Al parecer, fue el venezolano Francisco de Miranda (1750-1816) el primero, entre las grandes figuras del continente hispanoamericano, que habló de lo que posteriormente se ha conocido como la unidad o la integración continental. España, como potencia imperial y colonizadora, orientó su política hacia sus colonias de América en función de las diferencias existentes entre ellas en varios aspectos: geográficos, económicos, poblacionales, etc. No hubo durante la Colonia un concepto de América como unidad política, por lo que se dieron en las antiguas colonias diversas formas de gobierno (virreynatos, capitanías generales, provincias…), hubo una marcada división territorial, se prestó una desigual atención a las diversas regiones, en consideración, claro está, de los intereses específicos de la metrópoli, antes que de los de cada una de las colonias… Pero nunca se dio un gobierno único para todo el continente conquistado y colonizado.
Fue al comenzar a hablarse de independencia cuando, con esta idea, se introdujo también la de Hispanoamérica como un todo, y se planteó la posibilidad de independizarse conjuntamente todas las colonias españolas, e incluso de que, una vez consumada la emancipación, se constituyese un solo país, desde México hasta la Patagonia, con un gobierno único, aun sin desconocer las diferencias regionales.
Miranda fue insistente en hablar en ese sentido, durante su empeñoso peregrinaje por Europa y los Estados Unidos en busca de ayuda para la ingente tarea de la independencia. Él siempre habló de América como un todo, como una integridad, generalmente refiriéndose con ese nombre a la parte hispánica del continente, aunque también utilizó los términos Hispanoamérica y América Española. Sin embargo, él estaba consciente de que la otra parte, la del norte, particularmente los Estados Unidos, en cuya guerra de independencia había participado, también era América.
En una de sus proposiciones a Inglaterra, a través del primer ministro William Pit, dice el ilustre venezolano que «… la América se cree con todo derecho a repeler una dominación igualmente opresiva que tiránica y [a] formarse para sí un gobierno libre, sabio y equitable; con la forma que sea más adaptable al país, clima e índole de sus habitantes, etc.».1 Este documento está fechado el 14 de febrero de 1790. En el mismo dice también lo siguiente: «Los escitas, dice Herodoto, sacan los ojos a sus esclavos para que batan con paciencia la leche, que es su nutrimento ordinario. (…) Mas la España, refinando aun la crueldad, les saca, por decirlo así, los ojos del entendimiento a los americanos para tenerlos más sujetos».2 Es claro que en estos textos América es todo el sector hispanoamericano del continente, y americanos todos los nacidos o arraigados allí.
Esta idea la repite constantemente. En una carta a William Pit, fechada en Londres el 28 de enero de 1791, dice: «Mi única mira, hoy como siempre, es promover la felicidad y la libertad de mi país (la América del Sur, excesivamente oprimida…».3 Y en otra, a Alexander Hamilton, desde París, el 4 de noviembre de 1792, habla de «…nuestro país, la América, desde el Norte hasta el Sur…». La frase «desde el Norte», obviamente, se refiere a México.
Miranda, que pensaba en todo, incluso proponía que el nuevo país que saldría de la independencia tuviera su capital en Panamá, y que se llamase Colombia. Idea ésta que más tarde recogerá Simón Bolívar e intentará llevarla a la práctica. Y seguramente pensando Miranda en las diferencias de todo tipo que existen entre nuestros pueblos de Hispanoamérica, y que no pueden dejarse a un lado en ningún proyecto integracionista, a riesgo de fracasar, habló, en un documento de 1797, de «toda la América Española confederada…».4 La idea de confederación, como se sabe, supone un lazo estable y permanente de unión entre entes con un determinado grado de autonomía, bajo un supremo gobierno común.
Es evidente, pues, que en la fuente mirandina tuvieron su origen, o al menos se afianzaron, las ideas integracionistas que años después van a defender y tratar de aplicar otros preclaros hispanoamericanos coetáneos o posteriores a Miranda, como los también venezolanos Bolívar, Bello y Simón Rodríguez, el argentino Bernardo de Monteagudo, el mexicano Fray Servando Teresa de Mier, los neogranadinos Francisco Antonio Zea y Antonio Nariño y tantos otros. De modo que el calificativo de precursor por antonomasia que se ha otorgado a Miranda, no debe ceñirse sólo a las luchas directas por la independencia, sino extenderse también a la idea de la integración continental.
