Loco: ’ta güeno que toos cachen que los pericos chilenos son giles que le hacen a este toque, hacer películas pos güeón.
Expresión de un espectador chileno de la calle
Cuando ya pareciera un acto de ingenuidad oponer producciones chilenas al avasallador predominio estadounidense en las pantallas (el cual ha llegado a superar el 90 % de las películas estrenadas, al igual que en la mayoría de los países latinoamericanos), varias de las últimas películas alcanzan importantes cifras de taquilla, una de las cuales, El chacotero sentimental, logra 1,2 millones de espectadores, lo que constituye todo un récord para Chile, superando inclusive a películas norteamericanas con poderosas campañas de promoción.
Esta virtual paradoja no es un exclusivo fenómeno chileno. En los dos últimos años, en varios países de Latinoamérica los filmes nacionales encuentran una sorprendente respuesta de público en sus países de origen. Son los casos de Sexo, pudor y lágrimas y Amores perros, entre otros títulos de México, de Pantaleón y las visitadoras de Perú, de Nueve Reinas y otros tantos filmes de Argentina, de varios filmes colombianos, venezolanos y de otros países de la región. Asimismo, los recientes esfuerzos de integración desde el ámbito de las políticas públicas, permiten avizorar para los próximos años un intercambio creciente de producciones entre los países iberoamericanos; resalta en este sentido el Programa de Cooperación Cinematográfica IBERMEDIA, y la inserción creciente de filmes en mercados de la región, que aunque tímida brinda un mejoramiento en los resultados de público.
La tendencia pareciera indicar que, debido al fenómeno de la globalización, la sobre-exposición a informaciones y productos audiovisuales provenientes en gran parte del centro de producción norteamericana, que tiende a la homogeneización del gusto, está generando en nuestros pueblos la necesidad de contar con imágenes que den cuenta de su propio carácter cultural y de su hábitat cotidiano. La evolución de las tecnologías colabora a la construcción de un espacio audiovisual latinoamericano, facilitando nuevas experiencias de producción y circulación de películas.
La cinematografía de la región presenta así un panorama de mucho interés, que no se reduce a unos parámetros temáticos y estéticos unificadores, sino a una amplia gama de proyectos creativos que marcan la diversidad de contenidos y estilos. Elementos que encontramos también en la producción chilena, con el agregado de una más ecléctica manipulación de tecnologías que abren posibilidades a experiencias de realización audiovisual, lo que marca la producción actual. Son significativos la creciente relación con el público, la calidad general de la factura de la producción (en imagen y sonido), la experimentación en nuevas tecnologías, el auge de otros formatos de realización, como el documental, el cortometraje y la animación. Un aspecto relevante es que, merced a la televisión y a sus telenovelas, se ha configurado una suerte de estrellato popular, actores y actrices que junto con disponer sus talentos para los filmes, generan en los espectadores identificaciones de las que se favorecen las obras audiovisuales.
No sólo pues, esa «serie larga, larga del azar que a partir del limo primordial nos trajo hasta el presente, hasta este lugar y este momento» sino una serie de series, una serie de series de series, de series de series, inmersas unas en otras, refundidas, disueltas, entremezcladas hasta el punto de surgir sin más la pregunta sobre qué parte de ese magma podría excluirse de haber contribuido a este átomo personal que aquí y ahora escribe estas líneas. Antes, no teníamos las angustias de una representación así. Vivíamos de mitos. Disponíamos de la generación espontánea, recurríamos al acto creador.
Juan Rivano, «Sobre el azar», en El rectángulo de Brueghel y otros ensayos, Bravo y Allende Editores, Chile, 1997.
La visión del filósofo chileno, avecindado en Suecia, sobre Chile y su esencia, nos sirven para aventurar una mirada sobre el perfil del cine chileno, este cine que aún no deja los clamores de los sesenta y ya tiene que encaminar sus trancos al siglo veintiuno, y que en una apreciación de sus temáticas y aspectos formales, apunta más a la diversidad, al azar, que a características homogéneas.
