Cuando recibí la generosa invitación de las autoridades del Congreso con la expectativa de que participase de este panel para referirme a la unidad y variedad del español de América en su dimensión morfosintáctica, no pude dejar de pensar que el lema que identifica esta mesa podría dar la impresión de que los especialistas en lengua española nos complacemos, en asambleas periódicas, en hablar siempre de las mismas cosas, en una suerte de tentación compulsiva como la que Freud denominó «repetición». Pero advertí también de inmediato que así como uno no se baña dos veces en el mismo río, es imposible pasar dos veces por el mismo congreso.
La necesidad de disertar sobre la morfosintaxis del español americano, de hacerlo en una veintena de carillas y de referirlo en unos pocos minutos me obliga, entonces, a dos acciones preliminares: acotar despiadadamente el contenido posible y esbozar una justificación de lo que me propongo exponer.
Mi intervención renuncia en principio a un inventario de fenómenos morfosintácticos americanos. A las razones ya aducidas sumo mi renuencia a repetir lo que ya hicieron eximios especialistas en repertorios bien conocidos, algunos de ellos publicados en años muy recientes.1 Y me atrevo a una aclaración sobre este punto: un repertorio descriptivo del español americano está condenado a la exhaustividad, y esta cualidad es fatalmente virtual en un campo de conocimiento que las investigaciones van agrandando y modificando año tras año. En segundo lugar, las descripciones no persiguen por lo general otro objetivo que el —desde luego que imprescindible y bien justificado en sí mismo— sumar rasgos que lleven a una caracterización general de la modalidad del español en el Nuevo Mundo. Como argentino y porteño por nacimiento y residencia persistente, mis observaciones sobre buena parte de las características de las modalidades propias de las demás naciones hermanas habrían de ser librescas, sobre todo en la evaluación de sus reales alcances diatópicos y diastráticos, y me avergonzaría excederme en despropósitos frente a colegas oriundos de esos lugares o buenos conocedores de su o sus variedades. Si a un santanderino no ha de resultarle sencillo pronunciarse con suficiencia sobre las modalidades lingüísticas de Andalucía occidental, puede imaginarse mi reticencia a opinar sobre la distribución dialectal antillano a 6000 km —para limitarme a la distancia física—.
Me propongo, por lo tanto, hacer algo un poco diferente, con la pretensión de que pueda ser útil, o que pueda colaborar en alguna medida con la finalidad de este II Congreso Internacional de la Lengua Española.
Tengo la impresión de que muchas de las reflexiones dialectológicas sobre el español de América siguen siendo, en parte, hijas del temor. El fantasma de la disgregación lingüística, el ominoso recuerdo del latín fragmentado, presentes ambos en la centenaria polémica entre Rufino J. Cuervo y Juan Valera, continuada después por otros especialistas, dieron pábulo y promoción a la búsqueda de elementos que alimentaron el desaliento o el optimismo, según fuera el ánimo y la convicción previas con que trabajaron los observadores. Ángel Rosenblat, resumiendo una inquietud general entre los filólogos, se preguntaba en 1973 si el español de América es una modalidad armónica y coherente dentro del español general o si presenta una diferenciación estructural que anticipa una futura independencia (Rosenblat 1973:35). Años de denuedo purista, normativista y prescriptivista acumularon evidencias de inconductas idiomáticas americanas, me temo que no demasiado incompatibles en el imaginario hispánico con nuestros desaciertos históricos y políticos.
Que las lenguas cambian y se dialectalizan es un hecho lingüístico comprobado e inevitable. Cuántos años o siglos pueda llevarle al español cumplir con esta ley ineluctable y dividirse en un incierto número de variedades relativamente ininteligibles entre sí excede nuestra capacidad de prognosis, si bien la historia de las lenguas anticipa que alguna vez sucederá. No obstante, la respuesta a aquélla, como a muchas otras de las preguntas que se han formulado diversamente a lo largo de la historiografía del español de América, así como a las inferencias posteriores acerca de su destino y de su autonomía, requieren a mi juicio una ponderación de los rasgos que se le atribuyen. Esa ponderación, sin embargo, no puede ser aséptica y de validez general: sus resultados dependerán de la cuestión sobre la que pretendamos echar luz. Y la cuestión que yo propongo, renunciando a toda novedad pero instalándome en una de las preocupaciones de nuestro congreso, es ¿cuáles de entre los rasgos morfosintácticos del español de América parecen más arriesgados para la unidad de la lengua y, de entre ellos, cuáles están afectando a la lengua en su nivel culto?
