La economía como disciplina científica nació con la industrialización. No es extraño, por tanto, que en su discurso haya dominado un cierto sesgo productivista, que otorga a los factores y recursos materiales, respecto a otros posibles activos intangibles, un papel preferente en la explicación del progreso económico. En el curso del último medio siglo, y muy especialmente a partir de la década de los setenta, esta visión comenzó a cambiar, al advertirse la importancia que en el comportamiento económico tienen variables sociales de carácter no material, relacionadas con el marco institucional y de incentivos disponible, con el cuadro de valores que informa a las personas, con las relaciones que los agentes sociales traban entre sí y con los conocimientos que se acumulan no sólo en las máquinas, sino también en los individuos y en las organizaciones.
Al concepto de capital físico, variable central en las explicaciones tradicionales del crecimiento económico, se fueron añadiendo los términos de capital humano, que expresa los niveles de formación y capacitación de las personas, de capital natural, asociado al patrimonio de recursos aportado por la naturaleza, y de capital social, que alude a los niveles de confianza social, al grado de asociacionismo, a la conciencia cívica y a los valores culturales dominantes en la sociedad. Junto a ello, hoy se insiste más que antaño en el papel crucial que para el progreso económico tiene la existencia de un marco institucional y normativo adecuado, al tiempo que se reclama como condición de desarrollo el establecimiento de una situación efectiva de buen gobierno. Se abre espacio así a factores intangibles relacionados con las instituciones, los saberes, las normas y los valores colectivos en la explicación del progreso.
Es importante subrayar este cambio, no sólo por el enriquecimiento que comporta en la teoría económica, al ampliar el espectro de sus preocupaciones analíticas, sino también por los puentes que de este modo proyecta hacia otras disciplinas y ámbitos de la reflexión humana. Remedando una terminología extraída de la informática, cabría decir que si la reflexión económica en el pasado se centró sobre el hardware productivo de los países, hoy dedica una más destacada atención al software de las sociedades: de la realidad tangible y exteriorizada de los recursos productivos al universo menos material de las instituciones, las políticas, los conocimientos y los valores. Y, al igual que el software informático se configura y expresa al modo de un lenguaje, también la lengua, el idioma define y articula buena parte de los factores intangibles más relevantes de una sociedad.
El papel central que la teoría económica atribuye al mercado ha alentado, en ocasiones, visiones excesivamente reductoras de la realidad social, que dañan la riqueza analítica e interpretativa de la disciplina. De hecho, alguno de los más notables extravíos de la ciencia económica deriva de esa abusiva sinécdoque que supone entender que no hay otro mecanismo de asignación y coordinación social eficiente que el mercado o que no existe más universo que el de los bienes aptos para su transacción mercantil.
En la realidad económica existen numerosos bienes —los llamados bienes públicos y semipúblicos—, algunos de muy destacada utilidad social, que no se ajustan a semejante patrón, por no ser excluibles, al no poderse determinar fácilmente la compensación que se requiere para acceder a su titularidad —el precio—; y por no ser rivales, al estar disponibles para todos de una forma no limitada una vez que son producidos. Estas características limitan el estímulo que los potenciales consumidores tienen para asumir, de forma espontánea, el coste equivalente a su producción. Son bienes, por tanto, que no pueden ser dejados a la gestión del mercado, siendo necesario el recurso a la acción social coordinada para regular su provisión y consumo.
La lengua tiene, como se habrá advertido, gran parte de las características propias de un bien público. Se trata de un bien no excluible, ya que no cabe atribuir un precio que limite el acceso a su titularidad y consumo; y es, desde luego, un bien claramente no rival, en la medida en que el uso del idioma por parte de un determinado agente no impide similar práctica por parte de consumidores rivales. Es más, cabría decir que la potencialidad de los servicios que la lengua proporciona se amplifica en la medida en que aumenta el número de las personas que recurren a su utilización.
