Han pasado casi 40 años desde que se publicó la obra que algunos autores tienen por el primer libro escrito en español. Se trataba del Manual de Selecciones (Normas generales de redacción), cuya edición dirigió Jorge Cárdenas Naneti y que se publicó en 1959 en La Habana. Las normas gramaticales, ortográficas y de léxico que aquel libro incluyó, destinadas a lograr una buena traducción de la edición inglesa de la revista, perduran hoy en día en buena parte de los cerca de 70 manuales de estilo con que cuenta la prensa escrita en español.
Esa cuantiosa cifra de libros de consulta que han ido elaborando los periódicos de España y de América Latina da buena idea de la necesidad que han sentido los periodistas de unificar sus criterios profesionales y lingüísticos. El trabajo diario en la prensa está sometido, como ustedes saben, a la enorme presión del tiempo. El oficio periodístico se basa en que existen los imprevistos —casi se puede decir que los imprevistos son la materia prima de nuestra profesión— y por tanto muchas veces median apenas unos minutos entre el hecho del que se informa y la hora en que es preciso transmitirlo.
El Diccionario de la Real Academia ha cumplido su papel en los últimos siglos como referencia respetada por todos los hispanohablantes para utilizar el léxico común. Pero en la tarea diaria los periodistas deben enfrentares a problemas que no están previstos en esa obra. Topónimos extraños, grafías confusas de nombres extranjeros que en origen se escriben en alfabetos distintos, siglas de organismos internacionales, palabras que surgen de repente en la actualidad del día… Y, sobre todo, han de resolver las tensiones que experimentan los vocablos: cambios de significado, ampliación de campos semánticos o tal vez el desuso.
Los libros de estilo han ayudado a los periodistas a no pensar en cuestiones que, en el momento de enfrentarse a la noticia, pueden parecerles superfluas. La reflexión previa que se produjo en la elaboración de esos manuales les ayuda a tales trances, puesto que la obligación de todo libro de consulta es prever las preguntas que se plantean en cada situación concreta. Y sus normas, a base de consultarlas, suelen aparecer por sí solas en el momento en que el redactor las precisa. Cómo escribir determinado topónimo, los criterios para reproducir nombres que originariamente se escriben en otros alfabetos, cómo enfrentares a los extranjerismos… El periodista no debe tomar decisiones al respecto cuando más necesita el tiempo para otras cosas: esas determinaciones ya se tomaron, y figuran en su libro de estilo. Que está para ayudarle, no para dificultar su trabajo como algunos informadores creen.
Un libro de estilo se basa en unos criterios éticos que no son materia de este foro, pero que influyen con claridad en los criterios lingüísticos (por eso me refiero a ellos, aunque sea sucintamente). Por ejemplo, el léxico de un libro de estilo puede partir de la defensa y difusión de la lengua y la cultura propias y el respeto a las ajenas; eso, unido a la manera en que se elige nombrar la realidad, constituye un conjunto de decisiones lingüísticas que tiene también fundamentos ideológicos. Por tal razón algunos libros de estilo han puesto en la elección de sus palabras comprometidas un mensaje subliminal que trasmite con claridad determinadas actitudes: por ejemplo, la de respetar o no determinadas legalidades políticas, la de aspirar a convertirse en referencia para una comunidad de hablantes, o la de situar en plano de igualdad los recursos idiomáticos propios frente a la comodidad de adoptar sin más los ajenos; y, en definitiva, el objeto de ser coherente con las propias posiciones, respetar al lector y hablarle con su propio idioma. En mayor o menor medida, los libros de estilo han pasado por esos condicionantes, casi todos con un espíritu encomiable.
Por ejemplo, se adicionan con facilidad posiciones ideológicas (voluntarias o no) entre escribir Euskadi norte o País Vasco francés, entre entender o no el cambio de Birmania (tierra de los birmanos) por la Unión de Myanmar (nombre más incluyente en todas las etnias de aquella nación)… incluso entre llamar a Gibraltar el Peñón (expresión española) o la Roca (fórmula anglicana); entre adoptar por criterios políticos el topónimo Lleida o persistir en el uso de Lérida… y entre admitir o rechazar frases correctas pero inadecuadas como eso es una judiada, le hizo una gitanería o le han engañado como a un chino.