Desde un punto de vista estrechamente lingüístico, todos los rasgos y variedades examinadas poseen carácter equivalente puesto que son gérmenes previsibles de cambio, en diferente grado de crecimiento pero potencialmente atentatorios contra la unidad. No deja de ser llamativo, sin embargo, que de los cinco intentos específicos de división dialectal del español de América sólo dos hayan propuesto algún criterio morfosintáctico: presencia del voseo y empleo de distintas formas verbales voseantes en el caso de José Pedro Rona (Rona 1964:221-222), y presencia o ausencia de voseo en el de Zamora y Guitart (Zamora Munné y Guitart 1982:177-183).2
Deseamos intentar una revisión que nos asista en reubicar en una escala evaluadora los rasgos hasta ahora enumerados, intentando sopesar su peligrosidad sobre esa suerte de norma panhispánica de nuestro idioma común. Advierto desde ya que, por limitaciones de tiempo y de solvencia, deberé ser selectivo y primará en mis observaciones mi experiencia de hablante porteño.
A) Importa en primer lugar concentrar los rasgos que son fruto de interferencia con lenguas indígenas. Hay en ellos una restricción importante en cuanto a su incidencia sobre el español estándar en su registro culto. Se encuentran en general diatópica y diastráticamente delimitados, si bien pueden alcanzar en ciertos casos, como en Paraguay (donde el guaraní es hablado por el 90 % de la población) y la región andina (Bolivia cuenta con un 60 % de hablantes de quechua y aymara), una estabilización de mayor extensión, que ha logrado incorporar en el español local de las clases populares importantes elementos morfológicos y calcos morfosintácticos (discordancias de género y número, usos expletivos o con sentido anafórico y neutralizado del pronombre neutro lo, elisión o sustitución del artículo por demostrativos, sustitución del subjuntivo, diversidad de estructuras neosintagmáticas, etc.). Pero los estudios realizados hasta el momento parecen indicar que, salvo en el caso de Paraguay, la actitud de los hablantes hacia la lengua indígena es estigmatizante, y en muchos casos la modalidad interferida tiene el estatus de un interlecto, que por su propia naturaleza parece estar llamado a desaparecer en su transición hacia las variedades diastráticas de los hablantes de castellano o cuando, a través de la escuela o los medios, se consume el proceso de apropiación del español estándar.3
En esta misma categoría puede ubicarse el fronterizo, la variedad de contacto con el portugués en la frontera uruguayo-brasileña, caracterizada por una pronunciada variabilidad e inestabilidad (Elizaincín y Behares 1980-1981).
B) Ciertos rasgos reiteradamente enumerados obedecen a procesos populares de simplificación, analogía o hipercaracterización, de los que la historia de las lenguas no autoriza a sorprenderse, y algunos de los cuales no han sobrepasado el nivel popular o rústico, lo que hace pensar que no hasta el momento no afectan a la norma estándar. Así, al mismo proceso analógico que identificó con formas singulares ciertos plurales agudos, obedece la hiperpluralización mediante el morfema -ses de palabras agudas terminadas en vocal (pieses, ajises, caracuses), bien registrado en la Península como propio de estratos bajos (cafeses, rubises), con extensión al «habla popular y rural de casi todas las regiones hispánicas» (Alvar y Pottier 1993:57). Obedece también a un proceso simplificador de antigua prosapia la tendencia a los comparativos analíticos del tipo más mejor, más peor, o de los superlativos construidos mediante el adverbio muy y los adjetivos ya superlativizados (muy grandísimo), por resemantización de las formas sintéticas, ambos fenómenos propios de estratos bajos y zonas rurales, el último de los cuales oí también repetidamente en el español de mis parientes aldeanos gallegos. Igualmente simplificadora y regularizadora es la pérdida del caso pospreposicional de la primera persona singular, por analogía con el resto de los pronombres (con yo, para yo). Y simplificación analógica es la sustitución del pronombre nosotros por losotros y la sustitución simétrica los por nos (los vamos), que se verifica irregularmente desde el So de EE. UU. hasta Argentina, pero que Alvar registrara también en Canarias y Murcia como alteración de la consonante inicial, en proceso equivalente al mosotros del registro vulgar y del judeoespañol (Alvar y Pottier 1993:123)4. En sentido inverso y por razones de analogía ha de ubicarse el cambio de morfema -mos por -nos en las formas esdrújulas del imperfecto de indicativo (andábanos) (Nuevo México, Texas, Luisiana, Antillas, español de los indios en Costa Rica, Panamá y Venezuela).
