En un pequeño cuarto de la compañía encuestadora y tras un espejo que sólo dejaba mirar desde nuestro lado, varios editores del diario El Comercio —diario de referencia en el Perú y con más de 160 años de existencia— examinábamos con gran preocupación a un grupo de lectores adultos de clase media que se había ofrecido voluntariamente para transmitir la visión que tenían del diario. Estábamos a mediados de 1998 y nos preparábamos para emprender cambios significativos en el diseño gráfico y el estilo redaccional.
Hábilmente el conductor del grupo —un psicólogo especializado en focus group— los iba llevando al punto: «¿Si por esa puerta —preguntó— entrase El Comercio, cómo se imaginarían ustedes que sería su apariencia?».
Luego de dos o tres intervenciones se hizo evidente el consenso: el personaje que simbolizaba El Comercio vestía traje negro con chaleco y ¡tenía entre 80 y 90 años! Incluso algunos le ponían bombín y otros hasta bastón.
Nos miramos sobresaltados. Algo así esperábamos… pero no tanto.
En la sala el moderador continuaba: «¿Y lo invitarían a sus casas?». ¡Nooo! Fue la respuesta casi a coro. «No tendríamos de qué hablarle —dijo uno—, es que habla en difícil». «¿Qué le podría invitar? —dijo otro—. En mi casa se come filete de segunda y seguro que ese señor sólo come lomo fino».
Descorazonados, nos reunimos horas más tarde. La decisión que debíamos tomar era evidente. O nos acercábamos mucho más a los lectores o, sin duda, en cuestión de años nos quedaríamos sin un gran porcentaje de ellos.
Como estaba previsto, en enero de 1999 hicimos los cambios: se simplificaron los titulares, se erradicaron las palabras grandilocuentes, se redujo la extensión de las informaciones y especialmente de los editoriales, entre otras muchas medidas.
La tarea no fue nada sencilla. Requirió de mucha capacitación y fuerte compromiso por parte de editores y periodistas. ¡Había que cambiarle a El Comercio la forma más que centenaria de hablar! Y lo logramos.
Evidentemente se le dio especial atención a las secciones encaminadas a acercarnos al lector, sobre las que el focus group nos había alertado.
Dentro de estas últimas quisiera incidir especialmente en el Buenos Días —pieza proyectada por nuestros diseñadores Cases i Associats— que aparecería diariamente en la primera página del diario, y que estaría dirigido como ninguna otra a hacer desaparecer esa terrible imagen del ochentón de traje negro alejado del lector. En cuanto al lenguaje, llegamos a las siguientes definiciones: el Buenos Días tendría un estilo muy coloquial, pero sin llegar al uso de la jerga y menos a la replana.
El uso de la segunda persona —en El Comercio autorizado sólo en las secciones más ligeras— generó una muy interesante polémica interna. Los vanguardistas querían correr el riesgo y tratar al lector de tú, los tradicionalistas no querían desconcertar a una inmensa cantidad de lectores inveterados de El Comercio. Decidí entonces que el Buenos Días se dirigiría al lector de forma directa, pero sin llegar a tratarlo de tú. La formula sería: «usted, lector».
Por su parte, los temas no estarían prioritariamente centrados en los grandes problemas nacionales, sino en aquellos que tuviesen efecto directo en la vida cotidiana del lector. En ciertas ocasiones sería también utilizado para hablarle al lector con desenfado sobre su diario: aclaraciones o explicaciones sobre la línea editorial, agresiones y enfrentamientos con el Gobierno (estábamos en la época de Fujimori y Montesinos) o lanzamiento de nuevos productos, entre otros.
Pero fue cuando llegó el momento de poner el estilo en práctica que surgieron una serie de imprevistos. Y es que el estilo coloquial y directo de las primeras pruebas del Buenos Días exigía ubicarse en plena zona gris del uso formal del lenguaje, aquel que, por ser de avanzada, es precisamente el que habla la gente normalmente. ¡Y así no hablaba El Comercio!