De acuerdo con las características señaladas, la regulación del uso de la lengua, su protección e, incluso, su provisión no puede ser dejada al cuidado espontáneo del mercado, debiendo ser asumida por las instituciones públicas. Acaso la anterior expresión puede suscitar la sorpresa de muchos. Es claro que la protección de un idioma —caso de considerarse necesaria— debe corresponder a instituciones con capacidad normativa, pero ¿cabe extender semejante responsabilidad al ámbito de la producción idiomática? ¿No es acaso cierto que el idioma se produce de forma espontánea, a instancias de la expresión popular, como resultado de la vitalidad comunicativa de las gentes?
Si por producción lingüística se entiende la generación de nuevos recursos expresivos, nuevos giros idiomáticos o nuevas voces y vocablos, habrá que convenir en que es la calle su principal factoría. No obstante, la potencia comunicativa de un idioma, su fortaleza y funcionalidad, dependen de la capacidad que una comunidad tiene para convertir su lengua en un elemento de identidad y en un polo de referencia y atracción para grupos ajenos; lo que, a su vez, está en relación con la amplitud, riqueza intelectual y vitalidad creativa de la comunidad social que la respalda. Dicho de otro modo, la potencialidad de un idioma depende, por un lado, de la capacidad que la lengua tiene para erigir lazos identitarios en el seno de la comunidad que la practica y, por otro, de la vitalidad creativa e intelectual y de la ascendencia internacional de dicha comunidad. Ha de convenirse en que los poderes públicos tienen una notable responsabilidad en la promoción de todos estos factores.
Pero el propósito de este artículo no es sólo justificar la importancia que tiene la acción pública para amplificar la funcionalidad y potencia de un idioma: se propone sugerir, además, que la tarea de engrandecer un idioma si tiene un indudable interés cultural, tiene también un muy destacable interés económico.
No es fácil identificar de una manera precisa aquellas funciones que la lengua cumple desde una perspectiva económica: su papel como elemento de cohesión de una comunidad, como factor de identificación y de vertebración colectiva, dificulta semejante tarea de disección. No obstante, es posible avanzar en la reflexión, señalando alguna de sus funciones más señaladas. Entre ellas habría que entresacar las cuatro siguientes.
a) La lengua como mercadoUna de las primeras y más inmediatas dimensiones económicas de la lengua alude a la enseñanza del idioma como actividad mercantil, ámbito propicio para la generación de iniciativas empresariales. En este caso, el soporte de los bienes y servicios sobre los que se constituye el mercado es el propio idioma: es decir, la enseñanza de la lengua y el adiestramiento en su uso. Es el idioma, por tanto, materializado en un conjunto de bienes requeridos para el proceso formativo (libros, diccionarios, materiales pedagógicos complementarios…); y de servicios asociados a la enseñanza (centros docentes, viajes organizados, estadías, profesorado…). La profundidad y amplitud de este mercado depende muy crucialmente de la dimensión y utilidad internacional del idioma, ya que es el resto de la comunidad internacional —más que la titular de la lengua— quien determina la demanda básica. Una demanda que va a estar influida por la capacidad creativa, la influencia económica y política y la ascendencia intelectual de la comunidad lingüística en cuestión.
La experiencia anglosajona puede constituir un adecuado ejemplo de lo que se sugiere: tanto en Estados Unidos como en el Reino Unido existe un vigoroso sector de la actividad empresarial vinculado a la enseñanza de la lengua, que acoge centros de enseñanza, actividades de preparación de profesorado, publicaciones en muy variados soportes, organización de viajes y servicios de acogida para los alumnos. Una actividad que se despliega tanto en el propio país como en mercados ajenos, alentando una fecunda vía para las relaciones internacionales.
