Siempre que hablamos de la salud del español, damos una de cal y otra de arena. Ofrecemos un dato triunfalista sobre la fortaleza de nuestro idioma para acto seguido ofrecer un pero sobre los males que acechan a nuestra lengua. Y es que sobre el idioma, como sobre casi todo, es muy difícil pontificar. La objetividad, que tan afanosamente se supone que perseguimos los periodistas, no es fácil de alcanzar. Es más, a menudo, nos vemos obligados a ofrecer las dos caras de la verdad. Sí, las dos caras de la verdad, insisto. Como si un valor absoluto, como lo es la verdad, pudiera tener dos caras. O una cara y una cruz al igual que las monedas.
Antes de entrar en la materia que me es propia, la referente a los medios de comunicación, permítanme que en un foro de expertos como éste me atreva a esbozar algunos de los datos que hoy día que se barajan sobre la situación de nuestro idioma y que creo ayudarán a analizar el papel que les toca desempeñar a los periódicos y a los periodistas.
Todos estamos plenamente satisfechos de que el español sea el idioma oficial de más de 20 estados. De que sea una de las lenguas de las Naciones Unidas. Y aquí viene ya el primer pero. La insatisfacción cunde cuando nos damos cuenta de que en la Unión Europea su papel no es tan relevante. El español se sitúa, desde un punto de vista meramente demográfico, en el quinto lugar dentro de la UE, pero lo cierto es que en la práctica ocupa un lugar aún inferior. El francés, el inglés y el alemán, ¡el alemán!, con posiciones cada vez más fuertes, asfixian la presencia de otros idiomas con menos potencial económico y político.
Hemos conseguido que en una potencia sudamericana de habla no española y con más de 150 millones de habitantes, como Brasil, nuestro idioma sea la segunda lengua obligatoria en las escuelas. A cambio, el español acaba de perder este mismo año la batalla por ser considerada segunda lengua en los planes de estudio del Reino Unido.
Las alarmas se han encendido en nuestro país, por la pérdida de importancia de las humanidades y, por tanto, de la lengua en los planes de estudios de todos los niveles de la enseñanza, desde los primarios hasta los universitarios. A menudo, oímos amargas quejas entre los directivos de nuestras redacciones porque los nuevos periodistas llegan a su puesto de trabajo sin saber tan siquiera escribir y, con frecuencia, ni leer de forma correcta. Supongo que esa misma queja se oirá en oficinas de todos los sectores a lo largo del país.
El fenómeno de la inmigración al que España se enfrenta a marchas forzadas por el ingente movimiento de miles de personas de otros países hacia el nuestro no va a facilitar el trabajo de los docentes. Tenemos centros de enseñanza donde el número de emigrantes alcanza cuotas del 25 por ciento en las aulas. Es verdad que muchos de ellos son latinoamericanos y por tanto hablan español. Pero otros muchos no. De los casi 39 000 alumnos inmigrantes, matriculados el último curso en la Comunidad de Madrid, pasan de 6500 los marroquíes y de 1000 los polacos, los rumanos o los chinos ¿Tenemos a nuestros profesores preparados para enseñar nuestra lengua a esas personas y a los propios españoles, además de los restantes conocimientos que los programas escolares exigen? Si no se toman medidas urgentes, nuestro sistema educativo será antes de que nos demos cuenta todavía más caótico de lo que ya lo es.
Son frecuentes, también, las quejas de aquéllos que subrayan que el español padece un riesgo añadido con respecto a otros idiomas. En los países hispanohablantes, el español convive con múltiples lenguas. Sólo en España, con otros tres idiomas oficiales. En el resto del mundo, los dialectos y las lenguas locales se cuentan por cientos. No cabe duda de que esa variedad lingüística enriquece nuestra cultura, pero parece obvio que exige por parte de todos un esfuerzo para mantener un equilibrio entre el español y el resto de las lenguas con las que convive, sin que ni ninguna lengua, ni ninguna cultura salgan perjudicadas de esa convivencia.
Uno de los países donde eso ocurre es nada menos que en los Estados Unidos, donde la hispana es la mayor de las minorías, donde más de 25 millones de personas hablan español, donde se editan quinientos periódicos y donde emiten tres televisiones en nuestro idioma.
