Hace unos meses tomé una decisión difícil. No la tomé sola, la tomé con el director, Ripstein, y los productores, pero a final de cuentas me abrogo la responsabilidad que me corresponde: estrenar en España La perdición de los hombres con subtítulos del español mexicano al español de España.
Parece una decisión rutinaria, casi de oficio y de cajón. No es la primera vez que ocurre de un idioma al mismo idioma. Las películas inglesas barriobajeras y varias australianas los han utilizado para poder penetrar al poderoso e indomable mercado norteamericano.
La vendedora de rosas, hablada en el más puro argot de los paisas de Medellín, el hablar de los sicarios, fue exhibida en México y en el resto de los países hispanoparlantes con subtítulos. Estoy segura de que gracias a ellos pudo rebasar la dolorosa prueba de la semana solitaria en los cines de arte, nido habitual de las pocas películas en español que tienen la osadía de traspasar las fronteras nacionales.
Y sin embargo la decisión me pareció dolorosa.
¿Es posible aceptar que la lengua que nos une se haya disociado al punto que entre nosotros los hispanoparlantes se necesite un traductor o intermediario? ¿Y tal disociación de lugar a una valoración implícita, que coloca al español neutral por encima de los otros españoles, aquéllos con raíces vigorosas regionales, calificándolo de más puro y por ello más válido y más verdadero? ¿El español de La perdición de los hombres es entonces un argot marginal, una desviación? ¿O era acaso una muestra de los albores de una nueva lengua nativa del altiplano mexicano y aislada del resto de los otros españoles?
Más de uno me comentó con escándalo bíblico: «Subtitular es aceptar la idiotización del público. Validar la ley del mínimo esfuerzo. Darle carta franca a la ignorancia».
¿Acaso se traduce a Cortázar, a Rulfo, a Carpentier? No. Gracias al cielo y a los editores hemos logrado preservar la variedad de nuestro español allende las fronteras nacionales, a través de la lectura del español del otro.
Tan válido el del otro como el mío. Y al final de cuentas, y gracias a su apropiación a través de la lectura, tan mío, tan entrañable y profundamente mío, como el mío de nacencia.
La lectura de los otros españoles, o mejor dicho del español de los otros, no me merma, me enriquece.
Jamás la regionalización de la lengua fue traba alguna para los lectores en español. Por ello la literatura en español goza de cabal salud.
Tenemos muchos escritores. Tenemos buenos escritores. Tenemos, por sobre todo, una masa de lectores fiel, adicta, leal, que no se avergüenza de su lectura. Que no se empeña en tratar de que la última novela de Bryce Echenique, por citar alguna, se asemeje a la novela más reciente, ya sea de Barbara Cartland —Dios libre y guarde la hora— o de Cormac McCarthy.
En el campo de la música —mágica y misteriosamente, sobre todo si tomamos en cuenta las cifras multimillonarias que maneja la industria discográfica— sucede un fenómeno similar.
Con dos tragos y una noche larga por delante, todo hispanoparlante que se respete acaba recurriendo al frondoso venero de esa música que nos une y nos nutre. De las rancheras al vallenato, pasando por todas las mediaciones imaginables, la música en español conforma nuestro sentido del ritmo y la melodía, cohabitando con los ritmos anglosajones e incluso logrando una sana apropiación de éstos, como en los jugosos casos del rock en español. Como diríamos en México: la música en español no canta mal las rancheras.
El cine en español, en cambio, vive en estado de sitio. Año con año pierde terreno, dejándolo virgen para la producción made in Hollywood.
En el año 2000 para no ir más lejos, el cine español —que entre los países hispanoparlantes era el que gozaba de mejor salud— perdió espectadores con respecto a años anteriores. Este año, su recuperación, hasta ahora casi un 15 % de las entradas, es fruto de una sola película: Torrente 2, cuyo éxito es un caso aislado y nada nos lleva a pensar que creará un efecto dominó en las ganancias de las otras películas españolas.
México, en un año de excepción, logró cerca del 17 % de las entradas, pero estas cifras son, como en el caso español, un fenómeno aislado, que de ninguna manera marca pautas futuras.
Ambos casos son garbanzos de a libra.
Visión pesimista. Tal vez, pero también visión basada en la experiencia. No es la primera vez que tal o cual país hispanoparlante ha logrado entradas muy superiores las habituales. Sin embargo, tales éxitos coyunturales no han logrado hasta la fecha revertir la tendencia imperante: Año con año nuestras carteleras hablan más y más en inglés.