Las primeras pruebas fracasaron. Los encargados del control de calidad estilística (eufemismo para correctores), en su mayoría lingüistas muy responsables, calificados y depositarios de mantener la pureza del lenguaje en El Comercio, pusieron tal cantidad de observaciones a los textos preparados por periodistas especialmente seleccionados, que el estilo coloquial y fresco que proponían se convirtió en el acartonado y duro que queríamos revertir.
Como director del diario tuve que tomar al toro por las astas. Empecé a escribir personalmente el Buenos Días de los números cero. Pedía luego a los correctores —previa prédica sobre el sentido de la columna— que revisasen el texto en mi presencia. Yo decidiría qué correcciones tomaba y cuáles no. Y funcionó.
Cuando salimos con los cambios debí de escribir diariamente esa columna durante casi un mes. Conforme fueron pasando las semanas los exigentes correctores fueron entendiendo la revolución y asumiéndola con entusiasmo.
El éxito fue inmediato. Las mediciones demostraron que el Buenos Días había logrado no sólo una altísima lectoría, sino también un inmediato acercamiento con el lector. ¡El personaje de terno negro había cambiado! Tenía ahora sólo entre cuarenta y cincuenta años y vestía más sencillo; terno, pero sport: pantalón, saco y corbata.
Lo que redondeó el éxito fue descubrir, al momento de empezar a delegar la elaboración del Buenos Días, que había varios periodistas dispuestos a redactarlo y que lo hacían con la misma frescura y cercanía al lector. El estilo había logrado imponerse.
Hoy el estilo del Buenos Días es ya un estándar en El Comercio. Y ha servido también para algo fundamental: convencer a los tradicionalistas de la redacción de que en El Comercio también se puede escribir coloquialmente y que el lector no sólo no lo rechaza, sino que lo agradece.
Es evidente que el lector de diarios ha sufrido un vertiginoso cambio en Hispanoamérica y en el mundo. La irrupción en el plano de la información de una serie de vías alternativas al diario, como la radio y la televisión de señal abierta —con cada vez mejores servicios noticiosos—, el cable y la TV por satélite —con su oferta casi universal—, Internet, con su oferta realmente global y enciclopédica, ha ido cambiando la percepción del mundo sobre la prensa.
La tradicional razón de ser de la prensa —informar y orientar— va redefiniéndose. Ahora se va acercando más al terreno de la explicación y cediendo cada vez más a la exigencia de ser un producto que además entretenga.
Paralelamente, el hecho de informarse se entiende, en las nuevas generaciones, como una actividad gratuita. Colabora en esta dirección el lanzamiento de diarios gratuitos. Así, el precio de tapa ha pasado a ser considerado por las empresas periodísticas modernas como un ingreso marginal: el diario cuesta lo que permite que llegue a manos del lector.
En el plano del acercamiento al lector la competencia es desigual. Los medios electrónicos penetran libremente a las casas y encuentran una audiencia que no tiene que hacer ningún esfuerzo —excepto el de ver y escuchar— para recibir sus mensajes.
En cuanto a la precisión, qué mayor claridad en un mensaje que verlo.
Como consecuencia, los diarios se ven cada vez más confrontados a una disminución o estancamiento de su circulación.
En esa situación la prensa no puede dejar ningún flanco libre en el reto de mantenerse como medio de comunicación vital para la sociedad. Y en esa pugna el acercamiento al lector se convierte en indispensable.
Como consecuencia, aunque la prensa mantiene la obligación de hacer lo que esté a su alcance por defender la pureza del lenguaje, no está en posición de brindar la cuota de sacrificio que muchas veces se le exige, especialmente si esto implica perder algún grado de comunicación con sus lectores.
Hay quienes proponen una corriente distinta sobre este mismo tema. Según ellos, la prensa va perfilándose cada vez más como el medio de información dirigido a las personas que desean formarse opinión de las cosas. Es decir, una élite más pensante y culta, que no se contenta con el qué pasó ni el cómo pasó. Exige el por qué pasó y cuáles serán las consecuencias de lo que pasó. ¿Y qué lenguaje pide ese lector? Un lenguaje más bien formal y muy preciso.
Pero para que esto se defina pasarán años. En la actualidad continúa siendo —y seguramente continuará siéndolo— un medio tradicional de comunicación masiva que requiere de un lenguaje acorde con sus consumidores.