Pese a esas espectaculares cifras, no faltan los especialistas que vaticinan al español, dentro de dos generaciones, una suerte similar a la corrida por el polaco u otras lenguas minoritarias que sucumbieron a la presión del inglés y que hoy en día se reducen a cuatro expresiones utilizadas estrictamente en el ámbito familiar.
Siempre una de cal y una de arena, como decíamos. Ojalá que los especialistas en prospectiva vuelvan a equivocarse en esta ocasión.
Mucho que ver con esos vaticinios tiene el abrumador potencial cultural de los Estados Unidos. La industria española e hispanoamericana del ocio apenas sobrevive frente a las grandes producciones de Hollywood. Ya sea en el cine, los videojuegos, los dibujos animados, las producciones para la televisión, etcétera.
Entre las diez películas más taquilleras en nuestro país, según las revistas especializadas, sólo figura una española y una coproducción con los Estados Unidos. En la lista de los diez libros más vendidos de los suplementos culturales, la situación parece más alentadora: figuran cinco títulos escritos en español frente a otros cinco traducidos de otros idiomas.
Bien es cierto que nuestro cine cada vez cosecha más éxitos en el extranjero, incluso en el propio Estados Unidos. Que los autores en español, a uno y otro lado del Atlántico, son cada vez más traducidos a otras lenguas. Que el volumen de títulos publicados por nuestras editoriales es cada vez mayor y cada vez son más los libros que se venden en Latinoamérica.
Todo eso es verdad, pero nuestro tejido cultural aún deja mucho que desear. Recientemente recibíamos con euforia el aumento del número de lectores de periódicos en España. Según el Informe anual de la Comunicación 2000-2001, dirigido por el catedrático Bernardo Díez Nosty, ya superamos la venta de 105 ejemplares por cada mil habitantes. Un poco por encima de lo que la UNESCO considera el mínimo para un país culto. Pese a las buenas noticias, el mismo estudio nos recuerda que el índice de lectura de prensa diaria en nuestro país es del 35 por ciento frente al 66 por ciento de media de la Unión Europea.
Por lo que respecta a la lectura de libros, los datos no son más alentadores. Según un estudio realizado por la Federación del Gremio de Editores de España y el Ministerio de Cultura, presentado recientemente por el secretario de Estado, Luis Alberto de Cuenca, el 42 por ciento de los españoles no lee libros nunca o casi nunca. Sin palabras. Y nunca mejor dicho.
No pretendo presentar un panorama catastrofista, sino enumerar los distintos indicativos que nos pueden dar una idea del diagnóstico que se puede hacer de nuestra lengua. Si localizamos los males será más sencillo actuar sobre ellos.
Permítanme una reflexión más. La fuerza de una lengua no se mide sólo por su importancia literaria, sino, sobre todo, por su importancia cultural, entendiendo la cultura en su acepción más amplia, que abarcaría por supuesto la ciencia, la tecnología, el comercio, la industria, etcétera. Lo cierto es que en el mundo científico el español es una lengua menor, probablemente porque los países hispanohablantes no tienen un peso significativo en el mundo científico. Hasta nuestros propios investigadores han de utilizar lenguas extranjeras cuando quieren que sus trabajos trasciendan los constreñidos límites de nuestras fronteras.
En un interesantísimo estudio publicado en el último número de la Revista de Occidente, los catedráticos de Economía Aplicada de la Universidad Complutense, José Luis García Delgado y José Antonio Alonso, exponen que «la potencialidad de un idioma depende, por un lado, de la capacidad que la lengua tiene para erigir lazos de identidad en el seno de la comunidad que la practica y, por otro, de la vitalidad creativa e intelectual y de la ascendencia internacional de dicha comunidad».
En resumen, que la cotización de una lengua en el mercado, y no es cuestión baladí, dependerá de —vuelvo a reproducir palabras textuales— «la capacidad creativa, la influencia económica y política y la ascendencia intelectual de la comunidad lingüística en cuestión». Y aquí, los expertos mencionan la experiencia anglosajona. No en vano, en países como Gran Bretaña los ingresos provocados, directa o indirectamente, por la exportación de su lengua son muy sustanciosos en sus balances económicos.