Por lo que atañe al español, las posibilidades son notables, aun cuando resta mucho por hacer en este ámbito. Cada vez son más las personas que integran el español entre sus preferencias lingüísticas, tanto en Europa como en Estados Unidos o Japón. La reciente declaración de segunda lengua de enseñanza obligada en las escuelas de Brasil, la existencia de más de 30 millones de hispanohablantes en Estados Unidos o el atractivo económico y cultural de los mercados español e iberoamericano, llamado a seguir una senda ascendente en el tiempo, son factores, entre otros, que contribuyen a despertar el interés creciente por un correcto aprendizaje del español. Pero, la escasa dotación de ofertas formativas atractivas, en las que se combine el aprendizaje del idioma con otras actividades complementarias de carácter turístico y cultural, hace que sea todavía muy limitado este mercado tanto en España como en el resto de los países hispanohablantes. No obstante, se trata de una de las vertientes económicas más inmediatas de la potencia de un idioma.
b) La lengua como soporte de la creación: la industria culturalLas posibilidades económicas de un idioma no se agotan en este primer ámbito relacionado con su difusión y enseñanza: necesariamente deben considerarse también las posibilidades que aparecen asociadas a la comercialización de aquellos productos que descansan de modo central en el idioma. Es el caso, en primer lugar, de aquellos ámbitos creativos cuyo soporte básico es la lengua, como la literatura, la canción, el teatro o el cine; afecta también a las actividades profesionales que dependen del recurso idiomático, como puedan ser las desempeñadas en los medios de comunicación, en sus diversas especialidades y soportes (prensa escrita, radio o televisión); y, en fin, llega a incidir también sobre aquellos ámbitos relacionados con la difusión y divulgación de la producción científica e intelectual (investigaciones, estudios, ensayo). En la mayor parte de los casos aludidos no puede decirse que el idioma sea la materia misma de las transacciones, pero constituye un soporte crucial para definir su contenido.
Conviene advertir que, al contrario que en la función precedente, en ésta el mercado lo conforma la propia comunidad hispanohablante, si bien con posibilidades de extensión a otros ámbitos lingüísticos que se sientan atraídos por la producción específica en español. La capacidad para ensanchar ese mercado dependerá crucialmente de la originalidad y vitalidad creativa que en los ámbitos señalados tenga la comunidad hispanohablante, por una parte, y de la capacidad de la industria para convertir esas creaciones en productos accesibles y atractivos en los mercados, por la otra. Si el primer factor es importante, el segundo es igualmente decisivo: por mucha que sea la creatividad de un pueblo, el mercado derivado de sus producciones artísticas e intelectuales quedará limitado si no existe una industria cultural suficientemente poderosa como para difundir y rentabilizar el esfuerzo. Por lo demás, la existencia de esa industria, si no garantiza la calidad de las creaciones, sí estimula su producción, contribuyendo de este modo a ampliar el vigor creativo de la comunidad.
El despliegue de la industria cultural no debe entenderse como una tarea encomendada a los poderes públicos: es función de la iniciativa privada (editoriales, productoras, empresas de comunicación…) identificar las oportunidades de negocio que se abren en este campo. Si bien debe ser el sector público el que establezca el marco normativo y de apoyo a la industria para hacerla viable. Especialmente en el caso de aquellas producciones creativas más innovadoras y arriesgadas, en aquellas de mayor interés social o en las que comportan costes difícilmente recuperables.
Cabe decir que el progreso que experimentó España en este ámbito ha sido verdaderamente destacable, especialmente en el caso de la producción editorial y de la comunicación, donde es muy notoria la presencia de poderosos grupos empresariales con proyección más allá de las fronteras nacionales. Sólo en España se registra una producción editorial cercana a los 62 000 títulos al año; a los que hay que añadir los 90 000 editados en América Latina, más de 40 000 en lengua española. Lo que da idea de un mercado amplio y con un potencial de dinamismo notable. Para España esta producción es fuente de un próspero comercio internacional, exportándose tres veces y media el valor de lo que se importa; al tiempo que se mantiene a lo largo del tiempo una modesta pero continuada acción inversora en el exterior. De hecho, el sector editorial concentra en torno al 1 por 100 de las exportaciones españolas y cerca del 0,7 por 100 de las inversiones en el exterior como promedio de los últimos cuatro años.
c) La lengua y los costes de transacciónUna tercera dimensión económica de la lengua es la que se deriva de la reducción que en los costes de transacción tiene el recurso a un medio de comunicación compartido entre las partes: se trata de uno de los beneficios económicos de la comunidad de lengua menos explorados pero más significativos. Se entienden como costes de transacción aquellos en que incurren los agentes como consecuencia de las tareas de identificación y conocimiento entre las partes, de negociación de las condiciones del intercambio y de fijación de las garantías y compensaciones en caso de incumplimiento. Estos costes pueden ser elevados cuando se trata de una operación económica compleja, como pueda ser la provisión de un bien de equipo con especificaciones técnicas precisas, un acuerdo de cooperación interempresarial o un proyecto de inversión directa.
