Nos reunimos ahora en Valladolid de España, a poco más de cuatro años del Primer Congreso Internacional que, sobre la lengua española, se celebró en Zacatecas, México. Echar una mirada al programa de este segundo congreso nos permite apreciar los criterios con que ha sido concebido; en pocas palabras, con gran sentido de modernidad. Sus tres primeras secciones abarcan temas que van desde la publicidad, la música, la radio, el cine, la televisión, el Internet y la prensa, en español.
En su cuarta y última parte la atención se concentra en otro tema de enorme trascendencia: unidad y diversidad del español. Asuntos de particular interés en esa sección son el español en contacto con otras lenguas; el español de América; la norma hispánica; el español en los Estados Unidos; así como la relación es de nuestra lengua con su cercano pariente, el portugués.
Quiero compartir con ustedes una preocupación vinculada de varias formas con la anterior temática, la que concierne a la unidad y diversidad del español. Comenzaré notando un hecho que mucho atañe a esta lengua que cerca de 400 millones de mujeres y hombres tenemos como materna.
Bien sabido es que el español, lo llamaré ahora el romance castellano, se fue formando a partir sobre todo del latín, haciendo suyos a la vez elementos de otras lenguas. De ello dan fe sus helenismos, hebraísmos, arabismos y germanismos para sólo nombrar los más obvios. Y también se fue formando el romance castellano en medio y al lado de otras lenguas. Me refiero a su coexistencia con el eusquera o vasco, a su proximidad con el galaico-portugués, el aragonés, el catalán y aun con el occitano y el francés. De esas lenguas, varias también en proceso de formación, tomó el romance de Castilla no pocos elementos hasta hoy patentes en su léxico y en su morfología y sintaxis.
Como puede verse, desde su nacimiento el español hubo de dar entrada al binomio unidad y diversidad. Lo primero porque se fue estructurando como una lengua, es decir adquiriendo unidad. Lo segundo porque no nació en un universo aséptico y vacío, sino que en diversos tiempos y lugares se enriqueció con elementos de lenguas diferentes. Así adquirió diversidad en las distintas regiones.
He traído esto a la memoria porque quiero fijar brevemente la atención en lo que ha ocurrido y ocurre hoy al español en su situación de contacto con diversas lenguas, sobre todo con el inglés, pero también con otras que, como consecuencia del encuentro entre dos mundos, le salieron al paso. Obviamente me estoy refiriendo a las lenguas indígenas del Nuevo Mundo, las que se hablaban al tiempo del encuentro original, las no pocas que han muerto y las que hasta hoy siguen vivas.
En tanto que hay quienes temen la influencia del inglés, la mayoría contempla con desdén los idiomas indígenas, designándolos frecuentemente como meros dialectos. No discurriré aquí sobre lo que puede significar la conveniencia del español con el inglés, ya que de ello se tratará en la cuarta sección de este congreso. Diré sólo que no debemos temer que nuestra lengua, saludable y en creciente expansión, esté en peligro ante el inglés y que, con buen acuerdo, incremente su léxico con anglicismos siempre y cuando ello sea necesario.
Volvamos ahora la mirada a la conveniencia del español con los centenares de lenguas amerindias. El tema es de enorme interés puesto que ningún otro idioma, de modo tan intenso, comenzó a convivir con una Babel lingüística de tal magnitud desde fines del siglo xv y en las centurias siguientes hasta hoy.
La postura de la Corona española en tiempos de los Austrias, siglos xvi y xvii, fue en ocasiones ambivalente. En las Leyes de Indias encontramos reales cédulas que ordenan que los misioneros, curas y determinados funcionarios aprendan las lenguas indígenas. Otras hay también en que se ordena se enseñe el español a los indios. El resultado, con algunas variantes, fue que, gracias al establecimiento de escuelas para los indios y a la portentosa labor lingüística de los frailes que prepararon gramáticas y vocabularios de cientos de idiomas aborígenes, muchos de éstos continuaron vivos, en tanto que lentamente se iniciaba la difusión del español. Digno de subrayarse es que en esos mismos siglos xvi y xvii fueran transcritas por indios sabios, a veces en colaboración con frailes humanistas, obras de la tradición prehispánica, verdaderas joyas de las literaturas amerindias. Sólo mencionaré al Popol Vuh, Libro del Consejo de los quichés, los Huehuehtlahtolli, la Antigua Palabra de los nahuas, los libros de Chilam Balam de los mayas yucatecos y los textos de Huarochirí de los quechuas del Perú.
El siglo xviii fue, en cambio, adverso a las lenguas indígenas. Un creciente centralismo introducido por los monarcas de la Casa de Borbón, impuso cada vez más la implantación del español. El célebre arzobispo de México Francisco Antonio de Lorenzana, después cardenal de Toledo, llegó a manifestar en una carta pastoral que era falta de respeto dirigirse a Dios en las lenguas de los indios.