Ahora sí. Voy a lo mío, a los medios de comunicación, aunque, ¿qué es la lengua sino el principal medio de comunicación? Como periodistas, nuestra herramienta de trabajo diario es el español y, en nuestras manos, está el contribuir al fortalecimiento de nuestra lengua o a su degeneración. Cada día, nos enfrentamos a cientos de miles de lectores y nuestra responsabilidad es enorme, mucho mayor de lo que somos capaces de imaginar cuando nos sentamos ante nuestros teclados. Mucho mayor incluso, ya muchos lo han advertido, que la de los políticos. Así pues, en una situación de tan serios peligros para nuestra lengua, ¿qué papel nos corresponde desempeñar a los profesionales de los medios de comunicación? ¿Qué podemos hacer nosotros, los periodistas, para detener ese deterioro?
Lo primero de todo es obvio, pero no por ello es menos necesario dejarlo dicho. Lo primero es denunciar esas situaciones injustas que antes he ido mencionando, directamente relacionadas con la lengua, o que tienen mucho que ver con ella.
Lo segundo también es obvio, aunque no parezca tan evidente cuando leemos a diario los periódicos. Los artículos han de estar bien escritos. Parece elemental, pero cualquier periodista sabe que ese objetivo constituye una labor titánica. La llamada autoedición ha provocado que los periodistas tengan que realizar un sobreesfuerzo. Ya no les pedimos solamente que consigan buena información, como en el pasado.
Les exigimos, además, que sean excelentes escritores, excelentes editores, excelentes documentalistas, excelentes especialistas en los cada vez más complejos asuntos de interés social, excelentes técnicos de las cada vez más sofisticadas herramientas informáticas que utilizan. El periodista de hoy ha de ser un periodista completo. Pero que nadie se preocupe por el exceso de trabajo. No es más que su obligación. El informador de hoy cuenta con instrumentos que facilitan su labor que no hubieran podido ni soñar sus predecesores hace poco más de una década.
Entre esos utensilios, se encuentra uno esencial con el que ya cuentan prácticamente todas las redacciones: el llamado libro de estilo. Cada vez más imprescindible a la hora de utilizar el lenguaje, de unificar criterios ante palabras nuevas, ante conceptos nuevos que nos llegan con nombres extranjeros en muchas ocasiones con una o dos traducciones de por medio. No podemos permitirnos el lujo de escribir de una forma una palabra en la página dos y de otra diferente en la 53. El lector nos tiene por referencia. Necesita enfrentarse a una unidad de estilo para saber a qué atenerse, para entender mejor las informaciones que le ofrecemos, para comprender mejor la realidad que le rodea.
Hemos hablado de la necesidad de formar a nuestros informadores. Aquí tenemos otro instrumento esencial que mejorará la calidad, incluido el uso de la lengua, de nuestros diarios: los nuevos cursos de posgrado, también conocidos como máster. Esos cursos permitirán no sólo cubrir las lagunas de enseñanzas anteriores recibidas por nuestros futuros periodistas, sino también completar la formación —tarea interminable— de nuestros actuales profesionales. De hecho, también para ellos están orientados esos cursos.
El último en abrirse, la pasada semana, ha sido el del Grupo Recoletos y el diario El Mundo. Me detengo un momento en dos detalles cruciales. Uno de su programa. Aproximadamente el 30 por ciento de la formación que recibirán los alumnos, tanto práctica como teórica, tiene que ver con la lengua. El otro se refiere a su alumnado. Aproximadamente, el cinco por ciento de las solicitudes recibidas para participar en los cursos han llegado desde Latinoamérica. Y eso teniendo en cuenta que la iniciativa acaba de echar a andar.
Les aseguro que los futuros profesionales de El Mundo tendrán un gran conocimiento del español y que muchos de nuestros estudiantes del otro lado del Atlántico pasarán a engrosar una redacción en la que la presencia de profesionales de la América hispana ya es amplia.
¿Qué más se puede hacer desde los periódicos para contribuir al enriquecimiento y fortalecimiento de nuestra lengua?
Sin duda, dar una mayor cabida a los contenidos de carácter cultural. Es a través de ellos, por donde la lengua circula con mayor fluidez. Es en ellos, donde el debate intelectual se desarrolla con mayor pureza. Es en ellos donde se ayuda y estimula al lector a un mayor disfrute de lo que se han dado en llamar bienes culturales: literatura, cine, teatro… En definitiva, expresiones de nuestra lengua, sean producidas aquí o donde quiera que se use el español.