Ya sentado ese principio de unidad continental, y alcanzado por éste cierto grado de madurez, Andrés Bello formula su idea de un castellano de América, que viene a entrecruzarse con aquel principio y, en cierto modo, a hacerse una de sus herramientas fundamentales. Quizás al comienzo no lo pensó del todo así don Andrés, y tal vez para él sólo se trataba de un rasgo común de la cultura hispanoamericana, esparcida a lo largo y ancho del continente, pero sin un contenido esencialmente político y social, como en realidad lo tiene. Es posible que, en sus inicios, haya sido sólo una simple intuición, nacida de un trajín y una experiencia sobre todo en el ámbito de la educación, inseparable del concepto general de cultura. Pero, háyalo dicho o no Bello de manera explícita, esa idea de un castellano de América trascendió de su formulación primigenia de rasgo cultural común de nuestros pueblos, hasta convertirse en una verdadera categoría ideológica.
Esa idea de un castellano de América está implícita en algunos trabajos de Bello, incluso de su etapa de Londres. Pero es en el prólogo de su Gramática, publicada por primera vez en 1847, donde adquiere su gran valor como doctrina esencial, inserta dentro de la idea mayor de la unidad continental. Ya el título de la obra es como un anuncio de esa idea: Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos. Anuncio que luego se concreta de manera inequívoca en el prólogo cuando dice: «No tengo la pretensión de escribir para los castellanos. Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispano-América».5
Cuando en el título habla de «los americanos», no hay duda de que se refiere a los habitantes de Hispanoamérica, concebidos como individuos de un solo y mismo pueblo, más allá de las fronteras nacionales, tal como reiteradamente lo había dicho Francisco de Miranda. Idea que luego se ratifica y amplía en el prólogo, al hablar de «mis hermanos, los habitantes de Hispano-América».
Tiene claro, además, don Andrés que esa lengua que hablan «los habitantes de Hispano-América» es castellano, no es una lengua distinta de la que traen los españoles del Descubrimiento, la Conquista y la Colonia. Es, dice, «la lengua de nuestros padres», lo cual, obviamente, incluye, de manera implícita pero diáfana, los antepasados españoles. Luego precisa que se trata de una lengua común a muchos pueblos, que sirve «como un medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes».6
Varios conceptos muy importantes llaman la atención en estas breves palabras. En primer lugar, la idea de que el castellano es idioma común de «varias naciones» desparramadas en Europa y en América, con lo cual Bello se refiere tempranamente a un fenómeno muy significativo, que hoy día se erige como rasgo fundamental y único de la lengua castellana, cual es su carácter de idioma materno de un gran número de naciones. No es, en efecto, el que tiene la mayor cantidad de hablantes, pero sí el que sirve de lengua nacional a mayor número de pueblos en el mundo. Es evidente que ninguna lengua moderna pertenece, como la nuestra, con carácter de rasgo cultural nacional, y por tanto identificatorio, a tantos pueblos diversos, cerca de treinta, o más, contados los que se agrupan en el Estado multinacional español y los que se reparten a lo largo y ancho del territorio hispanoamericano, sin incluir las numerosas comunidades hispanohablantes situadas en otros lugares, especialmente, por su número e importancia, en los Estados Unidos.
En segundo lugar, no deja de ser también sumamente importante que Bello emplee en este texto el concepto de nación para referirse, tanto a las provincias españolas de la Penísula y las Canarias, como a las colonias americanas.
En tercer lugar destaca también su convicción de que el castellano es un «medio de comunicación», al cual agrega el calificativo de «providencial», entre esos numerosos pueblos que la emplean como idioma común.
Es así mismo para él un «vínculo de fraternidad» entre aquellos pueblos. Este último concepto tiene especial importancia, sin demérito de los otros. La idea de «vínculo fraternal» incluye la de la hermandad de «las varias naciones de origen español». Con esto vuelve Bello al criterio de que los hispanoamericanos son un solo pueblo, y de que la lengua común es uno de los factores esenciales que determinan tal condición.
Finalmente, debemos destacar la idea de que el castellano es la lengua común de «las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes». Implícitamente, Bello da a entender, con esa frase, que la unidad a que se refiere no abarca solamente la comunidad hispanohablante de Hispanoamérica, sino que se extiende también a España, pensamiento muy importante, sobre todo porque Bello fue uno de los más enconados detractores de España durante el proceso de nuestra independencia, dentro de la llamada «leyenda negra». No obstante lo cual entendía que entre España e Hispanoamérica existe una comunidad espiritual, cuya unidad debía preservarse y fortalecerse, entre otros medios a través del idioma común.
