La globalización se nos ha echado encima. Ello nos plantea muchos retos y el motivo que nos convoca hoy aquí tiene que ver específicamente con los dominios de la defensa de nuestra lengua. No sólo se trata de un reto para la prensa de nuestros países, sino, más que eso, un reto para nuestra identidad cultural.
Pero este tipo de pruebas no es nuevo ni para la prensa ni tampoco para nuestra cultura. Desde sus albores la prensa no ha tenido sino desafíos y obstáculos que vencer: ha debido luchar por su reconocimiento como lenguaje innovador, dinámico y eco de la comunidad, ha debido luchar por su libertad y por la libertad de las sociedades, por su independencia, por sus fueros; en fin, no ha habido época y lugar donde la prensa no debiera sortear algún riesgo que comprometiera alguno de los valores que hacen su definición y esencia.
Respecto de la identidad cultural hispanoamericana ella es, por sobre todas las cosas, un feliz producto de los desafíos a los que debió enfrentarse. Desde los primeros españoles que llegaron a América y aculturaron y que luego progresivamente fueron aculturados por el paisaje y los cielos de esa parte del mundo, hasta las muchas olas inmigratorias que fueron poblando y enriqueciendo el diálogo entre nuestras culturas y nuestras sociedades.
Me atrevería a afirmar que estamos bien entrenados como para hacernos cargo del reto que implica tutelar nuestra identidad cultural.
Se me dirá, y creo que con razón, que la existencia, el incremento y el imparable despliegue de la Sociedad de la Información es un desafío muy distinto a los muchos que tuvimos antes. La prensa y cultura de nuestros países, en efecto, se ven hoy ante lo que parece el asalto de unos modos y de una lengua que quizás es extraña a lo que somos o queremos ser.
No podemos ignorar que estamos en una frontera crítica desde la cual el rostro del futuro ha cambiado radicalmente. Una o dos generaciones atrás veíamos un nuevo siglo que seguiría abismado entre dos grandes polos de tensión en una situación de perpetua pero previsible amenaza a la luz de los hechos de los últimos días; veíamos, también, diferentes sistemas económicos y sociales disputándose espacios en todos los rincones del planeta; veíamos, todavía, vastas zonas geográficas ordenadas de acuerdo a sistemas comerciales y económicos muy diferentes. Y, claro está, veíamos una comunicación entre los pueblos y las culturas absolutamente mediatizada por los valores imperantes en cada país y por lo tanto, veíamos una comunicación selectiva.
La globalización nos está obligando hoy a leer y hablar principalmente en otra lengua, que no la española, a consumir formas de hacer, de pensar que quizá no sean exactamente las nuestras.
Pero afanes mundializadores los ha habido siempre. Algo muy parecido ocurrió con el latín durante la expansión del Imperio Romano, o durante el fuerte poder del papado en la Edad Media y la lengua de quienes comandaban la civilización, lo era de todos los pueblos que resultaban por ellos civilizados.
Una sola lengua, un código de valores comunes, un modo común de hacer las cosas y de valorarlas; eso ha pretendido cada experiencia imperialista en su tiempo histórico.
No voy a abrumar con datos que cualquiera de los convocados conoce mejor que yo para ilustrar hasta qué punto las fronteras lingüísticas han sido rebasadas en todos los órdenes de las comunicaciones contemporáneas. Ese desborde poco a poco prácticamente nos ha borrado de las pantallas electrónicas los factores culturales que inevitablemente acompañan la comunicación a través de nuestra lengua, puesto que ésta es el sitio en el que se dan cita la tradición, los sentimientos y los valores de una cultura. Pero aún más, enfrentamos el riesgo de estar caminando a pasos agigantados a equipararnos en una jerga que no es nuestra, que no vivimos como nuestra, pero que parece que estamos obligados no ya a aprender, sino lo que es peor, a seguir propagando.