Y no importa qué legislación, medidas, tomas de protesta se hagan, en todos los países —hispanoparlantes o no— disminuye el mercado local, en aras de la producción hollywoodense.
Recientemente en México se libró una batalla desigual para lograr imponer una ley cinematográfica que protegiera la producción nacional. Fue en balde. Si no perdimos en papel, perdimos en los hechos.
Esta recuperación o pérdida de espectadores no corresponde a los esfuerzos realizados por los que hacemos cine, ni a los logros artísticos obtenidos. Ambos han sido muchos, y no dudo en afirmar que en los últimos años algunas de las películas más interesantes en el panorama internacional han sido habladas, pensadas y filmadas en español.
¿Entonces? No cabe duda de que los que hacemos cine mereceríamos mejor suerte… o mejores espectadores. ¿La causa? La cabal convicción de buena parte de la masa de espectadores y de una tajada sustantiva de creadores de que el cine es sólo y únicamente aquel que se hace en Hollywood, o a la manera de Hollywood.
Para ser más precisos: cine hablado en inglés, pero también —y ahí está el punto que quisiera remarcar— cine pensado en inglés. Ese cine que, ya desde la imagen utópica e ingenua, o ya desde la crítica ácida y mordaz, refleja su universo, el del mundo anglosajón, más aún: el de los Estados Unidos, probablemente el único país en la historia fundado por utopistas de distinta calaña y vocación (otro caso con orígenes similares, pero con resultados radicalmente distintos sería Haití).
Tal vez a ese origen utopista, asumido cabal, ingenua y sinceramente por el grueso de su población, se deba que hayan logrado implantar con éxito en la imaginación colectiva la noción de que ellos, los estadounidenses, son la auténtica tierra prometida.
Mis vecinos del norte no creen que van a lograr ser El Dorado. Ellos ya son El Dorado.
Y toda convicción firme resulta contagiosa.
Han logrado, gracias a esa sólida creencia, convencerse y convencernos de las bondades de su modo de vida. Ahí radica su poder de penetración. Ahí se esconde la tentación de su emulación.
Y el cine, qué duda cabe, es la forma de expresión más auténtica y total del optimismo utopista de los Estados Unidos. Su mejor fruto y su arma más poderosa.
Si alguien se atreviera a decirle a Vargas Llosa que escribiera a la manera de tal o cual escritor norteamericano de éxito, sería calificado de palurdo, bruto o cosas peores.
Cuando un productor locuaz o un actor aferrado al micrófono afirman que el mal que plaga nuestras cinematografías es el de el localismo, la falta de universalidad, la ausencia de películas de género, o del ritmo lento y poco excitante de nuestras cintas —ahhh, el tan sobado ritmo, confundido con cortes estilo vídeo clip o carreras de coches— parecen invocar al sacrosanto sentido común que nos llevaría a copiar, con mayor o menor acierto, al cine de Hollywood.
Y en vez de hacer una escandalosa y pública exhibición de su incultura, son escuchados casi con respeto.
Así, el cine en español nace con el pie izquierdo… Por ello en nuestros países cada día se producen más y más películas en español, avergonzadas de serlo. Películas que esconden su origen y paternidad, como se esconde a un progenitor borracho o una madre holgazana.
El resultado: cine pensado en inglés. Imaginado en otros horizontes, con caras que deberían tener otros rasgos y personajes que viven con acento disimulando, como pueden, el provincialismo del terruño.
Una película mexicana de hace no muchos años cargaba el título aberrante y poco sonoro de Largo camino a Tijuana. A más de forcejear con la sintaxis, padecía —por sobretodo— de ausencia de significado. El absurdo se corregía si uno decía el nombre en inglés: Long way to TJ. Sobre todo si decía TJ en vez de Tijuana, como le dicen los gringos de reventón a la ciudad fronteriza. El título en inglés aludía a un estado de ánimo mítico: Tijuana la pecaminosa, la distante, la exótica, y correspondía a una estética en inglés. Detectives, diners, meseras pintarrajeadas en colores pastel… El Medio Oeste se amestizaba y empobrecía… Todo muy hip, claro está. La película no corrió con suerte alguna y se sumió en la ciénaga del olvido.
No es casual. La mayoría de los experimentos de traducir el espíritu de Hollywood a nuestras películas no corren con suerte. Resultan meros remedos mediocres, incapaces de sustituir al verdadero producto Made in California. Porque —me pregunto e, imagino, se pregunta el público—¿si quiero ver una comedia hollywoodense y puedo hacerlo por el mismo precio y en el mismo cine que su remedo mal hecho, por qué no hacerlo? Hoy abunda la oferta de estrenos hollywoodenses en todos los cines del mundo, por perdidos y olvidados que estén. ¿Para qué ver una imitación cuando puedo ver el producto original?