Un periódico es un intelectual colectivo que, formado por distintas personas, acaba teniendo una personalidad propia. Cuenta, por tanto, con un diseño propio y un lenguaje particular. Acaba pareciendo una persona. Esa unidad se propicia generalmente con su manual de redacción, ya sea expreso o tácito. El libro de estilo aúna los rasgos más generales de los diversos individuos que trabajan en el diario, quienes suelen tener procedencias geográficas y niveles culturales distintos. No debe arruinar la creatividad personal, entre otras razones porque el talento sabe escapar muy bien de las normas a base de cumplirlas, sino formar la voz conjunta del producto. Pues un producto es, y los lectores buscan cada día en el quiosco un conjunto de páginas que ellos puedan identificar con las que leyeron el día anterior. Un periódico necesita mantener unas constantes duraderas y a eso contribuye precisamente su libro de estilo. Un diario se parece a una persona y no suele gustarnos que las personas cambien de un día para otro porque eso nos desconcierta.
Los 70 manuales de estilo que circulan por el mundo hispanohablante han aumentado además en los últimos años. Porque las necesidades de estas obras están creciendo exponencialmente. No sólo entre los periodistas: también en los restantes ámbitos de la lengua. Los libros sobre problemas con el idioma han obtenido resonantes éxitos, y cada vez son más los que se publican para aclarar las dudas de un público interesado que se incrementa día a día. El dardo en la palabra, de Fernando Lázaro Carreter, ha sido tal vez el más vendido en España, pero le precedió en las listas la Gramática de Emilio Alarcos y le han seguido obras de consulta de reconocidos expertos como Leonardo Gómez Torrego o José Martínez de Sousa. Que a su vez tuvieron como precursor de lujo a Manuel Seco y su Diccionario de dudas. Muchos de los libros de estilo han nacido a la sombra de esta obra del académico español.
Todo ello da idea del interés que existe entre el público en torno al lenguaje. El lector de periódicos suele contar además con una cualificación personal que le hace exigir calidad en los textos y cuidado en la escritura. Las cartas espontáneas que recibo cada día demuestran esa preocupación. En éstos, están de máxima actualidad dos debates en los que participan los lectores sobre si debe escribirse Bin Laden o Ben laden, o si el anthrax anglosajón debe traducirse al español como carbunco.
Los periodistas estamos en la primera línea ante la avalancha diaria de nuevas palabras. Continuamente nos enfrentamos a hechos nuevos, a descubrimientos de enfermedades o de remedios, nos topamos con países que nacen o que surgen en el panorama internacional acompañados de diversas palabras que les resultan inseparables (los kanakes o canacos de Nueva Caledonia en su conflicto con Francia o los talibán o talibanes de Afganistán en su conflicto con Occidente). Si cada periodista tomara decisiones personales sobre todas estas cuestiones, los periódicos llegarían a resultar en gran parte ininteligibles, y el idioma se dispersaría sin remedio. Los libros de estilo han venido al resolver este problema, que se manifiesta en múltiples frentes:
Los periódicos se llenan a diario de esos esqueletos de palabras que a menudo confunden al lector y cuyo uso es preciso limitar. Puede decirse que los libros de estilo constituyen actualmente los únicos diccionarios fiables de cuantas iniciales y abreviamientos circulan por el mundo: siglas de organismos internacionales y nacionales, apócopes de monedas, acrónimos de empresas, fusiones y refusiones de entidades bancarias, denominaciones de nuevas enfermedades…, o nombres provisionales de los más recientes adelantos. Y digo provisionales porque ya han caído en desuso hasta fórmulas como elepé o penene, que en otro tiempo llegamos a tomar como palabras de uso común en nuestro libro de estilo. La propia voz cederrón, que aceptó en su día la Academia, ya ha quedado superada y apenas nadie la recordará dentro de unos años. Las siglas forman parte de este idioma común, porque incluso disponemos de siglas propias para nuestra lengua (OTAN en vez de NATO; SIDA en lugar de AIDS, por ejemplo), y con ellas debemos entendernos también.
