Ya en Arbor, la revista que publica el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España, en su edición correspondiente a octubre de 2000, señalé en mi trabajo «Información, conocimiento, cultura y comunicación» que «existe cierta interacción entre información, conocimiento, cultura y comunicación. Pero en los tiempos que corren, en el nuevo esquema sociocultural y tecnológico impuesto por la sociedad denominada mediática, esa interacción no siempre se traduce en íntima conexión. Peor aún. Existe un exceso de información que suele distorsionar el conocimiento y defraudar a la cultura. A menudo, la demasía de la información mata a la información, aunque ello parezca paradójico. La aceleración en la transmisión de la información y en general de los conocimientos suele sabotear la comprensión. El incremento en la velocidad resulta tan vertiginoso que no siempre es posible encontrar las pausas para reflexionar sobre lo que acaba de llegar a nuestro cerebro. Y no me refiero sólo a los medios electrónicos —radio, televisión, Internet—, sino también a los medios escritos».
Internet es el más novísimo y poderoso instrumento de transmisión de información. Pero como ya lo han señalado teóricos, pensadores, especialistas y hasta la Iglesia Católica, ha llegado el momento de acotar sus espacios. Como todo otro instrumento técnico, Internet puede servir para el bien o para e mal. «Depende del uso que se le dé», ha resumido el presidente del Consejo Pontificio para la Comunicación Social, el arzobispo John Foley. La Iglesia utiliza Internet, inclusive admitiendo sus ventajas como instrumento de la evangelización, aunque la niega prudentemente en el sacramento de la confesión, sólo aceptable en el encuentro personal. El organismo vaticano —que trabaja en la elaboración de un documento sobre Internet, aunque creo que aún no ha sido concluido— se ha sumado a quienes ven en Internet un vehículo de atentados contra la intimidad y la distribución de pornografía y otro tipo de material pernicioso.
La aparición y difusión de Internet implica un salto cuantitativo de enorme influencia en el mundo de la información. Los estudiosos consideran, yendo más allá, que Internet es equiparable a la invención de la imprenta, en función del precipitado desarrollo que implica para la sociedad. El filósofo canadiense Derrick de Kerckhove estima que se trata de la reconfiguración del ciberespacio «a partir de sus conexiones con el espacio mental y físico del hombre, con el cual presenta complejidades similares y se complementa como una proyección externa del sistema nervioso, cuyo impulso es también la electricidad».
El teórico canadiense no se detiene, sin embargo y lamentablemente, en los peligros que significa la proyección eléctrica de Internet vía la computación al sistema nervioso del hombre. Es, dice, una arquitectura digital que «ha exigido una redefinición del consumo trastocando la antigua concepción mediática de la cultura de masas hacia una estrategia de penetración individual basada en la velocidad».
Ya es público y notorio que el español se ha posicionado como el segundo idioma en los Estados Unidos. Contribuye a esta formidable expansión la existencia de mil quinientas publicaciones periódicas impresas en la lengua de Cervantes, con un total de cuarenta millones de ejemplares. Existen cincuenta y tres canales de televisión y quinientas treinta y tres emisoras de radio en el mismo idioma, todo ello sin contabilizar los canales de cable ni los satelitales que cuentan con parte de su programación en español. La cuarta parte de los casi catorce millones de estudiantes secundarios están estudiando nuestra lengua en sus aulas.
Puerto Rico ha adoptado como única lengua oficial al español, lo que le ha valido obtener en 1991 el premio Príncipe de Asturias. En Taiwán nuestra lengua común es oficialmente el segundo idioma extranjero que debe estudiarse en la escuela secundaria. Y no son los únicos países. Se trata del habla extranjera más estudiada en Gran Bretaña, Alemania, Austria, Bulgaria. Personalmente, tuve la curiosa experiencia, en la Polinesia Francesa, de dialogar en español con gran cantidad de nativos, debido al hecho de que nuestra lengua se estudia en la escuela primaria, pudiéndose optar solamente por el alemán o el español, siendo éste el preferido.
