaje del anciano y asume la expresión juvenil.
Gracias a esta formidable capacidad de adaptación, el lingüista puede encontrar en la radio un observatorio perfecto para conocer qué dirección lleva nuestro idioma, en qué medida se deja influir por otras lenguas, hasta qué punto soporta la invasión de extranjerismos y cómo consigue adaptarlos y hacerlos suyos.
Como espejo de la realidad, la radio también amplifica las curiosas formas de expresión, casi todas incorrectas, y a veces muy divertidas. Por la radio se pudo escuchar a políticos hablar del carajal fiscal, del catorceavo congreso, del convoluto o del gratis total, supimos que una antigua miss quería estar en el candelabro y que a una cantante se le ponía el pelo de gallina, mientras un presidente de club afirmaba que determinado comportamiento era ostentóreo.
Pero también la radio refleja cómo nosotros, los comunicadores, utilizamos redundancias que no se excusan por lo coloquial de su expresión. Y no me refiero exclusivamente a enunciados fáciles de detectar como subir arriba, bajar abajo, entrar dentro y salir fuera, sino a otras frases no menos nefastas como largas décadas, breves instantes, accidente fortuito, demanda civil, querella criminal, persona humana, primera prioridad o unanimidad total.
Por la radio conocemos también ese afán desmedido por utilizar cultismos innecesarios, como, por ejemplo, acreditación en vez de credencial, o verbos rodeados de artificio, como juramentar en vez de jurar, recepcionar en vez de recibir, culpabilizar por culpar, ofertar por ofrecer, influenciar por influir, posicionar por situar, poner en cuestión en vez de cuestionar.
La radio registra además nuestro despiste en la colocación de los acentos cuando decimos cuádriga en vez de cuadriga, o cuando utilizamos verbos intransitivos como si fueran transitivos y por ejemplo decimos que nuestros jefes nos pueden cesar, olvidando aquella irónica pero no menos certera reconvención del recordado Jesús Aguirre, Duque de Alba, al alcalde de Sevilla, advirtiéndole que no le podía cesar como comisario de la ciudad, sino en cualquier caso destituir, pues en honor a la corrección, el jefe destituye y automáticamente el subordinado cesa. Y así podíamos seguir.
Obviamente, el profesional de la comunicación ha de evitar estos y parecidos fallos, para que el castellano siga con el esplendor que le imprime la Academia. Pero nuestra labor empieza y acaba en la corrección de nuestros propios errores, más frecuentes de lo que desearíamos, pues la prisa es mala consejera y la precipitación de la radio del directo no ayuda precisamente a eliminarlos. No podemos convertirnos en correctores sintácticos del oyente, porque nuestra prioridad es el mensaje. Preferimos alguien que tenga algo interesante que decir y lo diga de forma atractiva aunque sus expresiones sean desacertadas, que un oyente que utilice un correctísimo castellano para afirmar un cúmulo de obviedades.
Otra cosa es la necesidad, y somos el primero en postularla, de crear un espacio radiofónico dedicado exclusivamente a nuestra lengua, en el que, con una cierta periodicidad, un experto aclare las dudas, corrija los descuidos, denuncie las expresiones viciadas y en definitiva, nos ayude a limpiar, fijar y dar esplendor al español desde el ventanal del micrófono que da a la calle. Este espacio contribuiría a mejorar la calidad del lenguaje radiofónico complementando perfectamente la labor que las grandes cadenas de radio están realizando con la publicación de sus libros de estilo.
La radio no es una escuela, ni el oyente un alumno, aun cuando aprendamos muchas cosas de la radio. La radio es el espejo por el que se reflejan nuestros intereses e inquietudes. Excita nuestra curiosidad, y la satisface. Amplía nuestros conocimientos y, a la vez, recoge la diversidad de opiniones y expresiones. La libertad es el aire que respira. Sin libertad, la radio se asfixia.
Como en el idioma, en la radio también el pueblo es soberano. El oyente es quien, con el gesto de un dedo, eleva o margina a las emisoras. La radio nunca puede hipotecar su independencia, porque pertenece por completo a los oyentes. Es así como cimienta su fuerza, como fundamenta su credibilidad. En la radio hay siempre un micrófono abierto para quien tenga cosas interesantes que decir, éste es el carnet que acepta, la ideología que considera, la gramática que engarza sus palabras, la sintaxis que establece su estilo. Sus errores serán más disculpables, en la medida en que sea fiel a estas señas de identidad, siempre y cuando siga siendo leal a su vocación de medio osado, alejado de la tibieza y la rutina, y prefiera arrojarse a la piscina de la sorpresa, en vez de caminar por el sendero bien planificado del inconformismo.
Por eso hablaba, al principio, de la radio como vocación, como pasión, como contagio, como virus, como entusiasmo. Los griegos acuñaron esta palabra, para definir una especie de arrebato. Se llamaba entusiasta a quien había sido raptado por un dios. La radio, como yo la entiendo, participa de ese rapto y de ese arrebato. Es, a partir, de este entusiasmo previo, cuando se puede decir con fundamento que todo puede convertirse en radio.
Ya lo dijo Julian Hale, «la radio es el único medio de comunicación masiva que resulta imposible de detener. Por ello es el arma más poderosa». En eso se hermana con la poesía, que es un arma «cargada de futuro». Y esto es así porque en la radio, la palabra y únicamente la palabra es la puerta por la que entramos en el misterio del Otro, y gracias a su lenguaje, a su idioma apasionado, aprendemos a conocernos mejor, suprimimos las fronteras que nos separan y a través del diálogo contribuimos solidariamente a mejorar la condición humana.