Los periódicos se afanan por dar soluciones propias entre dos corrientes de opinión que pugnan por influirles: una de ellas expone que el mundo camina hacia el mestizaje total y que no vale la pena preservar un idioma como el español, puesto que más tarde o más temprano se mezclará con el inglés para que surja una lengua mixta y definitiva; y otros defienden la pureza del idioma propio y lo quieren limpiar de cualquier contaminación y, sobre todo, de una reducción de matices. Los filólogos resuelven con facilidad el problema, puesto que se remiten a lo que imponga el uso. Pero los periódicos son por sí mismos creadores de usos lingüísticos porque están obligados a registrar palabras desde el momento en que nacen. En esa tesitura, los libros de estilo de todo el mundo hispano coinciden en una tendencia conservadora: propenden a aportar palabras del acervo propio, seguramente porque sus responsables suponen que así van a ser entendidos mejor por sus lectores. De hecho, sucede a menudo que la aportación original de un libro de estilo es reproducida luego por los demás a medida que publican nuevas ediciones. Pondré un ejemplo: en El País nos inventamos puentismo por creer, (hace ya muchos años, cuando este deporte de riesgo era incipiente) que podía prosperar su mejor morfología española frente a puenting. La alternativa fue seguida por otros dos manuales de estilo, uno de España y otro de México, pero ni ellos ni nosotros hemos tenido mucho éxito. Ahora bien, un fenómeno muy peculiar se está empezando a dar en nuestros diarios escritos en español. Sus efectos confunden a muchos lectores, y tienen como efecto secundario que deterioran los matices y la riqueza del idioma español. Los libros de estilo no han reaccionado suficientemente todavía ante él: la invasión de lo que los lingüistas llaman falsos amigos, es decir, la mala traducción de un teletipo que consiste en entender una palabra de otro idioma conforme al significado que tiene su vocablo homófono en español. Así, serious se traduce por serio en vez de grave; event nos hace escribir evento (que siempre es algo inseguro) donde corresponde acto o acontecimiento, y ya hemos impuesto ignorar, que sólo significa desconocer, como sinónimo de desdeñar, despreciar, ningunear o hacer caso omiso, por influencia de to ignore. Estas malas traducciones de los periodistas que hablan español han ido desvirtuando palabras certeras y precisas como honesto (que ya se confunde siempre con honrado, y que incluso ha ascendido al diccionario oficial con este significado), confrontación (cotejo), doméstico (interior), evidencias (pruebas), nominado (candidato, aspirante), provocar (causar)… Hay quien dice que incluso algún día diremos se reunieron en torno a una tabla. Tal vez eso no ocurra, y dejemos de diferenciar entre tabla y mesa como ya no diferenciamos entre honesto y honrado, o como empezamos a no distinguir islamista (quien estudia el islamismo) de islámico (el que profesa). Sólo habrá una manera de evitarlo: los libros de estilo. Es precisa una enumeración exhaustiva de estos falsos amigos, para que los periodistas, como traductores aficionados que somos, evitemos estos empobrecimientos.
Gracias a la existencia de libros de estilo podemos plantearnos una armonización de las nuevas designaciones científicas. Y no gracias a los gobiernos de nuestras naciones. Actualmente, contamos en el mundo hispano con más de 20 organismos dedicados a elegir las palabras de la ciencia, con dictámenes contradictorios entre sí. Los periódicos han confluido en determinadas denominaciones, y han logrado que televisiones y radios los sigan. Aún se dan muchas divergencias, pero los libros de estilo son un cauce muy utilizable para resolver esta cuestión. Por ejemplo, hasta hace muy poco años los diarios no sabían diferenciar entre la intensidad y la magnitud de un terremoto, y la presencia de estas explicaciones en los manuales que usan ha resuelto el problema.