En razón a su naturaleza, la magnitud de los costes de transacción depende de la capacidad de comunicación y de entendimiento entre las partes: de ahí las ventajas que proporciona la pertenencia de ambas a una misma comunidad idiomática. No sólo por la incomparable ventaja que proporciona para la comunicación, sino también por el papel central que el idioma tiene —a continuación se insistirá en ello— en la generación de valores, hábitos y marcos institucionales compartidos. De ahí que la presencia de un idioma común constituya un poderoso mecanismo para reducir los costes de transacción, facilitando los procesos de internacionalización económica.
Semejante evidencia inspiró una de las hipótesis interpretativas más novedosas de la secuencia de internacionalización de la empresa, que alude a la distancia sicológica entre mercados como uno de los factores que condiciona la proyección internacional. Las empresas, con el objeto de reducir los costes de transacción y los niveles de riesgo, suelen iniciar su experiencia internacional en los mercados que mejor conocen, los que perciben como más afines, aquellos con los que tienen menor distancia sicológica; y sólo se proyectan hacia áreas más remotas una vez que logran acumular experiencia y capacidades en esos escenarios más familiares. Disponer de un entorno amplio y dinámico de mercados internacionales sicológicamente cercanos se conforma como un activo valioso para el aprendizaje internacional de las empresas.
España, sin duda, confirma esta hipótesis: la internacionalización de la empresa española comenzó, y de manera muy señalada, en el ámbito de Iberoamérica y de Portugal, los dos escenarios con los que nuestro país tiene mayor cercanía lingüística y cultural. Antes incluso de haberse liberalizado la inversión en el exterior, en el entorno de los años setenta, más de la mitad de los capitales españoles se orientaban hacia aquella región americana; y el porcentaje pasa a suponer entre un tercio y la mitad de la inversión en los años más recientes. De hecho, es en los dos mercados señalados donde la presencia de intereses españoles adquiere una mayor relevancia, hasta situar a España en los primeros lugares entre los inversores foráneos. La dimensión y el potencial dinamismo de algunos mercados latinoamericanos en el futuro —más allá de las circunstancias azarosas del presente— convierten a la comunidad lingüística hispanohablante en un poderoso factor de estímulo —y en un escenario de aprendizaje— para los procesos de internacionalización de la empresa española.
d) La lengua como seña de identidadPor último, la lengua cumple una función básica como materia envolvente de una comunidad: elemento básico de identidad colectiva y factor de diferenciación frente al resto. Abusando del lenguaje económico, cabría decir que la lengua es la más poderosa y eficaz imagen de marca de un colectivo. Como tal, el atractivo de la lengua ayuda a caracterizar el potencial económico y cultural de una comunidad, al tiempo que la ascendencia de esa comunidad incide sobre el interés internacional que despierta su lengua.
Por lo demás, a través de esa función generadora de identidad social, la lengua ayuda a moldear la cultura de una comunidad, a generar los valores colectivos que la conforman y hasta las instituciones sociales en que aquellos se expresan. Fue Wittgestein quien señaló que la frontera del saber la determina el alcance de cuanto puede ser nombrado. Sin el determinismo lógico que la anterior sentencia comporta, habría que convenir en que es también la lengua la que conforma culturas y valores. De ahí que sea tan frecuente encontrar afinidades culturales y semejanzas de orden institucional entre países de una misma área idiomática, aun cuando sus fronteras se encuentren separadas por océanos. Y todos estos factores facilitan la integración económica de los países y su proyección sobre comunidades lingüísticas ajenas.