Es también muy importante el hecho de que Bello, en su Prólogo, contemple la idea de que la lengua cambia, no es un monumento de piedra, que permanece inmutable y siempre igual a sí mismo, sino que es como un ser vivo en permanente evolución. Al respecto dice lo siguiente:
El adelantamiento prodigioso de todas las ciencias y las artes, la difusión de la cultura intelectual y las revoluciones políticas, piden cada día nuevos signos para expresar ideas nuevas, y la introducción de vocablos flamantes, tomados de otras lenguas antiguas y extranjeras, ha dejado ya de ofendernos, cuando no es manifiestamente innecesaria, o cuando no descubre la afectación y mal gusto de los que piensan engalanar así lo que escriben. (…) Una lengua es como un cuerpo viviente: su vitalidad no consiste en la constante identidad de elementos, sino en la regular uniformidad de las funciones que estos ejercen, y de que proceden la forma y la índole que distingue al todo.7
Visto desde la perspectiva de hoy, quizás este pensamiento de Bello oculte un tanto su importancia, y hasta podría decirse que se trata de un lugar común. Pero si lo examinamos en su contexto histórico, adquirirá un brillo extraordinario, pues se trata de un concepto de indiscutible modernidad, que en su tiempo debió de generar profundas cavilaciones, y hasta producir ciertas desazones entre los que se preocupaban de estas cosas, generalmente demasiado conservadores, atrincherados en un «purismo supersticioso», como lo calificó el propio Bello. Aún hoy día, no obstante lo mucho que se ha avanzado en los amplios dominios de las ciencias del lenguaje, abundan los espíritus demasiado conservadores, aferrados a unos criterios tan obsoletos, que ya no son sostenidos ni siquiera por la Real Academia Española, a la que tales espíritus consideran demasiado abierta y liberal, en contraste con sus rigideces del pasado.
Lo esencial es que las ideas de Bello a que acabo de referirme forman parte de todo un cuerpo de doctrina, más lingüística, y aun filosófica, que gramatical, que con toda razón ha sido señalada como precursora, o quizá sea mejor decir punto de partida de la moderna ciencia del lenguaje. La mayoría de las ideas de Bello en este sentido podrían ser suscritas sin reserva por los más exigentes lingüistas de hoy.
Pero esa idea bellista de que la lengua está en constante evolución, para adaptarse, de manera dinámica, a las nuevas exigencias expresivas que los cambios y transformaciones sufridos en el mundo y la sociedad en que vivimos imponen a los seres humanos, no son sólo, en el caso de la lengua castellana, las variaciones que determina necesariamente la evolución normal, casi diríamos que natural, de todo idioma. En el caso del castellano hay que tomar en cuenta también que ese idioma no se habla sólo en España, y que a los cambios experimentados por él en el habla de los diversos pueblos que forman el Estado español hay que agregar los producidos en los pueblos de América. En tal sentido dice don Andrés:
No se crea que recomendando la conservación del castellano sea mi ánimo tachar de vicioso y espurio todo lo que es peculiar de los americanos. Hay locuciones castizas que en la Península pasan hoy por anticuadas y que subsisten tradicionalmente en Hispano-América ¿por qué proscribirlas? Si según la práctica general de los americanos es más analógica la conjugación de algún verbo, ¿por qué razón hemos de preferir la que caprichosamente haya prevalecido en Castilla? Si de raíces castellanas hemos formado vocablos nuevos, según los procederes ordinarios de derivación que el castellano reconoce, y de que se ha servido y se sirve continuamente para aumentar su caudal, ¿qué motivos hay para que nos avergoncemos de usarlos? Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Aragón y Andalucía para que se toleren sus accidentales divergencias, cuando las patrocinan la costumbre uniforme y auténtica de la gente educada.8
Es decir, que la posibilidad de que el castellano sufra alteraciones y modificaciones como consecuencia de su uso constante no puede ser exclusiva de los hablantes españoles, pues también los de este lado del Atlántico tienen el mismo derecho. Con lo cual, de manera inequívoca y definitiva, se concreta, en el pensamiento de Bello, la idea de un castellano de América, tan castellano como el que se habla en Castilla y en los demás pueblos que se integran en el Estado español, pero también con rasgos propios, americanos.
