La cultura en español e InternetFernando R. Lafuente
Director de ABC Cultural. Exdirector del Instituto Cervantes (España)

Por fin, y después de tantos anuncios, parece que la vieja aldea global comienza a tomar forma gracias a los medios que proporciona una tecnología que es ya capaz de ocupar la totalidad del tiempo del ciudadano. Ya no importa dónde esté la información, porque desde cualquier sitio se puede acceder a ella. Lo único que importa es que la haya.

Los que saben de esto han propuesto la hipótesis de que la profundidad del impacto de las nuevas tecnologías depende de la capacidad de penetración de la información en la estructura social, y que el nuevo sistema tecnológico conecta las funciones, los grupos sociales y los territorios dominantes de todo el mundo. Ello quiere decir que, al igual que ocurrió con la revolución industrial, la revolución tecnológica transforma los procesos de producción y distribución, crea un aluvión de nuevos productos y cambia de manera decisiva la ubicación de la riqueza y el poder en un planeta que de repente queda al alcance de aquellos países y grupos sociales capaces de dominar el nuevo sistema tecnológico.

Según el profesor Manuel Castells, la lógica de los nuevos medios se caracteriza por la capacidad de traducir todas las aportaciones a un sistema de información común y procesar esa información a una velocidad creciente, con una potencia en aumento, a un coste decreciente, en una red de recuperación y distribución potencialmente ubicua.

La información, pues, se ha convertido en un bien en sí mismo, y en un bien de primera magnitud. De hecho, la paradoja que plantea hoy la Red es que, tras su aparición, resulta más fácil transportar información que alimentos, electrodomésticos o cualquier otro producto. Así, pues, la tendencia es a que graviten sobre ella los sectores estratégicos de la economía. También la cultura. Porque, por ejemplo, hoy la lengua crece cuando lo hace la información.

No trabajar con las nuevas tecnologías es ir hacia atrás.

Hoy, giran en torno a la información las grandes apuestas estratégicas de la economía mundial para los próximos años, sobre todo tras la aparición de Internet y de los soportes electrónicos.

Pero la sociedad de la información también vive y depende de las lenguas, hasta el punto de que gran parte de los avances tecnológicos giran alrededor del lenguaje humano: los nuevos medios de comunicación, las redes informáticas y la ingeniería lingüística son buenos ejemplos. Para decirlo con benevolencia: es inútil acceder a las páginas que informan —o desde las que se ofrecen servicios y se compra y se vende— en un idioma que se ignora. Por ello, pertenecer a una gran comunidad lingüística, como la que se expresa en español, supone, entre otras cosas, contar con una considerable ventaja de partida —y de llegada.

Internet es, sin duda, el buque insignia de la sociedad de la información. Ofrece, sobre todo, el campo abierto a la creatividad y la imaginación, y, como en el caso de todas las revoluciones tecnológicas —y ésta lo es, sin duda—, los beneficios vendrán por vías sorprendentes. El lingüista y editor José Antonio Millán ha puesto un buen ejemplo: el diccionario de lenguaje especializado que en papel apenas vende dos mil ejemplares al año se puede convertir de pronto en el complemento ideal de un programa de conversión habla-texto (es decir, de dictado) y generar anualmente unas regalías que decupliquen sus ventas tradicionales. O los archivos gráficos y sonoros, que, una vez digitalizados, constituirán una fuente de recursos para otros editores, productores multimedia y publicitarios.

Otro caso es el de la edición electrónica por línea, cuyo principal beneficio puede ser la creación de una comunidad de usuarios, a los cuales luego podrán proponerse productos propios o ajenos.

Internet ofrece posibilidad de entrada tanto a las grandes empresas como a las pequeñas y especializadas. Incluso estas últimas, flexibles e innovadoras, han demostrado que tienen más oportunidades en un mercado de ámbito mundial en el que la diversidad y la singularidad son valores claves. De hecho, los mismos gigantes de la comunicación han apostado no sólo por el reagrupamiento empresarial, sino también por la diversificación de sus negocios.