Así, pienso que los estrenos desde 1999 hasta la fecha comienzan a configurar los caracteres que marcarán la producción, diversa en forma y contenido, y quizá debido justamente a la coexistencia de cinco generaciones de directores: desde aquéllos formados en los años 60, como Miguel Littin (Tierra del Fuego, 2000, coproducción con España e Italia), una segunda, formada en los 70, como Silvio Caiozzi (Coronación, 2000), la tercera, que emerge en Chile durante la dictadura militar, como Gonzalo Justiniano (Punto de partida, coproducción con España y Venezuela actualmente en realización con apoyo de Ibermedia) y Juan Carlos Bustamante (El vecino, 2000), o que surge en ese período en el exilio, como Sergio Castilla (Te amo, Made in Chile, 2001), Luis Vera (Los bastardos en el paraíso, 2000, coproducción Suecia-Chile), Orlando Lübbert (Taxi para tres, 2001), Mariano Andrade (Antonia, 2001, coproducción con España) y Sebastián Alarcón (El Fotógrafo, coproducción con España actualmente en realización con apoyo de Ibermedia), una cuarta generación que se da a conocer en los 90, proveniente del video, el cortometraje y la publicidad, como Cristián Galaz (El chacotero sentimental, 1999), Edgardo Viereck (Mi famosa desconocida, 2000), Martín Rodríguez (En un lugar de la noche, 2000), el argentino residente Stanley (Monos con navaja, 2000), Alex Bowen (Campo minado, 2000), Andrés Wood (La fiebre del loco, 2001), Rodrigo Sepúlveda (Un ladrón y su mujer, 2001), y la novísima que surge de las escuelas audiovisuales, como Jorge Olguín (Ángel negro, 2000), Nicolás Acuña (Paraíso B, en producción). En resumen, nueve estrenos en 2000 y otros tantos en 2001. Todos ellos traen sus particulares puntos de vista, así como sus maneras de entender el cine, diversidad que constituye el valor agregado al cine de la presente década.
Un rápido recorrido por algunos estrenos, permite visualizar las líneas temáticas y estéticas de estas generaciones. Miguel Littin efectúa una incursión en la historia en su Tierra del Fuego, basada en un relato de Francisco Coloane, recupera un pasaje de acontecimientos de la historia del extremo sur de Chile, prácticamente ignorados por la historia oficial, y, por ende, desconocidos para la gran mayoría: la aventura de Julius Popper, un aventurero europeo que enarbola su lema de «civilización o muerte» para intentar conformar un gobierno monárquico en la zona austral y que provocará el exterminio de la población ona, a comienzos del siglo veinte; sigue fiel el autor a su empeño por construir el relato de la historia invisible de su país y de Latinoamérica.
Por su parte, Coronación, cuarto largometraje de Silvio Caiozzi, basado en la obra homónima de José Donoso, elabora una negra visión de la sociedad chilena, que guarda y proyecta la mirada donosiana hasta nuestros días: presenta esta obra los decadentes años de la familia Abalos, en un drama estructurado en torno a un cincuentón solterón, Andrés, su abuela Elisa y la joven e ingenua campesina Estela, en una representación metafórica de la sociedad chilena y las relaciones clasistas de sus estratos, proyectando la imposibilidad de la comprensión y encuentro de las mismas, que deviene imprescindible enfrentamiento con nuestra esencialidad como pueblo y país. Este nuevo filme de Caiozzi afirma su intento por construir un retrato de la cara oculta de la sociedad chilena, y aquí, la factura, la densidad temática y el nivel de las actuaciones le han permitido alcanzar importantes distinciones en Montreal, Huelva y La Habana, entre otros festivales.
