Señoras y señores:
Valladolid, ciudad milenaria que fue frontera entre la España de la cristiandad y la España del Islam, altar del matrimonio de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, lecho de muerte de Cristóbal Colón, cuna de Felipe II y lugar de residencia de Miguel Cervantes, también fue testigo y artífice del nacimiento de la lengua que nos une y que ahora nos convoca.
Hace poco más de mil años, a juzgar por los más antiguos testimonios escritos de los que se tenga noticia, nació la lengua castellana en esta región de la Península Ibérica, como una transformación del latín, la lengua del imperio que alguna vez se soñó inmortal.
Mil años son muchos años de historia que gravitan sobre los cerca de 400 millones de personas que día a día hablan, trabajan, estudian, juegan, viajan, comercian y crean en la lengua del romancero y del corrido; muchos años que le dan tradición y raigambre a los veinte países que la tienen por lengua oficial.
Pero mil años no son demasiados si los contraponemos con el tiempo que auguramos a la pervivencia de los ideales de paz, de justicia, de libertad, encarnados por Don Quijote de la Mancha, que de Miguel de Cervantes a Octavio Paz, de Sor Juana Inés de la Cruz a Gabriela Mistral, de Simón Bolívar a Jorge Luis Borges, han anhelado los más claros hombres y mujeres que ha dado nuestra lengua.
Que ha dado nuestra lengua, digo, porque la lengua no sólo nos permite la comunicación sino que configura nuestro pensamiento, nuestra sensibilidad, nuestra visión del mundo. La lengua de algún modo nos crea, nos conforma, nos define. Después del descubrimiento de América, sobrevino la conquista política del Nuevo Mundo. América fue incorporada al repertorio de ideas y de valores en que a la sazón se sustentaba la cultura española. Y con la lengua, se establecieron las creencias, las ideas, los valores, la concepción del mundo propios de la hispanidad.
Antes de la llegada de los españoles, nuestra América era un rico mosaico de muy diversas culturas, algunas ciertamente desarrolladas, con múltiples y muy variadas lenguas, pero sin una identidad común ni una lingua franca. La conquista espiritual del Nuevo Mundo le dio a la lengua de Castilla una proyección territorial tan amplia que contribuyó lo mismo a su expansión en la propia Península Ibérica que a la unidad de la que la América española carecía.
Efectivamente, a lo largo de estos mil años de historia de nuestra lengua, el castellano se expandió por terrenos tan disímiles y apartados los unos de los otros como La Mancha y Los Andes, Antofagasta y el Caribe, el altiplano de México y la ribera del Río de Plata. Con la participación de Hispanoamérica en el concierto de la lengua de Bernal Díaz del Castillo y de Francisco de Terrazas, el castellano, lejos de corromperse o adulterarse, como pensaron algunos puristas del pasado, se enriqueció portentosamente porque, como dice Pablo Neruda, «Las palabras tienen de todo lo que se les fue agregando de tanto rodar por el río, de tanto transmigrar de patria, de tanto ser raíces…».
Con nuestros usos peculiares, nuestra extremada cortesía, nuestra fina sensibilidad, nuestra maravillosa expresión literaria, los hispanoamericanos hemos logrado hacer realidad aquella imagen feliz del retorno de las carabelas, cargadas, de regreso a la Península, con las enormes aportaciones que nuestra diversidad lingüística ha hecho a la unidad a la que pertenecemos; con las joyas verbales que hemos incorporado al patrimonio compartido de una lengua común.
La lengua es, en efecto, el común denominador de nuestros países. Gracias a ello, gozamos de una cohesión cultural que no debe desestimar las peculiaridades propias del habla de cada región, sino propiciar sus resonancias en el universo hispanoparlante, ni debe relegar a un segundo plano la concomitancia, ciertamente enriquecedora, de las lenguas indígenas que en algunos países, como el que me honro en representar, constituyen, por su cantidad y por su diversidad, un extraordinario patrimonio cultural. Éste es un patrimonio del que nos sentimos profundamente orgullosos en mi país, al que respetamos y queremos proteger y estimular, como parte insustituible de la inteligencia común de nuestra nación.
Con el castellano podemos atravesar veinte fronteras sin que perdamos comunicación; sólo hacemos, en esos casos, más amplio el espectro de nuestro vocabulario ante la emergencia de las voces locales, que suelen causar más simpatía que desencuentro. La lengua común nos ha dado una consistencia extraordinariamente unida en la diversidad, cuyos alcances todavía no hemos explorado lo suficiente, y es que debemos admitir con Simón Bolívar que nuestras fronteras son más cosa de la geografía que de la historia y más de la política que de la cultura. El caso de Brasil merece mención aparte. El castellano ha sido declarado en Brasil la lengua de enseñanza y aprendizaje necesaria en las escuelas e institutos de educación media y superior.
