El uso del español en los medios de comunicación Rocío Fernández de Díaz del Castillo
Caracol TV. Santa Fe de Bogotá D. C. (Colombia)

Ante todo, deseo agradecer a la Real Academia Española y al Instituto Cervantes su amable invitación para participar en este II Congreso Internacional de la Lengua Española. Constituye para mí gran honor compartir este estrado con personas de reconocido mérito internacional en el ámbito de las letras y dirigirme a un auditorio de excelsas virtudes intelectuales en distintas disciplinas, como el que hoy me estimula con su presencia.

Se me ha pedido abocar un tema candente, que suscita grandes confrontaciones y en el que no es fácil asumir posiciones objetivas: el uso del español en la televisión. Antes de comenzar, debo aclarar que me referiré al tema desde el ángulo en que estoy ubicada, el uso de nuestra lengua en la televisión latinoamericana y más específicamente en la televisión colombiana. Esta aclaración es esencial si se tiene en cuenta que el uso del idioma en la televisión ha sido un fenómeno extraordinariamente dinámico y cambiante en el tiempo y en el espacio de los distintos países. Esto hace más difícil el tema y facilita la controversia enriquecedora que ha querido promover nuestro dilecto presidente del panel, Gustavo Yankelevich.

La televisión es sin ninguna duda uno de los descubrimientos del siglo xx que mayor influencia ha tenido en las interrelaciones sociales de todos los países. La televisión ha cambiado costumbres y hábitos, ha facilitado transacciones, ha impartido educación, ha creado y destruido personajes, ha universalizado lo que antes pertenecía al mundo limitado de las regiones, comarcas o países. Y debido a ese enorme poder, a la televisión se le ha atribuido también la responsabilidad de gestar muchos de los males actuales. Se ha dicho que es generadora de violencia, culpable de la pérdida de identidad, responsable de la atrofia intelectual de las futuras generaciones, entre otros muchos pecados a ella imputados. A la pantalla chica se la ha estigmatizado desde diversos frentes y muy pocas veces ha tenido la oportunidad y el valor de ensayar una disculpa.

Quizá, una de las razones para el sospechoso silencio de la televisión ante estos señalamientos, se deba al hecho que la televisión, a diferencia de otras maneras expresivas, como el teatro, el cine, o la pintura, no surgió como lenguaje sino como medio de transmisión. De hecho, el desarrollo de las telecomunicaciones le debe mucho, casi todo, a los períodos de guerra, cuando por razones de estrategia militar la comunicación inalámbrica se imponía como necesidad. Desde este punto de vista, la televisión es hija de la guerra y su función más primitiva fue trasmitir mensajes, no generarlos.

Esta circunstancia de origen tuvo dos consecuencias fundamentales para la televisión: la primera, no desarrollar un estatuto teórico que le sirviera de base para su formulación como lenguaje, y la segunda, que se pensara desde siempre que la televisión servía para cualquier cosa, para trasmitir cualquier tipo de contenido, con cualquier tipo de intención.

Por este camino y debido a la gran cobertura y presencia social que rápidamente adquirió, se recurrió a la televisión para desarrollar una multitud de tareas: Se le asignaron funciones educativas, informativas, recreativas, críticas, culturales, para señalar sólo algunas. Se sobrecargó a la televisión de responsabilidades y, en consecuencia, también se la convirtió en la potencial causante de cualquier tipo de disfuncionalidad social, en un blanco perfecto que, sin mayor capacidad de defensa, asumiera dichas culpas.

Poco a poco, se fueron convirtiendo en un lugar común conceptos críticos que comprometen seriamente a la pantalla chica a través de una relación de causa-efecto, en fenómenos como la disminución del número de libros que lee la gente cada año, el aumento cualitativo de la ignorancia cultural, el crecimiento en los niveles de violencia, la disminución del patriotismo y hasta el mal hablar de las personas, o el uso incorrecto de la lengua.

Detengámonos en este punto, que finalmente es el que nos interesa, con una pregunta bien concreta: ¿cuál es la relación entre lenguaje y televisión en la cultura contemporánea?

Para responderla es necesario considerar inicialmente y por separado los dos sujetos involucrados en la formulación: lenguaje y televisión.