Planteada la encrucijada estratégica de la prensa, empecemos por analizar el origen de la tendencia del español a dificultar el acercarnos al lector, un problema que los periodistas debemos enfrentar en el diario trajín.
Partimos de la base de que, como en todo idioma, la escritura del español surge de aquel hablado por las antiguas élites más ilustradas. Por distintas razones socioculturales —identidad cultural, entre otras—, el español escrito ha mantenido esa fuerte tendencia a la ampulosidad, grandilocuencia y complejidad. Es más, quizá por ser el español escrito uno de los que más tardó en vulgarizarse, mantiene más rezagos de su estilo primigenio que otros idiomas escritos. Todo ello incide, como es evidente, en el distanciamiento con el interlocutor, como veremos más adelante.
En consecuencia, redacciones como la de El Comercio —diario con más de 160 años de antigüedad— tienden a crear fórmulas redaccionales que emulan aquellos rasgos a veces ampulosos que se interpretan como cultos. Intentan además una intelectualidad no siempre bien entendida para distinguirse de los demás diarios.
Como se ha comentado, requirió de mucho esfuerzo alejar a la redacción de El Comercio de ese estilo clásico, estándar de épocas pasadas y exigido por los lectores de diarios de referencia. Sin embargo, en las épocas actuales, de difusión más masiva, nos lleva irremediablemente al elitismo y, consecuentemente, al alejamiento de gran parte de los lectores.
Antes de continuar, y con miras a evitar a priori malas interpretaciones, especialmente por parte de quienes se inclinan por la defensa del idioma español tradicional, deseo hacer algunas aclaraciones:
Primera aclaración:
No debe entenderse que las razones que aquí se sustentan para justificar la tesis de que el español escrito tiende más a alejar al lector que a acercarlo implica el desconocer la importancia, necesidad y valores de aquellos otros espacios redactados en un estilo clásico. ¿Cómo podría un diario tradicional como El Comercio desconocer la necesidad de ofrecer artículos y otras piezas informativas que, además de informar, honren la hermosura de nuestro idioma?
Y si queremos ser más enfáticos, ¿cómo desconocerle al español su inmensa capacidad poética?
Pero un diario es un mundo en sí, dispuesto a servir por igual a los más disímiles lectores. Y ello implica estilos distintos, algunos más desenfadados que otros. Especialmente cuando el lector tiende cada día a alejarse más del diario para acercarse a las distintas opciones electrónicas.
Y es aquí donde los diarios de referencia (léase diarios serios), emisores de la información de mayor profundidad, empiezan a tener problemas de identidad respecto al uso tradicional del idioma. Ven, entonces, en el uso del lenguaje más simple la manera de facilitar una más fluida vinculación con su lector.
Segunda aclaración:
Dentro del mismo orden de ideas, es importante dejar también en claro que cuando aquí se propone acercarnos al lector no significa que todo el diario se escriba en lenguaje coloquial.
Con sólo ciertas piezas informativas en ese peculiar estilo, el lector que busca ese estilo asumirá que se encuentra ante un medio que no ignora su nivel cultural ni su forma de expresar las ideas. Pero, eso sí, todo lector que compra el diario debe quedar en capacidad de entender los textos sin tener que hacer esfuerzos especiales innecesarios.
Tercera aclaración:
Soy consciente de que el primer responsable de que el lenguaje nos aleje del lector es el periodista que, por las razones aludidas y otras de índole posiblemente más personal, hace uso inadecuado del idioma. Lo que aquí se plantea es que el idioma español escrito propende, invita, favorece un estilo redaccional que lo aleja del lector más que acercarlo.
Tampoco se dice que sea bueno o malo, sino que el periodista debe usarlo procurando un estilo sencillo, adecuado al común de los lectores.
Cuarta aclaración:
No soy filólogo, gramático, lingüista ni estudioso de ningún otro arte vinculado al idioma. Soy, sí, un usuario profesional del español escrito y sólo como tal —y a pedido de los organizadores de este encuentro— aquí me presento.
No deseo, por lo tanto, otra cosa que lograr una herramienta que le permita al periodista dirigirse a su heterogénea gama de lectores —y por ende de diversos estratos culturales— de la manera que éstos mejor lo entiendan.