La tercera es, a mi parecer, una generación de transición, orientada a narrar historias minimalistas de personajes más oscuros aún. El Vecino, de Juan Carlos Bustamante, presenta una interesante incursión en dimensiones humanas que viven al margen, relacionando el poder y la dominación: fiel a su historial fílmico, explora en la visualidad para desvelar a través de ella lo oculto y los miedos que conforman nuestro espacio urbano, con muchas alusiones a la historia reciente del país. Sergio Castilla, formado en Europa y luego residente en EE. UU., regresa al país para explorar en la infancia y la adolescencia, y en Te amo, Made in Chile presenta la crisis de identidad y pertenencia de cuatro jóvenes que no alcanzan a comprender el abandono, la soledad y el peso de la historia de los mayores, metáfora de la sociedad postdictadura y de la crisis de disolución de la familia.
Orlando Lübbert, de regreso de Alemania, estrena Taxi para Tres, una historia de delincuentes menores, en tono de comedia negra, que bien ilustra los extremos a que conduce el neoliberalismo económico en los estratos bajos de la sociedad, que no vislumbran opciones de ascenso o, al menos, de salida de la marginalidad; este filme, presente en San Sebastián, se ha transformado en la una de las mejores taquillas del cine en Chile en el año 2001. En tanto, Sebastián Alarcón, formado en MosFilms, en la Unión Soviética, explora, también desde la comedia, en la pequeña aventura de la sobrevivencia de un grupo de habitantes de una pensión en Valparaíso, a los habitantes de nuestras ciudades que se aferran desesperadamente a los sueños de unas vidas que los rediman de la pobreza y de la oscuridad de la masa. Gonzalo Justiniano, formado en Francia, bucea en personalidades oscuras, que de una doble existencia hacen su forma de defenderse en un mundo hostil. Mariano Andrade, formado en España, intenta retratar personalidades femeninas que buscan la felicidad, esquivo estado, como en Antonia, que relaciona a una joven mujer independiente y a un español descolgado de la ETA.
La generación siguiente, con una experiencia importante en el audiovisual antes de llegar al largometraje, es más ecléctica. Desde la comedia picaresca de Edgardo Viereck, que contrasta las capas sociales en una historia de patrones y servidumbre en Mi famosa desconocida, al drama existencial que indaga en las relaciones filiales en Un lugar de la noche, de Martín Rodríguez, que inaugura la presencia del escritor Alberto Fuguet (que luego sería invitado a la pantalla por el peruano Francisco Lombardi en Tinta Roja, coproducción peruano-española), a las historias de género, que sin embargo aluden a situaciones latinoamericanas, como el mundo del narcotráfico de Monos con navaja, de Stanley, o la aventura mineral de Campo minado, de Alex Bowen. De ellos la más notable obra será El chacotero sentimental, de Cristián Galaz, que, en tres cuentos que recorren desde la picaresca al drama y la comedia a la italiana, recorre la clase media llena de complejos de culpa y de apariencias, así como el mundo sencillo y solidario del mundo urbano popular; quizá estos ingredientes, así como la frescura de la narración y lo acertado del montaje, la transformaron en la película más vista en la historia del cine chileno, con participación destacada en festivales españoles, norteamericanos y latinoamericanos, con numerosos premios de los públicos de esos eventos, a pesar de utilizar un lenguaje repleto de chilenismos.
Los jóvenes formados en escuelas audiovisuales del sur del continente manifiestan opciones más abiertas, que permiten completar un amplio abanico de alternativas creativas. Nicolás Acuña, interesado por el mundo de la violencia de la sociedad latinoamericana y por los submundos en que transita buena parte de la juventud, retrata un barrio en Paraíso B que no será, sin embargo, la pintura colorinche de él, sino que intenta asumir la esperanzada aspiración de sus jóvenes personajes por alcanzar una segunda oportunidad que les otorgue identidad y sentido. En tanto, en el extremo opuesto de los cineastas de la primera generación, el más joven de los realizadores, Jorge Olguín, con Ángel Negro, enfatiza su incorporación al cine de género de terror y elementos del gore; realizada con pocos recursos, mezclando procesos tecnológicos y con elenco y equipo técnico conformado por compañeros de generación, la película relata la venganza ejercida sobre los condiscípulos de una adolescente muerta trágicamente; por sobre esta historia de suspenso que sigue el esquema narrativo del género, se puede ver a una generación orientada por los cánones del éxito y la competitividad, que no puede superar un sentimiento de frustración.