En inglés, y ya que estamos en ello, se diría: «You can’t beat the pros…». No se puede vencer a los profesionales. Y es cierto.
Para hacer cine de Hollywood no hay como Hollywood. ¿Para qué recurrir entonces a Beautiful Señorita Producciones?
Si medimos la batalla del cine en el marco del muy anglosajón concepto del éxito, analicemos los éxitos logrados en el cine en nuestro idioma. Sin excepción son películas pensadas, sentidas y habladas en español. Así que si vamos a librar la batalla en el cine, hagámoslo desde el idioma español, sin tapujos, ni complejos, ni imitaciones. Películas que desde la entraña sean hispanoparlantes.
La batalla del cine en español se libra en varios frentes. En unos, los de la legislación y la distribución, les toca a otros dar la cara. Mi opinión no pasa de ser una bien intencionada y amateur noción de cómo deberían hacerse las cosas. No así en la realización. Ése es mi territorio. Yo hago cine en español. Y defiendo el cine en español. Y creo que el español va mucho más allá del idioma que hablan sus personajes. Es el cine que refleja, retrata a mí y a los míos. Es un cine que da la cara por mí, porque tiene mi cara.
Su defensa a la larga va ser mucho más redituable que la pírrica victoria en taquilla de unos ingresos, ya de por sí mucho más magros que aquellos del Titánic.
Hago cine con nombre y apellido. Hago cine con entrañas. Hago cine de cara al futuro. Hago cine en español, por eso es un cine de todos, de todos los que hablamos español y de los que no lo hablan también, porque el cine con entrañas trasciende las fronteras lingüísticas.
Ser local no está reñido con ser universal. Por el contrario, muchas veces —y poner ejemplos en este caso resulta innecesario— serle fiel al entorno propio, que se conoce y se retrata con pasión, que se interpreta y recrea desde la profundidad de las entrañas, permite trascender fronteras, modas e idiosincrasias. Y hacer arte. Porque el arte, es, en esencia, universal.
Esa universalidad encuentra parte de su fundamento en la sinceridad de la recreación. En las venas comunicantes entre mi yo y mi entorno social. Pero la validez de esta recreación no sólo se mide en su sinceridad, sino —sobre todo— en su vitalidad. El cine es arte no sólo por lo auténtico, sino también por lo vital.
Para poner un ejemplo, volvamos con La vendedora de rosas citada al principio: nadie puede negar la fuerza, la carne palpitante y cruda, la salvaje belleza escondida entre los cerrados muros de los barrios de Medellín, un mundo de sicarios púberes y adolescentes pintarrajeadas. Es un cine que retrata lo propio. Es un cine vivo. Cine sin maquillaje.
El cine es el arte de nuestro tiempo; no por tanto repetirlo ha dejado de ser cierto. Dando por sentado la veracidad de la frase en lo que respecta a nuestro tiempo me gustaría enfatizar lo segundo. El cine es un arte.
Afortunadamente, quiéranlo o no los zares de la producción empeñados a reducirlo a una serie de cifras y números, el cine es arte. El arte más contemporáneo, pujante y actual de todas las artes. Es el arte de hoy y de ahora.
Y nosotros los quinientos millones de hispanoparlantes tenemos derecho a preservar ese cine, ese arte de hoy y ahora, como nuestro. Darle nuestra voz y nuestra mirada.
No se trata sólo de la defensa del cine contra el ogro horrible del doblaje —plaga del Apocalipsis de la que la América Latina se ha librado gracias a los malhadados movimientos populistas de los años treinta y a la taza de analfabetismo que azotaba a nuestros países por aquellos entonces—. Se trata de la defensa de nuestra identidad. Nuestro derecho a ser. De pensar y soñar en mi idioma.
El cine en español que hacemos en Latinoamérica devuelve a la madre patria el mayor tesoro que heredamos de ella, como bien dice Carlos Fuentes: el mestizaje. En la lengua de un pueblo viven su cultura, su idiosincrasia, su manera de ver, palpar al mundo y aprender su realidad. Nuestra realidad mestiza.
En la América Latina y en España viven y se entrecruzan un puñado de culturas en un mestizaje fértil, que no sólo nos ha librado de las guerras fratricidas que azotan al resto del planeta, sino que nos enriquece haciendo cohabitar en nosotros varias realidades. Visiones variopintas de la vida, que agregan y no se contraponen con la otredad. La identidad del otro refrenda y valida la mía.