Así, tanto en el norte como en el sur del continente, la comunidad hispanoparlante representa una masa crítica ineludible para las culturas que tienen frontera con ella. México deberá jugar un papel importante en colaborar con nuestros hermanos brasileños en su decisión de adoptar el castellano como segunda lengua, particularmente en el entrenamiento de los maestros que tendrán que encarar la enorme tarea de la enseñanza de este segundo idioma entre la juventud brasileña.
El país en el que la lengua castellana cuenta con el mayor número de hablantes es México. Una cuarta parte de quienes hablan castellano viven allí. Y como si esto fuera poco, los mexicanos que por diversas razones han emigrado a los Estados Unidos, en general, siguen manteniendo viva su lengua primigenia.
La difusión y defensa del castellano tienen entre nosotros una larga tradición. Una institución que se ha esmerado en ello es la Universidad Nacional. Hace justamente 450 años que, por disposición de la Corona española, la Universidad quedó establecida en México, con los mismos privilegios, franquicias y libertades que la Universidad de Salamanca.
Hoy ese esfuerzo se multiplica a través de nuestros consulados en la Unión Americana, gracias a un proyecto de colaboración entre la Universidad y las áreas culturales de nuestra Chancillería. Y como si esto fuera poco, los mexicanos que por diversas razones han emigrado a los Estados Unidos en general siguen teniendo viva su lengua primigenia.
La capacidad de adaptación a las costumbres, leyes y expresiones norteamericanas, va aparejada entre mexicanos e hispanoamericanos a una honda lealtad cultural, y por supuesto lingüística, que hace de cada migrante mexicano o hispanoamericano un importante elemento aglutinador de sus hermanos en el extranjero. Además, seguir hablando castellano en Estados Unidos es hacer patria.
La diversificación de los instrumentos y medios de comunicación combinada con esa lealtad cultural a la que he aludido, ha auspiciado un desarrollo inédito en las prácticas culturales verificadas en lengua castellana.
Desarrollo, por cierto, que no ha escapado a los productores de cine y televisión, a los editores de revistas, periódicos y libros, a los promotores culturales y a un ejército de educadores y maestros que saben que la esfera del mundo —incluidas la política y la economía— tiene uno de sus polos en el idioma de Cervantes.
Señoras y señores:
Hace apenas unos años era frecuente escuchar que debíamos cerrar las fronteras para proteger nuestra identidad. Se temía que la apertura nos contaminara y acabara por degradar nuestros valores culturales. El panorama actual no es, empero, el que vaticinaban quienes propugnaban el ensimismamiento.
En Chicago o Nueva York, Los Ángeles, Miami o San Francisco, el castellano, como decía antes, es una lengua viva, que se habla, que se escribe, que se publica, que se filma, que se transmite televisivamente, que se radiodifunde.
Por otra parte, en el interior de nuestros países hemos visto resurgir con fuerza múltiples grupos que reclaman el reconocimiento de sus costumbres, de sus creencias y de sus lenguas. Cuando miramos el mapa de nuestro mundo cambiante, podemos constatar que hoy por hoy el monolingüismo ya no es la condición natural de muy buena parte de los habitantes del planeta.
En América, Asia, África y Europa viven hombres y mujeres que transitan cotidianamente de una lengua a otra y que, por ello, amplían el espectro de su cultura y, al entender mejor al otro, se entienden mejor a sí mismos.
Así las cosas, tendremos que fortalecer nuestra identidad idiomática y cultural sin levantar barreras que nos aíslen; tendremos que preservar y enriquecer nuestro legado en un mundo que ya empezó a transitar por el camino de la globalización.
En el amor al idioma y a la tradición que atesora se cifran nuestras mayores esperanzas. Y este amor no está reñido con la apertura. De Alfonso X el Sabio a Alfonso Reyes —otro sabio y otro Alfonso—, nuestra lengua ha conformado una tradición de apertura a otras ideas, a otras lenguas, a otras culturas.
Al defender nuestra lengua, sin cerrazón, sólo con amor y con orgullo, les estamos dando a las nuevas generaciones el más poderoso instrumento para habitar el mundo. Para habitarlo y para imaginar, pensar, discurrir, criticar, soñar. Para crear espacios de entendimiento, porque la fuerza del idioma estriba en su capacidad para hacer que sus hablantes convivan, se entiendan, ejerzan la crítica y el humor, el gusto y la vida pública.
No es otra cosa que la democracia. Como decían los antiguos mexicanos, cuyo pensamiento nos ha hecho conocer Miguel León Portilla, donde impera la palabra, no impera la violencia.