Hijo de un conquistador español y de una princesa inca, nacido en el Cusco el 12 de abril de 1539, la infancia y juventud de Gómez Suárez de Figueroa transcurrieron en una circunstancia privilegiada: el trauma de la conquista y destrucción del Incario se conservaba intacto en el recuerdo de indios y españoles, y los fastos y desgarros de la colonización, con sus luchas, enconos, quimeras, proezas e iniquidades tenían lugar poco menos que ante los ojos del joven bastardo cuya memoria se impregnó de aquellas imágenes sobre las que volvería medio siglo después, ávidamente.
A los veinte años, en 1560, Gómez Suárez de Figueroa partió a España, adonde llegó luego de un viaje que lo hizo cruzar la cordillera de los Andes, los arenales de la costa, el mar Pacífico, el Caribe, el Atlántico, Panamá, Lisboa y, finalmente, Sevilla. Fue a la corte con el propósito de reivindicar los servicios prestados por su padre, el capitán Garcilaso de la Vega, en la conquista de América y obtener por ello las mercedes correspondientes. Sus empeños ante el Consejo de Indias fracasaron, por las volubles lealtades de aquel capitán, a quien perdió la acusación de haber prestado su caballo al rebelde Gonzalo Pizarro en la batalla de Huarina, episodio que el joven mestizo trató luego de refutar o atenuar, en sus libros. Rumiando su frustración, fue a sepultarse en un pueblecito cordobés, Montilla, en el que pasó muchos años en total oscuridad. Salió de allí, por breve tiempo, para combatir entre marzo y diciembre de 1570, en la mesnada del Marqués de Priego, contra la rebelión de los moriscos en las Alpujarras de Granada, donde ganó sus galones de capitán.
En Montilla, luego en Córdoba, amparado por sus parientes paternos, vivió una existencia ordenada de la que sabemos, apenas, su afición a los caballos, que embarazó a una criada que le dio un hijo natural, que apadrinó abundantes bautismos y negoció unos censos con don Luis de Góngora. Y que se dedicó a leer y estudiar con provecho, pues, cuando, en 1570, aparezca su primer libro, una traducción del italiano al español de un libro de filosofía neoplatónica, los Diálogos de amor, de León Hebreo, el cusqueño de Montilla, que para entonces ha cambiado su nombre por el de Inca Garcilaso de la Vega, se ha vuelto un espíritu impregnado de cultura renacentista y dueño de una prosa tan limpia como el aire de los Andes. El libro fue prohibido por la Inquisición, y el Inca, cauteloso, se apresuró a dar la razón a los inquisidores admitiendo que no era bueno que semejante obra circulara en lengua vulgar «porque no era para vulgo».
Para entonces, estaba empeñado en una empresa intelectual de mayor calado: la historia de la expedición española a la Florida, capitaneada por Hernando de Soto y, luego, por Luis de Moscoso, entre 1539 y 1543, aprovechando los recuerdos del capitán Gonzalo Silvestre, un viejo soldado que participó en aquella aventura y a quien Garcilaso había conocido en el Cusco. Aunque, en sus páginas, el Inca alega, dentro de los tópicos narrativos de la época, ser un mero escriviente de los recuerdos de Silvestre y de otros testigos de aquella desventurada expedición, La Florida del Inca, impresa en Lisboa en 1605, es, en verdad, una ambiciosa relación de arquitectura novelesca, impregnada de referencias clásicas y escrita con la alianza de peripecias, dramatismo, destellos épicos y colorido de las mejores narraciones caballerescas. Este texto basta para hacer de él uno de los mejores prosistas del Siglo de Oro.
Pero, el libro que lo ha inmortalizado y convertido en símbolo, son los Comentarios Reales, cuya primera parte, dedicada al Imperio de los Incas, se publicó asimismo en Lisboa, en 1609, cuando Garcilaso tenía 70 años, y la segunda, llamada Historia General del Perú, sobre las guerras civiles y los comienzos de la Colonia, en 1617, un año después de su muerte. El Inca asegura que sólo escribió «lo que mamé en la leche y vi y oí a mis mayores», es decir, esos parientes maternos, como Francisco Huallpa Tupac Inca Yupanqui, y los antiguos capitanes del emperador Huayna Cápac —tío de su madre—, Juan Pechuta y Chanca Rumachi, cuyas historias sobre el destruido Tahuantinsuyo maravillaron su infancia, en evocaciones que él resumió de manera fulgurante: «De las grandezas y prosperidades pasadas venían a las cosas presentes, lloraban sus reyes muertos, enajenado su imperio y acabada su República. Estas y otras semejantes pláticas tenían los Incas y Pallas en sus vistas, y con la memoria del bien perdido siempre acababan su conversación en lágrimas y llanto, diciendo: Trocósenos el reinar en vasallaje».