Las páginas de los diarios acogerían sin más cientos de palabras ajenas a la cultura de su lectores si no fuera por las cortapisas que interponen los manuales de redacción. A menudo, este empeño por recuperar viejas expresiones del idioma español se ve como un resto de romanticismo trasnochado, y puede que sea cierto. En nuestro caso, hemos logrado esas vinculaciones lingüísticas con el pasado de nuestra lengua en muchas ocasiones.
No nos propusimos escribir Mastrique por Maastricht, porque el nombre antiguo en español ya había sido olvidado, pero sí extendimos en su día canacos frente a kanakes, insistimos en aerosol y pulverizador frente a spray. Hemos perdido algunas batallas y nuestro almuédano de honda tradición en español cede terreno ante el muecín afrancesado, igual que el minarete se impone ante alminar y kashba sobre alcazaba. Pero aún nos queda el estilo, y elegir alguna de estas palabras (que además creemos más bellas) entronca con la intención editorial de ofrecer un producto de calidad, digno de nuestros lectores. Además, con ello lograríamos que no resultasen extrañas a quienes las hallaran en textos cultos.
Los neologismos innecesarios llegan casi siempre de la mano de los anglicismos. No tenemos nada en contra de incorporar las palabras nuevas que realmente designan hechos nuevos. Nada que oponer a squash o a striptease, o al green del golf, o al sprint ciclista. Realmente, no se nos han ocurrido alternativas mejores. Pero todos los libros de estilo del ámbito hispano han declarado la guerra a esos neologismos que son innecesarios porque antes de su llegada ya existía una palabra en español adecuada para el hecho o la cosa que se nombra. En nuestros diarios hemos escrito a menudo Tatarstán para referirnos a lo que en nuestra tradición siempre fue Tartaria. Incluso en nuestra tradición más reciente.
Los libros de estilo han sabido abordar también los neologismos necesarios, para acogerlos en sus páginas. Nosotros hemos procurado formarlos con arreglo a la propia morfología del español. Inventamos en su día metrobús, palabra que figuró en el libro de estilo mucho antes que en las taquillas del metro y los autobuses y asumimos expresiones como balseros, faxear, ecotasa, liposucción, mitinero, parabólica, senderismo, telemando y homofobia, por ejemplo. Con esta última palabra se cumple algo de lo que explicaba al principio: empezar a usarla en su momento y a recogerla en el libro de estilo ayudó seguramente a los homosexuales y al reconocimiento de sus derechos, pues hacía falta ese vocablo para tipificar el delito de agresiones o discriminaciones a estas personas.
El mundo cada vez más conectado nos trae de continuo palabras y nombres de los más variados idiomas. Y entre ellos, los que se escriben con otros alfabetos. El libro de estilo de El País y el de la agencia Efe, que muestran más coincidencias que desacuerdos, han contribuido a formar un criterio en todos los periodistas del mundo hispano. Es importante saber cómo debemos escribir Solzhenitsin, porque si buscamos en un ordenador, por ejemplo, los textos que existan sobre él en español deberemos acertar en todas las letras. De otro modo, sólo encontraremos una parte de las referencias totales. Y para evitar toda confusión, sería idóneo que todas las bases de datos aceptaran los criterios de los libros de estilo en vigor.