Puedo sí tener un punto de vista discrepante con los puristas: como periodista me preocupa prioritariamente la eficiencia de nuestra herramienta, el español escrito, para comunicar ideas con claridad y precisión. Si además puede ser bello, articulado, elegante… sea.
Hechas las prudentes aclaraciones, paso a analizar algunos aspectos que pueden contribuir a hacer del español un idioma que no favorece el acercamiento con el lector.
a) Palabras importantes
Entre las palabras que nos alejan del lector, las palabras importantes o grandilocuentes son especialmente dañinas. ¿Su origen? Un mal entendido sentimiento de estilo culto o, peor aún, el desmesurado deseo de figuración del periodista. En el Perú diríamos: una huachafería (cursilería). Y, dentro de la huachafería, todo exceso vale.
Llega entonces a parecer normal que el periodista convierta una común y normal lluvia en una grandilocuente precipitación pluvial; o que en el banco, en lugar de abrir una cuenta corriente, la aperture, como si la palabreja le fuese a otorgar más saldo.
Para ello el periodista hispano tiene como aliado un idioma escrito que cuenta con materia prima suficiente para regodearse en su grandilocuencia. Las palabras están ahí esperando ser usadas —en forma inadecuada generalmente— y permitirle al autor el beneplácito de encandilar con la prosopopeya. Es evidente —como queda dicho— que el real culpable no es el idioma escrito. Claro que no, pero que facilita, que alienta, que propugna, que invita a la grandilocuencia, pienso que sí.
Por lo tanto, cuando escuchemos los dulces sones de la prosopopeya a la que nos invita el idioma escrito, hagamos como Ulises: amarrémonos al mástil y huyamos antes de que las palabras nos embelesen. El lector nos lo va a agradecer.
b) Repetición de palabras
Resulta perjudicial para la claridad del relato aquella costumbre —pues norma no es— de no repetir la palabra previamente utilizada en la oración y menos en la frase. Nada más innecesario y pérfidamente efectivo para confundir al lector que ya ha identificado una palabra dentro del contexto.
Y es que si llamamos cuenco al recipiente de barro (según el DRAE) en el que bebe nuestro entrevistado y el lector ya lo identificó como tal, ¿por qué la confusión de llamarlo vasija la siguiente vez, recipiente luego y finalmente receptáculo, cacharro, escudilla o pote? Y todo ello por la innecesaria pretensión de no repetir la palabra cuenco. Además, si he encontrado la palabra que define con precisión lo que deseo decir, lo que no siempre resulta fácil, ¿es necesario cambiarla?
«Debe evitarse la repetición —dirán los puristas del idioma—, el español es tan rico en términos que así lo permite». Pero resulta que los sinónimos no significan lo mismo. Por lo tanto, irremediablemente la frase perderá precisión.
Además, ¿a santo de qué tener que hacer todo ese malabarismo fraseológico que a veces exige el evitar repetir una palabra? ¿Por qué perder preciosos minutos buscando una segunda opción cuando la primera funciona? Y, por último: ¿cuál es el mérito? ¿Demostrar mi dominio del idioma y la extensión de mi vocabulario? Si no hay otra razón más práctica o coherente, no me parece suficiente justificación como para complicarle la vida al escritor y, peor aún, al lector.
Y si bien la palabra cuenco podría generar sólo una mediana dificultad, ¿qué sucederá, por ejemplo, con un lector poco preparado que se enfrenta a una palabra que exprese un concepto abstracto? ¿Tendrá que sufrir todo ese innecesario fraseo que requiere expresarlo en otras palabras?
¿Y qué pasará con las palabras técnicas? Porque si en vez de asesinato escribimos homicidio, nos estaremos refiriendo a dos delitos distintos. Lo mismo robo que hurto. Por algo los abogados y demás profesionales que redactan informes técnicos repiten palabras en aras de la claridad y precisión de sus escritos.
Por algo también en el idioma inglés —de poca ampulosidad— no se da esta dificultad. Los textos más encumbrados repiten palabras similares dos y tres veces sin que el autor muestre ninguna conciencia sucia.