Por ser, pues, el castellano de América, en el concepto de Bello, un instrumento fundamental de unidad entre los pueblos hispanoamericanos, preocupación principalísima fue para él evitar que, como consecuencia de la desintegración del imperio colonial español, ocurriese con el idioma una fragmentación semejante a la sufrida por el latín al desaparecer el Imperio Romano, que dio paso al desarrollo de las diversas formas dialectales que, a la larga, determinaron la formación de las llamadas lenguas romances, proceso inevitable al faltar el elemento integrador que era de hecho el imperio. De ahí que alertase sobre todo acerca de las modificaciones sintácticas, que son las que más directa y profundamente afectan la integridad de un idioma, y lo ponen en riesgo de deformarse y aun de desaparecer. Los cambios de léxico son, además de comunes, frecuentes e inevitables, necesarios en toda lengua viva, como un mecanismo de adaptación a las alteraciones de todo tipo que la vida misma trae como efecto de la evolución normal de las sociedades humanas. Pueden ser, sin embargo, peligrosas, cuando ocurren sin orden ni concierto, violentando las normas propias del idioma para la formación de nuevos vocablos. Y por eso hay que estar siempre atentos a que la aparición de nuevas palabras en el vocabulario cotidiano no dañe la índole propia del idioma nacional. Pero las alteraciones sintácticas son mucho más peligrosas, en la medida en que afectan la estructura profunda y permanente de la lengua, lo que podría considerarse su señal de identidad. No es, claro está, que la sintaxis sea inmutable, pues nada lo es. Sólo que las mutaciones que en ese ámbito tengan que producirse deben ser el producto de una evolución igualmente normal, dentro de los cánones del propio idioma, y no obra de la ignorancia, del capricho o, lo que es peor, de la influencia no bien asimilada de lenguas extranjeras. Sobre este punto Bello llamó también la atención en el prólogo de su Gramática. Allí, al hablar de los peligros que amenazaban al castellano de su época dice:
… el mayor de todos, y el que, si no se ataja, va a privarnos de las inapreciables ventajas de un lenguaje común, es la avenida de neologismos de construcción, que inunda y enturbia mucha parte de lo que se escribe en América, y alterando la estructura del idioma, tiende a convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros; embriones de idiomas futuros, que durante una larga elaboración reproducirían en América lo que fue la Europa en el tenebroso período de la corrupción del latín. Chile, Perú, Buenos Aires, Méjico hablarían cada uno su lengua, por mejor decir, varias lenguas como sucede en España, Italia y Francia, donde dominan ciertos idiomas provinciales, pero viven a su lado otros, oponiendo estorbos a la difusión de las luces, a la ejecución de las leyes, a la administración del Estado, a la unidad nacional.9
Esa preocupación, aquí plasmada en términos tan sabios y precisos, es lo que induce a Bello a escribir su Gramática, tal como él mismo lo declara, pensando sin duda en que un cuerpo doctrinario y normativo común acerca del idioma contribuiría a preservar su unidad y a evitar su dispersión y subsiguiente fragmentación: «Sea que yo exagere o no el peligro», advierte en el tantas veces citado prólogo, «él ha sido el principal motivo que me ha inducido a componer esta obra…».10
Por supuesto que una gramática específica para un idioma que se emplea en diversos lugares, ayuda a su conocimiento común y por esa vía contribuye a preservar su unidad. Pero sería ingenuo pensar que sólo con eso bastaría. Lo que no podía adivinar Bello era que el prodigioso desarrollo de los medios de comunicación, aun a grandes distancias, sería el mejor antídoto contra la dispersión y fragmentación del idioma común. De modo que hoy, aun a pesar de que en España y en cada región o país hispanoamericanos se haya experimentado un desarrollo específico y autónomo en todas las áreas de la actividad cotidiana, se ha logrado mantener la unidad idiomática. De tal manera que castellanos, andaluces, aragoneses, extremeños, colombianos, venezolanos, mexicanos, argentinos, peruanos, cubanos o puertorriqueños, hablando cada quien en el castellano que específicamente se habla en su país o región, nos entendemos perfectamente. Incluso el empleo por cada uno de vocablos locales o regionales, que no todos los interlocutores conocen, no nos impide entendernos, porque ante las posibles diversidades lexicales operan los elementos estructurales comunes, que dan origen a un contexto en el cual, considerado en conjunto, todo aquello cobra sentido.
