Cualquier reflexión sobre el español, sobre la comunidad en español, debe abordar previamente dos cuestiones que no pocas veces desvirtúan el fondo del debate y que, aunque formalmente circunscritas al campo semántico, en realidad lo desbordan y se erigen en declaración de principios: ¿América Latina o Iberoamérica?, ¿o Hispanoamérica?: ¿cómo designar esa realidad geográfica y cultural que abraza a nuestra comunidad en la otra orilla del Atlántico? Por otra parte, el vehículo de comunicación, la lengua que compartimos, del sur de Río Grande —o Río Bravo según la ribera en que el hablante se sitúe— y por cierto cada día más, también con los del norte, lengua que hoy es la segunda en importancia en el mundo: ¿es español o castellano?
Pues bien, aquí, hoy, español, porque la lengua es algo vivo que pertenece a quienes la hablan y de los casi cuatrocientos millones de hombres y mujeres que a lo largo y ancho del mundo compartimos este acervo, una aplastante mayoría designa esta realidad como español. Ésta es, asimismo, la denominación oficial en los foros internacionales.
Es cierto que la Constitución Española eleva a categoría jurídica el castellano al establecer que ésta es la «lengua española oficial del Estado»; pero este precepto constitucional se justifica por la necesidad de su diferenciación frente a las demás lenguas —españolas también— co-oficiales en las respectivas comunidades autónomas de acuerdo con sus Estatutos. A este respecto, Camilo José Cela tiene observado con agudeza «que no hay que confundir el adjetivo y el sustantivo». Así pues, de fronteras pirenáicas para adentro —si es que esto tiene algún sentido, sociológicamente hablando, en la era Internet— principalmente en términos jurídicos estrictos, hablaremos de castellano, pero en el mundo no; en el mundo es español. Y una observación complementaria: frente al pensamiento nacionalista periférico castellanófobo en España, no está de más insistir que una de nuestras grandes bazas, en el marco de la Unión Europea, es precisamente el capital político, cultural y sociológico y, por ende, económico que representa el compartir la segunda lengua en importancia mundial, formar parte de la comunidad en español.
Así, el mundo habla español. Es español aunque, para complicar aún más esta tesis, no hay unanimidad en la designación del idioma oficial por las constituciones iberoamericanas. Pues mientras algunas —como, por ejemplo, la ecuatoriana, en su artículo 1— designan expresamente el castellano; otras, como la nicaragüense, en su artículo 11, consagran, también expresamente, el español. Y las más no contienen previsión alguna al respecto.
Pero, la calle, la gente, al hablar, dice español.
Y ¿por qué América Latina, expresión que se utiliza aquí para englobar tanto el Caribe hispano como América Central?
Es cierto que las voces Hispanoamérica o Iberoamérica, que tanto da ya que ambas se refieran a la península en su totalidad —Iberia o Hispania; esto es, a España junto con Portugal—, tienen una larga tradición histórica, y reflejan además el tejido vivo de la lengua que se habla en el continente; si bien para ser concretos hay que mencionar que los españoles utilizamos la primera para referirnos a los países de nuestra habla, mientras que reservamos en general, la segunda para incluir a Brasil. Y también que los términos América Latina/Latinoamérica son de acuñación francesa y no exenta de cierta beligerancia con nuestra herencia y nuestros vínculos. Pero una vez más, los de allá, que son mayoría, se identifican generalmente con la expresión América Latina, que es además la predominante en el mundo.
Para el propósito que subyace a esta ponencia, para la asociación estratégica birregional, la expresión América Latina refleja ese enfoque ancho, esa idea de comunidad de cultura y civilización con raíces europeas, en especial de los europeos continentales, y de entre estos, de los latinos; asociación en el que hemos de comprometernos, en el que Latinoamérica espera nos comprometamos, necesaria para el equilibrio del dialogo transatlántico norte —esto es, Unión Europea/Estados Unidos—, y para que el corrimiento del centro de gravedad de la Unión hacia el Este no provoque una peligrosa provincialización del sur europeo, lastrado además, por la conflictiva realidad del Mediterráneo.
Sin perjuicio de todo ello, en este trabajo se utiliza la expresión Unión Europea con calculada ambigüedad para referir todos y cada uno de los ámbitos de actuación enumerados, así como las posibles combinaciones entre ellos.
Nueve de cada diez miembros de nuestra comunidad viven del otro lado del Atlántico, y es en ese contexto donde las relaciones entre la Unión Europea y América Latina cobran toda su importancia. Nos hallamos ante dos bloques llamados a convertirse en interlocutores privilegiados en el nuevo y complejo sistema de relaciones. Para la Unión Europea, Latinoamérica entraña en este comienzo del siglo xxi uno de los retos mayores de su consolidación como interlocutor en el diálogo interregional a escala planetaria.