La enorme vitalidad del español no sólo se verifica en su expansión pedagógica y hablante en tantas naciones sin aparentes conexiones históricas raigales con la historia común. Tiene tal riqueza, que se permite contribuir a la creación de otras lenguas. Aquí me voy a permitir disentir nada menos que con don Víctor García de la Concha, temeridad que no sé si me perdonará el ilustre amigo, director de la Real Academia Española. Para éste, el spanglish no existe. Nos dice que se trata nada más de «un fenómeno mercantil que no responde para nada a la sociolingüística. Eso de que está naciendo un dialecto o una lengua llamada spanglish es rigurosamente falso, una creación artificial que se está propagando, pero que no responde a la realidad».
¿Y si alteráramos la carga de la prueba y dijéramos que el spanglish es una renovada muestra del vigor de nuestra lengua, porque es capaz de contribuir a la formación de otras? En enero de 2001 estuve en las Antillas Holandesas y me encontré con una sorpresa lingüística más notable que la que había registrado en el citado ejemplo de la Polinesia Francesa. Ya no se trata de la difusión del español —que es, en efecto, muy hablado en Aruba y Curaçao—, sino de la aparición, hace muchos años, de una lengua aborigen en esa zona del Caribe, con más del setenta al ochenta por ciento de influencia lingüística española. Se trata del papiamento que, como lo dicen los propios habitantes de ambas islas —a los que deben agregarse los otros cuatro territorios que conforman las Antillas Holandesas— es un idioma y no un dialecto. Mezcla de los lenguajes impuestos a través de los siglos por sucesivos conquistadores, su lexicografía no es complicada, y he podido leer cómodamente diarios en papiamento, que tiene un predominio total de español, con leves mezclas de holandés, inglés y algo de portugués.
De allí que deberíamos aprovechar la fuerza centrífuga de algunos idiomas o dialectos, y en vez de rechazarlos, convertirlos en modelos centrípetos. Nos guste o no, el spanglish es, precisamente un dato de la realidad cotidiana en gran parte de los Estados Unidos. Un hispanista, profesor de lengua y literatura hispanoamericanas en el Amhert College de Massachussetts, Hans Stavens, postula que «el spanglish merece ser bien reconocido internacionalmente, no como idioma, sino como un dialecto, una jerga nacida del encuentro entre el inglés y el español». Lo mismo está ocurriendo en el sur de los Estados Unidos, con la aparición e intensa difusión del chicano, una lengua nacida en los mexicanos residentes en esa región norteamericana y en el norte del país azteca. En el territorio estadounidense, las regiones de mayor influencia son, naturalmente, Texas, Nuevo México y Arizona.
Creo que el spanglish y el chicano son elementos conductores que finalmente pueden llevar a la consolidación del español en los Estados Unidos. A propósito de esto, los Estados Unidos y la Argentina son dos de los raros países del mundo que carecen de un idioma oficial nacional. En la mal llamada Norteamérica, Alaska aprobó en 1998 una ley declarando oficial al inglés, pero está bloqueada por las protestas de grupos indígenas, que han presentado recursos para congelar dicho instrumento legislativo. Al año siguiente, California estableció el español como idioma oficial, con gran escándalo de los amplios sectores anglófonos. De allí que la Corte Suprema del Estado dejara sin efecto la ley. En noviembre de 2000, el estado de Utah también consagró al inglés como lengua oficial, pero las múltiples objeciones presentadas hacen predecir su anulación. No obstante, el hecho concreto —tal como ocurre en mi país con el español—, es que no existe el inglés como idioma oficial nacional. La Academia Argentina de Artes y Ciencias de la Comunicación, que presido, ha elaborado una Ley Nacional del Idioma, en vista de que el español carece de reconocimiento en la Constitución Nacional. Este proyecto se encuentra actualmente en el Congreso, y cabe advertir que en su articulado hemos tenido la previsión de contemplar el respeto por las lenguas aborígenes, precaución que no habían adoptado los legisladores alasqueños.
La tecnología de la información, como bien lo ha puntualizado Stephen Cohen —coautor, junto con Bill Gates, del trabajo El informe de Internet al Presidente de los Estados Unidos— es la más importante productora y propagadora de riqueza de finales del siglo xx y comienzos de la actual centuria.
Existe, sin embargo, un peligro o una combinación de riesgos. Entre ellos, la necesidad de crear condiciones para que Internet sirva a los pueblos, porque de lo contrario podría convertirse en un nuevo instrumento de pobreza intelectual e informativa.