El lenguaje es un producto cultural, es uno de los resultados de la interacción histórica entre los hombres, es de hecho una herramienta de supervivencia. Y, como tal, es un organismo vivo, cambiante, dialéctico e interactuante. En la teoría lingüística y semántica, se distinguen tres instancias que es conveniente diferenciar con precisión: el lenguaje, la lengua y el habla.

El lenguaje es la instancia abstracta, donde se van cristalizando y desde donde se defienden los hallazgos hechos por el hombre en siglos de interrelación verbal. Es la instancia sincrónica donde se consignan las reglas gramaticales y sintácticas que terminan erigidas en un deber ser. La lengua es cada una de las particularidades que va adquiriendo el lenguaje según el espacio físico y cultural en donde se genera, florece y establece, es el territorio de los idiomas. Y el habla es la apropiación y práctica concreta que hace el individuo de ese lenguaje adquirido por la educación y la convivencia con sus congéneres, es la instancia pragmática, diacrónica, es el uso, el abuso y sobre todo, la apropiación de la lengua.

Es fácil imaginar que entre las tres instancias se presenten tensiones, pugnas y resistencias, pero también interrelaciones dinámicas que coadyuvan a la evolución interdependiente de ellas.

Concentraremos la atención por ahora en la relación entre lenguaje y habla. Es una relación difícil, compleja y conflictiva. Es la relación entre el bien hablar y el hablar a secas. El lenguaje es adusto, inflexible, impositivo, es el imperio de la ley y el orden. El habla es rebelde, flexible, se adapta a las circunstancias con creatividad y rechaza los dogmatismos académicos. Frecuentemente, ni el uno ni la otra ceden fácilmente, pero tienen que convivir en una perfecta relación dialéctica, ligados por un vínculo indisoluble de la maternidad y la filiación. El lenguaje no es más que el zumo perfecto y selectivo de lo mejor del habla; y el habla nace del lenguaje, se soporta en él. Ni siquiera vale la pena plantearse el viejo dilema de qué fue primero, pues la respuesta carece de importancia.

Tampoco conviene establecer categorías valorativas y maniqueas, aquí no hay buenos ni malos, sólo instancias que se necesitan mutuamente. El lenguaje sin habla corre el peligro de rezagarse, de caer en el arcaísmo, de perder actualidad y dejar de responder a las necesidades de la cultura y del hombre, que es a quien se debe. El habla sin lenguaje corre el peligro de terminar en anarquía y naufragar en el remolino de los dialectos cada vez más particulares y casuísticos. La consecuencia en ambos casos sería la misma: la pérdida del valor comunicativo del lenguaje verbal articulado.

La interrelación entre lenguaje y habla se mueve bastante bien dentro de la dialéctica de los contrarios, en la cual la síntesis del proceso puede ser más cercana a la tesis o la antítesis, dependiendo de la fuerza de cada una de ellas. Por lo general, el lenguaje trata de establecer su autoridad y el habla se opone a ella; y es esa lucha dinámica la que a lo largo de la historia los ha enriquecido a ambos. Por lo general, la literatura es un espacio ganado para el lenguaje; de hecho la escritura es por sí una práctica inspirada en el lenguaje. Sin embargo, cuando el habla se siente madura para incursionar en el lenguaje y adaptarlo a su realidad, lo hace frecuentemente a través de la literatura. Es el caso de la literatura de vanguardia de comienzos y mediados del siglo xx, que abrió dramáticamente las compuertas de la ortodoxia para capturar el sentir del acto del habla, liberándose de siglos de clasicismo.

En el mundo contemporáneo existen dos escenarios en los cuales se manifiestan con clara preeminencia cada una de estas dos instancias: La educación, donde prima el lenguaje, y el de los medios de comunicación masiva no escritos, en los que reina el habla. La educación es, por su propia naturaleza, territorio del lenguaje y es parte de ella enseñar el uso correcto de la lengua. Si refinamos un poco más el concepto, para llevarlo al ámbito académico, veremos que es allí donde se ejecuta la sistematización final de sus leyes y normas y donde se validan las audacias y las renovaciones provenientes de la otra orilla, o donde, definitivamente, se rechazan y condenan. Por el otro lado, el acto del habla tiene uno de sus campos favoritos en los medios de comunicación y más específicamente en los medios audiovisuales de cobertura masiva. Dentro de ellos, la televisión ocupa un lugar preferencial como edecán de nuevas expresiones.