Así, y aunque se trate de repetir nociones que por conocidas lindan con el lugar común, son inevitables unas elementales referencias de contexto general. Esto es, recordar cómo el fin de la guerra fría, la caída del Muro de Berlín, el desmembramiento de la antigua Unión Soviética, el advenimiento de la democracia, de los regímenes de libertades y de la economía de mercado en los países del Este de Europa, el afianzamiento de la Unión Europea como una potencia económica con aspiración de serlo también en los órdenes de política interna y exterior —incluso militar—, el paso de una «Europa del mercado» a una «Europa de los ciudadanos», son acontecimientos todos ellos que contribuyen a que el mundo a día de hoy se parezca muy poco al que conocíamos hace tan solo unos años. Este panorama lleno de por sí de incertidumbres y procesos emergentes, se ha visto sacudido, además, por los acontecimientos del pasado 11 de septiembre. Cuando tres aviones suicidas destruyen las torres gemelas de Nueva York y parte del Pentágono en Washington, y el Presidente Bush llama a la guerra económica contra los terroristas, incauta sus cuentas bancarias en EE. UU., y pide colaboración mundial, y en especial de la Unión Europea.
Aunque es todavía pronto para conocer el alcance de las consecuencias de los atentados del día 11 de septiembre parece posible aventurar que una de ellas será la vuelta de lo público a la escena de la economía. En afortunada expresión de Jean Paul Fittoussi en un artículo publicado en Le Monde recientemente: «Existe la posibilidad de que el siglo xxi también se inicie con una rehabilitación de la política. […] La globalización vuelve a ser un negocio de Gobierno más que un gobierno de los negocios».
La irrupción de lo político e institucional en el primer plano del proceso de globalización tiene como corolario la inversión de la prelación entre economía y derecho como técnicas prioritarias de ordenación social, puesto que, ya sea para acelerar el proceso o para darse los medios de dominarlo, la creación de instrumentos políticos y jurídicos resulta ineluctable. Así, bajo la vistosidad de las cifras económicas asistimos hoy a la —no dudo en calificarla de feroz— competencia mundial de sistemas jurídicos e instituciones políticas, que pasa desapercibida ante la vistosidad del lenguaje macroeconómico, pero que resultará determinante en la configuración de las relaciones internacionales a escala planetaria.
Estos cambios experimentados en la escena internacional exigen, además de la revisión de las relaciones entre Estados, repensar también el significado de la irrupción de los actores de la sociedad civil —en particular, las empresas transnacionales y las denominadas ONG—; así como el papel de las entidades regionales mundiales, ya sean multilaterales o supranacionales. Pues tanto los nuevos actores civiles como las organizaciones de integración están llamadas a ser actores efectivos en el nuevo concierto mundial, potenciando e impulsando un modelo de relaciones internacionales que nada tiene que ver con el que apenas estamos dejando atrás. Esto es, con el sistema diplomático nacido en el siglo xix, que consagra el Tratado de Viena sobre Tratados, basado en la exclusividad del Estado como actor internacional, y en instituciones jurídicas que —así la de frontera— están adquiriendo a pasos agigantados una dimensión muy distinta de la que inspiró a Bodino su teoría de la soberanía.
Por otra parte, actualmente se reconocen a escala mundial las nuevas oportunidades y retos que proporcionan las tecnologías de la información y de la comunicación, habiéndose convertido en una prioridad política la necesidad de enfrentarse a la aceleración del cambio de las estructuras económicas y sociales de esta nueva sociedad de la información. Nuevas políticas y medidas reguladoras que encaucen esta evolución en beneficio de los agentes económicos y de la sociedad civil suponen un reto tanto para los países en desarrollo como para los emergentes y los desarrollados, aunque se presente de distintas formas y con distintos objetivos. La necesidad de adoptar enfoques internacionales coordinados y compatibles ante estas cuestiones ha sido reconocida en la cumbre de Río Unión Europea-América Latina, en la cumbre latinoamericana celebrada en Brasilia y en los consejos europeos de Lisboa (2000) y Feira (2000) que adoptaron la iniciativa «eEurope», donde se hacía referencia a la necesidad de dar a este tema una escala internacional.