En la categoría de género ha de incluirse la mayor tendencia a la feminización de palabras masculinas mediante el morfema vocálico -a (presidenta, jefa, tigra), como lo hiciera el castellano con abuela o varonesa (varona) (Alvar y Pottier 1993:40-41), o la de sustantivos masculinos terminados en -a (la reuma, la idioma), ambos empleados normalmente por mi madre gallega.
Otros rasgos dentro de esta caracterización, por su extensión diatópica y/o diastrática, parecen destinados a instalarse. La disimilación semántica desarrollada por ciertos vocablos a partir de la oposición de género marcada por el artículo (el chinche-la chinche, el radio-la radio) es sólo continuidad del mecanismo castellano que hizo posibles el pozo-la poza, el toque-la toca, el bolso-la bolsa.
Así también la preferencia por las formas analíticas de los posesivos mediante el sintagma «de + pronombre sujeto» (la casa de él), en algunas regiones (SO de EE. UU. y región andina) con duplicación hipercaracterizadora (mi negocio mío) o desambiguadora (su padre de usted), ésta última, en verdad, llamativa sólo para buena parte de los americanos.
Una atracción analógica explica la concordancia en género y número del adverbio medio con el adjetivo al que modifica (son medios tontos, son medias locas).
En el dominio verbal es simplificadora la tendencia general al empleo del futuro perifrástico construido con «ir + infinitivo» para la expresión de acciones futuras o remotas, así como la creciente preferencia por el morfema -ra del subjuntivo en detrimento del derivado del pluscuamperfecto subjuntivo latino (comiera frente a comiese).
Sin ser fenómeno general ni exclusivamente americano, se manifiesta una tendencia cuantitativamente considerable a la neutralización de los valores temporales y aspectuales que oponen el pretérito perfecto simple y el compuesto (Donni de Mirande 1992b:666-668).
Los rasgos que hemos revisado, y que suelen enumerarse en los manuales consagrados al español de América, obedecen a tendencias estrucuturales del idioma, a procesos evolutivos simplificadores, generales, recurrentes y bien conocidos desde el latín vulgar y las manifestaciones iniciales del castellano. Muchos de ellos no son exclusivos de la variedad americana y, como hemos visto, no pocos corresponden a estratos bajos, rurales y escasa o nulamente escolarizados.
C) En este apartado incluimos rasgos que han perdurado en América más allá de su relativa extinción en el español general. A esta categoría corresponde la colocación del posesivo antecediendo al sustantivo en expresiones de vocativo (¿mi tío! ¿mi padre!) en hablas antillanas y venezolanas, y la forma lexicalizada mijo extendida hasta las modalidades rurales de la Argentina.
También a persistencia en el tiempo ha de atribuirse la anteposición del posesivo en construcciones con artículos indefinidos y con demostrativos, tales como se presentan en Guatemala, El Salvador y Honduras (una mi hermana, tomá esta tu comida).
Frente a estos rasgos del viejo patrimonio, que permanecen en el registro oral, es una retención de carácter benigno, advertida con reiteración por los especialistas peninsulares, la conservación de la distinción casual entre el acusativo y el dativo de los pronombres de tercera persona, lo que restringe el leísmo a las regiones antillana (fruto de expansión reciente y en contextos limitados), andinas de Bolivia, costa de Ecuador y de Perú, y Paraguay (Vaquero 1996:19-21, Granda 1992:690), y a determinados registros de habla y de lengua escrita.5 En este último caso, creo que la coexistencia de normas nacionales fuertes, que sustentan una y otra opción, tienden a estabilizar y consolidar la diferencia dialectal.