Debido a lo anterior, es frecuente escuchar airadas críticas al mal hablar de los locutores, periodistas, presentadores de noticias, actores y, en general, de quienes intervienen en esos medios. Desde el punto de vista del lenguaje, las críticas son válidas y necesarias, pero desde el punto de vista del habla, corresponden al aporte popular que, lenta y pacientemente, va penetrando el fino tejido de la lexicografía y enriqueciendo la lengua con la sustracción de palabras arcaicas y la adición de nuevos términos. Naturalmente, no siempre esos aportes son válidos, ni terminan siendo aceptados. En muchos casos corresponden a extranjerismos o esnobismos injustificados que tienen sus términos recíprocos y correctos en el lenguaje clásico.

No obstante, dentro de los medios de comunicación existen grandes diferencias en cuanto a la ortodoxia del hablar, dependiendo de la naturaleza de los programas. Espacios culturales, noticieros y algunos otros, tienden a mantenerse muy cerca del rigor académico, mientras que los géneros dramatizados, por ser un intento creativo de imitar la vida diaria —lugar natural del habla—, necesitan acercarse a ella, alimentarse y nutrirse de su fuente, para poder elaborar luego los libretos. Por esta razón la televisión no es un espacio en donde se enseñe o se induzca el deber ser del lenguaje (léase el buen hablar), la pantalla chica es un laboratorio en donde se observa y se registra la variedad de juegos y transformaciones que sufre el lenguaje durante el acto del habla. Refleja lo que está sucediendo en la sociedad, pero no lo genera.

Por supuesto que el hecho de reflejar la realidad en forma de discurso espectacular, implica al final de la cadena comunicativa, algún nivel de inducción, pero sería más pertinente hablar de refuerzo de conductas preexistentes, que de generación o inducción hacia esas conductas.

En el caso de la televisión, especialmente de la televisión comercial, la relación entre discurso y realidad es una relación crítica que define buena parte del éxito o del fracaso, dado por el nivel de audiencia, que es el parámetro con que se mide su desempeño. Un buen ejemplo de esto son las telenovelas. La telenovela basa su efectividad en el nivel de compromiso que establecen sus personajes con el espectador. Aquí se refrenda el viejo axioma aristotélico de la catarsis trágica. El primer objetivo del escritor, del director y del actor, es generar hacia su protagonista un afecto total e irracional por parte del espectador, un compromiso profundo y no negociable con su suerte y su destino, un nivel de simpatía y de adhesión que va más allá de los propios conceptos y valores, sin necesidad de cambiarlos. Ahora bien, ¿cómo se logra este compromiso? Construyendo personajes que se parezcan al espectador, personajes cercanos, con los que se identifica, que podrían ser el espectador mismo, y a los que sería difícil juzgar o condenar, sin juzgarse o condenarse a sí mismos. El camino hacia la catarsis queda allanado y, a cambio de ello, el espectador ofrece su fidelidad a la obra y garantiza su éxito.

Por ser el tema que mejor conozco, quisiera referirme con mayor nivel de detalle al caso de la telenovela colombiana. En las nuevas telenovelas colombianas una de las estrategias más audaces en busca de ese construir personajes identificables, ha sido la superposición del habla sobre el lenguaje a la hora de construir los diálogos, apoyada por un estilo de actuación naturalista que hace aún más evidente el parecido con la vida. Los personajes dan la impresión de hablar como se habla en la vida real y no como lo mandan los cánones del buen lenguaje. Es evidente que el origen de estas estrategias es simplemente comercial, pero también es indudable que ejercen un profundo efecto sobre la simbiosis permanente entre lenguaje y habla.

Lo que hoy vemos en la televisión colombiana es consecuencia de un largo proceso evolutivo de varias décadas de ensayo y error. La vida es un devenir, un permanente cambio y las elaboraciones textuales que pretendan representarla deben seguir ese mismo proceso dinámico de metamorfosis social. A esta circunstancia debe agregarse la propia evolución que la televisión ha tenido en su relación con el país y con su realidad.