En este contexto, la nueva política de asociación estratégica ha de dar cuenta de la importancia del español como vehículo privilegiado de las relaciones entre la Unión Europea y América Latina, porque a diferencia de nosotros los europeos, el proceso de integración que allí se aborda tiene como característica fundamental el decirse en una sola lengua, frente a la complejidad que entraña la pluralidad lingüística de la Unión. Por cierto, que esta afirmación se ve especialmente reforzada después de la valiente medida adoptada por varios estados brasileños al elevar el español a rango de idioma co-oficial. Por ello, tenemos que convencer a nuestros socios comunitarios que la generalización del español en Latinoamérica, complementaria de la pujanza de nuestra lengua en los propios Estados Unidos de Norteamérica constituye una baza de la Unión Europea —de la Unión, no de España— que no debemos desaprovechar los europeos. Porque a Latinoamérica (con el matiz que ha quedado apuntado respecto de Brasil), se puede llegar en dos idiomas: inglés y español; y cualquier intento de dialogar con Latinoamérica en otra lengua —incluso en las que de este lado del Atlántico resultan hoy predominantes como el francés o el alemán— es empresa destinada al fracaso. Sí, se puede llegar a los latinos en inglés o español, pero nuestros socios comunitarios han de comprender que la comunicación en inglés queda siempre mediatizada por la proximidad y potencia —en el sentir colectivo del continente, también prepotencia— de los Estados Unidos de Norteamérica. Y no podemos dejar que esta realidad pujante quede empañada por el problema que la Unión Europea debe abordar más pronto que tarde, sobre todo con la perspectiva de la ampliación. Me refiero a la cuestión de las lenguas. Es cierto que la pluralidad lingüística consagrada en el Tratado como cimiento de la construcción europea puede conducirnos, si no llegamos a una administración razonable de este capital de diversidad, al colapso seguro de la tarea integradora. En esta solución de razón que urge acometer, tendremos, sin duda, que tener en cuenta en términos internos las lenguas que mayor número de europeos habla. Pero, así mismo, si queremos que la Unión Europea tenga una proyección mundial habremos de defender en la vertiente externa de la actividad de la Unión un lugar privilegiado para el español. Y esto, no es interés de España sino europeo.
Un ejemplo ilustra esta afirmación: ¿qué beneficio sacará Europa de que su patente comunitaria sólo exista en inglés, francés o alemán, como establece el proyecto de reglamento que hoy se está discutiendo en el Consejo? ¿Qué sentido tendría que el archivo de patentes comunitarias que representará la Biblioteca de Alejandría de la cultura tecnológica europea, no pudiera ser consultado por América Latina en español, sobre todo hoy, cuando estos países se encuentran inmersos en un esfuerzo sin precedentes por ajustar sus oficinas de patentes a los mandatos de los acuerdos ADPIC? Ningún sentido. Y buena prueba de ello es que, mientras los europeos coqueteamos irresponsablemente con tirar por la borda uno de nuestros grandes activos en estos mercados emergentes, los Estados Unidos de Norteamérica, conocedores de esta realidad, están no sólo formando examinadores de patentes en español para cooperar con sus homólogos latinoamericanos, sino disponiendo recursos financieros que les permitirían ocupar un lugar prevalente en el establecimiento y consolidación de estas oficinas de protección de la propiedad industrial.
Finalmente, esta nueva política de cooperación ha de hacerse con plena consciencia de la competencia de sistemas e instituciones jurídicas que caracteriza el momento actual. La Unión Europea puede y debe aportar su experiencia de armonización normativa basada en gran medida en valores jurídicos puramente latinos; esto es, de raíz romana. La legislación comunitaria comparte con los estados latinoamericanos no pocas instituciones tanto en derecho civil como mercantil, tanto en derecho de familia como en derecho administrativo. A la hora de la mundialización en materias que van desde la lucha contra la droga hasta la regulación del comercio electrónico, éste es un aspecto cuya trascendencia pocas veces recibe la atención que merece.
Valga un ejemplo que evoca el diálogo final que protagonizaba Jean Gabin en la película La Gran Ilusión: perdido en medio de las montañas suizas, inquieto por saber dónde estaba la frontera, su compañero de evasión responde: «una frontera no se ve, es invención de los hombres». En la era de las nuevas tecnologías, en la sociedad de la información que ha transformado la fundamentación de muchas instituciones jurídicas, la constatación tan sencilla como irrefutable de que Internet y el mercado interior —núcleo duro de la construcción europea— tienen en común el fundamentarse en la desaparición de las fronteras, nos da la llave de una de las posibilidades que la normativa del mercado interior nos brinda como laboratorio de ensayo de soluciones que podrán trasladarse a escala planetaria. Así, la Directiva que sobre Comercio electrónico toma en consideración el contexto de mundialización de la economía y erige la consecución de un marco jurídico armonioso en baza principal de la Unión. En un momento en que, contrariamente a lo que muchos piensan, numerosas trabas a la libre circulación subsisten entre los estados federados de Norteamérica, la Comunidad Europea se está dotando de un marco jurídico ambicioso que le permitirá, no solo asegurar la competitividad de nuestras empresas, sino, alcanzar una posición de fortaleza en las negociaciones transatlánticas.
La Unión Europea y América Latina deben emprender un nuevo camino hacia una empresa común y más ambiciosa. La vitalidad de la economía iberoamericana, su extraordinario potencial, y por otro lado la talla de los problemas de sociedad que afectan a sus ciudadanos, exigen de Europa una respuesta común y más solidaria. Por otra parte, Europa puede encontrar en América Latina, en el tamaño de su mercado y en las oportunidades de inversión que ello ofrece, el coeficiente adicional de energía que necesita su motor económico para fortalecer la prosperidad y el futuro de sus pueblos. En palabras del Presidente Cardoso en su discurso de inauguración de la cumbre de Río de junio de 1999: «Tenemos por delante una tarea ambiciosa: inaugurar una nueva era en las relaciones entre América Latina y el Caribe y la Unión Europea, recuperando y redefiniendo nuestra historia común».
Pues bien, esta tarea se dirá en español.