Dicen los organizadores —según carta que en su día me envió Enrique Krauze— que no debo hablar más de cinco minutos. No sé si es que piensan que no ha de interesar lo que yo diga o si prefieren que hable poco, por si interesa demasiado. También puede suceder que sean conscientes de que en la sociedad del conocimiento todo sucede con gran rapidez. Puesto que Internet hace desaparecer las fronteras geográficas y temporales, cinco minutos en la red pueden convertirse en una eternidad. De todos modos, leeré deprisa por si la eternidad misma no me alcanza para decir lo que pienso.
Hay en el mundo cerca de cuatrocientos millones de personas que hablan y sueñan en español. De ellas, un noventa por ciento lo hacen en América y un diez por ciento en Europa, magnitud similar a la de quienes residen en los Estados Unidos. El idioma que emplean tiene la característica —que la mayoría de ellos desconoce— de su extraordinaria unidad: un mismo diccionario, una misma ortografía, idéntica gramática. Y es el único que se expansiona territorialmente sin el empuje de ningún imperio o potencia económica ni militar que lo avale. Diferentes en cuanto a razas, religiones y culturas, denotan no obstante una identidad común, basada precisamente en el idioma. Se es hispano, o latino, únicamente por hablar español. Este es un vínculo de una fortaleza inusitada, con raíces históricas profundas que nos recuerdan obstinadamente aquella época en que las patrias no eran las banderas, ni los ejércitos, ni las aduanas, ni las monedas. Las patrias eran las lenguas: las diferentes formas de conocerse, de comunicarse, de relacionarse.
Los pueblos hispánicos se distribuyen en medio de un espacio con forma de triángulo flexible cuyos vértices se asientan en la Europa del sur, los Estados Unidos y la América latina. Son en su mayoría pobres, aunque algunos de los territorios que ocupan resulten ricos en recursos naturales. Si nos fijamos en quienes esgrimen su orgullosa condición de europeos, anotaremos el salto experimentado en su desarrollo, pero no en el control sobre su propio destino. Al otro lado del charco, la suerte de los que habitan el corazón del imperio no es tan precaria como la del resto, pero siguen nutriendo los arrabales de la marginación. Un problema común a todos es que, en la nueva sociedad del conocimiento, no son los propietarios de la materia prima esencial, que es la información, no tienen el dominio de la tecnología, ni son los creadores del nuevo código mundial que regula la convivencia, el software, algo tan ajeno a nuestra cultura que ni siquiera hemos sido capaces de encontrar una traducción adecuada para la palabra, incorporada ya, en cursiva o sin ella, a los diccionarios del castellano, donde no halla alternativa ni sinónimo al que acogerse. Eso explica que en plena era de la globalización, una lengua como el español, hablada por más del siete por ciento de la población mundial, no ocupe más allá del tres por ciento de los intercambios en Internet. Churchill dijo que en el mundo —no se refería al diario, aunque quién sabe— hay mentiras, grandes mentiras, y estadísticas. Incluso si no nos fiamos mucho de éstas, no cabe la menor duda de que nuestro idioma está infrarrepresentado en la sociedad del conocimiento, quizás porque también lo está en el conocimiento mismo.
Los grandes medios de comunicación global son instrumentos importantes a la hora de intentar cambiar esta situación, pero es preciso conocer la realidad precaria en la que nos encontramos todavía. Si fusionáramos los cuatro mayores conglomerados de la comunicación en habla hispana, el grupo resultante apenas ocuparía el puesto número 16 de la clasificación mundial, pese a que daría servicio a casi doscientos millones de personas. Internet puede ser, por su parte, una herramienta poderosa para impulsar y sostener la identidad común de los hispanohablantes y se asegura que, dentro de cuatro o cinco años, serán más de setenta millones los cibernautas de lengua española. Pero para que un hecho así tenga las consecuencias apetecidas es necesario un gigantesco esfuerzo. La lucha por la introducción y permanencia del español en la red tiene mucho menos que ver con las cuestiones lingüísticas que con las decisiones políticas respecto a la dotación de infraestructuras de banda ancha y a la formación adecuada de los ciudadanos. La paradoja es que cuanto más se desarrolle ese proceso, más aumentará la dependencia tecnológica de nuestros pueblos respecto a los llamados países centrales si no somos capaces, antes, de desarrollar las industrias del lenguaje. José Antonio Millán señala en su libro Internet y el español que el monto de las regalías que los hispanohablantes tenemos que pagar por el uso de la red de tecnologías no desarrolladas en nuestro idioma se acerca a los seis mil millones de euros, cantidad equivalente a la facturación total de la industria editorial en español. El silencio perplejo que esta denuncia provoca entre la mayoría de los gobernantes solo sirve para poner de relieve la parvedad intelectual de tantos políticos, aparentemente entusiasmados con la Sociedad de la Información pero que, como toda respuesta a esas sus preocupaciones, no tienen mejor ocurrencia que distribuir computadoras a las escuelas antes de preguntar si ha llegado a ellas la luz eléctrica. Y, sin embargo, los políticos son necesarios. El peculiar comportamiento del mercado, dispuesto siempre a realizar más y más inversiones productivas o financieras precisamente allí donde ya sobran, no servirá para corregir los desequilibrios. Es preciso reivindicar, desde el principio de subsidiariedad, una intervención pública que permita achicar las enormes diferencias entre zonas del planeta y clases sociales, símbolo del fracaso de nuestra pretendida civilización planetaria.
La existencia del universo multinacional hispanohablante debe servirnos para algo más que pronunciar frases de incendiada retórica sobre la Hispanidad. Pongamos, entonces, manos a la obra. Enseñanza y sanidad, junto a las demandas de las pequeñas y medianas empresas, deben recibir la atención prioritaria del desarrollo de la sociedad latina del conocimiento. La creación de comunidades virtuales entre universidades hispanas de ambas orillas del Atlántico es una experiencia que debe prolongarse al nivel del segundo grado educativo, con la implantación de bachilleratos cibernéticos y la elaboración de planes de formación para el profesorado, a fin de que este aprenda no solo a servirse de la tecnología sino, sobre todo, a cambiar de mentalidad. La sociedad digital implica una revolución del pensamiento, un cambio de punto de vista, pero no solo eso, sino también una nueva y auténtica weltanschaung, una concepción del mundo diferente de cuantas habíamos conocido. Si los maestros, los intelectuales, los empresarios, los líderes sociales, no entienden esto, las posibilidades de expansión de las nuevas tecnologías se verán limitadas.
Por eso, quienes creemos que el castellano encarna la raíz cultural e histórica de la comunidad hispánica, y conocemos y promovemos la fuerza de su unidad lingüística, debemos esforzarnos por proveer a la red de contenidos en español. Una lengua común es una historia común, una cultura, unos orígenes y un destino comunes. Y un instrumento incalculablemente valioso para fomentar la comprensión y el entendimiento mutuos, el desarrollo intelectual y el progreso científico, única forma de liberar a los pueblos de la opresión, la miseria y la ignorancia.