En los años ochenta, la televisión colombiana demostró un especial interés en la adaptación de las obras del llamado boom de la literatura latinoamericana. Muchas de estas obras se convirtieron en telenovelas y seriados. En su trabajo de adaptación se conservó el retrato que el nuevo estilo pretendía hacer de las sociedades latinoamericanas de ese momento. Y como el diálogo es parte integral y funcional de la dramaturgia, en estos dramatizados escuchamos por primera vez un lenguaje cotidiano, naturalista y distante de las formas acartonadas y elegantes del buen decir.

Luego vinieron otros experimentos un poco más arriesgados. A finales de los ochenta surgió una especie de televisión de vanguardia, que convirtió el mundo de las clases bajas urbanas en material de su trabajo; se la jugaron por la crudeza de una realidad marginal que le abrió paso en la televisión a un lenguaje duro, rebelde, creativo, que no tenía reparo en tomar el habla de la calle y elevarla a la categoría de hecho estético. Este tipo de series definitivamente abrió un espacio para que el habla llegara a los límites del dialecto marginal y por primera vez escucháramos en la pantalla chica el lenguaje agresivo, ácido y grosero, pero dinámico y real de la calle.

A comienzos de los noventa se transitó durante un tiempo por los caminos del costumbrismo ligero, en donde el habla popular fue quizás uno de los activos más queridos, más disfrutados y más imitados por los teleespectadores. Se recorrieron las formas y los acentos del habla regional de todo el país, dejando como consecuencia un sincretismo que enriqueció el habla nacional.

Lo que tenemos hoy es la síntesis de todo este recorrido y se ha creado una especie de identidad colombiana en televisión, que se manifiesta en una telenovela contemporánea que intenta reflejar antes que el buen lenguaje, el habla popular. Si revisamos con atención la actual programación, podemos identificar formas de hablar duras y agresivas, urbanas, populares, picarescas, naturalistas, extensas y variadas que, quizás en su conjunto, y haciendo un hipotético ejercicio de integración, muestran un panorama crítico de lo que está pasando con el lenguaje y el idioma en el país.

Pero quizás lo más interesante de todo es que la impresión de retratar el acto del habla cotidiana que se da en la telenovela actual, es sólo eso: una impresión, una elaboración sobre la verdadera manera de usar el lenguaje por parte del ciudadano promedio. El hablar cotidiano es generalmente un ejercicio de resistencia al lenguaje y al idioma: Las redundancias, las muletillas, los giros mal usados, los tiempos verbales equivocados y muchas otras transgresiones forman parte del arsenal natural con que el individuo establece su inconsciente rebeldía, o manifiesta su sencilla ignorancia frente al lenguaje, en la práctica diaria.

Valdría la pena preguntarse, ¿por qué la televisión no logra adaptarse al habla popular y debe contentarse con dar la impresión de hacerlo? Posiblemente la respuesta se encuentre en esa extraña virtud de la pantalla chica que le permite convertir en discurso espectacular todo lo que pase a través de ella. Ahora bien, el discurso espectacular, como cualquier discurso, tiene su propia lógica que filtra y transforma los contenidos que quieren acceder a su ámbito. Y como cualquier discurso, también es una elaboración sobre la realidad y no la realidad misma. Así pues, el lenguaje de la televisión, pretende ser realista, pero dista de serlo, en los libretos se recomienda que el diálogo parezca natural sin que necesariamente tenga que serlo. El habla real y cotidiana no accede a la pantalla sin haber sufrido múltiples transformaciones que eliminan muchas de las transgresiones comunes del hablante real, se eliminan muchos de los giros mal usados, de las muletillas, de las redundancias y otros vicios que la lógica espectacular sencillamente rechaza. Ocurre, pues, que surge en el dramatizado un extraño intermedio entre el lenguaje y el acto del habla, una especie de habla refinada que tampoco llega al nivel de refinamiento del lenguaje.

Y surge aquí una segunda pregunta: ¿sería posible, desde el dramatizado de la televisión, ensayar un acercamiento entre el habla y el lenguaje, patrocinar lo que los académicos llamarían un proceso de culturización de las masas populares? Todo parece indicar que la respuesta es negativa, debido fundamentalmente a dos razones. La primera porque definitivamente un lenguaje hablado desde el deber ser, desde lo correcto de la gramática y la sintaxis, entraría en conflicto con las necesidades de reconocimiento e identificación que, como señalábamos anteriormente, son fundamentales en el juego catártico de un dramatizado. Al igual que un habla totalmente realista entraría en conflicto con las lógicas de la espectacularidad.