Queda dicho que la última aduana de Internet es el idioma. Por tanto, la presencia no sólo cultural, sino incluso comercial, debe tener en cuenta este dato básico. El ámbito de Internet no conoce el espacio, es todo el mundo, pero el área prioritaria de actuación para cualquier empresa está en la propia comunidad lingüística, a la que hay que añadir todos aquellos que conozcan el idioma. De repente, las tecnologías de la comunicación han hecho que las empresas españolas se encuentren, por primera vez en su historia, con un mercado potencial de 400 millones de personas, a los que hay que añadir los muchos millones que conocen la lengua en todo el mundo. Nada ayudará tanto a la economía de una nación como España, como que el español se difunda y se hable cada vez más. Por ello, se decía antes —y este es sólo un ejemplo más— que la sociedad de la información depende en gran medida de las lenguas.

La abundancia de información no es suficiente. Favorece sobre todo a las lenguas que disponen de la creatividad adecuada y de los medios tecnológicos necesarios.

Hasta ahora, gran parte de las industrias culturales ha respondido a un modelo caracterizado por crear productos unitarios —es decir, auténticos prototipos—, que se venden en mercados específicos en función de la personalidad de sus creadores y que tienen una relativa larga vida comercial, aunque están expuestos a notables riesgos en su comercialización. Además, han mantenido altas posibilidades de pluralismo y competencia gracias a sus bajas barreras de entrada. ¿Perdurará este modelo? Es difícil saberlo, pero las tecnologías de la información y la comunicación parecen nacidas a propósito para reducir los riesgos comerciales y acentuar la creatividad.

Las industrias culturales constituyen uno de los sectores más dinámicos de la economía española y son claves para el desarrollo de la sociedad de la información y, por tanto, del libro electrónico y de la nueva edición.

Pero, antes de llegar a ellos, es conveniente echar una mirada hacia atrás para recorrer, aunque sea a vista de pájaro, lo que al principio describía como un luengo, inagotable y luminoso camino de 2700 años.

Se trata del que comenzó en torno al año 700 a. C. en Grecia, con el nacimiento del alfabeto. El alfabeto no fue el primer sistema de escritura, pero sí el más perfecto, pues permitía reproducir los sonidos más simples de una lengua, los fonemas. El alfabeto ha marcado decisivamente la historia de la cultura desde entonces hasta nuestros días.

En primer lugar, porque permitía conservar y transmitir el lenguaje oral. Esto, aparentemente tan natural, no lo era en absoluto, pues por primera vez se separa el hablante de la palabra.

La escritura alfabética no se limita a reproducir el lenguaje oral, sino que alguien —a quien podemos llamar redactor— fija en un texto informaciones, experiencias o pensamientos escritos ex profeso. El hablante desaparece por completo. Con ello, la escritura comienza a tener sus propias reglas, que no coinciden con las del lenguaje oral. La más importante, la disposición lineal del discurso.

La aparición del alfabeto fue un momento clave en la historia de la humanidad. La alfabetización masiva no se producirá hasta muchos siglos después, pero lo importante es que el alfabeto proporcionó la infraestructura mental para la comunicación acumulativa, es decir, para el conocimiento. Así, permitió ante todo el discurso racional y, por tanto, el desarrollo de la filosofía o la ciencia tal como hoy las conocemos.

No sólo fue decisivo el sistema de escritura, sino también el soporte material. El códice aparece en torno a los siglos ii y iv, y paulatinamente sustituirá a los rollos de papiro de griegos y romanos. El códice permitía gestos nuevos, como hojear una obra o escribir al tiempo que se leía. Pero, sobre todo, los autores debieron aprender a organizar la transmisión del pensamiento de una nueva manera. Lo que antes era simplemente la materia de varios rollos de papiro, ahora se comenzó a dividir en libros, partes o capítulos de un discurso único.