Sin embargo, a pesar de lo incongruente, resulta ser una práctica tan enraizada en quienes nos hemos formado en el estilo clásico, que cuesta desprenderse de ella. He procurado incumplirla en esta ponencia y poco éxito creo haber tenido.
c) Muchas palabras
Hay una realidad: cuando traducimos un texto del español al inglés, éste queda más corto que el original en español. Prueba concreta de que el inglés usa menos palabras para decir lo mismo.
Y es que en ese idioma la concreción es una virtud, mientras que en el español pareciera serlo la ampulosidad, el encadenamiento de ideas, el regodeo seudoliterario. Y todo ello requiere de palabras, palabras y más palabras… y a más palabras mayor alejamiento del lector.
d) Voces emergentes
Sabido es que el vocabulario del periodista debe ser preciso y riguroso para encontrar la palabra atinada en cada momento. Y en esta tarea uno de los mayores problemas del periodista respecto de su vocabulario procede de los neologismos, aquellas palabras que se van incorporando al lenguaje.
En este campo la Real Academia Española tiene que agilizar aun más su misión. Si bien este organismo pretende dar prioridad a las palabras del español frente a los términos que otras culturas van generalizando —principalmente la anglosajona—, el vertiginoso avance de los tecnicismos, principalmente en el campo de la cibernética, le impone un ritmo más acelerado.
Como consecuencia, la palabra que surge del uso cotidiano gana rápidamente la calle y cuando el periodista quiere usar la oficial se da con que el lector ya se siente alejado de ella.
Un caso interesante en este campo es el de la palabra flash. Se da aquí que cuando la Real Academia finalmente hace una adaptación y logra la castellanización del término no siempre logra el reconocimiento del público. El flash fue incorporado al diccionario de la academia como flas y cuando intentamos emplearlo en el diario recibimos llamadas de los lectores que creyeron que se trataba de un error ortográfico. Así que volvimos al extranjero flash, aun cuando no esté incluido así en el texto oficial.
Por otro lado, somos honestos en reconocer que en el diario no siempre aceptamos las expresiones admitidas por la Real Academia. Y es que somos de la opinión de que, en situaciones especiales, el periodista debe aplicar su propio criterio y hacer prevalecer el español de su propia área geográfica para así darle al lector la palabra que entiende.
Así, por ejemplo, el Libro de Estilo de El Comercio recoge palabras que corresponden a la norma peruana y que preferimos por encima de las incluidas en el diccionario oficial. Tomemos el caso de video. En nuestro medio se dice así: video, sin tilde, mientras que la Real Academia registra el término como vídeo, con tilde.
Justamente con la idea de enfrentar la situación de las nuevas palabras es que la Real Academia Española está desarrollando un diccionario alternativo de voces emergentes. Se trata de una especie de purgatorio bibliográfico donde las palabras esperarán para observar si con el tiempo se pierden en el olvido o, en un parto sin dolor, pasan a engrosar oficialmente nuestro idioma. Se trata, sin duda alguna, de un proyecto que ayudará inmensamente a quienes trabajamos con palabras —especialmente las emergentes— en nuestro diario y difícil trajín de atrapar al lector.
e) De arriba hacia abajo
Le toca ahora el turno al uso del usted y del tú (que tanto dilema nos ocasionó cuando diseñábamos el Buenos Días).
Y es que su uso en el idioma español lleva a que una persona se pueda dirigir a otra de arriba hacia abajo. Ahí está el general del ejército que trata de tú al subordinado esperando que este lo trate de «usted, mi general»; o el monarca, que inclusive habla en plural: nosotros; o los padres de familias en muchos lugares de Hispanoamérica cuyos hijos los tratan de usted, mientras ellos obviamente los tutean.
Son normas que, a mi entender, no pertenecen a este siglo, que tienden a crear diferencias innecesarias ante la gente ¿Sería tan complicado tender —como en el inglés— al uso universalizado del tú o del usted —cualquiera de ellos—? ¿No nos sentiríamos con ello más cerca unos de otros, incluyendo los lectores de sus diarios?
Ya el mundo está lleno de diferencias. ¿Es necesario alentarlas con el idioma?
f) Encadenamiento de ideas
La compleja estructura del castellano formal nos lleva a frases largas y articuladas con moldes que parecieran barrocos —o quizá lo son— y que nos hacen creer que nuestro idioma está más preparado para el punto aparte que para el punto seguido.