A este panorama habrá que agregar una creciente producción de documentales, gracias, por una parte, a la tradición que este género tiene en Chile, así como a la motivación que ha provocado la presencia de Patricio Guzmán, que cada año vuelve al país para organizar un festival que ha conectado a los cultivadores de esta forma cinematográfica con la producción de todos los rincones del planeta. Al mismo tiempo, jóvenes directores ensayan con la tecnología digital para crear narraciones que comienzan a abrir un nuevo segmento de producción.
Este auspicioso panorama de la cinematografía chilena, sin embargo, no debe hacernos ocultar sus debilidades. Aún no existen las condiciones estructurales suficientes para un desarrollo sustentable de la actividad audiovisual, y la creación y producción de largometrajes aún es una actividad de mucho riesgo y difícil de montar financieramente.
Se ha avanzado, sin embargo, en la implementación de políticas públicas que buscan atender los principales problemas de la cinematografía, aumentando el apoyo financiero del Estado para mejorar la calidad y viabilidad de los proyectos, facilitar la producción y superar las dificultades de la distribución y comercialización interna y externa. También abrir espacios a la integración con otras cinematografías, en especial al mercado iberoamericano, es otra de las directrices de dicha acción pública.
El gobierno entrega estas líneas de apoyo, a través de diversos mecanismos, a proyectos cinematográficos, con subsidios a fondo perdido. Mediante un acuerdo entre la División de Cultura del Ministerio de Educación (mediante el Fondo de Desarrollo de las Artes y la Cultura FONDART, y el Área de Cine y Artes Audiovisuales), la Corporación de Fomento de la producción CORFO (organismo de apoyo al desarrollo empresarial de las PYMES), y el Ministerio de Relaciones Exteriores (y su Programa PRO-CHILE de apoyo a la exportación) se han coordinado diversos instrumentos públicos de financiamiento, otorgando ayudas a la preparación de proyectos de largometraje (en una media de 25 proyectos anuales), al rodaje y la postproducción (a siete largos anuales), a la distribución de películas en el mercado interno (todas las que entran al mercado) y a la promoción externa con vistas a apoyar la comercialización en mercados internacionales. Se suman el Consejo Nacional de Televisión y la Dirección de Asuntos Culturales de la Cancillería, en apoyo a la creación innovativa de televisión independiente y a la difusión internacional respectivamente. El Área de Cine de la División de Cultura participa, asimismo, en el Programa de Cooperación IBERMEDIA y en la CACI (Conferencia de Autoridades Cinematográficas de Iberoamérica).
Si bien las ayudas aún no son suficientes, en cuanto al número de proyectos apoyados y en cuanto al porcentaje financiero de los costos de producción, ellas han colaborado a incrementar el número de estrenos y han repercutido positivamente en el desarrollo y formalización de la actividad. En 1999, los instrumentos públicos aportaron al sector audiovisual, para la producción y distribución de largometrajes, cerca de un millón de dólares, cifra modesta comparada con otras cinematografías, permitiendo que el sector audiovisual aportara 1,1 millón de dólares (53 %); este monto creció levemente en los años siguientes, en cuanto al sector público, pero de manera más significativa de parte del medio cinematográfico. Así, en tres años, a los cerca de tres millones del sector público, el sector audiovisual aportó otros 4 millones. Lo que colaboró a que en 1999 se estrenaran en el circuito comercial 5 películas y en 2000 otras nueve, y a que en 2001 un número similar esté asegurado. Además, se ha estrenado un número interesante de documentales y obras en tecnología digital, orientadas éstas a salas de arte. Estos aportes públicos, salidos del presupuesto anual de la nación, han tenido un retorno al fisco muy cercano al monto entregado, a través del impuesto al IVA aplicado a la exhibición de las películas chilenas, lo que comienza a demostrar en el país que el gasto en cultura es una inversión conveniente.