Por ello, el español que hoy hablamos está lleno de neologismos, de localismos; lleno, también, de matices y de pujanza. Es una lengua en construcción, que no tiene miedo a reconocerlo. Se sabe una lengua con un largo futuro. Un idioma que se crea y recrea día con día, en los distintos rincones de este Mare Nostrum hispanoparlante, y que siguiendo el dictum romano, asimila e incorpora. Crea y se transforma.
El cine en español es uno de los mejores vehículos para el libre flujo de este español de un lado al otro del Atlántico, y deberá hacerlo en igualdad de circunstancias, sin complejo de inferioridad ni de culpa.
De la importancia de este flujo de ideas e identidades no sólo somos conscientes los que hablamos español. Ellos, los de Hollywood también lo saben. Es por ello que se encuentran preocupados.
El cine es hoy día la segunda industria estadounidense, tan sólo por debajo de la informática, con la que se encuentra fuertemente entrelazada.
Hablar de cifras en el ámbito cinematográfico es caer inefablemente en el magma de las cifras estratosféricas. Billones y billones de dólares la nutren cada año.
Hollywood domina casi todos los mercados de espectadores, salvo casos aislados y sorprendentes como los de Irán —la censura y la cerrazón tienen a veces resultados insospechados—, Hong Kong, Egipto y la India. Los países hispanoparlantes, en cambio, estamos bajo la férula de Hollywood. Las cinematografías locales apenas si atrapan a menos de un 16 % de los mercados nacionales en los años buenos; porque en los años malos tenemos una cartelera en la que Hollywood domina hasta en un 98 % de los estrenos locales.
Aterrador para nosotros, satisfactorio para ellos, estaríamos tentados a decir. Falso. Para Hollywood dominar el 99 % de la taquilla es insuficiente, porque por ese magro y escuálido margen de producción ya no nacional, sino al menos no Hollywoodense, se cuela la identidad… Y todo imperio sabe que su poder radica en su omnipresencia. En presentar su realidad como la única realidad posible, sin huecos, ni fisuras. No sólo soy el más grande, soy el único.
Tanto les preocupa la existencia de un mercado en español que están dispuestos a hacer cine de Hollywood en español siempre y cuando sea en ese español neutro, sin origen, sin cara, sin alma. Un español eunuco, castrado.
Un cine en español que traduzca —y mal— su propia visión del mundo. Un cine que nos imprima en el alma la convicción profunda de que Estados Unidos, mejor aún California, es El Dorado, y que nuestro mejor destino es convertirnos en su remedo.
…Y comprarles el sueño americano.
Su cine ha sido hasta ahora la punta de lanza para lograrlo. La típica casita con cerca blanca, jardín enfrente y techo de dos aguas, se ha marcado con hierro candente en la mente de los espectadores. Es a la vez nuestra felicidad y nuestro deber ser. Es el American Way of Life impreso en los sueños de todos… De Lagos a Bangkok. De la Tierra del Fuego al Río Bravo, todos debemos añorar haber nacido en una película de Hollywood. Es nuestro sino ineludible.
La avanzada para convencernos de ello es fuerte. Parecería incontenible, invencible. Pero contamos con armas para preservar nuestra cara, nuestro rostro, nuestra identidad. Una de ellas es la contraparte exacta del cine de Hollywood, su reverso de la medalla: el cine en español. Cine hablado y pensado en español. Cine que nos sea propio. Cine que retrate, recree e invente nuestras caras. Cine que se niegue a ser un remedo. Porque los remedos no son sino los prolegómenos del monstruo.
Por ello debemos aprender y aceptar que los localismos no nos separan, sino que nos enriquecen, y que si en el cine el uso del argot cobra una cuota más alta, al obligar al espectador a reinterpretar el localismo en un lapso específico: el breve tiempo en la pantalla, facilitémosle la tarea. Usemos subtítulos.
Usemos subtítulos o cualquier recurso que facilite la identificación, que elimine el extrañamiento. Cualquier recurso que preserve y expanda la rica pujanza del español de hoy día.
Yo, que vengo de un país que carga sobre sus hombros la frontera más dolorosa y desigual imaginable, sé que el español es mi mejor arma, mi única arma. El español es mi cultura, mi rostro, mi voz… La ñ es mi lanza. Viva la ñ, carajo.
Por eso: hablo, luego existo.
Yo soy mi idioma. Mi idioma que es mi cultura. Mi cultura que se da en mi idioma… Y sólo en mi idioma.
Ya la Biblia decía «Al principio fue el verbo y habitó entre nosotros…», y la Biblia —dicen— siempre tiene razón.