A lo largo de las páginas anteriores se ha tratado de argumentar que el respaldo a la capacidad y potencia de un idioma no es sólo una empresa de interés cultural, sino también de interés económico; y se identificaron como factores cruciales en la potenciación del idioma tanto el despliegue de la capacidad creativa de la comunidad como el desarrollo de una industria que proyecte semejantes logros y realizaciones.¿Cuál ha sido la relación entre estos dos factores en el caso español? La perspectiva histórica puede aportar algunos elementos esclarecedores en la relación entre desarrollo económico y proceso creador, entre modernización social e incidencia de la lengua y la cultura española.
A grandes trazos, y para lo que aquí interesa destacar, lo que en seguida sobresale es la diferencia entre los dos primeros tercios del siglo xx, por una parte, y el último tercio del novecientos hasta la actualidad, por la otra. Digámoslo muy sumariamente: durante los dos primeros tercios del siglo xx, el sobresaliente proceso de creación artística y cultural en España va muy por delante de la modernización económica y social, con soportes empresariales y articulación mercantil para los productos de la esfera creativa muy endebles, aunque en consonancia con una economía poco desarrollada y muy encerrada en su propio mercado interior. Por el contrario, en el curso de los tres últimos decenios, aquella relación parece haberse invertido, sobresaliendo ahora el vigor del crecimiento económico, la amplitud de la apertura exterior y el calado de las transformaciones sociales, siendo obligado, por eso mismo, disponer de nuevos soportes industriales y comerciales para que la creación artística y cultural encuentre campo apropiado para el despliegue de sus potencialidades y el aprovechamiento económico de sus logros.
Sin duda, puede tildarse de simplificador este esquema dual, que pasa por encima, entre otras cosas, de los heterogéneos subperíodos que agrupan cada una de las dos grandes etapas que distinguimos; pero creo que no falsifica lo sucedido, aportando una sugerente línea de interpretación.
Contemplando por unos instantes la primera de esas dos asimétricas partes en que proponemos dividir el siglo recién concluido, apreciamos, efectivamente, cómo las sucesivas hornadas de hombres de ciencia y los cultivadores de los diversos campos de la cultura literaria, artística rivalizan en capacidad y brillo creativos, hasta el punto de poderse hablar, con justificada hipérbole, de una nueva edad de oro de la cultura española. Esto vale no solo para el primer tercio de siglo, es decir, para el conjunto de lo aportado por las generaciones del 98, del 14 y del 27; sino, también, para el más que notable escalón generacional siguiente, el de 1936 y, en parte aún, para el excelente de los años 50. Y vale también lo antedicho tanto para artistas como para investigadores, tanto para el ámbito de la cultura literaria como para el de la cultura científica, por recurrir a los términos de Snow.
Una potencia creativas muy superiores a los que podía exhibir el proceso de industrialización en España, que avanzaba a ritmo lento, sufriendo además un tajo profundo entre la mitad de los años 30 y el comienzo del decenio de 1950. Es cierto que en los dos primeros tercios del siglo la economía española, fuertemente protegida de la competencia exterior, diversifica su tejido industrial, tanto sectorial como territorialmente, al tiempo que se eleva el grado de urbanización y de alfabetización de la población; pero el crecimiento de la renta por habitante presenta como media un valor muy modesto, acentuándose, cuando la centuria está ya más que mediada, la distancia que durante el ochocientos arrastrábamos respecto de los niveles medios de renta de la mayor parte de los países europeos occidentales.
Ese es el marco económico en que se desenvuelven las trayectorias creativas de los integrantes de esos cinco peldaños generacionales señalados. Respecto de los que cabe predicar las tres notas caracterizadoras siguientes:
Ese modelo de relación entre producción de cultura, por un lado, y desarrollo económico y social, por otro, vigente durante más de medio siglo, en el que la inventiva y la creatividad individuales suplían, al menos en parte, carencias organizativas y compensaban la parvedad de impulsos institucionales para el fomento y la promoción de los productos artísticos e intelectuales; ese modelo propio de una industria poco evolucionada y de una economía muy cerrada sobre su mercado interior ha dejado de existir en apenas un tercio de siglo, desde iniciado el decenio de 1960 hasta el presente.