El Fondo de Desarrollo de las Artes ha apoyado financieramente, además, a más de doscientos documentales, cortometrajes y video creativo, desde 1992 hasta la fecha, en lo que constituye una experiencia relevante para nuestro país, posibilitando que se facilite a los nuevos creadores el acceso a la experiencia productiva. Un tercer aspecto de las políticas públicas se ha hecho estratégico. Éste se refiere a la formación de público y al desarrollo de la actividad en las regiones. En el marco de la reforma educacional, las artes audiovisuales comienzan a ser parte del currículum de la enseñanza, y una particular actividad de cineclubes escolares representa un aporte a la formación de los nuevos espectadores del cine chileno e iberoamericano en el país. Al mismo tiempo, se ha visto necesario disminuir la excesiva concentración de la producción en Santiago, la capital del país, y avanzar en la descentralización de la creación y la producción audiovisual, como una necesaria meta de democratización de la actividad; a través de talleres de formación y perfeccionamiento artístico y profesional, programas de fomento y otras iniciativas, se están iniciando proyectos estratégicos de desarrollo en algunas regiones.
La Ley de Fomento al Audiovisual, que el Gobierno del presidente Ricardo Lagos se ha comprometido a enviar al Congreso, permitirá contar con un organismo rector de la actividad, que hará posible diseñar y ejecutar políticas y manejar un fondo para el fomento de la producción, la distribución y otras acciones necesarias para alcanzar un desarrollo más industrial. La comunidad audiovisual chilena, que la ha demandado desde hace largo tiempo, espera que esta iniciativa legal alcance con prontitud su trámite parlamentario.
Otros aspectos legislativos referidos al audiovisual, son la Ley de Televisión, que en su aspecto más relevante para la actividad establece una cuota de pantalla del 40 % que debe ser cubierta con programas nacionales; aun cuando es necesario modificarla para que permita una participación más directa de la producción independiente de cine, ha favorecido especialmente a la telenovela, series de ficción y documental, que han servido para configurar un conjunto de actores y actrices con gran nivel de popularidad. Otra normativa es la del Derecho de Propiedad Intelectual, que reconoce a los productores como detentores de los derechos de comercialización y es una herramienta contra la piratería. Recientemente, a su vez, se ha modificado la Constitución Política heredada del gobierno militar, lo que permite eliminar la censura previa al cine; actualmente se tramita en el Congreso una nueva ley de calificación cinematográfica, más adecuada a la realidad del audiovisual nacional y que permitirá superar una traba para el intercambio cultural y comercial de cinematografía.
Chile es un país de 15 millones de habitantes. Tiene un mercado cinematográfico pequeño, aunque en aumento. Hacia comienzos de los años 90, la infraestructura de la industria de exhibición estaba en su nivel más bajo. Una crisis arrastrada desde mediados de los años 70, el número de salas comerciales se redujo de unas 400 a menos de 70, todas ellas con tecnología obsoleta, lo que además impedía la presentación adecuada de películas habladas en español. Esta situación alejó a los espectadores de las salas, y arrojó sobre las películas chilenas y habladas en español el estigma de un espectáculo de mala calidad sonora, prejuicio que recién con las nuevas tecnologías de la exhibición se está revirtiendo. Hacia 1995, cuando ya habían aparecido las primeras multisalas con equipamiento moderno, el número de espectadores apenas se empinaba por sobre los cinco millones de espectadores anuales.