Cuando los países hispanoamericanos alcanzaron su independencia, la situación de los pueblos indígenas y sus lenguas, contra lo que pudiera esperarse, empeoró. Con la idea de alcanzar la integración de los respectivos estados nacionales, se suprimió cualquier ordenamiento que reconociera diferencias culturales y lingüísticas. Consecuencia de ello fue que no pocas lenguas indígenas murieran y que las que alcanzaron a sobrevivir cayeran en arrinconamiento y postración.
Tan sólo en las últimas décadas del siglo xx la palabra de algunos de los cerca de cuarenta millones de amerindios se ha alzado y comienza a ser escuchada. Ello ha ocurrido casi siempre de forma pacífica, aunque algunas veces con violencia, como en el caso de Chiapas en México. Los indígenas demandan respeto y, como ocurre en otros muchos lugares del mundo, incluyendo algunos de Europa, exigen que se reconozcan sus diferencias culturales y el derecho al uso y cultivo de sus lenguas. Éstas se han hallado en grave peligro de desaparecer. De hecho muchas lenguas amerindias han muerto sobre todo desde el siglo xviii hasta el presente. En la actualidad, a la luz de las demandas de los pueblos indígenas, vuelve a plantearse de forma apremiante la pregunta acerca del destino de estas lenguas. A pesar de las demandas de quienes las mantienen vivas, y de los esfuerzos que hacen por transmitirlas a sus hijos, empeñándose incluso en crear en ellas nuevas formas de expresión literaria, su destino sigue siendo incierto.
Hay, por supuesto, personas que consideran que la muerte de esas lenguas es inevitable y que, además, no hay razón para dolerse de ello ya que la unificación lingüística es altamente deseable. En contraste con semejante actitud, hay otros que pensamos que la desaparición de cualquier lengua empobrece a la humanidad.
Todas las lenguas en las que cualesquiera mujeres y hombres aprendieron a pensar, amar y rezar, merecen ser respetadas como parte de sus derechos humanos. Y esto lo aplico a todos los idiomas amerindios y a todos los que en el mundo se hablan.
En el caso de las lenguas amerindias, han enriquecido ellas de múltiples formas al español y también a la ciencia lingüística. Al español lo han acrecentado en su léxico, incluso en el del habla de España. El recordado Manuel Alvar en su Enciclopedia del español, nos mostró el caudal de vocablos amerindios que se incorporaron a nuestra lengua materna, en ambas orillas del Atlántico. Pero además el estudio de los idiomas amerindios iniciado desde el siglo xvi ha revelado la existencia de insospechadas categorías lingüísticas. Y ha mostrado también que hay otras muchas formas de estructurarse el lenguaje que dan lugar a diferentes conceptualizaciones del mundo.
¿Perdurar puede ser el destino de las lenguas amerindias hasta hoy vivas? ¿Pero será ello teniéndolas como reliquias exóticas del pasado? ¿O, en cambio, reconociendo que son vehículo de comunicación para trasmitir ideas y sentimientos profundamente humanos con raíces en arraigadas formas de concebir el mundo? ¿Seguirán siendo los léxicos de estas lenguas ricos en vocablos que denotan realidades de la flora, la fauna y en general de la naturaleza, que no tiene nombres en otros idiomas?
En este contexto importa responder a otra pregunta: el que las lenguas amerindias perduren, ¿puede tenerse acaso como amenaza para la vitalidad del español en el Nuevo Mundo? La respuesta la han dado ya algunos intelectuales indígenas. El náhuatl Natalio Hernández, en el más reciente Congreso de las Academias de la Lengua Española, celebrado en Puebla de los Ángeles, México, pronunció un discurso de clausura en el que insistió en que «el español también es nuestro», con referencia a los pueblos indígenas. Y otro amerindio, el distinguido poeta mazateco Juan Gregorio Regino, declaró a su vez tener dos lenguas maternas, el mazateco y el español, que desde pequeño aprendió y habló.
Y aquí viene la conclusión que quiero deducir de lo expuesto. ¿Cuál debería ser la actitud de los hablantes del español, tanto en Hispanoamérica como en España y en otros lugares donde se habla nuestra lengua materna ante la conveniencia con los idiomas aborígenes? ¿Continuará prevaleciendo la actitud de desprecio hacia ellos? Recordaré una triste anécdota de algo que me ocurrió aquí en España. Alguien me dijo un día: «Qué bueno que ya casi todos habláis español en vuestros países americanos. Lástima que haya necios que siguen defendiendo los dialectos de los indios». Mi respuesta fue que precisamente yo era uno de esos necios.