D) Dejamos para esta sección aquellos rasgos del español americano que, a nuestro juicio, afectan más fuertemente al español general, ya por su mayor alcance diatópico y diastrático, ya por su carácter innovador en el sistema gramatical. Una vez más, entendemos que es posible agrupar una primera serie de características con escasa incidencia en la norma estándar.
Los siguientes, en cambio, son fenómenos en los que se manifiesta una diferenciación dialectal definitiva o una más marcada falta de control por parte de los hablantes cultos, lo que podría implicar su extensión y permanencia:
Dejamos para el final el grupo de rasgos, muy innovadores en la estructura gramatical estándar, algunos de ellos fuertemente presentes en la variedad de Buenos Aires, que acaso todavía fuesen pasibles de retracción por parte de la acción educativa si se obtuviese el necesario consenso.
A la luz de nuestras consideraciones iniciales, la revisión de rasgos americanos que hemos intentado nos permite advertir la existencia de aquellos que por su dimensión diatópica o su distribución diastrática no parecen constituirse todavía en un riesgo para la unidad de la lengua en su nivel culto. Algunos de ellos son crónicos mecanismos resurrectos de regularización y simplificación del sistema, no sólo imparables sino acaso deseables como vías de renovación o de creación espontánea. Otros son el producto de una desacompasada evolución entre las modalidades peninsulares y las americanas. No poco responden a interferencias de lenguas en contacto, la importancia de cuyas alteraciones de la norma se ve limitada por la geografía y en muchos casos por su carácter transitorio. Cada uno de esos rasgos será tomado o desechado por la sociedad, que los incorporará a su norma local o valorará negativamente según criterios que no podemos anticipar.
La complejidad que presentan las situaciones lingüísticas del mundo hispanoamericano ya han sido diversamente expuestas, y acaso no esté de más recordar los problemas que supo resumir Moreno Fernández: «cómo tratar los préstamos aportados por otras hablas o lenguas, qué variedad del español enseñar y en qué variedad enseñarla, qué variedades deben usarse en los medios de comunicación social, cómo solucionar las dificultades que surgen en la relación entre lengua escrita y lengua hablada, qué estatus deberían tener las lenguas minoritarias y las variedades mixtas» (Moreno Fernández 1992:354). Más allá de las atendibles consideraciones que deberían guiar el trazado de una planificación lingüística según este mismo estudioso, un elemento parece conservar su vigencia: las comunidades necesitan y exigen una norma correcta que seguir (ibid.: 351), y hasta donde podemos basarnos en los datos que arroja una reciente encuesta realizada en Buenos Aires, sobrevive en los hablantes de todos los niveles la expectativa depositada en las instituciones docentes —escuela y universidad— en cuanto a su responsabilidad en la preservación de la calidad del idioma, misión que según los encuestados las instituciones estarían cumpliendo en forma muy imperfecta (Acuña-Moure 2000).
Nuestra convicción es que la unidad de la lengua sigue vinculada a una razón extralingüística —la voluntad de admitir una pertenencia lingüística—, y ésta depende exclusivamente de una voluntad colectiva de adscribirse a un dominio cultural común que se considera deseable. Superado este condicionamiento, y atendiendo a las diferentes situaciones que presenta el mosaico lingüístico hispanoamericano, no parece haber otro camino que la promoción de las normas cultas constituidas en su dilatado territorio, promoción alimentada hasta hace poco por la escuela y por las formas elaboradas de la literatura, y hoy jaqueada seriamente por los medios de comunicación masivos. Pero no puede resultar novedoso que la competencia generada por el mundo de los medios y del periodismo implica un círculo vicioso, puesto que con una educación deficiente, o con un débil aprendizaje de la lengua culta —como parece ser hoy el caso— los protagonistas de esos medios modélicos no parecen ser los mejor dotados para constituirse en faros normativos. Los resultados en este sentido están a la vista.
Se nos ocurre una última reflexión. La promoción y defensa de las normas cultas de España y América y su deseable conocimiento y aceptación mutuas serán más eficaces si se renuncia a su valencia ética tal como las concibió el purismo, y se las admite y difunde, antes bien, como custodia de un código de comunicación entre naciones que quieren, simplemente, entenderse.