Otra amenaza preocupante reside en la saturación, en lo que el propio teórico citado ha definido con gracia como verborrea.com. Ciertamente, existe una profusión tal de mensajes informáticos de toda laya que estamos expuestos a un bombardeo intensivo capaz de convulsionar la comprensión de la emisión y de la recepción.
Veamos. No cabe duda de que si el tiempo cotizara en bolsa, sería la acción de mayor valor, la más cara. Si la información es lo más importante hoy para el mundo de los negocios, de la política, de la diplomacia, la velocidad de esta transmisión tiene un valor analógico fundamental. Es cierto que la transmisión por Internet carece del protocolo, del acercamiento y el afecto personal ínsito en la existencia de la firma ológrafa. Se ha perdido este contacto, pero es el sacrificio pagado por la transmisión en tiempo real.
Y existe aún otro peligro, evidenciado por un estudio especializado que elaboró una fundación privada en 1999: que se produzca una nueva forma de pobreza, la pobreza de la información. Al analizar el número existente en el mundo de lo que en España se llama ordenadores, y en Sudamérica computadoras, la investigación concluye: «Existe el peligro de un nuevo elitismo de la información que excluya a la mayoría de la población mundial (…) La tecnología podría de hecho aumentar el desfase entre ricos y pobres». En la primera mitad de 1995 el número de norteamericanos que utilizaban Internet arribó a la cifra de doce millones. Lamentablemente, no tengo estadísticas actualizadas a la fecha, pero es indudable que en vista del número de habitantes de los Estados Unidos, continúa constituyendo una minoría. Máxime si se repara en que si bien el cuarenta y cinco por ciento de los hogares norteamericanos tienen un ordenador, el ochenta por ciento de dicho porcentual está limitado a un ingreso por hogar de cien mil dólares anuales o más. Sin duda que a medida que pasa el tiempo, los precios de los ordenadores continúan en descenso, pero se verifican dos fenómenos. El primero, que con más frecuencia de la deseada los modelos cambian, obligando a nuevas adquisiciones. El segundo, que en tanto los Estados Unidos contabilizan el setenta por ciento del total internacional de ordenadores, con unos tres millones y medio de aparatos, Europa occidental cuenta —o contaba, si no olvidamos que estoy utilizando cifras de hace dos o tres años— con medio millón. Pero el contraste es muy duro en el resto del mundo: En África no se llega a treinta mil, y en el Extremo Oriente aproximadamente catorce mil ordenadores.
Éstos son los elementos que el estudioso norteamericano Reg Whitaker maneja para habilitar la teoría de una nueva pobreza mundial. La riqueza de la información y el privilegio de Internet sólo parece accesible a las clases media y alta, siendo prácticamente inexistente para las clases bajas.
El hablante del español está requiriendo nuevos nombres para bautizar la profusa parafernalia técnica que nos impone la flamante tecnología, en particular Internet.
Si permitimos que los términos en inglés constituyan una invasión descontrolada de nuestro idioma, habrá aparecido una renovada forma de indigencia lingüística. Es sabido que el uso de palabras extranjeras es aceptable cuando carecemos de vocablos de idéntico significado en español. Ha dicho Fernando Diez Losada en su trabajo «El lenguaje de la informática», publicado en Pulso del Periodismo, órgano oficial de la Universidad Internacional de la Florida: «Dentro del léxico español existen miles de palabras tomadas de otras lenguas modernas e incorporadas oficialmente, a lo largo de los siglos, a nuestro vocabulario oficial mediante el proceso llamado adopción. Estas voces son, con toda legalidad, castellanas (no por nacimiento, sino por nacionalización) y, con frecuencia, su origen foráneo sólo es conocido por los expertos».
De manera que nos enfrentamos con un serio dilema: o nos servimos de las palabras inglesas originales, o las traducimos a nuestra lengua, o —tercera y última opción— habrá que encontrar denominaciones distintas.
El citado experto Diez Losada sigue hundiendo el bisturí al advertir que el Diccionario de la Real Academia ha incorporado, a partir de 1992, una buena gama de términos informáticos. «En unos casos ha escogido una especie de traducción literal o adaptación paronímica de las voces inglesas (cursor-cursor, interface-interfaz, diskette-disquete, implement-implementar, format-formatear, index-indexar). En otros, registra el vocablo inglés inmodificado: chip («pequeño circuito integrado que realiza numerosas funciones en ordenadores y dispositivos electrónicos»); bit («unidad de medida»), pese a que esas grafías con terminación consonántica en t y p resultan un tanto extrañas en nuestro idioma».