Esta primera razón es estrictamente comercial. La segunda tiene más fondo y es la naturaleza misma de la televisión. Para entenderla plenamente deberíamos formular la pregunta ¿por qué no sacrificar un poco de la estrategia comercial en aras de una función más formativa del televidente? Podría pensarse que al establecer un intermedio entre el lenguaje y el habla, lo que se estaría generando es un segundo deber ser más cercano a la realidad, más democrático, por decirlo de alguna manera. Si asumiéramos esta actitud, estaríamos validando la función formativa de la televisión, pero el tema no es tan sencillo. Por sus mismas necesidades y objetivos, el proceso formativo está basado en las lógicas formales, deductivas y racionales, con altas dosis de repetición y con un destinatario concreto: la razón y el entendimiento. La formación no es una experiencia fácil, requiere tiempo y a veces puede resultar dolorosa. Quizá por ello el libro y la lectura siguen siendo la herramienta educativa por excelencia, porque inducen a la concentración, facilitan la repetición y el ritmo propio del lector. Cuando se lee es complicado realizar una actividad simultánea y el estar basado en algo tan simbólico y abstracto como el lenguaje escrito, exige altos niveles de atención por parte del lector.

Cuando nos trasladamos al ámbito de la televisión, el entorno de la recepción cambia radicalmente. Volvemos a la lógica del espectáculo, en donde lo importante no es explicar, ni deducir, sino sorprender y emocionar. La razón pierde su papel protagónico y es reemplazada por la emoción como objetivo último de la comunicación. Por eso el discurso es fugaz y su maniobrabilidad se reduce, comparada con la del libro. Ésta es una de las principales razones por las cuales no es posible erigir la televisión como medio educativo a priori, sin hacer antes algunas consideraciones y las necesarias adaptaciones para lograr un resultado satisfactorio, aunque limitado.

De esta manera debemos concluir que la televisión no está diseñada como estructura formativa y al dirigir su influencia al aspecto emotivo del espectador, reduce su radio de acción como generadora del deber ser y las conductas que puede patrocinar y estimular no siempre van a estar de acuerdo con el verdadero deber ser.

A pesar de que en algunos casos las formas de hablar que se usan en la televisión son imitadas por cientos y cientos de teleespectadores en su vida cotidiana, siempre conservan el carácter anecdótico de la imitación de un discurso espectacular. Difícilmente entran en el ámbito del acto de habla real e instrumental y más difícilmente en el cerrado ámbito del lenguaje.

Después de este análisis, es menos difícil asumir una actitud más indulgente con la televisión. En los dramatizados de la pantalla chica se va registrando la sociedad, con su forma de vivir, con su manera de enfrentar y resolver sus problemas y hasta con su manera de hablar. A pesar de todos los señalamientos, la televisión sigue desempeñando un papel de testigo, más que de generador de la realidad. No podría hacer algo distinto, es parte de su naturaleza, de su esencia, de sus limitantes.

El Tiempo, verdugo inapelable en estas ocasiones, me obliga a terminar la apretada síntesis de un tema sobre el cual sería posible extenderse tanto cuanto se desee. Pero antes de hacerlo, permítaseme expresar mi voz de gratitud a esta hermosa ciudad de Valladolid y a sus gentes, que nos han acogido con ese cariño y hospitalidad que no han improvisado, pues lo llevan por centurias en su sangre castellana. No pudieron los organizadores escoger un escenario más propicio para desarrollar este Congreso que Valladolid, ciudad de vasta cultura fortalecida alrededor de su universidad, capital por mucho tiempo del reino de Castilla, cuna de Felipe II y refugio póstumo de Cristóbal Colón, que la escogió para exhalar entre sus hijos el último suspiro. Su arquitectura colonial, la proliferación de templos y conventos y el calor humano de su gente, me recuerdan a Cartagena de Indias, ciudad amada en la que nací y crecí respirando el mismo espíritu señorial y noble que ahora nos rodea.