Cabe recordar a este respecto algo a lo que no siempre se presta la atención que merece: en apenas cuarenta años, a partir del comienzo de la década de 1960, el crecimiento económico español, en renta por habitante, ha sido con toda probabilidad equivalente al conseguido durante los ciento veinte años anteriores, descontando ese «decenio bisagra» que es el de 1950. Un dato que sin duda impresiona cada vez que se hace a colación. Un crecimiento no poco espectacular que ha ido acompañado de enormes cambios estructurales, como son el proceso de desagrarización, la apertura exterior y la ampliación de la capacidad económica del sector público.
Crecimiento y transformación que han hecho quebrar el anterior sistema de relaciones y funciones del mundo de la creación con su entorno. Una quiebra que debe dejar paso a otro modelo en el que la creatividad cultural y artística ha de contar con los necesarios resortes empresariales para moverse en un escenario sustancialmente modificado, esto es, el propio de un país de industrialización avanzada y con un alto grado de sincronización en una economía internacional cada vez más globalizada. Quiere decirse que el proceso de creación cultural ahora se enmarca en condiciones materiales radicalmente distintas: la chispa inventiva, el talento, incluso el genio del creador tendrán recortadas las posibilidades de dar a conocer, de proyectar, de trascender sus obras si no es a través de organizaciones sólidas de producción y de mercado. Sólo asumiendo esta realidad se podrá explotar adecuadamente — esto es, en términos de mercado y más allá de las fronteras— la multiplicada capacidad creativa que en la España democrática manifiestan generaciones nacidas ya a partir de los 50 y cuyos elementos históricos de referencia son la transición política y la convergencia con Europa.
Un contingente creativo al que debe sumarse, obligadamente, el que surge del resto de las sociedades hispanohabalantes, porque sobre todas ellas descansa el dinamismo de la comunidad lingüística, la potencialidad y el atractivo del idioma. Y, aunque con temporalidad distinta, también es común a la experiencia iberoamericana un cierto desajuste entre capacidad creativa y desarrollo industrial, que sólo parece haber logrado un acoplamiento vivificador en el entorno de las fecundas décadas que median entre los 50 y los 70, cuando creadores y editoriales de Hispanoamérica polarizaron la producción cultural en lengua española. Pasada esa época, y tras la severa crisis de los 80, todavía no parece recuperada la industria cultural iberoamericana, que se revela incapaz de situarse al nivel que reclama la vitalidad creativa de la región.
Todo lo cual apunta a una misma conclusión a uno y otro lado del océano: la necesidad de estimular una industria cultural que potencie los esfuerzos individuales, dándoles a éstos su valor de mercado. Y no será tanto el apoyo material del Estado lo que se requiera, en muchas ocasiones, cuanto la correcta definición de los derechos de propiedad, el marco de estímulos correcto para que los particulares se sientan, según el caso, atraídos a emprender, unos, y a sostener, otros, las empresas culturales. Empresas culturales en toda su dimensión, integrando los nuevos espacios que propician los nuevos entornos de comunicación. No cabe olvidar que, de acuerdo con los datos del 1999, cerca de 4 millones personas en España y más de 11 millones en América Latina, todos ellos de habla española, estaban conectados a Internet.
Apostar por la industria de la cultura, en suma, será una buena apuesta para la política económica española: los hechos lo hacen exigible. Entre otras cosas, para seguir aspirando a que España, también en este terreno, ahora ya a la puerta del nuevo milenio, sea capaz de flotar sobre la corriente de los tiempos, por emplear una expresión muy querida de Ortega, quizá el intelectual español de nuestro siglo que, gracias al apoyo industrial de Urgoiti, mejor cobertura empresarial ha encontrado para su trabajo creativo, lo cual tal vez no sea ajeno a la proyección que felizmente ha encontrado su obra. Tomemos todos buena nota.