La estructura del lenguaje permite ir sumando ideas a la frase aunque el concepto final quede, como es natural, poco preciso. Y es que en ciertos círculos llega a entenderse que a más comas e ideas encadenadas, más elegante la frase.
g) Los puristas a ultranza
No hay que olvidar, como afirma Martín Vivaldi, que «el idioma, como código expresivo del hablante, es una constante recreación de base popular. Y son los periodistas los que, por estar en continuo y constante contacto con la vida están más cerca de ese lenguaje hablado que es, a fin de cuentas, el verdadero lenguaje; no el de la letra muerta de gramáticos y académicos» (Vivaldi, G. Martín. Géneros Periodísticos, Paraninfo, Madrid, 1987, p. 251).
Ignorando lo señalado por Vivaldi, muchas veces se termina acusando al periodista que usa un lenguaje más coloquial de deformar el idioma. Incluso cuando el periodista ingresa a las zonas grises de las normas gramaticales hay quienes lo tildan de enemigo del idioma, sindicándolo de emplear un lenguaje vulgar o no académico, de afectar la expresión lingüística o de alterar la gramática.
Sin embargo, Álex Grijelmo sale en defensa del periodista que domina el lenguaje y logra acercarse al lector. «El lenguaje es el instrumento de la inteligencia», dice; y agrega: «Nadie podría interpretar bien el Concierto de Aranjuez con una guitarra desafinada, nadie podría jugar con auténtica destreza al billar si manejase un taco defectuoso. Quien domine el lenguaje podrá acercarse mejor a sus semejantes, tendrá la oportunidad de enredarles en su mensaje, creará una realidad más apasionante incluso que la realidad misma» (Grijelmo, Álex. El estilo del periodista, Taurus, Madrid, 2000, sexta edición, p. 21).
Prudentes palabras las de Grijelmo, estudioso del lenguaje periodístico hispanoamericano y testigo del gran avance que el periodismo español ha logrado en cuanto a la simplificación de su estilo, especialmente cuando lo comparamos con la ampulosidad y complejidad de hace sólo pocas décadas.
El español pareciera ser un idioma más preparado para la formalidad que para la simpleza. El hispanohablante gusta de regodearse con su verbo y su idioma está ahí, siempre listo para empujarlo en su aventura de frases rimbombantes y conceptos redondeados. Todo ello, si bien enraizado en nuestras costumbres idiomáticas, afecta la claridad del lenguaje y ahuyenta al lector.
Requerimos por ello hacer frente a esa tendencia ampulosa del español escrito de manera que el texto periodístico contenga la palabra precisa, la expresión sencilla, los párrafos claramente conectados; en fin, una redacción fluida que no eche al lector de nuestras páginas, sino que lo agarre por la solapa para que lea con deleite incluso el punto final.
Por su parte el armazón interno que tiene nuestra lengua, su gramática, nos debe atrapar y no propiciar que el periodista lo relegue por considerarlo complicado para nuestros fines. Contamos con tantas palabras y tantas posibilidades de relación entre unas y otras que si no sentamos las bases de una buena sintaxis caemos inevitablemente en frases largas y enredadas. «Los puntos seguidos son gratis», se enseña en las facultades de periodismo. Utilicémoslos por el bien de nuestros lectores.
No podemos olvidar tampoco que lo que a diario hace el periodista es una permanente operación lingüística: la conversión de un hecho en noticia. En esta tarea debe equilibrar las normas genéricas emanadas de la Real Academia (la lengua formal) y las normas específicas que regulan la producción de mensajes periodísticos (el lenguaje periodístico).
Sin embargo, este nuevo estilo más cercano al lector debe ir estandarizándose y formalizándose progresivamente, con prudencia pero sin pausa. Para ello se requiere que las autoridades y estudiosos del idioma español vayan allanando el camino de manera que nuestra herramienta se convierta cada vez más en proactiva de la labor periodística.
Bienvenidos entonces foros como este II Congreso Internacional de la Lengua Española que agrupa tanto a los profesionales del estudio del español como a los profesionales de su uso.