En 1996, ya se contaban 150 salas y los espectadores habían aumentado a 8,3 millones; en 1999 el número de salas llegó a 240, y los espectadores a 11,7 millones, duplicándose en menos de cinco años, merced a cambios significativos en el mercado por la irrupción de nuevas cadenas de salas (Hoyts con el 38 % de las salas, y las norteamericanas Cinemark y Showcase con el 42 % y el 14 % respectivamente). Así mismo, la recaudación del sector pasó de 26,5 millones de dólares en 1996 a 50 millones en 1999. Sin embargo, el número de estrenos no se incrementó significativamente, manteniéndose en una media de 250 cada año. Hasta 1998, el 90,3 % de la recaudación corresponde al cine norteamericano, porcentaje similar al de estrenos de esa nacionalidad y el 9,3 % restante es compartido por cinematografías europeas y de otros mercados, entre ellas cinco películas chilenas. En 1999, las cifras del mercado de la exhibición se alteran por varios sucesos: en primer lugar, la película nacional El chacotero sentimental alcanza entre 1999 y 2000 una cifra superior a 1,2 millones de espectadores, que acompañada de otros cuatro estrenos en el primer año señalado y de otros nueve al año siguiente, permiten al cine chileno alcanzar una participación más que interesante; al mismo tiempo, la inserción creciente de películas iberoamericanas (como Todo sobre mi madre en 1999, varias mexicanas, argentinas y en el último tiempo peruanas) y de otras nacionalidades, permiten que este tipo de cinematografía alcance alrededor del 14 % de la cuota anual del mercado.
El apoyo del público a las películas chilenas es un fenómeno más que interesante. Entre 1991 y 1997 se produjo un promedio de 2,3 estrenos nacionales anuales y en 1998 y 1999 se alcanzó la cifra de 5 estrenos cada año. El incremento de espectadores ha sido constante: en 1998 se registraron 97 000 espectadores, lo que representó aproximadamente el 1 % del total de espectadores de esa temporada; en 1999 (ya se ha dicho por el éxito de un filme, principalmente) éste aumentó a 547 000, esto es, un 4,6 % de ese año; y en 2000, con nueve películas estrenadas, además de algunos documentales y filmes en digital, llegó a 807 200, lo que constituyó prácticamente el 6 % del total de espectadores del año.
Este incremento de la producción y del público está permitiendo generar un número creciente de puestos de trabajo para artistas, técnicos y otros profesionales y trabajadores del sector. El costo promedio de una producción interna nacional, es de 250 000 a 400 000 dólares, lo que se duplica en el caso de las coproducciones con países iberoamericanos, lo que significa que aún una película nacional requiere de la incorporación de los otros mercados al ciclo de comercialización, esto, es el video-home y la televisión, para alcanzar niveles de recuperación aceptables.
En nuestra opinión, para su mejor sustentación, el cine chileno debe alcanzar un volumen de producción adecuado a la realidad del mercado, lo que se estima en unos doce estrenos anuales, incorporar la industria de la televisión a los mecanismos de financiamiento o como una fuente segura de compra de derechos, incrementar el aporte del sector público, y, de manera fundamental, incrementar el público, para lo cual las acciones de inserción del cine en la escuela son relevantes a mediano plazo.
La cultura no es algo para consumir, sino para asumir.
Fernando Savater, en El valor de educar
Las películas chilenas, así como las colombianas, o cubanas quizá, encuentran dificultades para insertarse en los mercados de otros países de la región. Además de los inconvenientes propios de un mercado que incluso para las películas nacionales es esquivo, se han esgrimido razones idiomáticas. En cada oportunidad en que nos reunimos, cineastas y ejecutivos del ámbito audiovisual, se constatan las dificultades en entender los modismos y particularismos propios que el español adquiere en los diversos rincones de Latinoamérica y España. Se recoge una preocupación similar de los espectadores asistentes a festivales de nuestra región, a ratos la única oportunidad de ver nuestras películas. De manera recurrente se debate sobre esta situación, como una traba a la difusión comercial de las obras audiovisuales entre nuestros países.