No se les oculta a ustedes que muchos de estos manuales no coinciden en algunos puntos. Por supuesto, cada periódico tiene sus criterios ideológicos, y no hay nada que oponer a eso. No es posible un libro de estilo común si incluye aspectos éticos o de ideología. Ni tampoco uno que pretenda acabar con las variedades del español, que tan rico lo hacen sin impedir el entendimiento. Pero determinados problemas lingüísticos sí pueden ser materias de acuerdo y de actuación conjunta. Estoy pensando precisamente en todos estos puntos que acabo de abordar: las siglas de los organismos internacionales (en España, por ejemplo, han convivido las iniciales EFTA y AELC para designar la misma entidad), los extranjerismos innecesarios, un acuerdo sobre los topónimos de todo el mundo (para lo cual puede servir como referencia el magnífico trabajo del académico mexicano Guido Gómez de Silva), la común escritura de nombres que originariamente se escribieron con los alfabetos árabe, cirílico, hebreo, griego, chino o japonés, etcétera. Una escritura común que atienda, pues, a la trasliteración fonética que corresponde al español, no a la del francés o la del inglés. Sin embargo, nos resultaría útil conocer también éstas para las búsquedas que precisásemos en esos idiomas. Igual que nos resulta útil a esos efectos conocer tales lenguas y su léxico general.
En el I Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en Zacatecas en abril de 1997, se presentó una propuesta para unificar estos criterios. Y se están desarrollando trabajos al respecto, en el seno de la Real Academia y con la colaboración de algunos periodistas, para crear el Diccionario panhispánico de dudas. Quiero expresar desde aquí mi apoyo decidido a ese proyecto, para que algún día todos los periódicos que se escriben en español tengan una referencia común consensuada (a pesar de que eso pueda disminuir las ventas del Libro de Estilo de El País, que ejerce subsidiariamente ese papel en muchos lugares del mundo que habla español y del que publicaremos muy pronto la decimotercera edición, que incorpora una gran cantidad de términos referidos al mundo de los ordenadores y de Internet).
Aquella propuesta fue respaldada por José Moreno de Alba, miembro de la Academia Mexicana de la Lengua, y por Humberto López Morales, catedrático puertorriqueño y secretario general de las Academias de la Lengua. Los trabajos preliminares a la sesión en que se planteó esta posibilidad revelaron la existencia de 156 obras sobre el uso del castellano en el periodismo, de las cuales 51 eran libros de estilo (y de ellos, 21 elaborados por periódicos latinoamericanos). Pues bien, urge unificar sus criterios y reforzar la utilidad de los libros de estilo mediante el acuerdo conjunto que nos permita simplemente entendernos mejor.
«Los topónimos no están en los intereses de trabajo de las academias, ni las siglas, ni los acrónimos. Estas instituciones no son hasta ahora bancos terminológicos, y no pueden dar respuesta a esas demandas de los medios de comunicación», afirmó entonces Humberto López Morales. Lo que debe haber, añadió, es un diálogo entre periodistas y académicos para buscar soluciones comunes.
El catedrático puertorriqueño planteó dos fases de la discusión sobre el manual de redacción: la primera, relativa al uso de mayúsculas, cursivas, puntos y comas en las cifras y, como había apuntado Moreno de Alba, incluso la manera de agrupar los números telefónicos y sus prefijos; y la segunda, sobre cuestiones de más calado, como el uso de neologismos y extranjerismos para adoptar una postura común frente a ellos.
He titulado esta exposición Elogio de los libros de estilo. No puedo terminarla sin una mención expresa a Álex Grijelmo, auténtico guardián y promotor del Libro de Estilo de El País y cuyas tesis he recogido en esta intervención. Creo sinceramente que sin los libros de estilo de los periódicos nuestro idioma sería ahora algo peor. Y también, que si los periodistas y los académicos nos proponemos trabajar en común podremos todavía resolver muchos más problemas. Todo ello, sin que nadie pierda su personalidad, empezando por la de cada periodista.
Ojalá aceptemos de buen grado ese Diccionario panhispánico de dudas en el que están colaborando expertos y periodistas de las dos orillas del Atlántico. Tal vez tengamos que renunciar a algún aspecto ortográfico con el que nos sintamos vinculados sentimentalmente; tal vez debamos cambiar (o no) la manera de definir las unidades de millón (con coma detrás, con punto detrás) para adecuarnos todos a esa grafía panhispánica. Salvados los primeros sustos que depara toda novedad, quedará abierto un camino muy interesante para beneficio de todos los lectores.