La situación es perversa, por cuanto la avanzada y la tecnología de punta, es decir, los programas de hoy y los de la semana entrante y quizá más, nacen en esa otra lengua y lógicamente se articulan y diseminan en esa lengua. Pero a nadie se le ocurrirá, al menos hoy aquí, despreciar esos avances y empezar todo de nuevo sólo para salvar nuestra lengua.
Me gustaría no caer en simplificaciones. Una cosa es el cultivo y la defensa de nuestra lengua como parte de la preservación de nuestra identidad cultural; una cosa es poner el acento en la peculiar forma con la que asumimos valores que desde hace tiempo felizmente son consagrados como universales, y otra cosa muy distinta es pretender que esa intromisión de la dictadura de otra lengua por la vía de la última tecnología sea una cuestión que ponga en riesgo la supervivencia de los valores en los que sinceramente creemos y de la misión que como periodistas hemos asumido.
De lo que se trata es de imaginar aquellos caminos que nos permitan reflejar con fidelidad en las páginas de Internet y en todos los sitios y escenarios no solamente los muchos millones que somos en términos de usuarios de una lengua propia, sino lo que representamos culturalmente.
Nos hubiera gustado que la Sociedad de la Información se hubiera constituido en la dulce lengua de Cervantes. De acuerdo. Pero entendamos que por más poder de penetración que tenga el fenómeno, por más que se haya deslizado hasta las zonas más íntimas de nuestros hogares, esa sociedad se habrá de detener necesariamente en nuestra mesa de trabajo.
Es ahí, en las mesas de redacciones, en esos específicos lugares, y no en las pantallas ni en las bolsas de comercio, donde tenemos que plantarnos y desarrollarnos. Lo que hacemos es insustituible precisamente porque somos de aquí, hablamos la lengua de nuestra gente y al defender sus derechos nunca dejamos de representarlos.
Los impulsos globalizadores no pueden hacer variar nuestro deber ni alterar nuestro perfil: nuestro público seguirá siendo hispánico. Nuestro deber y nuestro desafío son precisamente no sólo conseguir que ese público siga siendo hispánico, sino que cada vez sea mayor, que esté diseminado en mas áreas del planeta y que cada vez sean más amplias y que nunca deje de sentirse orgulloso por su pertenencia a la tradición hispanoamericana.
Pero no podemos perder de vista que la tarea no es menor y que sería tonto pensar que vamos a avanzar con apelaciones de tipo chauvinistas, con actos de fe antiimperialistas y antiglobalización, con quejidos, y atribuyendo nuestras carencias a los demás sin asumir responsabilidades propias; y, muy particularmente, sin reconocer la verdadera magnitud de nuestros esfuerzos. No es un problema de eslóganes ni cabe en un ya desgastado maniqueísmo.
En mi opinión las soluciones no pasan por demonizar la globalización y mucho menos por no reconocer sus facetas positivas. Como la luna, tiene una cara oscura, pero a la vez cuenta con otra que brilla.
En función de lo dicho es que me permití proponer encuadrar debidamente el tema. Ser certeros y realistas en nuestros diagnósticos, ser pragmáticos en los objetivos y por sobre todo ser sinceros y autocríticos y desterrar radicalmente los dobles discursos.
Sabemos que el idioma español es la primera lengua en el mayor número de países del mundo y es ya la segunda lengua en la mayor potencia del mundo. No deberíamos olvidar esto último y fijarnos como una de las prioridades en nuestra empresa tener muy en cuenta esa realidad que puede transformarse en una ventaja comparativa para la afirmación y desarrollo de la lengua española en la Sociedad de la Información. No podemos dejar que esos hispanos —en su inmensa mayoría latinoamericanos— se sientan solos, se sientan defraudados por no encontrar referentes comunicativos con su cultura y a la vez con sus intereses y progresivamente vayan siendo asimilados por la cultura anfitriona sin guardar nada de aquello que hoy los define. De aquí deberían salir fórmulas concretas en esta línea.