Pero, pese a la solidez de sus recuerdos, a sus consultas epistolares a los cusqueños, y al cotejo que realizó con otros historiadores de Indias, como Blas Valera, José de Acosta, Agustín de Zárate o Cieza de León, los Comentarios reales deben tanto a la ficción como a la realidad, porque embellecen la historia del Tahuantinsuyo, aboliendo en ella, como hacían los amautas con la historia incaica, todo lo que podía delatarla como bárbara —los sacrificios humanos, por ejemplo, o las crueldades inherentes a guerras y conquistas— y aureolándola de una condición pacífica y altruista que sólo tienen las historias oficiales, auto-justificadoras y edificantes. Para resaltar más los logros del Incario, a todas las culturas y civilizaciones anteriores o contemporáneas a los Incas las ignora o acusa de primitivas y salvajes, viviendo en estado de naturaleza y esperando que llueva sobre ellas, maná civilizador, la colonización de los incas, cuyo dominio magnánimo y pedagógico «los sacaban de la vida ferina y los pasaban a la humana». La descripción de las conquistas de los emperadores cusqueños es pocas veces guerrera; a menudo, un ritual trasplantado de las novelas de caballerías y sus puntillosos ceremoniales, en el que los pueblos, con sus curacas a la cabeza, se entregan a la suave servidumbre del Incario tan convencidos como los propios incas de la superioridad militar, cultural y moral de sus conquistadores. A veces, las violencias que éstos cometen son el correlato de su benignidad, pues las infligen en nombre del Bien para castigar el Mal, como el Inca Cápac Yupanqui, que, después de reducir pacíficamente incontables pueblos y tribus, ordena a sus generales que, en los valles costeros de «Uuiña, Camaná, Carauilli, Picta, Quellca y otros» hagan «pesquisa de sodomitas y en pública plaza quemasen vivos los que hallasen, no solamente culpados sino indiciados, por poco que fuesen […] porque en ninguna manera quedase memoria de cosa tan abominable» (Libro II, cap. 13). Para ensalzar la civilización materna, el Inca asimila a los emperadores cusqueños a la corrección política europea y a la moral de la Contrarreforma.
¿Por qué esta idílica visión del Imperio de los Incas ha pasado, pese a las enmiendas de los historiadores, a tener una vigencia que ninguna de las otras, menos fantasiosas, haya merecido? A que Garcilaso fue un notable escritor, el más artista entre los cronistas de Indias, y a que su palabra contagiaba a todo lo que escribía ese poder de sobornar al lector que los grandes creadores infunden a sus ficciones.
Es un gran prosista, y su prosa rezuma poesía a cada trecho. Nos habla del «hervor de las batallas» y asegura que los habitantes de esa República feliz, como en las utopías renacentistas, «trocaban el trabajo en fiesta y regocijo». ¿Por qué lucían tan feraces los maizales? Porque los incas «echaban al maíz estiércol de gente […] que es el mejor». ¿Qué son esas majestuosas siluetas que surcan los cielos? Las «aves que los indios llaman cúntur […] tan grandes que muchas se han visto tener cinco varas de medir, de punta a punta de las alas». Su paisaje favorito es el de los Andes, «aquella nunca jamás pisada de hombres ni de animales, inaccesible cordillera de nieves que corre desde Santa Marta hasta el Estrecho de Magallanes…». Pero la visión de la costa y sus desiertos y playas espumosas le inspira también descripciones deslumbrantes, como la de los alcatraces pescando.
Hombre de vida tranquila y disciplinada, según revelan los documentos que nos han llegado de él, Garcilaso proyecta ese ideal doméstico sobre el Imperio de los Incas en el que alaba, antes que nada, «su orden y concierto». La manía de la limpieza era tal, afirma, que los Incas mandaban dar «azotes en los brazos y piernas» a los desaliñados, y exigían como tributos «canutos de piojos» en su «celo amoroso de los pobres impedidos, por obligarles a que se despiojasen y limpiasen».
