Discurso del Presidente de la República de Colombia, Andrés Pastrana Arango, con ocasión del almuerzo ofrecido por Su Majestad, el Rey Juan Carlos I de España, a los asistentes al II Congreso de la Lengua Española]
Majestad:
Con muchísima razón don Carlos Fuentes afirmaba que «la lengua española es nuestra patria». Yo, además, pienso que ella expresa la plenitud de nuestra alma. Desde esa patria y desde esa alma saludo en Usted toda la hispanidad que desde el Mio Cid y don Gonzalo de Berceo, pasando por el genio de Cervantes, la plenitud poética de Machado, la no menos de Rubén Darío, y llegando hasta las orillas de lo inimaginable en Borges y en García Márquez, se ha hecho merecedora de ingresar como una de las grandes lenguas del mundo en el tercer milenio de esta historia.
La grandeza de la lengua española reside en haber sido capaz de expresar al ser humano en todas las dimensiones del decir, del sentir, del desear, del soñar, del amar y sobre todo del pensar. Pero, siendo todo esto tan importante, la lengua es ante todo «una forma de convivir» y la lengua española ha sido magistral en generar razones y expresiones permanentes de convivencia.
Es por esto que terroristas y violentos cuando actúan contra una nación procuran cambiar los significados de las palabras haciendo que ellas no signifiquen lo mismo para todos y llegamos, entonces, a la irracionalidad de hacer uso, conjuntamente, de las palabras «libertad», «vida», «verdad» y «democracia», cuando todas ellas significan para unos la defensa de lo humano y para otros la destrucción de la persona y de la sociedad.
Alain Touraine escribe angustiado un libro bajo el título ¿Podemos vivir juntos? para indicar que la convivencia es el gran interrogante de la era de la información y del tercer milenio que apenas despunta.
Hemos dejado atrás —Majestades y amigos todos— la guerra fría, la coexistencia pacífica, donde el valor por excelencia era aquel de la sociabilidad, en donde era preciso —para ser buen ciudadano y persona respetada— «no hacerle el mal a nadie». Ahora el mundo cambió y su objetivo central es el de la convivencia, que crece sobre el valor positivo de la solidaridad, bajo el cual no podemos satisfacernos no haciéndole el mal al prójimo sino que debemos responder al imperativo de hacerle el bien a los demás.
Es por ello que no podemos permitir la mutación perversa del significado en las palabras que expresan nuestros valores fundamentales.
La lengua está ahí para favorecer la convivencia y ésta sólo es posible cuando su significado y sus alcances son comunes a quienes quieren vivir en paz.
Donde una lengua no tiene significados claros el consenso no es posible; ya Kafka afirmaba que «donde hay un malentendido la ruina es inevitable».
Cuando pienso en la convivencia y en la paz estoy cada más seguro de que el español es la lengua del siglo xxi, la lengua del tercer milenio porque es la lengua de la solidaridad y de la paz.
Majestades, amigos Académicos y amigos de la lengua española: quiero expresar, ahora, mi reconocimiento a la Real Academia de la Lengua Española y al Instituto Cervantes, sobre todo por su trabajo permanente en la difusión de la lengua y su labor a través del Centro Virtual Cervantes, en donde se ha dado lugar de preferencia a nuestra Cartagena de Indias y a nuestros escritores. Manifiesto igualmente ante ustedes el compromiso entusiasta de Colombia para albergar en el 2005 el Cuarto Congreso Internacional de la Lengua Española.
Majestad, amigos todos:
Vengo de «Nuestra América», la de Martí y la de nosotros, la que ha enriquecido en el crisol del mestizaje la vitalidad de la lengua española; es decir, vengo del futuro, allí donde la imaginación y la realidad se disputan el tiempo y el espacio; allí donde los niños desde la gran gramática de la fantasía escriben hoy las historias que ellos mismos convertirán mañana en Historia.
Don Quijote y Sancho deben regresar porque a veces la única redención de la dura realidad es la locura de los sueños. Cuentan que Gandhi desde el dolor de la violencia padecida soñaba la paz y le ponía sonido a la palabra, la acariciaba, se encelaba con ella y la paz… llegó.
¿Cuántas veces nosotros recordamos la paz que vamos a vivir en el futuro? ¡El recuerdo de lo que seremos nos alienta el existir!
Hace poco tiempo murió Eligio García Márquez —el hermano de Gabo— y nos dejó un tomo escrito sobre Cien años de soledad bajo el inquietante título Tras las claves de Melquíades. Allí nos decía que en Cien años de soledad todo es real, desde Remedios la Bella subiendo al cielo, hasta las mariposas amarillas revoloteando en torno a Mauricio Babilonia. Todo es real porque «el primero de la estirpe está amarrado en un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas». Todo es real porque Aureliano sigue siendo el más lúcido de todos los colombianos. Porque Úrsula sigue siendo la más real de todas las fantasías, y Melquíades sigue desesperadamente organizando la realidad y poniendo atención a la tarea que Aureliano cumple en el propósito de combatir el olvido, usando aquella fórmula de nominar cada realidad con la palabra que le corresponde.
Fue justamente Aureliano quien concibió la fórmula para combatir la enfermedad del olvido, cuando ésta invadió las tierras de Macondo: la fórmula no era otra que el uso de las mismas palabras. Así, con un hisopo entintado, él y José Arcadio comenzaron a marcar cada cosa con su nombre, antes de olvidarlas: «mesa», «silla», «reloj», «puerta», «pared», «cama», «cacerola». Luego fueron al corral y marcaron los animales y las plantas: «vaca», «chivo», «puerco», «gallina», «yuca», «malanga», «guineo». Entonces entendieron que tal vez con la enfermedad no sólo olvidarían los nombres sino también la utilidad de las cosas. Así que, por ejemplo, colgaron de la cerviz de la vaca este letrero: «Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche». Finalmente, como última prevención contra el olvido, pusieron en la entrada del camino un anuncio que decía «Macondo» y colocaron otro más grande en la calle central que decía: «Dios existe».
Es a nombre de Melquíades y de los alucinados habitantes de Macondo que vengo a este Congreso a decir que entre nosotros la lengua española continúa viviendo, aún ahora que Aureliano Buendía ha descifrado los pergaminos de la convivencia y ha encontrado que, al contrario de todo lo que se ha dicho, los colombianos sí tenemos «una segunda oportunidad sobre la tierra».
Es a nombre de Melquíades y de todos estos personajes capaces, como Don Quijote, de soñar las realidades que quieren forjar, que saludo nuestra amistad y nuestra unión en torno a nuestra lengua española que cada día nos acerca más en la tarea de construirnos un futuro común.
Permítanme, por ello, terminar estas palabras levantando mi copa y brindando, primero que todo, a la salud de Su Majestad, el Rey Juan Carlos I y de Su Majestad, Doña Sofía, cuya hospitalidad hoy nos reúne en torno a nuestra lengua común. Brindo por el querido pueblo de España, por su legado que tanto apreciamos y cultivamos en América, y brindo, finalmente, por la buena salud de nuestra lengua española: la lengua de la vida, de la esperanza, de la comunicación y, sobre todo —porque así lo queremos quienes tenemos el privilegio de pensarla y hablarla— ¡la lengua de la paz!
Muchas gracias.