Hay en toda esta empresa un tema que a la vez de esencial no deja de ser escabroso y difícil de encarar, pero que es preciso hacerlo como el principal y primero de todos: se trata del papel que desempeña y habrá de desempeñar la propia España. ¿La batalla habrá que darla con España como líder, por corresponderle ese rol históricamente? ¿España debe ser tomada como un país más hispanohablante sin ningún otro tipo de reconocimiento?, o ¿habrá que llevar adelante la lengua castellana, sin España y aun a pesar de España?
La última interrogante puede parecer algo dura, sin embargo hay elementos que si no obligan, por lo menos aconsejan considerarlos. Primero, España es el país hispanohablante donde existe un gran número de lenguas regionales que además son insistentes cuestionadoras del propio idioma español. Son inmensas las zonas de España donde el castellano es meramente la segunda lengua y en algunos casos casi pasa a ser la tercera.
En España existe señalización vial en dos idiomas, ninguno de ellos el español —el inglés y el regional— y eso no se ve así en ningún otro país hispanohablante.
Esta contradicción interna de España no puede obviarse, pese a que existen elementos para ser optimista, como lo confirman todos los esfuerzos que en esa línea realiza la Real Academia Española , y este propio evento con la presentación de la 22ª edición del Diccionario de la Real Academia Española constituye la mayor prueba de ello.
Pero hay otras situaciones delicadas y conflictivas para España, que no podríamos dejar de citar aunque se trate de los anfitriones, porque creemos, como ya se dijo, que en la sinceridad y la autocrítica está la base del éxito o el fracaso de la empresa.
La pregunta es a qué comunidad pertenece o se debe más España: a la europea o a la hispanohablante. No está en el ánimo plantear la disyuntiva, ello sería poco realista y hasta ridículo, pero sí es necesario mirar este tema con cuidado. Para muchos países europeos Iberoamérica no está entre sus prioridades ni entre sus mayores preocupaciones, y eso puede ser conflictivo para España. Si no dentro de la propia comunidad europea, sí frente a los restantes países hablantes. Un «yo hago lo que puedo», no va a generar simpatías y menos reconocimiento a España entre los demás países de lengua castellana.
No podemos pasar por alto que este conflicto está siempre latente y que ha habido casos en que quedó desnudamente planteado. España tiene un doble y difícil papel, que no se resuelve con un doble discurso, sino con una política muy equilibrada y firme en su continente y muy cuidadosa, respetuosa y nada paternalista entre sus cohablantes. No puede España andar juzgando por ahí, cuando no ha sido capaz de juzgarse a sí misma; no puede España tener una política en las ventanillas de inmigración y utilizar un cierto léxico para las minorías iberoamericanas residentes y por otro lado hablar de las raíces comunes cuando busca apoyo, una mejor consideración a sus inversiones o al asumir la representación del mundo de la lengua española. No pueden los españoles ni sus medios calificar de terroristas a sus terroristas y dar un tratamiento decididamente menos crítico y hasta elogioso en ocasiones a los guerrilleros —secuestradores— narcotraficantes latinoamericanos. Menos aún pueden sus organizaciones recibirlos como si esa gente fuera «una de las partes en pugna», al decir de la radio española. No debemos olvidar tampoco que también en los últimos tiempos hubo en países de Latinoamérica manifestaciones antiespañolas y quejas muy serias contra políticas de empresas e inversionistas españoles.
Todo esto hay tenerlo presente en esta dura y no corta batalla por la lengua española y la cultura hispanoamericana. El gran desafío no consiste en determinar qué hacer con la Sociedad de la Información que nos ha caído encima, sino cómo hacer para que aquello que somos sea cada día más eficazmente recibido por nuestra gente; cómo hacer, en última instancia, para potenciar mejor las ventajas comparativas de nuestra cultura, de nuestra tradición y de los valores que todo ello representa.
La Sociedad de la Información, en definitiva, más que un desafío es apenas un estímulo, un acicate que nos obliga a ser exigentes con lo que tenemos de esencial. Lo nuestro no es levantar muros; no debe serlo. Sino que básicamente consiste en ser lo que tenemos que ser; porque de lo contrario no seremos nada.