Entonces, ¿cuál puede o debe ser la relación de convivencia de la lengua española con las indígenas que en América han logrado sobrevivir? Partamos de la realidad insoslayable de que todos los amerindios desean hablar el español sin perder sus lenguas nativas. Saben que sólo así podrán participar en la vida social, política y económica de sus respectivos países. Saben también que, sólo conociendo todos el español, podrán comunicarse entre sí los distintos grupos étnicos.
A la luz de todo esto, ¿qué cabe proponer? Reconozcamos dos hechos innegables. Uno es que toda lengua es como un ordenador del pensamiento que permite captar la realidad de formas propias y distintas. Esto bien lo saben cuantos han aprendido otro idioma. Por eso, quiero reiterarlo en el ámbito de este congreso que se reúne para examinar la circunstancia en que hoy se desarrolla, pujante, el español: reconozcamos que cuando muere una lengua la humanidad se empobrece. Muy triste sería —éste es el otro hecho— que los idiomas amerindios lleguen a tener un destino de muerte. No hay que olvidar que han enriquecido el léxico del español y han conferido matices variados a la fonética y a las estructuras morfosintácticas de las hablas regionales de los países hispanoamericanos.
Estos dos hechos nos muestran que las lenguas indígenas no pueden estar fuera del campo de atención de quienes se dedican al estudio y cultivo de una lengua como el español. ¿Qué es lo que las Academias, Institutos y Gobiernos podrán hacer en relación con dichas lenguas? La respuesta tendrá que darla cada uno, pero si se ha de proceder con responsabilidad, no habrá que desentenderse de la situación de estas lenguas. Pensando en voz alta diré que compete a los Gobiernos, a través de sus Ministerios de Educación y Cultura, proporcionar los recursos para establecer sistemas educativos realmente bilingües entre los pueblos indígenas, así como fomentar el cultivo de sus idiomas y literaturas. Respecto a las Academias e Institutos de lengua española, podrán ellos no sólo registrar en la lexicografía los indigenismos, sino también dar entrada en sus planes de trabajo a asuntos que se refieran específicamente a las lenguas con las que, en su propio país, convive el español.
A modo de ejemplo de lo que podrá hacerse, pienso en el establecimiento de premios a las mejores creaciones literarias, producidas cada determinado tiempo, en las lenguas indígenas. Otra posibilidad será apoyar la creación y funcionamiento de casas de escritores en lenguas indígenas, de las que ya existe una en México. También será deseable invitar a quienes las cultivan y tienen como maternas a participar en congresos de Academias y en diversas actividades de carácter lingüístico y filológico.
Si en Hispanoamérica y en la Península Ibérica se consolidan nuevas formas de convivencia lingüística, el hecho insoslayable de existir en geografías plurilingüísticas, lejos de ser fuente de conflictos, será manantial de riqueza cultural y, a la postre, de creatividad. El universo de Hispanoamérica será escenario de una variada sinfonía de voces, entre las que la antigua lengua de Castilla será vehículo de universal comprensión, enriquecida con la presencia de los idiomas, también milenarios, de los pueblos originarios del Nuevo Mundo. Y de las otras que también se hablan en España. Hermanadas todas, nos estaremos encaminando a la aparición de lo que un día será el gran conjunto de expresiones de la palabra con significación y alcances en verdad universales.
Que jamás ocurra con ellos lo que en un poema en náhuatl y en español expresé con temor:
Cuando muere una lengua
Cuando muere una lengua
Las cosas divinas,
Estrellas, sol y luna;
Las cosas humanas,
Pensar y sentir,
No se reflejan ya
En ese espejo.Cuando muere una lengua
Todo lo que hay en el mundo
Mares y ríos,
Animales y plantas,
Ni se piensan, ni pronuncian
Con atisbos y sonidos
Que no existen ya.Cuando muere una lengua
Para siempre se cierran
A todos los pueblos del mundo
Una ventana, una puerta,
Un asomarse
De modo distinto
A cuanto es ser y vida en la tierra.Cuando muere una lengua,
Sus palabras de amor,
Entonación de dolor y querencia,
Tal vez viejos cantos,
Relatos, discursos, plegarias,
Nadie, cual fueron,
Alcanzará a repetir.Cuando muere una lengua,
Ya muchas han muerto
Y muchas pueden morir.
Espejos para siempre quebrados,
Sombra de voces
Para siempre acalladas:
La humanidad se empobrece.
Rica en cambio, será la humanidad en posesión de lenguas ecuménicas como el español, hablado por cientos de millones y a la vez dueña de otros muchos idiomas vernáculos. El florecer de éstos hará de nuevo verdad que la diferencia es fuente de creatividad cultural.