La aparición de la imprenta trajo otros cambios decisivos. El más importante fue, sin duda, la difusión masiva de los textos. También cambió la experiencia del lector: la imprenta hizo que el público, especialmente el de la literatura, pasara de ser un pequeño grupo de oyentes que escuchaba a un juglar o a alguien que leía en voz alta, a muchos lectores aislados y que leían solos y en la intimidad.

Desde entonces, el principio básico de la educación ha consistido justamente en la alfabetización, es decir, en el aprendizaje de la escritura y la lectura, imprescindibles para la elaboración y la difusión del saber.

La pregunta ahora es: ¿las nuevas tecnologías supondrán también un hito en la historia de la cultura? Vayamos, de nuevo, por partes.El libro, tal como lo conocemos hoy, sigue siendo el más poderoso y perfecto transmisor del saber.

Internet es hoy útil para el libro sobre todo por dos razones: para su promoción comercial y para la búsqueda de obras descatalogadas o difíciles de encontrar. De manera invariable y año tras año, el libro aparece entre los productos más vendidos a través de la Red.

Sin embargo, las nuevas tecnologías también han dado a luz nuevos soportes que, de forma inevitable, traerán consigo nuevas formas de transmisión del saber y, por tanto, nuevas formas de edición.

El libro electrónico ya está en el mercado. Su sustituto, en el plazo de pocos años, será probablemente el papel electrónico, que tiene la misma delgadez y flexibilidad del papel tradicional y, en consecuencia, aquella sutileza y exquisitez de tacto que a la que se refería Negroponte.

Han aparecido también nuevas formas de edición, favorecidas por los bajos costes de las nuevas tecnologías. El libro instantáneo o a la carta, por ejemplo, que se imprime de uno en uno y cuando lo pide el cliente, es sumamente útil para tener acceso a ediciones antiguas o difíciles de encontrar, así como para publicar obras muy especializadas y de escasa tirada. Su coste, además, es menos de la mitad del precio de venta de una primera edición.

Por su parte, la doble edición consiste en publicar al mismo tiempo una obra en papel y en la Red La edición en la Red se puede leer gratuitamente, pero la que se hace en papel sólo se vende bajo pedido y al precio normal de una librería. Los beneficios para el editor y el autor llegan a partir de la venta de unos pocos ejemplares. Se trata de una modalidad de edición que se empieza a utilizar sobre todo por jóvenes autores, pero también por algunos ya reconocidos para reeditar obras cuya demanda no es lo suficientemente grande.

Pocas cosas se adaptan mejor a la Red que la edición crítica de un texto clásico, la llamada hiperedición. Con ella resulta factible incorporar materiales tan diversos como variantes textuales, estadios de redacción, organización temática del texto, reproducciones facsímiles, programas de concordancias, sonidos, ilustraciones, mapas, glosarios, bases de datos, estudios sobre el autor, la época, las tendencias literarias y el lenguaje, así como la posibilidad de establecer enlaces para ampliar cualquier aspecto de la obra. Casi todas estas operaciones son imposibles o muy difíciles de hacer en una edición en papel.

Está a punto de acabarse la época en la que lo más rentable era producir muchos ejemplares de pocas obras y en la que la difusión de la cultura se concentraba en publicaciones de gran éxito. Como ha señalado Javier Cremades, buen conocedor de las nuevas tecnologías, en los medios tradicionales unos pocos deciden la información que se va a consumir; con Internet y sus derivados, es el usuario el que accede a la información. Toda una revolución de consecuencias aún hoy imprevisibles.

Los bajos costes de las nuevas tecnologías hacen también que la Red y, muy pronto, el resto de los soportes electrónicos, se saturen de información y de obras de todo tipo que no despiertan la confianza del usuario. Ese deberá ser el próximo paso: Internet y, en general, el libro electrónico deberán ganarse la confianza y el crédito de los potenciales clientes. Para ello, el papel del editor, que no sólo costea la publicación, sino que sirve de filtro y de referencia para la calidad de la obra, será indispensable.