Muchas páginas de antología hay en los Comentarios reales, como la aventura del náufrago Pedro Serrano, precursor y acaso modelo del Robinson Crusoe, la enfermedad de la luna y los conjuros para curarla, la conquista de Chile por Pedro de Valdivia y las rebeliones araucanas, y, principalmente, la evocación del Cusco, su tierra. A la nostalgia y el sentimiento que impregnan este texto de ternura y delicadeza, se suman una precisión abrumadora de datos animados por pinceladas de color que trazan, en inmenso fresco, la belleza y poderío de la capital del Incario, con sus templos al sol y sus conventos de vírgenes escogidas, sus fiestas y ceremonias reglamentadas, y lo pintoresco de los tocados que distinguían a las diferentes naciones viviendo en esta ciudad cosmopolita, erizada de fortalezas, palacios y barrios conformados como un prototipo borgiano, pues reproducían en formato menor la geografía de los cuatro suyos o regiones del Tahuantinsuyo.
La elegancia de este estilo está en su claridad y en su respiración simétrica, en sus frases de vasto aliento que, sin perder la ilación ni atropellarse, despliegan, en perfecta armonía, ideas e imágenes que alcanzan, algunas veces, la hipnótica fuerza de las narraciones épicas, y, otras, los acentos líricos de las elegías. El Inca Garcilaso, «forzado del amor natural de la patria», que dice haberle impulsado a escribir, perfecciona la realidad objetiva para hacerla más hechicera, sobre un fondo de verdad histórica con el que se toma libertades pero sin romper nunca del todo. Los Comentarios Reales es una de esas obras maestras contra las que en vano se estrellan las rectificaciones de los historiadores, porque su verdad, antes que histórica, es estética y verbal.
El logro extraordinario del libro —dicho esto sin desmerecer sus méritos sociológicos e historiográficos—, ocurre en el lenguaje: es literario. Del Inca se ha dicho que fue el primer mestizo, el primero en reivindicar su condición de indio y de español, y, de este modo, también, el primer peruano o hispanoamericano de conciencia y corazón, como dejó predicho en la hermosa dedicatoria de su Historia General del Perú: «A los Indios, Mestizos y Criollos de los Reynos y Provincias del grande y riquísimo Imperio del Perú, el Ynca Garcilaso de la Vega, su hermano, compatriota y paisano, salud y felicidad». Pero, acaso sea más importante todavía que, gracias a la cristalina y fogosa prosa que inventó, fue el primer escritor de su tiempo en hacer de la lengua de Castilla una lengua de extramuros, de allende el mar, de las cordilleras, las selvas y los desiertos americanos, una lengua no sólo de blancos, ortodoxos y cristianos, también de indios, negros, mestizos, paganos, ilegítimos, heterodoxos y bastardos. En su retiro cordobés, este anciano encandilado por el fulgor de sus recuerdos, perpetró, el primero de una vastísima tradición, un atraco literario y lingüístico de incalculables consecuencias: tomó posesión del español, la lengua del conquistador y, haciéndola suya, la hizo de todos, la universalizó. Una lengua que, como el runa-simi, que él evocaba con tanta devoción, se convertiría desde entonces, igual que el quechua, la lengua general del Imperio de los Incas, en el medio de expresión de muchas razas, culturas, geografías, una lengua que, al cabo de los siglos, pasaría a representar a una veintena de sociedades desparramadas por el planeta, y a cientos de millones de seres humanos, a los que hace sentirse solidarios, hijos de un tronco común, y partícipes, gracias a ella, de la modernidad.
Éste ha sido un vastísimo proceso, con innumerables figurantes y actores. Pero, si hay que buscar un hito clave en el largo camino del español, desde sus remotos orígenes en las montañas asediadas de Iberia hasta su formidable proyección presente, es de justicia recordar los Comentarios reales que escribió, hace cuatro siglos, en un rincón de Andalucía, un cusqueño expatriado al que espoleaban una agridulce melancolía y esa ansiedad de escribidor de preservar la vida o de crearla, sirviéndose de las palabras.