Muchas han sido las recetas para producir películas que superen esta aparente traba idiomática: «que los actores deberían hablar un español neutro» —como el doblaje mexicano de las series americanas para TV—, «que deberían subtitularse las películas a un español entendible para todos», en fin, «que deberíamos abandonar los localismos», en definitiva, las particularidades en el habla española de nuestros pueblos. Esta perspectiva podría encontrar mayor asidero en el contexto de la globalización de los medios de comunicación audiovisual, que genera la tendencia a asemejar formas y gustos.
No es extraño, entonces, que la tendencia en la coproducción, entendida como una estrategia orientada a conseguir tanto la realización de películas cuanto su inserción en los mercados de los participantes, haya sido en un momento la obtención de un producto audiovisual que en su forma de uso del idioma lo hiciera consumible por audiencias de diversos países. Así, durante un tiempo, esta orientación devino una forma de auto-limitación a la expresión de la diversidad cultural que representan nuestros cines y, asimismo, una suerte de nueva censura a la creación.
Sin embargo, el reciente fenómeno de difusión de películas latinoamericanas en la región, afirmado en el éxito local de numerosos largometrajes, parece incorporar una inflexión diferente al debate acerca de este asunto. Este lento despertar del público latinoamericano por encontrarse con parte de sí mismo y con la otredad familiar de los pueblos del continente es un indicativo de la fortaleza del cine como expresión y como espejo de la sociedad de su tiempo.
Asimismo, la culturación de los espectadores del espacio iberoamericano parece ser una necesidad. Es evidente que ella conlleva un esfuerzo mayor de integración cultural, la cual podrá abrir paso a la aceptación de la otra forma de hablar, como otra forma de expresión de cultura. Fernando Savater, al hablar sobre la cultura democrática, como una cultura libre, señala que ésta debe caracterizarse por ser una cultura de la discordancia, internacionalista, y en ocasiones concibe la incorporación de la capacidad de apreciar la diversidad, la otredad, como otra forma de asumir la libertad.
Nuestro propio cine tiene la necesidad de incorporar tanto los particularismos del habla del español, como así también de las otras lenguas. Cuando La vendedora de rosas (película colombiana de Ali Triana) deslumbró a los espectadores chilenos en el Festival de Viña del Mar, no fue necesario contar con una traducción; quizás no se entendieron todos los particularismos del habla de Medellín, pero el esfuerzo por oír esa otra manera de la palabra en español, con el complemento de los restantes materiales de expresión del filme, acercaron el significado a nuestros ojos. De la misma forma, será necesario aguzar el oído para incorporar las lenguas originarias. Octavio Paz, en Posdata (Crítica de la pirámide), se refiere críticamente a la imposición de modelos, porque en nuestro continente el hombre es doble o triple, como también lo son las civilizaciones y las sociedades: «Esa “otredad” escapa a las nociones de pobreza y de riqueza, desarrollo o atraso: es un complejo de actitudes y estructuras inconscientes que, lejos de ser supervivencias de un mundo extinto, son pervivencias constitutivas de nuestra cultura contemporánea». El español, que ha sido asumido, en los diversos países de la región, en esa perspectiva doble o triple de la que habla Paz, significa en los filmes de nuestros países, no sólo por las formas de expresión del idioma, sino también por esa relación a veces de sincretismo con las lenguas originarias. El cine en español, nos da la impresión, será culturalmente más propio en la medida que exprese la diversidad, y que nuestros públicos la puedan también asumir.
«Loco: ’ta güeno que toos cachen que los pericos chilenos son giles que le hacen a este toque, hacer películas pos güeón» (expresión de un espectador chileno de la calle). Traducción aproximada: «Oye, es el momento de que todos vean que los muchachos chilenos son personas que saben hacer películas, pues hombre».