Me permito mencionar aquí El Cultural, la revista de El Mundo, que acoge entre sus contenidos la ciencia, como otra expresión más, y no la menos importante, de nuestra cultura entendida en su más amplio sentido.
Se han convertido en práctica habitual de nuestros diarios las llamadas promociones. Se trata de estimular la venta con incentivos. Y esos incentivos han de adecuarse a la función social de la prensa. Es deber también de los periódicos la difusión de contenidos culturales, y qué mejor ocasión para cumplir con ese deber que convertirse en vehículos de cultura a través de esas llamadas promociones.
El quiosco siempre será un lugar más próximo y menos intimidante para el gran público que las librerías. Aprovechando esta circunstancia, el diario El Mundo, ganador del Premio Nacional de Fomento a la Lectura, distribuyó medio millón de ejemplares de El Quijote, dentro de su colección Millenium/Las grandes joyas de la literatura universal.
En la actualidad, El Mundo publica la colección Las mejores novelas en castellano del siglo xx, de las que lleva difundidos varios millones de ejemplares, en algunos casos más de los que una obra había vendido en su recorrido por las librerías. ¿Qué mejor para fortalecer nuestra lengua que acercar a nuestros lectores la obra de Pío Baroja, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Miguel Delibes o Camilo José Cela?
Por cierto, creo de gran valor el hecho de que una de cada tres obras publicadas esté escrita por un autor no nacido en España, lo que sin duda ayudará a los lectores españoles a entender mejor la cultura de los países de la América de habla hispana. Aunque también puedo entender que a muchos de los aquí presentes, que comparten nuestro idioma pero proceden de otros países la proporción les parezca escasa.
No quiero terminar sin referirme a un fenómeno crucial de nuestros días en lo referente tanto al uso de la lengua como al tráfico de información. El pasado día 11 de septiembre, grabado a sangre y fuego en nuestras aún dolidas conciencias, una avalancha sin precedentes de usuarios de Internet latinoamericanos desembarcaron en nuestra página en la Red Se sumaron a los miles que ya lo hacen habitualmente. Se esgrimieron dos razones para tal fenómeno. Una, técnica: la mayoría de ellos dependían de servidores instalados en los Estados Unidos, a los cuales, por razones obvias, no podían acceder. Y entonces recurrieron a los que, al menos lingüísticamente, les resultaban más próximos: los españoles.
La otra razón probablemente se sumó a la primera, puesto que días después del terrible atentado terrorista la avalancha continuaba. Según cientos de correos electrónicos recibidos en la redacción, los usuarios de nuestro periódico en la Red buscaban una visión diferente de los hechos de la que encontraban en los medios estadounidenses.
Sin duda, el dato exige una reflexión más profunda, mucho más profunda de la que podemos hacer ahora aquí. Lo que sí es evidente es que Internet se ha convertido en un poderoso medio de comunicación y por tanto de intercambio cultural y de expansión lingüística.
Según las últimas estimaciones, utilizan este servicio en el mundo casi 460 millones de personas, de las cuales casi 18 millones y medio se encuentran en Latinoamérica y 7 millones en España. Es evidente que el español no se encuentra entre los idiomas más utilizados. Pero si tenemos en cuenta que muchos países, como Japón o China, tendrán muchos problemas, por razones obvias, para trascender sus propios espacios geográficos, sí podemos asegurar que Internet será un instrumento fundamental para el futuro del español en los más de 20 Estados donde es lengua oficial. Y, lo que es más importante, para el acercamiento entre ellos.
Finalizo con un dato muy revelador. Como supondrán, son miles los usuarios latinoamericanos de la página en Internet del diario El Mundo. ¿Saben de qué país proceden la mayoría de las visitas? De los Estados Unidos, por delante de México, Brasil —sí, Brasil— y Argentina. ¿Y saben de qué ámbito de la sociedad estadounidense provienen la mayoría de esas visitas? Del universitario.
Creo que este dato significativo y alentador para el futuro de nuestra lengua debería animarnos a todos, y muy especialmente a los que ejercemos nuestra labor en los medios de comunicación, a seguir fortaleciendo y enriqueciendo nuestro mayor bien cultural: el español.