En Internet prima hoy la cantidad sobre la calidad. Empiezan a abundar las bibliotecas telemáticas, pero pocas ofrecen las garantías de la publicación en papel, pues no sólo deben servir para almacenar textos y permitir el uso de herramientas como indexadores o sistemas de búsquedas múltiples, sino que, ante todo, deben respetar las creaciones de los autores como lo hace la industria del libro. Sólo así podrá ganar el crédito que necesita.

Las nuevas tecnologías ayudan, sin duda, en el proceso de creación y divulgación de las obras y permiten la comunicación directa entre el autor y el lector, como en las charlas en línea. Sin embargo, y con la excepción de algunos experimentos, apenas han afectado al contenido y al sentido de lo que ha sido hasta ahora la literatura: después de todo, la comunicación por Internet es todavía fundamentalmente escrita. También es cierto que todo está en sus comienzos y que es difícil imaginar cuál puede ser la evolución futura.

Porque si miramos muy lejos, sólo podremos plantear interrogantes. El más decisivo es si Internet y el libro electrónico transformarán la propia organización del saber, al igual que sucedió con la aparición del códice, o cambiarán de forma radical la experiencia del lector, como sucedió con la imprenta. Hoy por hoy, es imposible responder de manera concreta, pero quizá no venga mal recordar que la literatura fue ante todo una forma de arte oral hasta la aparición de la imprenta. A partir de entonces, la vertiente oral ha quedado fuera del canon literario para ocupar los márgenes de la literatura. La causa de ello ya está dicha: la difusión de la imprenta hizo que el pequeño grupo de oyentes se convirtiera en lector solitario.

Más preguntas: ¿los nuevos soportes electrónicos —que pueden ser texto, sonido, imagen e interactividad— dará origen a un nuevo tipo de literatura o de arte que aúne todos esos elementos, al igual que el sonido y la imagen en movimiento provocaron el nacimiento del cine? ¿Los escritores deberán aprender a organizar la transmisión del pensamiento o de la ficción de una manera nueva, al igual que ocurrió con el paso del rollo de papiro al códice? El cine exigió el paso del autor individual al autor colectivo debido a su complejidad. Con Internet, ¿desaparecerá el concepto mismo de autor debido a la interactividad?

Se podría pensar que Internet quizá no sea algo tan nuevo como suponemos. El cine, la radio, la televisión y la industria fonográfica le han ido preparando el camino a lo largo del siglo xx. Lo nuevo estaría quizá en la conjunción de todo ello en un solo medio, así como en la interactividad.

Pero también cabría pensar que la integración de texto, imágenes y sonido en el mismo sistema, interactuando desde múltiples lugares, en un tiempo elegido (simultáneo o diferido) a lo largo de una Red mundial, con un acceso abierto desde cualquier sitio del planeta, cambia de forma fundamental el carácter de la comunicación.

La comunicación determina y transforma decisivamente la cultura, puesto que la mediatiza y la difunde. Ante todo, porque no vemos la realidad como es, sino como son nuestros lenguajes, es decir, nuestros medios de comunicación. Dicho con palabras Wittgenstein: «los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo».

No obstante, y más allá de las preguntas sin respuesta, lo más importante es que estamos de lleno en la sociedad de la información, que las tecnologías de la comunicación constituyen hoy y aún más en el futuro el núcleo del desarrollo económico y del conocimiento, que ellas facilitan el paso hacia una sociedad global multicultural y que, por tanto, aquellas lenguas y culturas que no sepan integrarse cuanto antes en el nuevo mundo digital se convertirán en subculturas marginadas. Y todo ello debe hacerse rápidamente. Porque, como ha explicado Manuel Castells en su excepcional análisis de la sociedad de la información, el hecho de que esta nueva sociedad «se expanda en olas sucesivas, comenzando por una élite cultural, significa que serán sus practicantes de la primera ola quienes determinarán con sus usos los hábitos de comunicación».