Habla Andrés Bello de «las inapreciables ventajas de un idioma común». ¿Cuáles son esas ventajas? Por supuesto que es de por sí ventajoso que muchos pueblos, esparcidos en un vasto territorio y en más de un continente, hablen el mismo idioma, porque ello facilita el intercambio entre dichos pueblos. Intercambio que tiene diversas facetas. Una de ellas se ubica principalmente en el orden de la cultura en general, y particularmente en el de la literatura. Un idioma común significa, en principio, una literatura común. Sin embargo, esta última identidad debe verse con cuidado. La lengua puede ser común a varios pueblos, pero la literatura no es sólo una expresión idiomática, sino también floración de un espíritu, que es al mismo tiempo manifestación individual y colectiva, o mejor, social. Mediante la poesía, por ejemplo, no solamente se expresa el poeta, sino también, y aunque éste no se lo proponga y ni siquiera lo sepa, el pueblo, la sociedad, la constelación espiritual a la cual el poeta pertenece.
Hay, en consecuencia, mucho en común entre los poetas, narradores y ensayistas de todos nuestros países hispanohablantes, como que se trata de obras escritas en la misma lengua. Pero en cada uno hay también elementos específicos, que corresponden no sólo a la estructura espiritual de cada autor considerado como individuo, sino también a la idiosincrasia del pueblo del que el autor forma parte. Pero el hecho de ser poesía, narrativa o ensayo escritos en esa lengua común, facilita que los lectores de cada país comprendan muy bien lo que subyace en la escritura de autores de otros países.
Pero el intercambio no se da sólo en el mundo de las letras, ni tampoco en el de los viajes, turísticos o de cualesquiera otros tipos, que, desde luego, se facilitan enormemente cuando hay un idioma común. También en el ámbito de la política y de la economía el hablar la misma lengua facilita grandemente el intercambio entre diversos países. Y si, como es obvio, la integración continental, en el caso específico de Hispanoamérica, tiene que darse, para que sea auténtica, también y fundamentalmente en el orden político y económico, la existencia y conservación de una lengua común está destinada a desempeñar un papel de primer orden igualmente en este aspecto de la integración.
El temor de Andrés Bello por una posible desintegración del castellano en América, como efecto de la independencia, era razonable. No podía él prever ese eficaz instrumento de unidad idiomática que ha sido el prodigioso desarrollo de los medios de comunicación. En la medida en que el telégrafo, el teléfono, la radio, el cine, la televisión, el fax y, hasta ahora, Internet, han acercado cada vez más a la gente dispersa en el mundo entero, los cerca de quinientos millones de hispanohablantes desparramados en varios continentes hemos visto ampliarse y fortalecerse nuestra unidad como comunidad cultural y, obviamente, lingüística. Lo cual, entre muchos otros beneficios, significa que la concurrencia de nuestros países y naciones a la mesa redonda de la globalización podría hacerse, no como un conjunto de pueblos aislados, sino en un frente común, y por ello en excelentes condiciones para defender y preservar la cultura y la lengua comunes frente a la arremetida de otras culturas, que por provenir de países económica y políticamente más poderosos, amenazan con borrar las demás e imponer la hegemonía de la suya, convertida en una especie de cultura universal, neutra y globalizada.
Pero la ventaja que sería para nosotros presentar una cultura y una lengua comunes no va a funcionar de manera espontánea. Para ello es necesario que en cada uno de nuestros países, y de manera sistemática y coordinada, los gobiernos y las instituciones oficiales y privadas que tienen que ver con la cultura, la educación y el idioma —que de hecho son todas—, adquieran conciencia del problema, y adopten políticas destinadas a mejorar y fortalecer la cultura y el idioma que nos son comunes.
La escuela y los propios medios de comunicación tienen que ser el objeto de una especial atención en tal sentido. Porque así como los medios de comunicación han sido un factor decisivo en mantener nuestra unidad lingüística y cultural, así mismo han sido insidiosamente activos en deteriorar la lengua y la cultura que tenemos como patrimonio común. Y paradójicamente esos medios, en una sociedad globalizada, lo mismo pueden servir eficazmente al mantenimiento de la unidad lingüística y cultural, que contribuir poderosamente a su debilitamiento, facilitando de ese modo la imposición de una cultura y una lengua hegemónicas. Que, desafortunadamente, es lo que ha venido ocurriendo hasta hoy.