Con buen criterio, la Academia ha incorporado en su última edición una nueva acepción en materia tecnológica que estamos analizando: «ratón. 4. Inform. Mando separado del teclado de un ordenador que se maneja haciéndolo rodar sobre una superficie».
Insisto en que nos encontramos frente a un conflicto que es necesario asumir. Propongo que continuemos trabajando en la revitalización de nuestra lengua común para evitar que la pureza y la expansión del español obtenidos en los últimos decenios no empiece a perder posiciones, al socaire de términos ingleses que corrompen la unidad del idioma. Si hemos tenido éxito al luchar denodadamente contra la pretendida supresión de la letra eñe, debemos renovar esfuerzos en el mismo sentido, según lo han hecho pueblos como el alemán, el francés y el italiano, que han obtenido grandes avances en sus respectivos combates contra la infección extranjera.
Y el fenómeno no sólo se verifica en Europa. En Singapur están preocupados porque una mezcla de chino, malayo e inglés ha dado nacimiento a una confusa parla denominada singlish, que no debe asimilarse a las características sinérgicas del spanglish, porque no hay posibilidad de fusión entre dos lenguas orientales y una occidental.
La globalización es un proceso que está produciendo la desaparición de los idiomas minoritarios, marginados por la propagación de las tres principales lenguas del mundo: el mandarín, el inglés y el español, en este orden. Hasta hace pocos años el idioma de Cervantes estaba en un lugar más retraído, pero se ha convertido en el tercero, no demasiado lejos del inglés. No se sabe muy bien cuántas lenguas están hoy vivas en el mundo: las cifras fluctúan nada menos que entre seis mil setecientas y diez mil. Y ello, debido a múltiples causas. Para empezar, los lingüistas no nos ponemos de acuerdo en las diferencias entre un idioma y un dialecto. Luego, hay lenguajes sumamente minoritarios, hablados por tribus excesivamente pequeñas. En tercer término, se siguen descubriendo lenguas nuevas. Por ejemplo, ciento seis idiomas han ido apareciendo últimamente, en zonas como Nigeria, Papúa-Nueva Guinea e Indonesia.
Pero del resultado final, del balance concluyente de la lingüística mundial en los términos conocidos hoy en día, se sabe que la globalización es el principal factor de desaparición de lenguajes minoritarios, cuyos hablantes se resisten con razón a esta defunción o decadencia.
Me parece justo que dichos pueblos asuman una posición de defensa de su hablar y su escritura cotidianas. Pero si es un hecho de la realidad, quienes hablamos español también tenemos el derecho de competir y rescatar la lengua cervantina de los ataques anglófonos. Y me centro en el inglés porque el mandarín, aún con su enorme cantidad de adeptos —casi mil cien millones de personas— se encuentra severa y rigurosamente confinado a las fronteras chinas, cuyo gobierno ha desatado una campaña para obtener el repliegue del cantonés en beneficio del mandarín.
Y me voy a permitir terminar este trabajo con una reflexión acaso paradojal o contradictoria con la evolución tecnológica de la información y la comunicación en general que estamos viviendo en la sociedad actual, vía Internet. Y la reflexión es que tal vez vivamos el retorno de la palabra escrita por sobre el indiscutible valor de la cibernética.
Hay elementos concretos que abonan mi teoría. Si bien ha crecido exponencialmente la difusión de diarios y todo tipo de información a través de Internet, las experiencias con libros y revistas han sido y son frustrantes. Ya desaparecieron varias publicaciones periódicas, debido al desinterés de los posibles usuarios. Lo mismo ha ocurrido con varios libros. Las ediciones on line, por lo tanto, están sufriendo severamente una decadencia que parecía impensable hace cinco años.
El español José María Guelbenzu lo ha dicho de manera muy elegante, en una columna del diario madrileño El País del 13 de marzo de este año: «Cuando el señor Negroponte, el más ambicioso proyectista de autopistas de la información, decidió explicar en qué consistía su apuesta, lo hizo escribiendo un libro; quiero decir: lo hizo en forma de libro. ¿Será por el prestigio que aún le queda al libro impreso en papel?».
Suscribo con total convicción este pensamiento, y espero ampliarlo próximamente con renovados razonamientos.